Tarde de tedio

—Anda, levántate, habías dicho que esta tarde salíamos contigo si hacía bueno, y ahora Juana nos quiere llevar ella. Dile tú que no; ¿verdad que nos lo has dicho ayer que vamos contigo? Ríñela, que no nos deja entrar y dice que nos va a pegar si entramos, y a Ernesto le ha empujado y está llorando ahí afuera, ¿no lo oyes? Venga, ¿por qué te echas?, siempre te estás echando, eres una pesada.

—Jesús, qué niña, eso a la mamá no se le dice, qué pecado. Perdone, señora, no puedo con ellos, se me escapan aquí. Vamos, guapita, a tu mamá le duele la cabeza, Juana os lleva al parque.

—Mentira podrida, no está mala, antes ha estado hablando por teléfono mucho rato y se reía. Es que se cree que llueve porque no ve la luz, te subo la persiana, verás cómo hace bueno, nos llevas a la película de la selva, anda, levántate, ésa del oso que le enseña al niño a bailar y luego va y se come los plátanos del cocotero y llora el oso no sé por qué.

—Ésa es la que vieron el domingo conmigo. Deja esa persiana, ¡ay, qué niña!, venga, vamos al parque te he dicho. Esa película ya la habéis visto.

—Sí, pero Ernesto no la entendía y mamá se la explica, ¿verdad, mamá?; a papá le dices que nos lo explicas todo y que te gustan las películas de niños, y él quiere que vengas y nos las expliques, pero si viene Juana sólo sabe reírse y pasarlo bien ella y decir que ése es el oso, pues eso ya, pero digo que por qué lloraba el oso. Mamá, me empuja Juana, que no me empuje.

—Ay, no empecéis, Anita hija, dejadme en paz. Quítate de encima, más valía que te peinaras. Otro día vamos.

—Sí claro, siempre dices «otro día», pues yo al parque no voy porque me aburro con Marisolín, y si no va, peor.

—Mire, no les haga caso, en ese cajón hay dinero; los lleva a ver la casa de fieras, si se aburren jugando, y luego pueden merendar de cafetería, que les gusta a ellos. Péineles un poco.

—Yo con Juana no voy a la cafetería porque se hace la fina y me da vergüenza.

—Basta, ya estoy harta. Vais con Juana donde ella os lleve y hemos terminado de hablar. ¿Hace bueno, Juana?

—Sí, señora, buenísimo.

—Hala, dame un beso, y dile a Ernesto que no llore, que mañana salimos.

—Mentira, mentirosa, no te quiero, ni Ernesto tampoco.

—Cállate, niña, si le dices esas cosas a la mamá te lleva Camuñas. Le cojo cien pesetas. Venga, vamos. Que descanse, señora. ¿Le recojo esta ropa que tiene revuelta por aquí?

—No, déjelo, Juana. Es que me he estado probando antes los trajes de verano, déjelo ahora por favor, tengo que ver primero lo que hace falta llevar al tinte y a la modista, ¡ay, qué pesadez de niños!, lléveselos de una vez que no los oiga, ¡no recoja nada, le digo!, ¿no le estoy diciendo que se vayan de una vez?, cállate, Anita, por amor de Dios, ¡iros!, ¿me queréis dejar en paz? ¡Dejadme en paz!

Aún largo rato después de los últimos ruidos que han precedido a la marcha de los niños (¿un cuarto de hora?, ¿media?), la palabra paz se ha quedado rebotando contra las paredes del cuarto como un moscardón encerrado que insistiera en bordonear principalmente sobre el montón de trajes veraniegos esparcidos por la butaca y la cama. En la media penumbra se distinguen unos de otros como las fisonomías olvidadas de amigos que se vuelven a encontrar. El azul, el de rayas, el pantalón vaquero, el rojo, la blusa que no le gustaba a Antonio… Habrá que hacer algo con ellos, por lo menos con el de rayas que costó tres mil pesetas. La mujer se remueve, mira al techo. La visión de una gotera cuyo dibujo recuerda el de una foca la distrae momentáneamente de la idea de los trajes, luego piensa que así tirada se le puede pasar la tarde y que mejor sería llegarse a casa de la modista por pereza que dé y decirle las reformas que quiere. Tiene toda la tarde por delante, los niños hasta las siete y media no vienen, y al fin no se va a dormir; tendría que proponérselo mucho, pero el mismo silencio de la casa en paz la ha puesto nerviosa, el mismo hipo de la palabra paz que ella disparó y que se ha quedado subiendo y bajando por las paredes, desbaratando el sueño que parecía preludiar. No, no tiene sueño; los ojos que miran ese techo, pensando ahora que habría que volver a pintarlo, no albergan sueño alguno. Aunque tampoco sosiego; dan vueltas, encerrados en sí mismos, sin saber dónde posarse. Dormir sería, desde luego, una solución, ese vicio rutinario y seguro sería deseo postizo acariciado sin deleite ni alegría, en nombre solamente de objetivos secundarios, como podrían ser en este caso los de dejar de ver el techo y de imaginar el posible pintor que hará sacar todos los trastos al pasillo el día que por fin venga, o dejar de sentir también ese revoltijo acuciante de ropas a los pies de la cama que evidencian un año transcurrido y sugieren proyectos para otro. No, cansada no está, se destapa, mueve las piernas largas y blancas, se las mira complacida, qué lástima que no hubiera la moda de la minifalda por los años cuarenta; nada, es evidente que no tiene ganas de dormir. Pero ¿es que tiene ganas de ir a la modista? Se levanta, por lo menos el de rayas valdría la pena arreglarlo, ha cambiado tanto la moda; lo palpa, lo separa de los otros; sería bueno sacar ganas de llegarse hasta Ríos Rosas, a casa de Vicenta, el autobús 18 no deja mal, probarse el traje en aquella habitación con bibelots pasados de moda, que huele a cerrado y dejar eso resuelto esta misma tarde, decidir allí con ella: «Verá usted, lo que yo quiero…», pero es que ataca los nervios Vicenta con su impasibilidad y sus ojos de rana, verla allí detrás en el espejo, de pie, mirándote como un palo, y con aquella voz de sosera: «Pues no le está a usted mal… no, si yo, por deshacérselo, se lo deshago… yo, lo que me diga… bueno, bien… entonces ¿cómo?, ¿con un bies?». No se toma interés por nada, no te ayuda a decidir. Distinto de Carmen, la peluquerita, qué cielo de mujer, es verte entrar y ya te está animando a lo que sea, como tiene que ser, porque un oficio no consiste sólo en saber coser o peinar, es también interpretar lo que quiere el cliente, o hasta hacerle que quiera algo. Se ha puesto el traje de rayas, la tela sigue siendo preciosa, pero está arrugadísimo y así tan blanca no favorece; la cremallera sube, además, con dificultad, sobre todo de cintura para arriba; se palpa el estómago, trata de contraerlo y esto le repercute en la cara, que adquiere una expresión de ansiedad y asco. Se ve horrible y comprende que lo que necesita es consuelo y que Vicenta no le sirve. Se quita el traje y lo deja caer al suelo, va hacia la ventana, la carne que separa el borde inferior del sostén del norte del ombligo se relaja a sus anchas, libre de la mirada vigilante de hace unos segundos. Por la ventana, abierta ahora de par en par, entra el rumor de la tarde soleada y cansina, un eco de bocinas y estridencias y ese primer sofoco de mayo. La palabra paz deja de zumbar definitivamente y se escapa a la calle como un moscardón que era.

A esta luz cruda se revelan netamente los cuarenta años de la mujer que, despeinada y en combinación ante el espejo, se pasa ahora los dedos con desaliento por otra importante zona de su cuerpo donde el tiempo ha hecho estragos: la cabeza, rematada por un pelo no muy abundante y teñido de color perra chica de las que había antes de la guerra. ¿Y si se lo cortara? Se fortalece y, además, rejuvenece mucho. La ventaja que tiene, además, la peluquería es que está tan cerca que no da tiempo a cambiar de idea. Se pone un traje cualquiera y se larga a la calle. Lo ha dejado todo revuelto, pero ya lo recogerá Juana.

Por el camino, aunque la peluquería está cerca, ha tenido tiempo de ver un puesto de periódicos. Desde las portadas de todos los semanarios ilustrados, las veinteañeras del mundo entero, las que estaban naciendo o gestándose en Turín, la Unión Soviética, Oslo o Miami cuando ella tenía, a su vez, veinte años y cantaba canciones que ahora vuelve a traer el vaivén de la moda, la asaetan burlonamente con los ojos lánguidos o sonrientes y sus pelos lisos y largos, con moños, con trenzas, con pelucas, con tirabuzones. Piensa que puede ser una bobada cortarse el pelo, que lo más fácil es que no le guste a Antonio, y vuelven a derrumbarse sus nacientes propósitos. Llega mohína a la peluquería.

—Hombre, cuánto tiempo sin verla. ¿Qué se va a hacer?

—Lavar y marcar; pero no sé si cortarme también un poco. No mucho, como le cortaron el otro día a la señora de Soriano, ¿sabe cómo le digo?, así las puntas de delante un poco más largo, pero que quede liso, aunque no sé qué tal me estaría a mí…, es que no sé qué hacerme con el pelo, Carmen, le digo la verdad.

—Usted no se preocupe que le quedará muy bien, ya le he entendido lo que me dice. Pero además, hágame caso, usted lo que debía de hacer era ponerse mechas, siempre se lo estoy diciendo, le irían de fenómeno unas mechas; ya lo vería.

—¿Usted cree?

—Claro, como que se las voy a poner hoy mismo.

—Hoy no sé, Carmen…, no me decido.

—Ah, pero yo sí, que soy quien se las tiene que poner. Usted quiere verse guapa, ¿no?

—Hombre, claro.

—Pues eso, si quiere verse guapa, no tiene que preocuparse de más. Me deja a mí, que yo la pongo guapa.

—Bueno, luego si se enfada mi marido, la culpa es suya.

—De acuerdo, nos lo manda usted aquí. Pero ¿cómo se va a enfadar un marido de ver a su mujer guapa?

—No sé, ¿no me entretendré mucho?

—Nada, qué se va a entretener, deme la chaqueta. Pepi, vete lavando a la señora.

De debajo de todos los secadores se han levantado rostros a mirarla pasar con su melena sucia y rala. Todavía podía irse, decir que vuelve luego, pero sabe que no lo hará. Es un maleficio conocido este de seguir andando, a pesar del miedo que empieza a invadirla al imaginarse tan cambiada, ese miedo excitante a lo desconocido y concretamente al juicio de Antonio. «No sabes qué inventar. Y siempre echándole la culpa a los nervios. Pero nervios ¿de qué, y cansancio de qué?, pregunto yo. Asistenta, chica y los niños en el colegio toda la mañana; la verdad, Isabel, es que no te entiendo, sólo piensas en gastar, con la cantidad de problemas y desgracias de verdad como tiene la gente por ahí, necesitarías mirar a tu alrededor…». Eso dirá; si no le gustan las mechas o viene cansado de la consulta, seguro que saca a relucir lo de las desgracias ajenas y a contarle casos de enfermos graves, como si fuera un cura. ¿Y qué tiene que ver ella con los demás? Sólo se vive una vez y la vida se va, a cada cual se le va la suya. La gente sufre mucho, de acuerdo, pero cada uno sufre lo suyo, sus propias sensaciones y se acabó.

—¿Le hago daño?

—No, guapa.

—Le he puesto champú de huevo.

Qué bien lava la cabeza esta chica, cómo descansa esa presión de los dedos casi infantiles sobre el cuero cabelludo. Es simpática la gente que hace bien lo que hace; ya que lo cobran, que lo hagan bien.

—Ya está, pase allí.

Las señoras de los secadores se vuelven a mirarla pasar con la toalla arrollada a la cabeza y un poco de pelo, todavía color perra chica de las de antes de la guerra, asomando. Luego no la reconocerán; quedará mejor o peor, pero estará distinta. Se desvanecen todas sus indecisiones. Carmen la ha llamado: «Venga acá», y ha atajado una primera insinuación suya con cierta dureza: «Usted déjeme a mí». Se siente realmente abandonada en sus manos expertas que con toda eficacia y atención empiezan a trabajar y manipular en su cabeza. Era lo que necesitaba esta tarde; buena gana de seguir fingiendo una voluntad que no tiene, si precisamente lo que quería era ser sustituida: buscaba esta sensación de abandonarse a otro que manda, la misma que, de niña, la empujaba a elegir siempre el papel de enfermo cuando jugaban a los médicos; pero de médico bien pocas niñas sabían hacer. Ya tiene el pelo cortado, se ve rara, pero no importa, se fía de Carmen. Ahora se lo va separando en grupitos que humedece cuidadosamente con un pincel untado en un líquido grisáceo. El líquido lo tiene echado en un tarro de yogur. Piensa vagamente que los niños estarán merendando, que lo de las mechas entretiene, y que no van a encontrarla en casa a la vuelta, pero es una idea neutra, sin carga alguna de remordimiento ni de inquietud. Llegar a este lugar es pudrirse en terreno sabido y placentero, aquietar la conciencia, dejar de flotar entre diversas posibilidades, fijar por unas horas esa pompa de aire que es la propia imagen, soplada de acá para allá. Ahora Carmen le pasa un cestito con las pinzas y los rulos, y le pide que se los vaya dando; ella obedece sumisamente; no comentan nada, es suficiente una leve sonrisa de complicidad cuando sus ojos se encuentran en la luna del espejo. Las dos saben de sobra que la que manda es la de atrás. Ahora le pone la redecilla y las orejeras de plástico.

—Ya está. Pase al secador. Pepi, revistas para la señora.

Y ahora, a esperar, pasando revista a los rostros de actualidad, a las modas de actualidad. Cada mes sube y baja la moda vertiginosamente, es tan difícil ya apuntarse a todo, enterarse de todo. La gente que sale en los periódicos ilustrados continuamente se transforma, estrena vida y amor. Con lo apasionantes que son las transformaciones, aunque sean estas transformaciones alquiladas de peluquería. Para ella todo es igual, cenar los sábados con los mismos amigos, dormir con el mismo hombre, reñir a los mismos niños por las mismas cosas; si cambia de algo es de criada o de fontanero. Por mucho que cobren, ¿cómo puede ser caro este rato de alquimia, esta espera de algo nuevo mientras te manipulan, te atienden y dirigen?

—¿Se lo pongo más bajo?

—Sí, me quema mucho. Ya casi debo estar.

—No, no; le falta un poco. ¿Quiere otras revistas?

Jacqueline Onassis en todas viene. Escudada tras sus gafas oscuras, desayunando en un puerto y durmiendo en otro, balanceándose sobre las olas del Adriático, en su yate escrutado por el teleobjetivo de todos los fotógrafos del mundo, como la protagonista de aquella canción ya antigua: «Rumbo al Cairo va la dama en su yate occidental»… Entonces se llamaban mujeres fatales y había menos, casi siempre del cine, prohibidas y lejanas, en papeles que hacían Marlene o Joan Crawford, ¡cómo le emocionaban a ella, cuando iba al Instituto, las mujeres fatales!, pero era una envidia alegre, que no hacía daño… Revueltas de estudiantes en Roma, en París, en Inglaterra. Pero ¿qué pedirán?, ¿qué querrán, teniendo veinte años? Se les ve retratados en revoltijo, tirando piedras, pegando a los guardias, debatiéndose a patadas y mordiscos con el pelo sobre los ojos, tan guapos y atrevidos. Se quejen de lo que se quejen, ¡quién estuviera en su piel!

Sale del secador como si hubiera bebido mucho, enrojecida, con los oídos zumbando. Ha caído la tarde y el local está vacío. Le da pena que no puedan verla las otras señoras. Es el momento mejor. Dejarse quitar los rulos, dejarse peinar, cardar y cepillar, y ver cómo va componiéndose el rostro nuevo bajo el pelo nuevo. Pone ojos soñadores. Se gusta.

—¿Cómo se ve?

—Me veo rara.

—Eso pasa siempre. Pero no me diga que le están mal las mechas.

—No, mal no.

—¿Más laca?

—No, está bien. ¿Puedo llamar un momento por teléfono?

—Sí, cómo no, pase.

En un cuartito interior donde guardan los pedidos de tintes y de champú, está el teléfono. Se sienta en una banqueta y marca el número. Una voz joven de mujer pronuncia el «Dígame» afectado y musical de las secretarias de ahora. Es la enfermera nueva.

—¿El doctor Cuevas?

—Está ocupado. ¿Es de alguna sociedad o particular?

—Es de parte de su señora.

—Espere un momento. No sé si se podrá poner.

Tiene que esperar un rato, al cabo del cual oye la voz de Antonio.

—Dime.

Es un tono seco y distraído, el de siempre. ¿Por qué esperaba otra cosa? ¿Por haberse puesto unas mechas grises en el pelo?

—¿Qué haces, trabajas mucho?

—Sí, claro. Estoy pasando consulta.

—Ya. ¿A qué hora vuelves a casa?

—Tarde. Hay un parto en el Sanatorio. A cenar no me esperes.

—Ya. ¿No lo puedes dejar?

—¡Qué preguntas, Isabel! ¿Es que pasa algo?

—No, nada, que tenía ganas de salir esta noche. Hace bueno.

—Ya salimos anoche. Yo estoy cansadísimo.

—¿No terminarás pronto?

—¡Cómo lo voy a saber! Me voy al Sanatorio en cuanto acabe aquí.

—Ya. Bueno, pues nada.

—Hasta luego.

—Adiós.

Cuelga el teléfono y sale. Carmen se ha quitado la bata blanca y ha dejado de ser mago. Es una chiquita insignificante y algo cursi. Le repite que está guapísima con las mechas y le cobra trescientas ochenta pesetas. Se despiden. Ella se vuelve en la puerta.

—No sé si que me venda usted también una redecilla. A lo mejor esta noche no salgo y no querría que se me deshiciera mucho durmiendo.

—Pues sí. Se pone usted unos algodones, en vez de rulos, como le dije la otra vez, y luego la redecilla encima.

Se la envuelve y se la da.

—Adiós, Carmen, hasta otro día.

—Adiós, señora Cuevas. Y ya le digo, que nos mande usted a su marido, si protesta, que así le conocemos.

—Ni hablar, que es muy guapo.

—Tal para cual entonces. Ya verá los piropos que le echa.

—Veremos. Adiós, Carmen.

—Adiós, señora Cuevas.

Es todavía de día porque ya anochece tarde. Y está tan cerca de casa. Volver es lo peor. Camina lentamente, perezosamente, parándose a cada paso a mirarse en las lunas de los escaparates. Los niños se estarán bañando. Y Jacqueline Onassis, ¿qué hará? Unos vencejos altos y chillones revolotean por encima de las terrazas de los edificios. Cruza la calle. Ya se ve su portal.

Madrid, junio 1970.