XVII. LAS ESCALERAS DEL DIABLO
—Soy yo, Águeda. Ábreme —dije desde la calle con voz firme—. No te habrás dormido.
Y me llegó a través del telefonillo un «¡no!, ¡no puede ser!» como de ultratumba, ahogado al final por un sollozo que tenía algo de aullido.
—Venga ya, no hagas escenas —contesté impaciente—. Déjame subir, por favor. ¿O es que estabas con alguien y molesto?
Por toda respuesta noté el chasquido de la puerta dispuesta a ceder, y la empujé con un poco de mal humor. Después de todo, estaba teniendo demasiados miramientos. El apartamento de Rosario seguía siendo mío, y ahora ya también el dúplex entero, con todos los objetos de valor que pudiera contener, incluidos los cuadros firmados por Águeda Luengo, a poco testamento que ella hubiera dejado, o incluso aunque no hubiera dejado ninguno, de papá estaba divorciada, soy su única heredera. Pero estas consideraciones mezquinas y tan ajenas al «pronto impetuoso» que había guiado mi coche hasta la zona del Bernabeu quedaron anuladas precisamente al recordar la firma estampada en el extremo inferior derecha de aquellos cuadros tan cotizados. A veces se me olvida que llevo su mismo nombre de pila y que hablamos muy parecido. Así que mi incipiente desagrado ante el gemido folletinesco de Rosario se disolvió nada más pulsar el botón número quince del ascensor. Pobre mujer, era bastante probable que con mi «soy Águeda, ábreme», tan intempestivo además, le hubiera dado un susto de muerte.
Se lo había dado, efectivamente. Me lo dijo antes de nada, en cuanto me vio salir del ascensor, pues me esperaba con la puerta abierta —«perdona, pero de repente me pareció ella»— y enseguida añadió que no se había atrevido a pasar por mi casa, pero que ya empezaba a temer que me hubiera ido fuera de Madrid, menos mal que podía hablar conmigo antes de irse ella, al día siguiente venía un amigo con una furgoneta para cargar sus trastos, de allí no se llevaba nada que no fuera suyo, ni un alfiler, eran tantos los recados que quería darme, y las llaves, claro, además de lo mucho que me tenía que agradecer, por Madrid pensaba de momento volver poco, y todo con los ojos aún llorosos, «por fin» y «menos mal», lo dijo varias veces entrecortadamente, aun antes de invitarme a pasar, paradas una frente a otra en los umbrales del amplio vestíbulo que da acceso al estudio de mi madre, tras un abrazo compulsivo y torpe que de momento no ponía las cosas demasiado fáciles, «has venido, eso es lo que importa, qué alivio, menos mal».
Pero el mal, o más propiamente el mundo de las sombras, por decirlo con frase de la profesora de las gafitas, no parecía haber sufrido de veras la merma implícita en aquellos «menos mal» que se sucedían como estornudos. A no ser que cupiese en la cara de Rosario antes de mi llegada una expresión aún más sombría que la que se pintaba ante mis ojos, cosa difícilmente imaginable. Todo su ser sugería la opacidad de ciertas ventanillas de tren abandonado en vía muerta. Había engordado bastante, hablaba muy nerviosa y estaba vestida con un chándal azul.
Me extrañó que me hubiera abierto por allí y no por la puerta de arriba, que era donde yo había llamado y que tiene entrada independiente, aunque el ascensor sólo llegue hasta el piso quince izquierda y derecha, separaciones que en su día fueron anuladas implacablemente a golpe de piqueta, el apartamento de arriba es mucho más pequeño, desde la calle se ve como una especie de torreón.
A mi madre le encantaba hacer planos, cuando yo era pequeña me dibujaba ciudades imaginarias llenas de escondites, pero luego los escondites empezó a odiarlos. (No me refiero a los de dentro, que aumentaban, yo creo, cuantos más tabiques tiraba o soñaba con tirar). Aquella disposición de espacios abiertos del dúplex la tenía en la cabeza hacía mucho, desde poco después de marcharse papá, y le sugirió la idea a un arquitecto amigo suyo cuando ya tenía suficiente dinero ahorrado, era una idea fija aquello del famoso dúplex, yo siempre que la veía consultando un plano o dibujando alguno que trataba de enseñarme, salía corriendo, «mira, déjame en paz, el dinero lo ganas tú, ¿no?, pues haz lo que quieras»; siempre le gustó la decoración de interiores y con el gremio de arquitectos se llevaba muy bien, cuanto más modernos mejor. Ahora me da pena que a Tomás sólo llegara a conocerlo superficialmente, y también un poco de remordimiento, porque la culpa fue mía; una vez comentando con él lo del dúplex me dijo que esa idea de las dos entradas independientes le parecía estupenda, una modalidad de convivencia muy bien resuelta incluso para matrimonios.
¿Por qué habría bajado Rosario a abrirme por allí? Todas las luces de dentro estaban encendidas y por encima de su hombro vislumbré la inmensidad de aquellas superficies color crema y verde muy pálido, sin recovecos ni misterio aparente, aunque quién sabe, donde Águeda Luengo se había entregado febrilmente a su trabajo durante trece años seguidos, los más importantes de su carrera. Pocas veces vine a visitarla, ésa es la verdad, pero me queda el consuelo de que la última, a principios de aquel mismo año, fue una verdadera fiesta y nos reímos mucho.
De lo que más hablamos fue de los tabiques y de su manía de tirarlos, «es que tirar tabiques, hija mía, igual que cachivaches o papeles que ya no hacen más que estorbar, es como operarse de un tumor antes de que se vuelva maligno, o como hacer gimnasia para seguir en forma, ya sabes que a mí no me gustan los obstáculos entre el aire y yo, no lo entiendes porque todavía no eres vieja, los jóvenes respiráis sin daros cuenta», yo le dije que ella tampoco era vieja ni lo sería nunca, que aquello de tirar tabiques, muebles y papeles era desde luego una manía pero no de vieja sino todo lo contrario, manía de carácter que cada cual tenemos el nuestro, y también le pregunté que si lo de la gimnasia para estar en forma lo había dicho como una metáfora, «¿una metáfora? Ahora lo vas a ver», se tiró al suelo, y sin levantar el culo de la moqueta subía las piernas juntas y derechas que daba gloria con las puntas de los pies en ángulo agudo hacia el pecho, yo intenté imitarla pero no podía, «seguro que llegas a los cien años, Luengo», le dije, porque cuando estábamos de broma la llamaba Luengo, y ella «Dios no lo quiera; por favor», una tarde inolvidable, las dos solas, a quién se le iba a pasar por la cabeza que no le quedaba ni medio año de vida. Rosario se había ido a Santander para pasar las navidades y Tomás no vino, aunque precisamente esa tarde hablamos bastante de él, «a mí tampoco me interesa intimar con su familia, ¿sabes?, luego se lían las cosas y así estamos muy bien, aunque si quieres que te diga la verdad…». Y ella me interrumpió diciendo que se conformaba con una verdad a medias, que para llegar a más de eso no estábamos educadas ni ella ni yo, seria y risueña al mismo tiempo, como si con aquella confesión repartiera entre ambas la responsabilidad de nuestros errores, y se estableció de repente una complicidad muy dulce que aligeraba el peso de cualquier confidencia. «De acuerdo, pues contando con eso te diré que a mí ver a la madre de Tomás no me da ni frío ni calor, pero en mi caso es distinto, soy yo la que no le doy facilidades para que te conozca a fondo porque se enamoraría de ti seguro». Se echó a reír y dijo que lo mío no tenía remedio ni siquiera con un arquitecto al lado, que había nacido gaseosa y que gaseosa moriría, y la mención a las burbujas nos llevó a abrir una botella de champán francés que tenía ella en la nevera y que nos tomamos con unos canapés de caviar y salmón ahumado, se había hecho muy tarde, había empezado a nevar un poco, y a través de las grandes vidrieras del estudio se veían brillar las luces altas de los edificios, salpicadas de copos incipientes que danzaban en remolino, ahora ella estaba preparando una exposición que titulaba «Geografía urbana» y me enseñó algunos bocetos, «te has vuelto un poco neoyorquina, Luengo», y se encogió de hombros con una sonrisa levemente triste, «nos vamos volviendo lo que podemos —dijo—, hace mucho que no me tomo el pulso».
Acabé contándole cosas de Vidal y Villalba, que llevaba más de cuatro años pegándome voces por dentro a ver si lo sacaba de los papeles polvorientos y me hacía cargo en serio de su historia, tenía muy reciente la relectura de los primeros interrogatorios que le hizo en la cárcel don Blas de Hinojosa, y me salió una narración bastante apasionada, bien es verdad que el rostro de ella me daba pie, pocas veces la había visto mirarme con tanta emoción cuando la estaba contando algo, me refiero, claro, a mi edad adulta, porque de niña se bebía mis cuentos. «Pero bueno, Agui, eso es una absoluta maravilla, parece una novela policiaca, y encima con el testimonio de un criado que se finge loco, ¿te das cuenta de que no lo puedes dejar?». «Eso mismo me dice Tomás». Se sonrió y me pasó la mano por el pelo. «Si somos dos a decírtelo, lo dejas seguro, pero sería una pena». Le prometí que no, que de ese año no pasaba el que me pusiera a redactar, aunque primero tenía que ordenar cronológicamente por una parte las declaraciones de don Luis y su criado, por otra los oficios de Estado relativos al caso y por otra los informes médicos, me había matriculado en un curso de IBM, pero muchas veces no iba, me aburría, a mí las máquinas se me dan fatal. Claro que todo eso eran pretextos —reconocí—, lo que me pasaba es que me estaba entrando una enfermedad que tiene nombre, la enfermedad de las tesis doctorales; y le conté la historia de una señora inglesa que se había venido a vivir definitivamente a Simancas, donde pasó muchísimos años siguiéndole, la pista a ciertos personajes que acompañaron a Colón en su viaje a América, creo que era, y no llegó a escribir nada, murió de vieja una mañana que entraba a investigar como todos los días, y tiene una placa allí en el archivo, en el mismo sitio donde cayó fulminada por el rayo. Y mi madre se rió muchísimo, a carcajada limpia, «cuando estás en vena, con nadie me divierto tanto como contigo».
De Rosario apenas hablamos, ahora me pregunto cómo a lo largo de tantas horas no salió a relucir Rosario más que para aludir a que últimamente se iba a Santander con bastante frecuencia, no me pareció notar que mi madre esquivara el tema por ninguna razón especial, más bien interpreté que a esas alturas de su posible «pigmalionismo» se trataba de un personaje que ya no le interesaba mucho. Comentó que se le estaba agriando un poco el carácter.
Se nos hicieron las tantas en el estudio, es la última vez que tuvimos una conversación memorable y también fue su último cumpleaños, la víspera de Reyes, yo le había comprado un pañuelo de seda natural.
—Pero pasa, ¿no? —dijo Rosario, a quien mi silencio tal vez empezaría a resultarle raro.
—Pues verás, si no te importa, prefiero subir a pie hasta la otra puerta —dije señalando el tramo de escalera que llevaba a la parte de arriba del dúplex—. Para ver el estudio de ella todavía no tengo muchos ánimos, espero que lo comprendas.
—¿Cómo no lo voy a comprender? A mí me pasa lo mismo.
—¿Y entonces por qué has bajado a abrirme por aquí? Yo le he dado al botón de arriba. Es a ti a quien vengo a ver.
—Bueno, no sé…, tienes razón —se aturrulló—. Ahora mismo paso y te abro por arriba, aunque lo tengo desordenadísimo, estoy recogiendo todas mis cosas, te va a hacer una impresión horrible…
—¿Y qué más da, Rosario, por favor? No vengo a hacerte una visita de cumplido —corté, mientras le daba la espalda y empezaba a subir los diecinueve escalones que separan ambos niveles.
Los subí muy despacio, contándolos uno por uno, y totalmente decidida a que al pisar el último cualquier rastro de agresividad hacia Rosario hubiera quedado desactivado. El tono claramente amedrentado e incluso algo servil de sus excusas revelaba la angustia del reo acorralado ante la amenaza de posibles fiscalizaciones. Pues no, yo no era don Blas de Hinojosa, ni se trataba de interrogarla sobre el tipo de relaciones que hubiera podido mantener con mi madre, ni de echar cuentas o sacar trapos sucios del pasado. Ahora se trataba de nosotras dos, de nuestro presente, de que pudiéramos hacer unas paces cuya guerra era consciente de haber atizado yo. Lo raro es vivir, ella misma fue quien recalcó tal extrañeza como remate a una lección inolvidable de arte y vida que aún no había tenido ocasión de agradecerle, muy raro, sí, pero estábamos las dos vivas todavía, y su hermano Miguel y Águeda Luengo también, mientras fuéramos capaces de sacar la cabeza del caos para invocarlos y contemplar su fulgor de astros que laten en otro hemisferio, era de eso principalmente de lo que tenía ganas de hablar con Rosario, venía a devolverle lo que me había enseñado, a recordárselo para que ahora le sirviera de alimento a ella.
El apartamento estaba, efectivamente, hecho una catástrofe, no sólo por los montones de libros y ropa en desorden, las maletas abiertas a medio llenar y los cuadros —unos embalados y otros no— que dificultaban el paso, sino por algo que no se veía y que únicamente pueden percibir los expertos: cierta mezcla indefinible de olores medicinales cuya aplicación se ha revelado siempre de dudosa eficacia contra esa enfermedad radical que Fichte localizó en la inercia del ser humano capaz de encadenar cualquier conato de albedrío. No quedaba un solo asiento despejado de trastos, y los gestos invertebrados de Rosario para lograr un ambiente más grato fracasaban por su misma falta de convicción. Eran palos de ciego. De eso sabía yo mucho. Excluyendo su propia figura —pensé entornando los ojos—, existía cierta armonía en aquel conjunto. Un pintor no es capaz de colocar los objetos en un desorden así.
—Haz el favor de estarte quieta, mujer —le dije—. No andes quitando nada. Si vieras cómo tengo yo mi casa. Bueno, desde esta mañana un poco mejor, porque ha venido la asistenta. ¿Te acuerdas de lo que le dijo Dante a Beatriz? «Te crea confusiones / tu falso imaginar, y no estás viendo / lo que verías libre de ilusiones». Yo lo rezo a veces como una plegaria, aunque lo olvido, claro, cuando más falta me haría acordarme. Pero eso pasa siempre. De todas maneras, las cosas acaban por encontrar ellas solas su sitio, Rosario, es cuestión de tiempo, déjalas, y tú déjate flotar en el tiempo, ¿vale?, no manotees contra él.
—¿Que no manotee contra el tiempo? —preguntó silabeando despacio, levemente desconcertada.
—Sí, eso he dicho. Ven.
Me había sentado en la moqueta con las piernas cruzadas a lo moro y la invité a imitarme con un gesto, mientras buscaba apoyo en el respaldo de una butaca.
—Anda, ven aquí, ¿qué falta hacen las sillas? A mí me encanta sentarme en el suelo, ¿a ti no? En la buhardilla aquélla por Antón Martín donde estuviste una vez casi nunca lo hacía por aprensión a las cucarachas, pero supongo que aquí no salen.
Rosario había abandonado sus inútiles afanes de actividad y me miraba entre conmovida y sonámbula con un revoltijo de ropa entre los brazos.
—No. No he visto ninguna —dijo apagadamente—. Pero las peores son las que salen por dentro, ésa sí que es una invasión temerosa. Del tamaño de bisontes. Estoy hundida, te lo juro, Águeda.
Y al pronunciar aquel nombre le temblaba la voz.
—Tira todo eso al suelo y siéntate, ¿quieres? —le dije con esa mezcla de autoridad y dulzura que raras veces consigo combinar en proporciones adecuadas—. No vamos a llorar. Vamos a meditar nuestra estrategia. Recuerda que para escapar del infierno lo más ingenioso es aprovechar las escaleras que, sin darse cuenta, nos está ofreciendo el propio diablo.
Y sonreí por dentro al recordar súbitamente mi dolor de esquina de aquella misma tarde, tan agudo y reciente y sin embargo tan distante ya. ¡Qué buenas rentas le estaba sacando a mi encontronazo con Roque! Al diablo a veces basta con atreverse a arrancarle el disfraz.
Me gustó ver que Rosario obedecía inmediatamente a mis sugerencias sin preguntar nada. Dejó caer las prendas de ropa, se sentó enfrente de mí con la espalda apoyada contra la pared, suspiró hondo y entrecerró los ojos. Alargué a propósito la pausa. Aquel rostro empezaba a emitir luz. Por primera vez después de tanto tiempo, volvía a ver a la profesora de las gafitas. Sólo que ahora era ella quien parecía estar esperando mis instrucciones.
En vez de darle ninguna, crucé a gatas el espacio que nos separaba y la abracé estrechamente.
—No nos hundimos, ¿sabes? —le dije bajito—. Estamos saliendo. Y ella nos guía. Agárrate a mí.