IV. CALDO DE ARCHIVO
De un día para otro se echó encima el calor. No sé si contribuiría eso a aumentar mi impaciencia. Volvía a casa a primera hora de la tarde y antes de entrar al baño, beber agua o ponerle comida al gato, me iba derecha al contestador. Nada. No había mensaje ninguno del hombre alto. Escuchaba los otros, generalmente de Tomás o recados para él, con la esperanza de que el pitido que los remataba diera entrada a aquella voz que me había dicho: «depende de su capacidad para apuntarse a los juegos peligrosos», una voz que la memoria no conseguía reproducir pero que mi tendencia a la metáfora asociaba a un color azul metálico. Me duchaba, me ponía en short, y cuando el sol ya había caído, salía un rato a la terraza a regar sin ganas ni convicción los tiestos donde languidecen adelfas y geranios. Lo que más me aburría era saberme espiada por los ojos de algún vecino que estaba haciendo lo mismo, así que cumplía mi cometido sin mirar mucho alrededor, como enfrascada en algún pensamiento profundo. Pero durante cuatro horas nada, encefalograma plano, mi actividad se había reducido a desplazarme de la butaca al sofá, leer por encima la prensa y mirarme los pies, que ponía en alto sobre un almohadón gordo.
La versión que circulaba por el hilo telefónico hasta las cercanías de la Sierra de Cazorla era que estaba adelantando mucho en la redacción de mi tesis doctoral: «Un aventurero del siglo XVIII y su criado». Los apresaron por orden de Floridablanca en 1785, venían de Londres, sospechosos de estar implicados en cierta conspiración capitaneada por algunos jesuitas expulsos con el fin de independizar Chile y Paraguay, todo muy rocambolesco, el amo se llamaba Luis Vidal y Villalba, el presunto criado Juan de Edad, portorriqueño, soltero de veintisiete años, otras veces mencionado como Juan Delage, natural de Burdeos, dice haber conocido a su amo en Curaçao y que le ha servido desde 1780, está claro que ambos mienten, sobre todo don Luis, que se finge italiano aunque era catalán, pero eso se va sabiendo poco a poco; el propio gobierno de Carlos III, por soplos del conde de Aranda desde París, cree que Vidal es peligrosísimo, sospecha fomentada por él mismo, que magnificaba en conversaciones privadas sus contactos e influencias, empeñado en vivir su vida de pobre hombre como si fuera una novela de espías. Lo pagó muy caro, veinte años de cárcel. Decía tener importantes posesiones en La Martinica.
El 13 de junio de 1785, día de San Antonio, un escribano real va a Las Rozas a esperar a don Francisco Gamir «que venía con una partida de caballería escoltando a un reo de costado, que dijo llamarse Luis Vidal y Villalba». Al alcaide de la Cárcel Real le entregan sus efectos, entre los que figura un retrato de mujer en miniatura en óvalo con el cerco de madera, dentro de una cajita también de madera. Por los mismos días se ha ido a esperar a Galapagar a Juan de Edad, y se le encarcela también, pero incomunicado con su amo. En los primeros interrogatorios se finge loco.
Me espabilaba tanto contándole a Tomás cómo avanzaban las peripecias de aquella historia y mi cerco a sus enigmas que cuando dejábamos de hablar por teléfono tomaba notas de lo que le había dicho y era el único rato del día en que la realidad despedía otro aroma, se retorcía agitada por un viento salino y le salían pájaros volando.
—Parece una novela —decía Tomás—. Es una pena que no puedas escribirlo en forma de novela. ¿Seguro que eso de la cajita de madera no te lo inventas?
—No, de verdad, tengo los apuntes delante. Si es que tú no sabes la cantera que son los papeles de archivo, las cosas tan delirantes que aparecen, lo malo luego es atar cabos para ir adivinando lo que pasó de verdad, igual que en las pesquisas policiacas. Y darle forma, claro.
—Pero cuéntalo igual que me lo vas contando a mí.
—Hombre, qué cosas tienes. Eso no sería una tesis doctoral.
—Olvídate de si es una tesis o no, siempre te lo digo, tú coge un cuaderno y lo vas poniendo todo en borrador, según te enteres, luego sobre eso trabajas. Empieza aquel cuaderno gordo que te traje yo de Burdeos, ¿te acuerdas?
—Claro, uno verde, si lo tengo aquí.
En el cuaderno sólo estaba escrita la primera página. Ponía «Un aventurero del siglo XVIII y su criado», en mayúsculas dibujadas con sombra, y la fecha, de enero de aquel mismo año, cuando a nadie se le pasaba por la cabeza que mi madre se pudiera morir. Y, al pensarlo, encima de las mayúsculas sombreadas se abatía aquella otra sombra gigantesca. Le daba las gracias a Tomás por animarme tanto desde lejos, le transmitía algún recado, hablábamos del calor, le prometía empezar el cuaderno. Me gustaba mucho haber conseguido despertar su interés. A veces me pregunto qué sería de mí si Tomás dejara de interesarse por las cosas que le cuento y por las que le oculto. Posiblemente una catástrofe.
Solía ser ya de noche. Ganas de salir no tenía, ni de llamar a nadie, el calor apenas había remitido, fue una semana muy cruel. Miraba mis papeles dispersos, los ponía en orden, rotulaba las carpetas donde los iba guardando otra vez, de algunas cosas ni siquiera me acordaba, por ejemplo de que el criado no sabía escribir ni de que había seguido a don Luis engolosinado por unas promesas de fortuna dignas de ser formuladas por don Quijote a Sancho; y durante un rato los interrogatorios de don Blas de Hinojosa, Consejero de Castilla, encargado de apretarles los tornillos en celdas separadas a aquellos dos presos inquietantes y pertinaces, así como las contradicciones en que ellos continuamente incurren, se apoderaban del verano y disipaban mi apatía.
No sólo le veía hilo de oro a aquella pesquisa, sino que me parecía haber pasado la tarde entera ocupada de verdad en su redacción, activa, llena de estímulo, y me prometía a mí misma buscar más material al día siguiente, porque quedaban muchos puntos oscuros. (Han pasado más de dos años y siguen quedando, proliferan los puntos oscuros, quién sabe si acabaré algún día esa investigación, no la doy nunca ni por cancelada ni por olvidada).
La ventaja de trabajar en un archivo es que puedes fotocopiar documentos y mirarlos un poco allí en los ratos libres, aunque ratos libres no hay muchos en verano. Todos los estudiosos extranjeros intensifican su visita a España entre mayo y agosto. Conmigo se suelen llevar bien, me acaban contando secretos de los personajes a quienes siguen el rastro, como si fueran familiares, a veces algo engorrosos, a los que vienen a visitar desde Oklahoma, Toulouse o Melbourne, es una desesperación cómo se les escurre por entre los dedos el año sabático o las vacaciones de que disfrutan, al principio pensaban que les iba a cundir más el tiempo, aquí en España el ritmo de vida es otro; y yo les sonrío más o menos de lejos, según cómo me caigan o el humor que tenga. Con algunos intimo un poco más.
Me acuerdo, por encima de todos, de un profesor de La Sorbona que se ocupaba del estado del clero español a finales del siglo XVIII, concretamente de un obispo de Mondoñedo, acusado de amores ilícitos. Era cuando yo acababa de ganar la oposición. Nos hicimos bastante amigos y un día me invitó a comer a un restaurante económico por Argüelles. Su mayor problema —decía— cuando consultaba un legajo era la incapacidad para interesarse solamente por una de las diferentes historias que le salían al paso entre aquel montón de papeles, limitarse a buscar lo suyo, mirar a ver si venía algo de lo suyo, ¿por qué era suyo?, ¿quién había decidido que lo fuera?; y lo sabía desde que le quitaba los cartones y las cintas al legajo, que se iba a entretener, a desviarse de la cuestión que le había traído allí por culpa de otras a las que no se resistía a echar un vistazo. En la vida le pasaba igual, resulta tan empobrecedor —decía— atenerse de forma rígida a lo que se ha elegido, descartando cualquier otra posibilidad igualmente interesante, y sin embargo hay que contar con ello, nos pasamos la vida decidiendo, por mucho que nos agobie decidir, ésa es nuestra condena, la sed de infinitud chocando contra los barrotes de la jaula; suspiró, «c’est la vie». Tenía barba gris y ojos azules. Su mujer había muerto hacía tres años y tenía un hijo y una hija más o menos de mi edad, aventuró mirándome. Le pregunté que si no había pensado en volverse a casar. Dijo que no, las señoras de su edad no le gustaban y a las jóvenes no quería someterlas al progresivo deterioro del trato con un maniático. Además, a su mujer la había querido de verdad, la echaba mucho de menos y en contadas ocasiones le había sido infiel, pero muchas veces se preguntaba con nostalgia cómo habrían sido las cosas de no haberla conocido, no podía resistir la tentación de imaginarlo incluso con regodeo, es muy injusto que la vida nos fuerce a tomar opciones excluyentes, entras por una puerta y ya no hay más que un pasillo que se va ensombreciendo con puertas al fondo por las que también hay que pasar, cada vez más estrechas y perentorias.
De pronto sentí un nudo en el estómago, por entonces había dejado de componer canciones y de beber sin tasa, había conocido a Tomás y la puerta del archivo, que traspasaba a diario, se me antojó la primera de aquel largo pasillo. Miré a mi compañero de mesa como esperando algún consuelo. Estaba sonriendo.
—Menos mal que yo creo en la reencarnación —dijo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Absolutamente —afirmó muy serio—. ¿Usted no?
—No estoy muy segura. A veces lo he pensado. Vivir es tan raro que se puede esperar cualquier cosa, desde luego, caso de esperar algo.
De pronto me miró con mucho cariño, como me imaginé que miraría a su hija.
—¿No leía de pequeña cuentos de hadas?
—Claro, los sigo leyendo, son los que más me convencen. Y precisamente por eso, porque el hecho de que un animal hable y cuente, por ejemplo, que está hechizado pero que es otro ser lo veo como normal, gracias por haberme sacado a relucir los cuentos de hadas. Son el subconsciente. Porque a veces tengo sueños donde también yo me transformo, y me pasan cosas por dentro, ¿entiende?, presencio las transformaciones, y digo «ahora me van a ver los demás otra cara», le parecerá raro…
Me había puesto triste. No sabía por qué le estaba hablando así a un desconocido. Y tuve un deseo instantáneo pero abrasador. Me dieron ganas de pedirle que fuera mi padre y que me llevara a París con él. Sería meterse por un pasillo distinto.
—No me parece raro, ma belle. Al fin y al cabo, todo es transformación. ¿En qué se ha convertido usted ahora? ¿En princesa cautiva o en gato que va a romper a hablar? Vamos, formule un deseo.
Me eché a reír para que no se notara que tenía ganas de llorar.
—Es usted más joven que muchos chicos de veinticinco años —le dije.
Y me levanté para pedir que por favor bajaran el volumen de la televisión, porque era un restaurante bastante ruidoso. Cuando volví había hecho una flor con una servilleta de papel, le echó un poco de sal y me la alargó a través de la mesa con un gesto que imitaba los de Charlot.
A los postres, la conversación había vuelto a encauzarse por los derroteros de la investigación histórica, y fue cuando me habló de Vidal y Villalba, un total desconocido para mí. Era una lástima —dijo— que nadie se ocupara de aquella historia, le había salido enredada con los papeles del obispo de Mondoñedo y prometía encubrir muchos misterios. Por de pronto, en los interrogatorios de la cárcel, ni Vidal ni un criado suyo parecían decir palabra de verdad. A mí al principio ni siquiera me estaba interesando, ¿palabra de verdad sobre qué?, no entendía nada. Además me daba rabia que se hubiera quebrado aquel hilo de intimidad que por un momento cosió mi historia verdadera con la de quien tal vez en otra vida hubiera podido ser mi padre, y que ahora cortaba meticulosamente en trocitos su melocotón en almíbar, mientras me hablaba de dos encarcelados extravagantes y borrosos.
—Pero bueno, ¿por qué los cogieron?
—Ahí está la cuestión. Creo que en mil setecientos ochenta y cinco a Carlos III y a sus ministros se les hacían los dedos huéspedes ante cualquier conato de conjura que amenazara su autoridad en las colonias americanas. De hecho a Vidal le preguntan varias veces por el inca Tupac Amaru, el cacique de Tinta, que si lo había conocido durante su estancia en Filipinas y Perú o sabía algo de él, ya ve usted, no les bastaba con haberle infligido tres años antes una muerte tan horrible, tenían miedo a la semilla de su revolución relámpago. Con razón. Fue la primera vez que se protestó a sangre y fuego contra la dureza y tiranía de los corregidores españoles en las colonias, como sabrá usted.
No. No lo sabía, pero ya se estaba haciendo tarde, tenía que volver a mi trabajo y los nombres de Tupac Amaru y Vidal y Villalba se me quedaron asociados para siempre. Había decidido que quería enterarme un poco mejor de aquellas historias.
Nos despedimos en la boca del metro, porque íbamos en direcciones opuestas y él se marchaba al día siguiente. Me dejó una tarjeta con su nombre, Ambroise Dupont, y su dirección en París. A veces he estado a punto de escribirle, pero luego he pensado que para qué, para llenar más cajones de papeles caducos. Me apuntó también el número del legajo donde se había topado con aquellos retales de investigación.
—Por si se anima usted a seguirla, niña triste. Hurgar en el pasado remoto puede ser un lenitivo. El cercano hace más daño.
Nos dimos un beso y me quedé mirando cómo bajaba las escaleras para ingresar en su bosque particular. Luego, cuando llegué al archivo, y antes de guardarlo, empecé a rebuscar en aquel legajo por pura curiosidad, empujada por monsieur Dupont, un viudo de ojos azules a quien nunca he vuelto a ver. Se habrá metido por otras puertas o transformado en otro, así son las cosas de la vida.
Total que a Vidal y Villalba lo conocí en un restaurante barato de Argüelles y le seguí la pista por mi manía de bajar al bosque, a todos los bosques, nunca se me había pasado a mí por la cabeza escribir una tesis que tuviera por telón de fondo los primeros brotes de independencia colonial en el siglo XVIII, ni creo que la escriba, pero bueno, ahí sigue coleando la historia de dos oscuros comparsas, don Luis y su criado, unas veces se entierra y otras vuelve a asomar, incompleta, una historia guadiana como tantas que me tocan más de cerca, amalgamada con ellas.
De Ambroise Dupont me he acordado luego muchas veces, no sólo por la flor de papel y los cuentos de hadas, sino porque tenía más razón que un santo cuando decía que es absurdo interesarse sólo por un asunto entre los muchos que salen al paso en los papeles y en la vida.
A mí el que verdaderamente me enamoró en plan flechazo fue José Gabriel Tupac Amaru. Pero de ése no tiene sentido hacer una tesis doctoral, porque ya hay muchos libros donde se cuenta lo que le pasó al cacique de Tinta. No paré hasta que me los leí todos.
Tal vez si algún día me decido a redactar en serio mi trabajo sobre el aventurero mentiroso y su criado, lo más brillante sería hacer aparecer a Tupac Amaru en el primer capítulo, como contrafigura heroica del sórdido don Luis. Cuando lo pienso, me parece oír los cascos de su caballo blanco vadeando un río a todo galope para escapar del fuego enemigo.