Un alto en el camino
El niño se durmió un poco antes de llegar a Marsella. Había habido una pequeña discordia entre los viajeros porque unos querían dejar encendido el piloto azul y otros lo querían apagar. Por fin, el más enconado defensor de la luz en el departamento, un hombre maduro y muy correcto, que hasta aquella discusión no había abierto la boca ni apartado los ojos de un libro muy grueso, bajó su maleta de la rejilla y se marchó, dando un resoplido. Desde la puerta recalcó unas ofendidas «buenas noches a todos», y una vez ido él, los demás se quedaron en calma, como si ya fuera indiferente cualquier solución.
Emilia permaneció unos instantes mirando a la puerta. El marido se apoyaba enfrente, contra la otra ventanilla, y dejaba escapar una respiración ruidosa; también a él le miró.
—Si a ustedes no les importa —resumió luego, tímidamente, dirigiéndose a las siluetas de los otros— apagamos la luz. Lo digo por el niño, que va medio malo.
Unos se movieron un poco, otros dijeron que sí con la cabeza, y algunos emitieron un sonido confuso. Pero ella, sin esperar contestación ninguna, ya se había levantado para apagar la luz.
—Anda, Esteban, mi vida. Ahora que se ha ido ese señor córrete y ponte más cómodo —se la oyó después decir en lo oscuro—. Así, encima de las rodillas de Emilia; ¿ves cuánto sitio? Pero, bonito, si es que vas mejor… ¿No vas bien? Te quito los zapatos.
El niño tendría unos seis años. Se puso a llorar fuerte al ser meneado, y su llanto, entre soñoliento y caprichoso, coincidió con movimientos de protesta de los viajeros; cambios airados de postura. Ella se inclinó hasta rozar el oído de aquella cabeza de pelo liso y revuelto, y la acomodó mejor en su regazo.
—Pero ¿no vas bien? Si vas muy bien. No, no, mi niño; ahora no llorar —susurró—. Ya estamos llegando a Marsella y no se tiene que despertar tu papá. Emilia no quiere, hazlo para que no llore Emilia. Tú no querrás que llore…
—¿Qué le pasa al muchacho? —preguntó el padre, sin abrir los ojos.
—Nada, Gino. Va bien, va muy bien.
Las manos se le hundieron en el pelo de Esteban.
—Calla, duérmete por Dios, por Dios… —pronunció apenas.
Y reinó durante largo rato el silencio.
Un poco antes de llegar a Marsella, Gino ya roncaba nuevamente. Durante este tiempo, que no fue capaz de calcular, había contenido Emilia la respiración, escrutando con ojos muy abiertos y fijos la oscuridad de enfrente, al otro lado de la mesita de madera, donde sabía que venía acurrucado su marido; como si temiera oír otra pregunta suya de un momento a otro. El único movimiento, casi imperceptible, era el de sus dedos, peinando y despeinando los cabellos del niño; y concentraba toda su ansiedad en el esmero que ponía en esta caricia, hasta el punto de sentir bajar una especie de fluido magnético a desaguarle en las puntas de las uñas. Empezaban a dolerle, de tan tensas, las articulaciones, cuando los ronquidos de Gino vinieron a aliviar aquella rigidez de su postura. Aún se podía dudar de los primeros, y por eso los escuchó sin moverse nada, pero luego entró en la tanda de los amplios y rítmicos, no tan sonoros, completamente tranquilizadores ya. Los ronquidos de Gino ella los conocía muy bien. En cinco años había aprendido a diferenciarlos. Le marcaban los pasos lentísimos de la noche durante sus largos insomnios, y solamente a aquel ruido podía atender, incapaz de sustraerse a su cercanía que la apagaba cualquier otro pensamiento. Llegaban a desesperarla, a provocarle deseos de muerte o de fuga. A veces, aterrada de querer huir o matar, tenía que despertarle, para no estar tan sola en la noche. Pero nunca le servía nada; Gino se enfadaba de ser despertado sin una razón concreta y ella, a la mañana siguiente, se iba a confesar: «Estuve pensando toda la noche, padre, en que puedo matarle sin que se entere; cuando ronca de una determinada manera, sé que podría hacer cualquier cosa terrible en el cuarto, sin que se enterara de nada. Y aunque no lo desee, saber que puedo hacerlo me obsesiona».
Dejó de acariciar el pelo de Esteban, que también se había dormido, respiró hondo y desplazó la cabeza hacia la derecha, muy despacio. Ahora ya podía correr un poco la cortinilla y acercar la cara al cristal. Avanzaba; allí debajo iban las ruedas de hierro, sonando. Bultos de árboles, de piedras, luces de casas. ¿Qué hora podría ser?
Alguien encendió una cerilla, y, a su resplandor, distinguió un rostro, despierto, que la miraba —una señora sentada junto a Gino—; y quiso aprovechar esta mirada.
—¿Sabe usted si falta mucho para Marsella? —le preguntó.
—Unos cinco minutos escasos —contestó el viajero que había encendido la cerilla.
—¿Sólo? Muchas gracias.
—Si no le molesta, enciendo un momento —dijo otra voz; y el departamento se iluminó tenuemente—, porque tengo que bajar mi equipaje.
—¿Usted va a Marsella? —le preguntó a Emilia la señora que la miraba tanto.
Ahora podía ver bastante bien su rostro que, sin saber por qué, le recordaba el de un lagarto. Gino seguía profundamente dormido; no le había alterado ni la trepidación de aquella maleta al ser descolgada. Emilia suspiró y se inclinó hacia la señora.
—No, no voy a Marsella, pero…
Escrutó su rostro para calibrar la curiosidad de la pregunta y vio que la seguía mirando atentamente. Sí, se lo diría. Era mejor decírselo a alguien, tener —en cierto modo— a un aliado. Los ronquidos de Gino le daban valor.
—… pero es que, si puedo, querría apearme allí unos instantes —dijo bajito.
—Claro que puede; se detiene, por lo menos, un cuarto de hora.
Empezó a entrar mucha luz de casas por la rendija de la cortinilla y el tren aminoró la marcha resoplando. El viajero que se bajaba sacó su maleta al pasillo, y otros salieron también. Del pasillo venía, por la puerta que dejaron entreabierta, un revivir de ruidos y movimientos de la gente que se preparaba a apearse. Desembocaba el tren y se ampliaban las calles y las luces, rodeándolo. Luces de ventanas, de faroles, de letreros, de altas bombillas, que entraban hasta el departamento y algunas se posaban sobre el rostro dormido de Gino, girando, resbalando hasta su boca abierta. Pero ni estos reflejos ni el rumor aumentado de la gente, cuando el tren se paró, ni tampoco este golpe seco de la parada le despertaron.
El niño, en cambio, se quejó rebullendo entre sueños, pero luego se tapó los ojos con el codo y volvió a quedar inmóvil.
Ya estaba toda la gente en el pasillo, y Emilia no se había levantado. No miraba al padre ni al hijo, evitaba mirarlos, como siempre que tenía miedo de intervenir en una cosa. Ella sabía que con sus ojos lo echaría todo a perder —tan fuerte se almacenaba el deseo en ellos—. Ahora los dirigía hacia una caja grande que había en la rejilla, medio oculta detrás de su maleta.
—¿No tenía usted que bajarse? —le preguntó la señora con curiosidad.
—Sí, gracias…, pero es que no sé… Tengo miedo por el niño. Como va medio malito.
La señora miró a Gino.
—Dígaselo a su esposo. ¿Es su esposo, no?
—Sí; pero no, por Dios; él duerme, está fatigado. Lo dejaré, lo puedo dejar —resumió angustiosamente.
La señora de rostro de lagarto adelantó el cuerpo hacia ella.
—Señora, ¿quiere usted que me ponga yo ahí, en su sitio? Yo le puedo cuidar al niño si no es mucho tiempo.
—¡Oh!, sí. Si es tan amable. Me hace un favor muy grande, un gran favor. Venga con cuidado.
Se levantó y cedió su asiento a la señora. La cabeza de Esteban fue izada y depositada en el nuevo regazo, pero no tan delicadamente como para que no abriera los ojos un instante.
—Emilia, ¿adónde vas?
—Calla un minuto, a un recado; cállate.
—¿Con quién me quedo? ¿Dónde está papá?
—Te quedas con esta señora, que es buenísima, muy buena. Y con papá. Pero cállate; papá va dormido.
—¿No tardas, Emilia?
—¡No!… Ay, no sé si irme —vaciló Emilia nerviosísima.
—Por favor, váyase tranquila, señora, no tema. Yo me entiendo muy bien con los niños.
Emilia se subió al asiento y bajó con cuidado la caja de cartón, sin dejar de mirar a su marido, al cual casi rozó con el paquete. El niño la seguía con los ojos.
—Emilia, ¿esta señora cómo se llama?
—Juana me llamo, guapo, Juana. Pero a tu mamá no la tienes que llamar Emilia; la tienes que llamar mamá.
Emilia hizo un saludo sin hablar y salió al pasillo.
—No es mi mamá, es la mujer de mi papá —oyó todavía que decía Esteban.
* * *
Apenas puesto el pie en la estación, le asaltó un bullicio mareante. Otro tren parado enfrente le impedía tener perspectiva de los andenes. Vendedores de bebidas, de almohadas, de periódicos, eran los puntos de referencia para calcular las distancias y tratar de ordenar dentro de los ojos a tanta gente dispersa. Echó a andar. ¡Qué estación tan grande! No le iba a dar tiempo. A medida que andaba, sentía alejarse a sus espaldas el círculo caliente del departamento recién abandonado y con ello perdía el equilibrio y el amparo. Rebasada la máquina de aquel tren detenido, descubrió otros cuatro andenes y se los echó también a la espalda, añadiéndolos a aquella distancia que tanto la angustiaba. Luego salió a un espacio anchísimo, desde el cual ya se veían las puertas de salida y allí se detuvo, y dejando el paquete en el suelo, se sacó del bolsillo una carta arrugada. En la carta venía un pequeño plano y lo miró: «… ¿Ves? —decía, a continuación, la letra picuda de Patri—, es bien fácil. Debajo del anuncio de Dubonet». Alzó los ojos a una fila de letreros verdes y rojos que centelleaban. No lo veía. Preguntó, en mal francés, a un mozo que pasaba con maletas y él logró entenderla, pero ella en cambio no le entendió. Le pareció que se reía de ella, aunque no le importó nada, porque en ese momento había visto encenderse el nombre del letrero. Serpenteaban las letras debajo de un hombre que agitaba los brazos a caballo sobre una botella gigantesca. Bueno, o sea, que…
—¡Emilia! Aquí, chica, ¡qué despiste!
¿Era Patri aquella que venía a su encuentro? ¡Pero qué guapísima, qué bien vestida! Vaciló unos segundos y ya la otra la estaba abrazando y sacudiendo alegremente. Sí que era.
—Patri, Patri, hermana…
—¿Qué tal, mujer? Creí que ya no venías. Pero venga, no te pongas a llorar ahora. Anda, ven acá… ¿Nos sentamos?
—Sí, bueno, como quieras. Creí que me perdía, oye.
Se dejó abrazar y conducir, encogida de emoción y pequeñez. Patri era mucho más grande y pisaba seguro en sus piernas fuertes sobre los altos tacones. Se sentaron en un café lleno de gente, junto a un puesto de libros y revistas.
—¿Qué tomas? ¿Café?
Emilia escuchaba los anuncios por el altavoz, diciendo nombres confusos. Oyó el pitido de una máquina. ¿Se habría despertado Gino?
—Café con leche, bueno. Oye, ¿se me irá el tren?
—No, por favor, no empieces con las prisas. Por lo menos diez minutos podemos estar bien a gusto. Lo acabo de preguntar.
Emilia sonrió entre las lágrimas. Algunas le resbalaban por la cara. Puso la caja encima de las rodillas, y, mientras trataba de desatarle la cuerda, se le caían a mojar el cartón.
—Mujer, pero no llores.
—Te he traído esto.
—¿Qué es eso? Dame.
—Nada. Ya lo abrirás en casa, si no. Son cosas de ropa interior de las que hacen en la fábrica de Gino.
—¿Ropa interior? ¡Qué ilusión! Sí, sí, dámelo. Prefiero abrirlo en casa, desde luego.
—Las combinaciones, sobre todo, son muy bonitas. Te he traído dos. Creo que serán de tu talla. Aunque estás más gorda.
—¿Más gorda? No me mates.
—No, si estás estupendamente así. Estás guapísima. Hasta más joven pareces.
—Más joven es difícil, hija, con cinco años encima. ¿Son cinco, no? —Emilia asintió con la cabeza—. A ti, desde luego, bien se te notan, mujer. Estás muy estropeada.
Trajeron las cafés. Patri cruzó las piernas y sacó una pitillera de plata. Le ofreció a Emilia, que denegó con la cabeza.
—¿Por qué no te cuidas un poco más? —dijo, mirándola, mientras encendía el pitillo—. Tienes aspecto de cansada. ¿No te va bien, verdad?
—Sí, sí… Es por el viaje.
—Qué va, yo te conozco. Cómo te puede ir bien con ese hombre. También fue humor el tuyo, hija; perdona que te lo diga.
—No empieces, Patri. ¿Por qué me dices eso?
—Hombre, que por qué te lo digo. Porque no lo he entendido nunca. Se carga con hijo ajeno y con todo lo que sea, cuando no sabe una dónde se mete. Pero tú de sobra lo sabías cómo era él, por la pobre Anita. A ver si no se murió amargada.
—Yo le quiero a Gino, aunque tú no lo entiendas. Y es bueno.
—¿Bueno? Pues, desde luego, lo que hace conmigo de no dejar ni que te escriba, vamos, no me digas que es de tener corazón. Dos hermanas que han sido siempre solas, y sabiendo lo que tú me quieres. A quien se le diga que no nos hemos podido ver en cinco años, que la última vez que fui a Barcelona te estuvo vigilando para que no me pudieras dar ni un abrazo.
Patri había aplastado el pitillo con gesto rabioso. Emilia bajó los ojos y hubo un silencio. Después, dijo con esfuerzo:
—También es que tú…
—¿Yo, qué?
—Nada —le salía una voz tímida, temerosa de ofender—. Que la vida que llevas no es para que le guste a nadie. Desde que te viniste de Barcelona, él ha sabido cosas de ti por alguna gente, y siempre son las mismas cosas. También tú, ponte en su caso.
—Pero, a él ¿qué le importa? ¿Y qué vida hace él? Seguro que no seré peor que muchas de las amigas que tenía. Ahora no sé, perdona; pero amigas las ha tenido siempre.
—Él no te tiene simpatía —dijo Emilia con desaliento—. Pero es que es imposible, tú tampoco le quieres ver a él nada bueno.
—Es que no aguanto a la gente como él. Yo seré una tirada, chica, pero es cosa que se sabe. No aguanto a la gente que deja los sermones para dentro de casa… Perdona, no llores, soy una bruta. Pero ¿ves?, es que tampoco aguanto que te trate mal a ti. Y lo sé, me lo estás diciendo ahora, lo llevas escrito en la cara…
—Te digo que no —protestó Emilia débilmente.
—Ojalá sea como dices.
—Además tengo al niño. Él le dice siempre que no soy su madre, y hace bien, si vas a mirar. Pero yo le quiero como si fuera su madre. Y él a mí.
Patri miraba el perfil inclinado de su hermana, escuchaba su voz mohína y caliente.
—Y a ti, mujer, quién no va a quererte. Tú te merecías un príncipe, lo mejor de este mundo.
—La felicidad no está en este mundo, Patri, siempre te lo he dicho.
—Calla, Emi, guapa, déjame de historias. Si tú vieras cómo vivo yo ahora. Como una reina. Tengo de todo. ¡Una casita!… ¡Qué pena me da de que no vengas a verla!
—Cuánto me alegro. ¿Sigues con aquel Michel?
—Sí. Ya lleva un año conmigo. Quería venir a conocerte, pero no he querido yo. Así hablamos mejor, ¿no te parece?
—Sí. ¿Tienes alguna foto?
Patri se puso a rebuscar en el bolsillo. Tenía una cara alegre mientras buscaba. Sacó tres fotos chiquititas y se las enseñó a su hermana. En las tres estaban los dos juntos. Era un hombre joven y sonriente. Una estaba hecha en el campo y se besaban contra un tronco de árbol.
—Está muy bien. ¿Quién os hacía las fotos?
—Es una máquina que se dispara sola. ¿Verdad que es guapo?
—Sí, es muy guapo. Y parece que te quiere.
—Sí que me quiere, Emilia —dijo Patri con entusiasmo—. Me quiere de verdad. Si no fuera por su madre, nos casábamos.
—¿De verdad? —preguntó Emilia, con el rostro súbitamente iluminado—. Por Dios, Patri ¿es posible? Qué estupendo sería. ¿Por qué no me das las señas de la madre? Yo le puedo escribir, si tú quieres; lo hago encantada. Le puedo contar todo lo que vales tú.
Patri se echó a reír ruidosamente.
—No digas cosas, anda, mujer. Quién me va a querer a mí de nuera. Más bien haz una novena para que palme pronto.
—Si te conociera, te querría igual que él te quiere.
—Que va, mujer. Si además nos da igual. Mejor que ahora es imposible estar. Y así, cuando nos cansemos, tenemos la puerta libre. Pero no pongas esa cara.
—No pongo ninguna cara.
—Si vieras qué sol de casita. Con mi nevera y todo. Dos habitaciones. Es aquí, cerca de la estación. ¿No te daría tiempo de salir conmigo para verla?
Emilia dio un respingo y miró el reloj iluminado al fondo, lejísimo. ¿Dónde estaría su tren?
—Oye, Patri, no; salir, imposible. Me tengo que ir. ¿Cuánto tiempo habrá pasado?
—Es verdad, ya habrán pasado los diez minutos. Pero no te apures. Te da tiempo.
—No, no; no me da tiempo. Está lejos mi tren. Dios mío, dame un beso.
—Espera, mujer, que pague y te acompaño yo.
—No, no espero, de verdad. Como no salga corriendo ahora mismo, lo pierdo, seguro.
—¿Vais a Milán, no? A ver a la familia de Gino.
—Sí. Es en el cuarto andén, me parece. Me voy, Patri, me voy.
—Mujer, qué nerviosa te pones. No se puede vivir así, tan nerviosa como vives tú. Oiga, camarero, ¿el tren para Italia?
El camarero dijo algo muy de prisa, mientras recogía los servicios.
—¿Qué dice, por Dios?
—Que debe salir ahora mismo, dentro de dos minutos.
—Ay, qué horror, dos minutos…
Abrazó fugazmente a su hermana y escapó de sus brazos como una liebre. Patri intentó detenerla, diciendo que la esperase, pero solamente la vio volver la cabeza llorando, agitar un brazo, tropezarse con un maletero y, por fin, perderse, a la carrera, entre la gente.
Corría lo más de prisa que podía, desenfrenadamente. Iba contando. Hasta sesenta es un minuto. Luego, otros sesenta y ya. Perdía el tren, seguro. Cincuenta y tres… Con lo lejos que estaba. Le dolían los costados de correr. Algo sonó contra el suelo. Un pendiente. No sabía si pararse a buscarlo o seguir; miró un poco y no lo veía. Uno de los pendientes de boda, Dios mío. Ciento catorce… Si perdía el tren, volvía para buscarlo. Reemprendió la carrera. El altavoz rugía palabras nasales.
—¿El tren de Italia?
—Celui-la. Il est en train de partir.
Apresuró todavía la carrera y alcanzó el último vagón, que ya se movía. Se encaramó a riesgo de caerse. Alguien le dio la mano.
—Gracias. ¿Esto es segunda?
—No, primera.
Respiró, apoyada contra una ventanilla. Los andenes empezaban a moverse, llevándose a la gente que los poblaba. Todo se le borraba, le bailaba en las lágrimas.
—¿Se encuentra mal, señora?
—No, no; gracias.
Echó a andar. Era larguísimo el tren. Pasaba los fuelles, como túneles temblorosos, y a cada nuevo vagón, iba mirando los departamentos. Desde la embocadura al pasillo del suyo, divisó a Gino, asomado a una ventanilla, con medio cuerpo para afuera, oteando el andén. Se secó las lágrimas y le temblaban las piernas al acercarse. Le llegó al lado. Salían de la estación en aquel momento, y él se retiraba de la ventana, con gesto descompuesto.
—¡Loca! ¡Estás loca! —le dijo al verla, apretando los puños—. ¿Se puede hacer lo que haces? Te escapas como una rata, dejando al niño en brazos del primer desconocido.
—Calla, Gino, no te pongas furioso. Había ido al tocador.
—¡Embustera! Lo sé que has bajado. Y también sé para qué.
—Calla, Gino, no armes escándalo ahora.
—Lo armo porque sí, porque me da la gana. Todo por ver a ésa. Porque eres como ella, y sin ir a verla, no podías vivir.
Emilia corrió la puerta del departamento y entró, sorteando piernas en lo oscuro. La señora ya se había vuelto a su sitio, y Esteban lloriqueaba, acurrucado contra la ventanilla. Lo cogió en brazos.
—Ya está aquí Emilia, no llores, mi vida.
—Ha llorado todo este rato —dijo Gino con voz ronca, mientras se acomodaba enfrente—, pero entonces te importaba poco. Tenías bastante embeleso con oír a esa tía, a esa perdida.
—Papá, no riñas a Emilia; no la riñas, papá. Ya ha venido.
—Por favor, Gino, no hagas llorar a Esteban, pobrecito. Me dirás lo que quieras al llegar. Mañana.
—No hables del niño, hipócrita, no te importa nada del niño —insistía él fuera de sí.
Algunos viajeros los mandaron callar, y Gino se volvió groseramente contra el rincón mascullando insultos todavía. Emilia se tropezó con los ojos de la señora de enfrente y le dio las gracias con un gesto. Luego acomodó a Esteban en su regazo, igual que antes y se puso a besarle los ojos y el pelo. Volvía a reconocer el departamento inhóspito como un ataúd, y a todos los viajeros, que le parecían disecados, petrificados en sus posturas. El tren corría, saliendo de Marsella. Pasaban cerquísima de una pared con ventanas. Emilia había apoyado la cabeza contra el cristal. Más ventanas en otra pared. Las iba mirando perderse. Algunas estaban iluminadas y se vislumbraban escenas en el interior. Cualquiera de aquéllas podía ser la de Patri. Duraron todavía algún rato las paredes y ventanas, hasta que se fueron alejando por otras calles, escasearon y se dejaron de ver. El tren iba cada vez más de prisa y pitaba, saliendo al campo negro.
Madrid, diciembre 1958.