Los informes

—Dice la señorita que espere usted, que ahora está ocupada.

La doncella es alta, bien plantada y mira de frente al hablar. Va muy limpia y le brilla el pelo. «Debe ser de mi edad», piensa Concha. Luego baja los ojos un poco avergonzada y se queda apoyada contra la puerta. Hace fuerza como para sentirse más segura. Nota que se le clava en la espalda, a través del abriguillo raído, algo así como un hierro en espiral, de esos que sirven de adorno. Se está haciendo daño, pero le gusta sentir este dolor, lo necesita. Si no, se caería al suelo de cansancio.

Hace cuatro noches que no pega ojo. La última, la del tren. Todavía tiene metido en los sesos el exacto, invariable, agobiante «chaca, chaca» de las ruedas del tren, marcando el tiempo en lo oscuro. Le parece que este resoplar trabajoso de los hierros le ha formado por dentro de la cabeza dos paredes altísimas, entre las cuales se encajona y se estrecha todo lo que desea, lo que sufre y recuerda. Y que por eso lo siente avanzar a duras penas, tarado, encarcelado, vacío de esperanza. Sólo el ruido del tren en la noche. Era como contarse los latidos del corazón. Y, ¿quién habría podido dormir con la incertidumbre y con aquella pena? Horas y horas mirando por la ventanilla, limpiando de cuando en cuando el cristal empañado, acechando ansiosamente algún bulto de árbol o de casa sobre las tierras frías. Y alguna vez se veía un pueblo lejos, con las luces encendidas; diez o doce luces temblonas, escasísimas, aplastadas de bruces en lo negro. Y otras veces el tren pitaba largo, largo, como llorando, como si se fuera a morir, y echaba a andar más flojo, y llegaban a una estación. A lo mejor montaba alguien y se le veía pasar por el pasillo; se oían sonar sus pies y los ruidos que hacía hasta acomodarse. Era el tren correo, y en las estaciones se eternizaba. Casi se deseaba volver a oír el ruido de las ruedas; tenía una miedo de quedarse para siempre en aquel pueblo tan solo, tan desconocido, como visto a través de niebla y legañas, en aquel andén que levantaba su escuálida bombilla encima de unos letreros, de unos cajones, de un hombre borroso con bandera en la mano. Quería una volver a correr, a tragarse la noche, porque de una manera o de otra era como caminar hacia el día.

—Pero pase usted, no se quede ahí. Siéntese un poco, si quiere.

Concha da las gracias y se separa de la puerta. El hierro se le ha debido quedar señalado transversalmente en la carne, debajo de las paletillas. Siente ganas de rascarse, pero no lo hace por timidez. La chica le ha dicho que se puede sentar, y ella está muy cansada. Mira las sillas que tiene cerca; todas le parecen demasiado buenas. También hay, unos pasos más allá, un banco de madera, pero tiene almohadones. A pesar de todo es, sin duda, lo más a propósito. Se acerca a él. Todavía levanta los ojos, indecisa.

—¿Aquí?…

—Sí, sí, donde usted quiera.

Vaya con el desparpajo y el mando que tiene aquí esta chica. Seguramente estará hace mucho tiempo. La casa parece bonita y es de baldosa. Se ve bien por los lados, aunque hay una alfombra ancha. A lo mejor en alguna habitación tienen piso de madera, pero no es lo mismo; lo peor es cuando hay que sacarle cera a todo el pasillo. Claro es que a ella es muy posible que la quieran para la cocina, porque la doncella parece esta otra chica. En la frutería no se lo han sabido especificar, y ella tampoco se anduvo preocupando mucho, porque no está la cosa para remilgos. Entró a comprar una naranja y preguntó si sabían de alguna casa. Le dijeron que en el treinta y dos de la misma calle, que eran sólo cuatro de familia y que daban buenos sueldos. A la misma frutera le dejó la maleta y se vino para acá corriendo. Vaya una suerte que sería colocarse pronto, no tener que ir a quedarse ni siquiera una noche en casa de la tía Ángeles. A lo mejor esta misma noche ya puede dormir aquí. Dormir. Dormir. El ruido del tren se habrá ido alejando y sólo quedará como un tamborileo calle abajo. Dormir. Estar colocada. A lo mejor esta misma noche.

Concha se mira insistentemente las puntas de los zapatos. ¿Se habrá ido la otra chica? Encima de esta alfombra tan gorda no se deben sentir las pisadas, seguramente se ha ido. Pero alza los ojos y la ve un poco más allá, colgando un abrigo en el perchero. En este momento se ha vuelto y mira a Concha. Se acerca.

—¿Cómo se llama usted?

—Concha. Concha Muñoz.

—Yo me llamo Pascuala, pero me dicen Pascua, porque es más corto y más bonito. ¿Ha servido más veces?

—Sí, hace tres años. Luego me tuve que volver al pueblo porque mi madre se puso mala.

—¿De qué pueblo es usted?

—De Babilafuente.

Pascuala se da cuenta de que le tendría que preguntar qué tal está ahora su madre, pero no se atreve a hacerlo. La chica viene completamente vestida de negro y se le marcan mucho las ojeras tibias, recién surcadas, en vivo todavía.

—Babilafuente, Babilafuente…, eso cae por Salamanca, ¿no?

Concha suspira.

—Sí, por allí cae.

Vuelve a bajar los ojos. Al decir que su pueblo cae le ha parecido verlo rodar por los espacios como a una estrella desprendida, lo ha vuelto a sentir dolorosamente perdido, hecho migas, estrellado contra el suelo. La estación, la fuente, la era, las casas gachas y amarillas de adobe, el ladrar de los perros por la noche, los domingos, las bodas, el verano, la trilla. Todo borrado, desaparecido para siempre.

—¿Tiene usted familia aquí?

—Sí, pero como si nada. Una tía segunda. Todas las veces que he venido me coge a desgana y como de limosna. Muy apurada tengo que verme para volver allí. Cuando lo de mi madre se ha portado tan mal.

Pascuala comprende que no tiene más remedio que hacer la pregunta:

—Su madre, ¿ha muerto?

—Sí, hace tres semanas.

—La acompaño en el sentimiento.

Concha siente que se le inflan los ojos de lágrimas. Levanta la cabeza y mira a la otra. Por primera vez habla violentamente, a la desesperada, como si diera patadas y mordiscos, como si embistiera. Busca el rostro de Pascuala, sus ojos, y quisiera verlos bañados por su mismo llanto.

—Me he quedado sola en el mundo, sola, sola. Ya ve usted. Dígame lo que hace una mujer sola, sin el calor de nadie. Aunque la madre esté enferma, aunque no dé más que cuidados. Pero una vuelve a su casa y sabe que tiene su sitio allí esperando. Y cierra una las puertas y las ventanas y se está con su madre. Y si se comen unas patatas, se comen, y si no, no se comen. Pero está una en su casa, con los cuatro trastos que se han tenido siempre. Antes, cuando vine a servir la primera vez, me gustaba venir a la capital, pero es porque sabía que siempre tenía el pueblo detrás de las espaldas y que, al primer apuro, me podía volver con mi madre, y que iría por las fiestas y tendría a quien escribir. Así es muy fácil hacerse la valiente y hasta decir que está una harta de pueblo y que no quiere volver nunca. Ahora he tenido que vender el cacho de casa y, con las cuatro perras que he sacado, por ahí sí he tenido para pagar las deudas y venirme. No tengo a nadie, nadie me ha ayudado; seguramente valía más la casa, pero a una mujer sola siempre la engañan. Tan sola qué voy a hacer, fíjese, tan sola como estoy.

Le tiemblan las palabras, se le atropellan, y le corren lágrimas en reguero por las mejillas enrojecidas. Pascuala se acerca y se sienta en el banco a su lado. Le alarga un pañuelo que saca de la manga.

—Vamos, no llore más. Ojalá se pueda quedar aquí. Ande, séquese los ojos. No tenga esa cara para cuando la vea la señorita. Qué le vamos a hacer, mujer. Lo que Dios mande.

Han llamado a la puerta. Pascuala se levanta y va a abrir. Es un hombre con una cesta llena de comestibles. La descarga en el suelo.

—Vaya, ya era hora de que vinieras. No, no. No la dejes. Éntramela a la cocina, que pesa mucho. Y cierra, hijo. Vaya un frío.

El hombre vuelve a coger la cesta y sigue a Pascuala por el pasillo. Pasan por delante de Concha. Pascuala dice:

—¿Quiere venir a esperar a la cocina, que estará más caliente?

—No, no, gracias. Estoy bien aquí.

Ellos se meten por unas cortinas que deben dar a otro pasillo. Le parece a Concha que quedándose aquí, al lado de la puerta, la verán todos al entrar y al salir, y es más difícil que se olviden de ella. Ahora que está sola, se seca bien los ojos a restregones y se promete a sí misma no volver a llorar delante de extraños. Esta chica la ha oído con simpatía y compasión, pero, después de todo, a nadie le importa de las cosas de uno. Llorar es perder el tiempo. Nada más que perder el tiempo.

Casi se hace daño de pasarse tan fuerte el pañuelo por los ojos. Luego se suena, y lo guarda hecho un gurruño húmedo en el hueco de la mano. Dentro de una habitación un reloj da doce campanadas. Que no tarden, por Dios, que no se olviden de ella. También la señorita ya podía acabar con lo que estuviera haciendo. Piensa si su maleta estará bien segura en la frutería. La mujer no puso muy buena cara, parece que no tenía ganas de guardársela. Como si la maleta le fuera a estorbar allí para algo. Le dijo: «Bueno, pero si no vuelves pronto, no respondo». ¿Se la robará alguien? La dejó bien escondida, detrás de un cesto de limones, pero había tanto barullo en la tienda. Por los retratos lo sentiría, casi sólo por los retratos. Más de lo que ha perdido ya no lo puede perder.

Enfrente, detrás del perchero, hay un tapiz grande en colores verdes y marrones representando una escena de caza. Aparecen allí unos señores vestidos muy raro, como antiguos, y uno de ellos tiene cogido un ciervo por los cuernos y se ríe. Esta casa tiene que ser muy rica. Todas las sillas están tapizadas de terciopelo. Concha mira también los cuadros y la lámpara de cristalitos colgando. Se pregunta si todo esto le llegará a ser familiar, si ya mañana mismo y todos los días que sigan pasará delante de ello sin mirarlo más que para quitarle el polvo, sin que le extrañe su presencia. Ella se piensa portar muy bien. A lo mejor se hace vieja en esta casa, pisando por encima de esta alfombra, abriendo y cerrando estas puertas que ahora no sabe siquiera a qué habitaciones corresponden.

Las puertas son de cristal esmerilado. Detrás de la primera, según se entra de la calle, ve ahora Concha la silueta de un niño que se empina para alcanzar el picaporte. Se ve que le cuesta mucho trabajo llegar, pero por fin logra abrir y sale. Es un niño como de cinco años. En la mano izquierda lleva unos cuadernos y unas cajas de cartón. Los sujeta contra la barbilla y saca la lengua muy apurado, mientras trata de volver a cerrar la puerta con la mano libre. Ve a Concha y se sonríe, como tratando de disimular su torpeza.

—Es que no llego. Ven.

La caja de más arriba se le está escurriendo. Concha se levanta y le coge todas las cosas. Luego cierra la puerta. El niño la mira, contento.

—Ya. No se ha caído nada. Tenlo un poco todavía, que voy a abrir allí. Ven.

Ha echado a andar por el pasillo y ella le sigue. Se para delante de la puerta siguiente. Otra vez se empina.

—Aquí. Ahora aquí.

Concha adelanta el brazo y baja el picaporte. Luego le da al niño los cuadernos y las cajas.

—Toma, guapo. Entra, que ya cierro yo.

El niño va a entrar, pero se vuelve. Alza la boca, como para dar un beso. Concha se agacha un poco y pone la mejilla. Luego cierra la puerta y se vuelve al banco de madera. La habitación parecía un cuarto de estar, pero no se ha fijado en lo de la baldosa. No ha visto a nadie dentro. El niño, qué rico es. A Concha le gustan los niños. Si se quedara en la casa seguramente llegaría a quererle mucho. Le gustaría quedarse en la casa.

Se oyen pasos y risas por el otro pasillo. Sale Pascuala seguida por el hombre de los ultramarinos, que ya trae la cesta vacía.

—Sí, claro, qué listo. Y un jamón.

—Nada de listo. Ya verás cómo hablo yo con tu novio.

—Lo menos.

—¿Qué te apuestas?

—Vamos, quita.

Han llegado a la puerta.

—Adiós, y que te alivies.

—Adiós, preciosidad.

—Entonces, ¿no sales el domingo?

—Sí, pero no contigo. Qué más quisieras.

—Mala persona, orgullosa.

—Anda, anda, adiós. Vete de una vez.

Concha está muy triste y se vuelve a poner nerviosa acordándose de la maleta. ¿Serán ya las doce y cuarto? Cuando Pascuala cierra la puerta de la calle, alza los ojos y le pregunta:

—Por favor, ¿cree usted que tardará mucho la señorita?

—Ay, hija, según se dé… Calle, parece que ahora suena el timbre de casa. Debe de ser ella. Espere.

Pascuala llama con los nudillos a la misma puerta por donde el niño acaba de entrar. Luego la abre y se queda en el umbral, recibiendo una orden que desde fuera no se entiende. Vuelve la cara y le hace una seña a Concha para que se acerque. Concha se levanta y va. El corazón le late fuertemente. Pascuala se retira para dejarle paso.

—Aquí está la chica, señorita. Ande, entre usted, mujer.

Concha avanza unos pasos.

—¿Da usted su permiso?

Pascuala ha cerrado la puerta y se ha ido. Concha, de pronto, se siente desamparada y tiene mucho miedo. De no saber qué decir, de echarse a llorar como antes. La señorita está sentada a la camilla, delante de un balcón que hay al fondo. Tiene unos ojos claros, bonitísimos, los más bonitos que ha visto Concha, y el pelo muy rubio. A ella le desconcierta que sea tan guapa. Menos mal que está el niño también, sentado enfrente, al otro lado de la camilla, delante de sus cajitas y sus cuadernos. Los dos han levantado la cabeza y la miran fijamente. La mirada de la señorita le produce a Concha mucho malestar.

De un solo recorrido los ojos azules han formado su juicio. «Vaya, de las que no han perdido el pelo de la dehesa. Qué facha, Dios mío. Qué pies, qué permanente. Atroz, impresentable. De quedarse tiene que ser para la cocina».

—Pase, pase usted. No se quede ahí, a la puerta.

«Tal vez limándola, arreglándola un poco»… La chica se acerca. Los ojos azules van de un desaliento a otro. Ahora se detienen en el abrigo parduzco, recosido, dado la vuelta, apurado por los codos, teñido varias veces, heredado de alguien que ya lo desechó cuando era muy viejo. Todavía conserva de su antiguo esplendor algunos cortes y adornos sin sentido. Esta chica va a ser de las que hay que vestir de arriba abajo. Aunque quizá convenga más si, en cambio, es desdolida para el trabajo. Seguramente tendrá pocas pretensiones y no le importará ir cargada a la calle con cualquier clase de paquetes. Cargada con lo que sea, sin cansarse, sin protestar, como tiene que ser una criada. Estas cerriles tienen casi siempre esa ventaja.

—¿Usted entiende de cocina?

Concha siente un alivio enorme al oír hablar a la señorita. Si se queda callada un rato más no lo hubiera podido soportar. Traga saliva y contesta atropelladamente:

—De cocina no mucho, señorita. Bueno, lo corriente, lo que se sabe en los pueblos. Pero yo puedo aprender a lo que sea. Antes he estado siempre de doncella.

—¿Dónde ha servido usted?

—Primero allí, en el pueblo, con unos señores. Luego vine a Madrid y estuve en una casa.

—¿Cuánto tiempo?

—Seis meses.

—Y ¿por qué se salió?

—Porque mi madre se puso mala y me tuve que ir a cuidarla. No me tenía más que a mí.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Tres años.

—¿Tres años ha estado mala su madre? Qué raro.

Concha siente otra vez mucho desasosiego. No sabe cómo dar pruebas de lo que dice. Contesta mirando de frente, con amargura:

—Era cáncer. Usted habrá oído hablar. Una enfermedad muy larga.

Hay una leve pausa.

—Entonces, ¿a usted no la importaría quedarse para la cocina?

—Yo, como usted diga.

—Bien, y de sueldo, ¿qué?

—En la otra casa ganaba veintiún duros.

—¿Se conforma con eso?

—Sí, señorita.

En los ojos azules hay un imperceptible parpadeo. Después de todo, puede tener ventajas esta chica. Todas las que han venido a pretender pedían doscientas pesetas.

—Bueno, pues vuelva usted. Pediré los informes.

—¿Volver? Ay, señorita, si pudiera pedir los informes ahora. En la casa donde estuve tenían teléfono. Se llaman Ortiz, en la calle de Cervantes. Podía usted llamar.

La señorita la mira. Cada vez que la mira, a Concha le dan ganas de desaparecer, de marcharse a la tierra con su madre.

—¿Tanta prisa tiene?

Concha siente deseos de contarle lo de su tía, lo de su madre, lo de su pueblo, todo lo que le aprieta el corazón, lo que está taponándole el aire que respira. Pero se contiene a tiempo y se limita a responder:

—Lo digo por no trotar más casas y porque tengo abajo la maleta. Como parece que nos hemos entendido, si le gustan los informes me puedo quedar ya.

La señorita se ha levantado y está a su lado ahora. Qué bien huele a colonia.

—Bueno, vamos allá. Espere aquí un momento. Dice usted que Ortiz.

—Sí, Ortiz. En la calle de Cervantes.

La señorita se dirige a la puerta lateral que comunica con otra habitación. Con la mano en el pestillo, se vuelve.

—Ah, se me olvidaba. ¿Cómo se llama usted?

—Concha Muñoz, para servirle.

—Está bien; ahora vuelvo. Fernandito, tú no te muevas de ahí.

Deja la puerta entreabierta y desaparece. El niño la mira irse con ojos asombrados. Él, ¿por qué va a moverse de aquí, si está tan a gusto al brasero pintando de colores sus mapas? A mamá casi nunca se la entiende. Se alegra de haberse quedado solo con la chica nueva, que todavía no ha visto sus cuadernos. Le hace una seña para que se acerque.

En la habitación contigua, a través de la rayita de la puerta, le parece a Concha haber oído el ruido de un teléfono al descolgarse, y esos golpes que se dan luego a la rueda, metiendo un dedo por los agujeritos de los números. Todo su cuerpo está en tensión, esperando. Se acerca a la camilla y mira los cuadernos del niño con ojos distraídos. Tiene abiertos tres o cuatro, y alrededor hay diseminados muchos lapiceros.

—¡Huy, qué bonito!

—Es el mapa de España. Mira, este cachito que estoy pintando de verde es Barcelona, y ahí nací yo. Tú, ¿de dónde eres?

—Yo, de la provincia de Salamanca.

—¿Dónde está?

Concha señala al azar por un sitio cualquiera. Mueve el dedo sobre el mapa, abarcando un pedazo muy grande.

—No sé. Por ahí…

En la habitación de al lado ya ha empezado la conversación telefónica. Se oye muy mal, sólo pedazos sueltos. A Concha le parece oír su nombre. El niño no deja de hablar.

—¿De qué color quieres que lo pintemos?

—De amarillo.

—¿Con éste, o con este más oscuro?

—Con el que tú quieras.

El niño coge un lápiz y lo chupa. Se pone a pintar de amarillo un pedazo de mapa, apretando mucho. Ahora no se oye nada. Deben estar hablando del otro lado del teléfono, o habrán ido a buscar a la señora. Ahora hablan, pero ¡qué bajo! «Muy amable…, molestia…, sí…, sí». Ahora no se oye nada otra vez. El niño levanta la cabeza y la vuelve a la chica, que está detrás de él.

—¿Por qué no te sientas aquí conmigo?

—No, guapo, voy a esperar a que vuelva tu mamá en seguida.

—¿Te vas a quedar a vivir aquí?

—No sé. A lo mejor.

—Yo quiero que te quedes. ¿Por qué no te vas a quedar?

Concha abre mucho los ojos. En este momento ha oído clarísimamente cómo la señorita decía: «¡Qué barbaridad, por Dios!», con un tono más alto y voz indignada. ¿Por qué puede haber dicho una cosa semejante? No puedo soportarlo. Se acerca a la puerta y la cierra. Que sea lo que quiera; por lo menos este rato, mientras está esperando, quiere vivir tranquila. Se acabó.

Le tiemblan un poco las manos y las pone sobre la camilla. El niño mira la sortija gorda de hueso con un retrato desdibujado y amarillento, como los que están en los cementerios. Le pasa un dedo por encima.

—¡Qué bonita es! Yo tengo una sortija guardada. Me la tiene guardada mi mamá, pero es más fea. Yo la quería con retrato metido por dentro.

Concha está muy nerviosa. Le gustaría coger la cabeza de este niño y apretarla fuertemente contra su regazo para no sentirse tan sola, tan amenazada. Querría darle muchos besos, tenerle contra ella sin que hablase. ¿Por qué habrá dicho eso la señorita? ¿Tardará mucho en salir? Un reloj da la media. Las doce y media. En la pausa que sigue, el niño vuelve a pintar de amarillo aquel trozo de mapa por donde debe estar su pueblo; amarillo el suelo y el cielo, amarilla la casa vendida. El niño calca muy fuerte. Va a romper el papel.

—Oye, yo tengo muchos soldaditos, ¿los quieres ver?

—Sí, luego los veremos.

—Si te quedas aquí, jugarás conmigo, ¿verdad?

—Sí, guapo, claro que sí.

—¿Sabes pintar?

En ese momento se abre violentamente la puerta y sale la señorita. Pasa por delante de Concha, sin mirarla, y aprieta un timbre que hay en la pared. Luego se queda de pie, paseando. No habla. Concha siente que tiene la lengua pegada al paladar. Hace un gran esfuerzo para ser capaz de decir alguna cosa. Pone todo su empeño en ello, lo tiene que lograr. Después de todo es justo que le expliquen lo que pasa.

—Señorita…

No contesta; está vuelta de espaldas, mirando a través del balcón. Qué malestar…, pero ahora que ha empezado sí que tiene que seguir, sea como sea.

—Por favor, señorita, ¿es que le han dado malos informes?

Los ojos azules se vuelven y la enfocan de plano.

—Ah, ¡tiene usted la desfachatez de preguntármelo!

Ahora se abre la puerta y aparece Pascuala.

—¿Llamaba usted?

—Sí, haga el favor de acompañar a esta chica a la puerta de la calle.

—¿No se queda?

—¡Qué se va a quedar! Estaríamos buenos.

Concha no entiende nada, pero a su flaqueza de hace unos instantes ha sucedido una energía desesperada y rabiosa. No se puede ir sin que le expliquen lo que sea. Éste no es el trato que hay derecho a darle a una persona. Se queda de pie, sin moverse, en el centro de la habitación. Dice con voz firme y fría, sin suplicar ni temblar:

—Perdone, pero debe haber un error. Yo, en casa de esos señores, me porté siempre muy bien, como se portan las personas decentes. Quiero saber lo que han dicho de mí.

—Ah, con que quiere usted que se lo diga. Yo creí que, al oírlo, se le iba a caer la cara de vergüenza.

La señorita está muy excitada. Hace una breve pausa y, después, casi chillando:

—Quiere usted que le recuerde que la echaron de allí por ladrona, ¡¡¡por ladrona!!! Quiere que se lo recuerde porque lo ha olvidado, porque usted no sabe nada, porque usted se fue a cuidar a su madre que estaba enferma. Cinismo como el suyo no lo he visto. ¡No lo he visto en mi vida!

La señorita se ha callado y respira agitadamente. Concha se queda mirando al vacío con unos ojos abiertos, sin parpadeo, como los de un animal disecado. Va a hablar, pero no sabe decir ninguna cosa. Es tan tremendo lo que le han dicho, que le pesa como una losa de mármol, y no se lo puede sacudir de encima. Le parece que ya tendrá que andar siempre debajo de este peso que le han añadido a su saco de penas y de años. Ni siquiera se puede mover ni llorar. Se pregunta lo que habrá podido pasar, se lo pregunta como buceando en un sueño. A lo mejor un cruce del teléfono, o que ha llamado a otro número equivocado. O que había otros Ortiz en la misma calle. O quizá en la misma casa donde ella estuvo la han confundido con otra Concha que entró después. Concha es un nombre muy vulgar. Piensa todas estas cosas vagamente, como si le quedaran terriblemente lejos, como si se le fueran de las manos y no las pudiera distinguir. Se da cuenta de la inutilidad de sus conjeturas, de que a esta señora no va a poder convencerla de nada, y además le será imposible llegar a reunir las fuerzas que se necesitarían para intentarlo. No merece la pena. Quiere irse de aquí.

—Ea, Pascuala. Ya pueden irse.

Sí, irse cuanto antes. Comprende que con su actitud, en lugar de justificarse, ha aceptado la culpa y se ha cubierto totalmente de ella, hasta la cabeza, sin remedio. Pero le da lo mismo. Sólo siente deseos de marcharse de aquí.

Da media vuelta y sigue a Pascuala fuera de la habitación, al pasillo. Pasan por delante del perchero y del tapiz con la escena de caza. Se acuerda de todas estas cosas, las reconoce. Ya han llegado a la puerta, se han parado. Concha levanta los ojos hacia la otra. Debía bastar con esto, así, sin hablar nada; pero se da cuenta de que tiene que decir alguna cosa ahora, lo que sea, de cualquier manera, porque si no, no se podría ir.

—Se ha debido equivocar con otra casa. Todo lo que ha dicho es mentira —afirma débilmente, como para oírlo ella misma.

Luego, sin esperar respuesta, sin pararse a recoger la respuesta en los ojos incrédulos de la otra, abre la puerta y va a salir. Oye que Pascuala le dice:

—Oiga, mi pañuelo; se lleva usted mi pañuelo.

Concha lo encuentra sudoroso, arrugado y pequeñísimo en el hueco de su mano. Lo saca de allí y se lo da a Pascuala, sin añadir una palabra más. Después, secamente, la puerta se ha cerrado a sus espaldas.

En el cuarto de estar, Fernandito le pregunta a su madre:

—Mamá, ¿va a volver Concha?

La madre está leyendo un periódico. No contesta nada.

—Mamá, que si va a volver Concha, que si va a volver, que yo quiero que vuelva…

Los ojos azules se levantan distraídos, clarísimos.

—¡Ay, qué dices, hijo! Me duele la cabeza.

—Que si va a volver Concha.

—¿Qué Concha?

El niño lloriquea.

—Concha, Concha. La chica que se ha ido.

—¡Qué niño tan estúpido! ¿Para qué la quieres tú? No va a volver, no. Déjame en paz.

El niño se escurre de la silla y se arrima al balcón. Pega las narices al cristal, que está muy frío, y se queda allí, esperando. Ve a Concha que sale del portal y que cruza a buen paso a la otra acera. Allí se ha parado un momento y mira a los lados para orientarse. Está pensando que son las doce y media, que tiene que ir a la frutería a recoger su maleta, que hasta la noche hay todavía tiempo de buscar. Que tiene que olvidarse de lo que le ha ocurrido en esta casa, olvidarse de todo. Se sube el cuello de su abriguillo teñido y toma por la izquierda, calle abajo. El niño la va siguiendo empeñadamente con los ojos, a través del vaho que se le forma en los cristales al respirar tan cerca. Ya casi no la ve, es sólo un punto negro entre la gente. Ha empezado a nevar.

Madrid, marzo de 1954.