VII. CUATRO GOTAS DE EXISTENCIALISMO

Los dueños del Residuo son una veinteañera morenita con muchos bucles conocida por La Duquesa y dos chicos mayores que yo, no sé hasta cuándo los seguiré llamando chicos, Quique ya está calvo y tiene barriga, Moisés lo lleva mejor en cuanto al físico se refiere, pero neura, me temo. Antes gastaba barba. Es de esas personas con las que se ha coincidido en la tira de sitios sin llegar a saber cómo se llaman ni a qué se dedican, en algún autobús de la Universitaria, en el entierro de Tierno Galván, en conciertos de los de encender mechero, haciendo cola en los Alphaville, en la manifestación anti-OTAN, en Chicote; y a la barba rubia le van saliendo canas y luego se la afeita. Que tuviera un bar no lo sabía y tampoco me pegaba, la verdad, creí que sería periodista o profesor, hasta que una compañera mía del archivo que sabe que me aburre la cocina y más de noche me dio el dato del Residuo, porque ella vive cerca. Desde entonces vengo bastante, alguna vez con Tomás, pero generalmente sola. Son melancólicos y discretos, ella algo más bullanguera, se llama Trilce. No tienen televisión ni máquina tragaperras. Trilce es de una buena familia andaluza venida a menos y hace unos guisos sabrosos de mucho llenar, recetas de su abuela, mujer experta en quitarles el hambre a carnadas de nietos.

Trilce cuenta anécdotas de ella a poco que se presente la ocasión, cada nuevo guiso arrastra una historia o feliz ocurrencia de doña Amparo, que es de quien partió, según parece, la idea de montar este negocio. Lo que no sé es cómo ni cuando conoció Trilce a sus socios, a los que gasta bromas cariñosas, índice de gran familiaridad. Viven los tres en un ático cerca del local, pero no creo que sean parientes.

En cuanto me comí un plato de albóndigas y un trozo de tarta de queso, me invadió un cansancio obtuso. Miraba las paredes decoradas con fotos de artistas de cine y músicos de jazz y no podía soportar la idea de que me echaran de allí, aunque flotando a la deriva en aquel clima submarino no me sintiese menos vulnerable que en casa, debían estar a punto de cerrar, ya sólo quedaba un cliente en la barra y otro sentado, no hablaban, ¿qué tengo yo que ver con este sitio ni con la historia de sus dueños?, ¿quién me echaría de menos si dejo de venir?

Y, sin embargo, tuve que reconocer que mucho peor sería estar luchando por compartir mi insomnio con Tomás en un apartamento de ocasión, y que realmente me daba igual que se hubiera quedado dormido abrazando un cuerpo distinto del mío, incluso imaginé el alivio que me produciría, como otras veces, desprenderme sigilosamente de ese abrazo y buscar a tientas cualquier hueco en la pared, ansiosa de un cóctel de estrellas. Qué cosa más triste, ni un bar cerca, ni una farmacia de guardia, todo cerrado, afuera oscuridad y árboles moviendo sus brazos en torno a la fachada, el ruido de alguna moto a lo lejos, y dentro nada, no esperes en este tipo de refugios una estantería con libros imprevistos, ni siquiera un vil flexo, decoración ramplona, todo lo más una nevera minúscula con botellines y almendritas, veneno no tienen, nunca piensan en serio en las necesidades del cliente.

Miré el teléfono público al fondo, junto al pasillo que lleva a los servicios, verde, nimbado por una hornacina de plástico, y no me decía nada ni me invitaba a nada. La conexión con un dormitorio abstracto de la provincia de Jaén se me reveló bajo su aspecto más rutinario y despiadado, exenta por completo de consuelo. Entonces, ¿qué quería? Era de esas veces en que la desazón se siente crecer como una marea brava y se sabe que sólo abandonándose a sus bandazos la inteligencia se va a aguzar hasta ver las cosas tan claras que casi dé miedo.

Es duro de aceptar lo casuales que somos, nuestra incapacidad para transmitir a otro más que remedos de un ánimo mutable; y aceptar al mismo tiempo los gestos y balbuceos con que tratamos de acercarnos obcecadamente a quienes hemos supuesto que forman parte de nuestra historia. Oír la voz de Tomás rebotando contra la mía se había convertido en una especie de respiración mefítica, el aire sigue entrando hasta que el pulmón se carcome, pero no sin avisar antes algunas veces del peligro e inconsistencia de nuestro afán. Y era una de esas veces.

—¿Te apetece que te ponga un fado? —me preguntó Moisés desde la barra—. Tienes cara de fado.

Salí de mi abstracción para mirarle. Ya se había ido todo el mundo. Estábamos solos. Y sin embargo no amenazaba con echarme, me retenía. Fue como si saliera el sol.

—No, oye, mejor música caribeña. Y un café, por favor, que me estoy amuermando.

Cuando me lo trajo, ya sonaba la voz aterciopelada de Benny Moré. Tienen una instalación musical muy buena. Me preguntó que si se podía sentar conmigo. Asentí vivamente.

—Sería terrible —le dije— que en este momento no estuvieras de verdad existiendo. ¿Existes? Dame un beso a ver.

Y, ante su gesto de extrañeza, añadí:

—Perdona, son efectos de una claustrofobia pertinaz; que no podía salir de casa, oye, y lo estaba deseando. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Como hora y media —dijo mientras se inclinaba a besarme—. Pero tranquila.

—No me echas, ¿verdad?

—No, mujer. Lo que voy a echar es el cierre antes de sentarme. Quique y Trilce han hecho caja y ya se han ido. Pero a mí también me viene bien charlar un rato. No tengo sueño. A fin de cuentas, todos somos náufragos. ¿Qué pasa? ¿Tu novio no está?

—No. Pero no es eso —dije en voz baja.

… ¿Y qué era? Me lo pregunté mientras lo veía de espaldas echando el cierre, segura de que no me había oído. Algo era. Tomás, que barrunta las sombras desde lejos, me lanzaba de nuevo sus palabras: «a ti te está pasando algo», no me quise agarrar a ellas cuando las dijo, fui yo quien desvió la conversación hacia una riña tonta; pues sí, algo me estaba pasando, algo profundo y oscuro como un corrimiento de tierras cuya amenaza aún imprecisa obliga a soñar con un puerto donde dormir al resguardo de todo vaivén; anclarse, ¿pero dónde?, yo no conocía ningún sitio realmente de fiar, tal vez lo había conocido, pero eran paisajes por los que no corría el aire, estancados en fotografías traspapeladas, un jardín con hamacas, una fachada cubierta de hiedra, un payaso de hojalata, un río, un despacho con la chimenea encendida, caballos al galope, había llovido mucho encima de esas imágenes, se desdibujaban tras una cortina de agua imparable, el diluvio universal.

—A estas horas se está bien aquí —dijo Moisés sentándose—. Hoy ha sido un día duro.

Le sonreí, repentinamente a flote en aquel refugio provisional. Se había preparado un daiquiri.

—Sí —dije—. Muy duro. Sobre todo por la falta de secreto.

Son cosas que me salen sin pensar, Tomás las llama excrecencias, las digo y me parecen tan raras que no suelo esperar reacción. Pero Moisés la tuvo.

—Es fantástico —dijo—. ¿Quieres creer que hace un rato estaba pensando eso mismo? Vamos a ver, ¿de qué tiene sed la gente?, se me ocurrió mientras servía en una mesa, preguntas de cantinero aburrido, porque además hoy ha pasado por aquí una parroquia muy vulgar, ha habido partido en el Bernabeu, venían alborotados y espesos, y de pronto digo: «sed de secreto», así, como un flash, me pareció un título bueno para una canción o algo, y ahora sales tú con eso, qué raro, ¿no?

—A mí no me extraña. Es que todo es muy raro, en cuanto te fijas un poco. Lo raro es vivir. Que estemos aquí sentados, que hablemos y se nos oiga, poner una frase detrás de otra sin mirar ningún libro, que no nos duela nada, que lo que bebemos entre por el camino que es y sepa cuándo tiene que torcer, que nos alimente el aire y a otros ya no, que según el antojo de las vísceras nos den ganas de hacer una cosa o la contraria y que de esas ganas dependa a lo mejor el destino, es mucho a la vez, tú, no se abarca, y lo más raro es que lo encontramos normal.

De pronto, lo que le decía era lo de menos, porque se había ido creando una riqueza suplementaria que afluía atropelladamente de la música de Benny Moré y ensordecía el otro cauce. Me callé porque no podía hablar de tantas cosas al mismo tiempo sin entenderlas primero, necesitaba concentrarme yo sola en aquella nueva extrañeza que había sobrevenido. A Benny Moré le atribuía unos orígenes de cubano pobre que se agarró al ritmo criollo para escapar de la miseria, una biografía de las de cuesta arriba y mucho ron, tal vez lo estaba confundiendo con otro, creía casi seguro que ya se había muerto, pero en todo caso el momento desde el que lanzaba su voz no era el de su intersección en el Residuo ni sus oyentes nosotros. Me lo imaginé cantando en un local al aire libre al que puse estrellas, palmeras y un cercano latido de playa tropical; y las parejas mirándose a los ojos, sintiendo como algo indiscutible y liberador el ritmo del cuerpo joven que se acopla a la música, a donde esto nos lleve, ya no se para, no se puede parar, fecha indecisa, grabación en directo, se oían aplausos al final de cada melodía. Aquella noche que se metía intempestivamente en la nuestra podría haber dado ocasión a que se procrearan niños mal nutridos que ya tal vez estuvieran rozando la delincuencia en un pueblo sudamericano mientras sus madres envejecían añorando aquel baile sensual y encendido.

A mí, en cambio, la irrupción de Benny Moré me alejaba de mi compañero eventual, que, alentado por mis comentarios sobre lo raro que era vivir, se había puesto a hablar de Kierkegaard. Podría haberle interrumpido para sacarle a bailar o para explicarle lo que estaba pensando, pero hablar de más trae peligro y aquel momento especial surgido entre Moisés y yo proponía un salto que no me apetecía nada dar, su cuerpo no me invitaba al riesgo, simplemente era eso. Me imaginé llegando con él a casa, quitando la ropa y los libros de encima de la cama deshecha, atenuando la luz de la lámpara, disculpándome por no tener bebida, tal vez incluso contándole que mi casa no era aquélla, que aún no había encontrado mi sitio en el mundo, y me horrorizó. ¿En qué consiste darse cuenta de que alguien no te apetece para la cama?, no sé, pero no tiene vuelta de hoja, se trata de una noción fulminante y ya. Cuando le dije: «dame un beso», aún no se me había planteado siquiera un dilema que ahora se despejaba sin controversia posible. Para fundirme con Benny Moré, vivo o muerto, Moisés no me servía. Afortunadamente él no daba señal alguna que me aconsejara ponerme en guardia; circulábamos por senderos divergentes, eso era todo, y el suyo se encaminaba hacia una meta de contornos brumosos: la filosofía existencialista. Llevaba rato en eso, mientras Benny pedía apasionadamente «baila mi son».

Frente a las corrientes de estirpe platónica que culminan en Hegel, se inicia una atención hacia el propio existir como núcleo de especulación filosófica. Yo le escuchaba a medias, tamborileando con los dedos sobre la mesa, y cuando nuestros ojos se encontraban se acentuaba la lejanía. El primero en plantearse la extrañeza ante el vivir fue Kierkegaard, se anticipó a Sartre y Heidegger, pero es que ahora la gente ve todo eso como una antigualla, ¿te das cuenta?, y está de rabiosa actualidad. Vaya —pensé—, se quiere lucir o desahogar el tedio de una tarde interminable sirviendo copas, y lo entendí; a mí los camareros me parecen heroicos, siempre lo digo, no entiendo cómo pueden ser amables con los pelmazos que vamos allí a beber. Me confesó que nunca había abandonado la idea de escribir un libro donde se enfocara la filosofía existencialista desde hoy, una idea ya acariciada en los primeros años de facultad y que había ido cambiando, porque también el «hoy» es distinto a cada poco, ¿no encontraba yo que la gente joven se había vuelto mucho más nihilista?, cuando acabó la carrera tenía mucho material para el libro, pero era otro el cariz de los pasotas, empieza porque ni se llamaban pasotas todavía, luego la vida te lleva a donde no quieres, él había tenido que ponerse a trabajar pronto en lo que le fue saliendo, qué remedio, eran muchos hermanos en una familia de pocos recursos y encima retrógrada, «a mi padre —dijo—, lo sacudes y caen bellotas, mejor no discutir con él ni pedirle nada», ahora llevaba un año que había vuelto con el proyecto del libro, madrugaba y se iba todas las mañanas un par de horas a la Biblioteca Nacional, el mejor rato del día, en casa te distraes, y además él tenía poca fuerza de voluntad, quería partir de El concepto de la angustia de Kierkegaard y bajarlo a la calle, que es donde se palpa la angustia. «Bueno, en casa también se palpa», dije yo; pero no lo tuvo en cuenta, él seguía con sus apuntes. La angustia nace de la conciencia de mortalidad —dijo—, todo viene de ahí, de que nos vamos a morir, y cuando lo pensamos siempre nos extraña, es como apearse de las nubes. Se ha escrito mucho sobre el tema, eso desde luego —remató mientras se oían los últimos acordes de «Fiebre de ti»—, pero siempre se puede dar una versión original y llamativa, ¿no te parece?, y me miró por primera vez como esperando una opinión. Dejé asentarse un poco la pausa.

—Yo creo —dije— que lo más llamativo sería escuchar el testimonio de alguien que ya se hubiera muerto, a ver qué decía, pero es difícil porque no vuelven, sólo alguna vez en sueños y no siempre da tiempo a apuntar sus palabras, porque hablan, claro, pero se olvida, se dice «era un sueño» y en cambio no se te olvida que tienes que pagar la factura del teléfono. Ellos son los únicos que saben lo raro que era vivir, lo han entendido cuando ya no pueden contarlo en ningún libro.

Moisés se quedó silencioso y se fue a la barra a servirse otro trago. La cinta de Benny Moré ya se había consumido y yo me empezaba a aburrir un poco, miré la hora, me voy a ir yendo, ¿sabes?, no, mujer, con lo bien que estamos hablando ahora, ¿qué prisa tienes?, toma una copa, no me apetece, pero quédate mientras yo me la tomo, bueno, un ratito más.

Y Moisés volvió a sentarse enfrente de mí, ya sin música de fondo. Lo malo, dijo, es no tener con quién compartir lo que voy repasando sobre el tema, me estoy quedando muy aislado; le pasa a todo el mundo, dije yo. A veces veía bastante claro el esquema del libro y se animaba, pero —cosa curiosa— casi eran más difíciles de aguantar a solas los trances de euforia que los de náusea. Y ya pasó a Sartre directamente como era de esperar. ¿Me gustaba La náusea?

—Bueno, no sé, me agobia un poco. Es todo tan sin salida, y, sobre todo, hay poco humor. Yo en las novelas necesito algún soplo de humor.

¿Poco humor? ¿En qué sentido? Pues él, en cambio, se declaraba hermano de Antoine de Roquetin, y también de Heller, el personaje de El lobo estepario, eran sus modelos literarios preferidos, los envidiaba sobre todo por haber sido capaces de prescindir de la familia, ¡qué cruz la familia!, él ahora estaba ayudando económicamente a un hermano pequeño ingresado en un centro de rehabilitación para drogadictos, y lo peor es que entendía que se hubiera metido en eso, ¿cómo no lo iba a entender?, si lograba escribir el libro se lo pensaba dedicar a su hermano, precisamente lo que quería retratar era esa confusión y desesperanza que lleva a callejones sin salida, se sentía más cerca de su hermano que de sus padres, encerrados los dos en una especie de fortín, unidos solamente por la tendencia a escandalizarse de todo y el horror a que algo los salpicara, eso y el dinero era lo único que tenían en común, porque no se querían nada, se odiaban sin saberlo entre bostezos y frases de vinagre, pero ellos no tenían la culpa, en el fondo también le daban pena. Y, por otra parte, ¿qué se podía ofrecer a la gente joven?, ¿lo sabía yo?

Moví la cabeza negativamente, al fondo, contra la pared, se besaban Vivien Leight y Clark Gable en una escena de Lo que el viento se llevó. Moisés acababa de cumplir cuarenta y dos años y se sentía muy viejo, echaba de menos la luz, aunque fuera fugitiva, de un momento extraordinario, como los que soñaba Anny, la novia de Antoine de Roquetin, en La náusea, suspiró, la voz se le había ido apagando.

—Ya. El momento extraordinario. Es lo que echamos de menos todos —dije yo.

Pero no me sentía oprimida. Hubo un silencio redentor, lleno de cuerpos gaseosos que pedían ser abrazados. Moisés se excusó del rollo que me había metido, pero es que hacía mucho tiempo —dijo— que nadie le escuchaba con tanto interés; me preguntó que si me apetecía ahora un daiquiri y le dije que sí.

—Por favor, cuéntame algo tú —me pidió, cuando me lo trajo.

—¿Algún cuento de momentos extraordinarios?

—¡Ojalá! Si supieras alguno…

Cuando me quise dar cuenta, estaba tomando a sorbos lentos mi daiquiri y hablando, también a sorbos lentos, de mi madre, de una vez que veníamos juntas en una motora con unos amigos y el mar se alborotó. Corrimos mucho peligro aquella tarde, olas como montañas, y ella de pie, animando a todo el mundo, el sol se estaba poniendo y de cada pulverización de espuma en el aire brotaba un arco iris pequeñito, como si los colores se desenterraran del corazón del mar, y el miedo se convertía en éxtasis. Lo que no le dije a Moisés es que yo tenía doce años, se lo contaba como si fuera una excursión reciente, del verano pasado a lo sumo, peinada tal como llevaba el pelo esa noche, con el mismo vestido, escuchaba mi voz alegre y clara describiendo aquellos arrecifes contra los que la barca estuvo a punto de ser despedida, y renacíamos ella y yo azotadas por la misma borrasca, riéndonos juntas, amparadas, intemporales, al borde de la muerte; y un golpe de huracán se llevó su sombrero. Un ejemplo de momento extraordinario, ¿no te parece?

Los ojos de Moisés se habían ido llenando de luz y supe, como los borrachos al límite de esa copa detrás de la cual ya no podrán pararse, que de lo que yo tenía verdadera sed era de mentir.

—Me das envidia —dijo—. Yo con mis padres siempre me he llevado fatal. ¿Cuántos años tiene tu madre?

—Dos meses y algún día. Son los que lleva muerta.

El rostro de Moisés se ensombreció como ante el final desgraciado de una novela. Yo bajé la mirada a la mesa y en torno a mi copa empezaron a encenderse lucecitas sugestivas. Azules, rojas, verdes. Tenía que seguir la pista del argumento inesperado que se me acababa de ocurrir para atizar la sed de aquellos ojos donde empezaba a pintarse la desilusión y que parecían pedir algo más, otro capítulo. Prepararía una bebida fuerte, ¿por qué no atreverme a hacerlo? Moisés y yo apenas nos conocíamos y tampoco iba a ponerse a investigar la verdad, simplemente estaba ansioso de narración extraordinaria. Sería una forma gloriosa de dejar atrás un día tan chato, tal falto de pasión y de secreto. Le miré. Estaba emocionado.

—¡Cuánto lo siento! —dijo—. Lo estarás pasando fatal.

Bebí el último trago de daiquiri y eso me decidió.

—Pero es que además… —dije—… Bueno, nada.

Sus manos avanzaron con delicadeza y decisión a cubrir las mías. Se oyeron unos pasos en la calle. Luego se alejaron. Moisés contenía la respiración.

—Además, ¿qué? —preguntó en un susurro.

—Prométeme que no se lo vas a contar a nadie. Que se quedará entre tú y yo.

—Te lo juro.

—Además…, ella no sabemos cómo ha muerto. Eso es lo más grave.

—¿De verdad?

La palabra verdad se quedó flotando como una nube deshilachada sobre las botellas alineadas al otro lado de la barra, viajó luego a nimbar las cabezas de Clark Gable y Vivien Leight, serpenteó pegada al techo, el local mismo ya no era de verdad.

—¿Qué has querido decir? —insistió Moisés, en vista de mi silencio.

—No sé, estoy muy aturdida. De momento, todo son sospechas. Se ha abierto una investigación policiaca. No tenía que habértelo dicho, no te vayas a ir de la lengua, por Dios.

Me puse de pie asustada. Tenía que parar. Me lo estaba creyendo. Pero el fulgor que irradiaban los ojos de Moisés me pagaba con creces. Le pedí que me disculpara y que, por favor, no me hiciera más preguntas. Me tenía que ir, no me encontraba bien. Me acompañó hasta el coche, silencioso y fascinado, rozándome apenas el codo con la mano para cruzar la calle. Si tenía sed de secreto, le había inyectado una buena dosis. Pero también me daba cuenta de que yo me había cerrado para mucho tiempo, tal vez para siempre, la puerta del Residuo.

—Por favor, olvida lo que te he dicho —le pedí, a través de la ventanilla.

—No te preocupes de eso. Cuídate. ¿Seguro que te encuentras bien y puedes conducir?

—Seguro. Muchas gracias por la compañía. Por cierto, qué despiste, no te he pagado.

Detuvo con un gesto mi ademán de rebuscar en el bolso.

—Déjalo, me pagas mañana. Vuelve mañana, te espero, ¿vale?

Saqué la cabeza para darle un beso pero no le prometí nada.

Antes de volver a casa di un rodeo largo y sin designio. Era muy tarde y las calles estaban casi desiertas y recién regadas. Algunos semáforos en rojo me los saltaba pisando fuerte el acelerador, estremecida de placer. Unas briznas de aire fresco entraban a alborotarme la melena.

Hubo un momento en que me asaltó la tentación de acercarme al barrio de mi madre y pasar despacio ante su casa, tal vez las luces del piso quince estuvieran encendidas y se vislumbraran bultos sospechosos en el interior a través de los ventanales. Esperaría apostada en la callejuela de enfrente con los faros apagados. Reaccioné casi enseguida y di un viraje brusco en dirección contraria. Me temblaban un poco las manos.

—¿Será posible? —me dije—. Estoy tan loca como él, todo se contagia. ¡Voy a acabar como Vidal y Villalba!