La chica de abajo
¿Habría pasado tal vez una hora desde que llegó el camión de la mudanza? Había venido muy temprano, cuando por toda la placita soñolienta y aterida apenas circulaba de nuevo, como un jugo, la tibia y vacilante claridad de otro día; cuando sólo sonaba el chorro de la fuente y las primeras campanas llamando a misa; cuando aún no habían salido los barrenderos a arañar la mañana con sus lentas, enormes escobas, que arrastraban colillas, púas de peine, herraduras, hojas secas, palitos, pedacitos de carta menudísimos, rasgados con ira, botones arrancados, cacas de perro, papeles de caramelo con una grosella pintada, remolinos de blancos, leves vilanos que volaban al ser removidos y escapaban a guarecerse en los aleros, en los huecos de los canalones. Miles y miles de pequeñas cosas que se mezclaban para morir juntas, que se vertían en los carros como en un muladar.
Los entumecidos, legañosos barrenderos, cuyas voces sonaban como dentro de una cueva, eran los encargados de abrir la mañana y darle circulación, de echar el primer bocado a la tierna, intacta mañana; después escapaban aprisa, ocultando sus rostros, que casi nadie llegaba a ver. «Ya ha amanecido», se decían desde la cama los enfermos, los insomnes, los desazonados por una preocupación, los que temían que la muerte pudiese sorprenderles en lo oscuro, al escuchar las escobas de los barrenderos rayando el asfalto. «Ya hay gente por la calle. Ya, si diera un grito, me oirían a través de la ventana abierta. Ya va subiendo el sol. Ya no estoy solo». Y se dormían al fin, como amparados, sintiendo el naciente día contra sus espaldas.
El gran camión se había arrimado a la acera reculando, frenando despacito, y un hombre pequeño, vestido de mono azul, saltó afuera y le hacía gestos con la mano al que llevaba el volante:
—¡Tira!… Un poco más atrás, un poquito más. ¡Ahora! ¡¡Bueno!!
Luego el camión se quedó parado debajo de los balcones y los otros hombres se bajaron también, abrieron las puertas traseras, sacaron las cuerdas y los cestos, los palos para la grúa. Entonces parecía todavía que no iba a pasar nada importante. Los hombres se estiraban, hablaban algunas palabras entre sí, terminaban con calma de chupar sus cigarros antes de ponerse a la faena. Pero luego todo había sido tan rápido… Quizá ni siquiera había pasado hora y media. Cuando llegaron tocaban a misa en la iglesia de enfrente, una muy grande y muy fría, donde le encoge a uno entrar, que tiene los santos subidos como en pedestales de guirlache. Sería una de las primeras misas, a lo mejor la de siete y media. Luego habían tocado otra vez para la siguiente. Y otra vez. Poco más de una hora. Lo que pasa es que trabajaban tan de prisa los hombres aquellos.
«Si me llego a dormir —pensaba Paca—. Una hora en el sueño ni se siente. Si me llego a dormir. Se lo habrían llevado todo sin que lo viera por última vez». Claro que cómo se iba a haber dormido si ella siempre se despertaba temprano y, si no, la despertaban. Pero se había pasado toda la noche alerta con ese cuidado, tirando de los ojos para arriba, rezando padrenuestros, lo mismo que cuando se murió Eusebio, el hermanillo, y estuvieron velándolo. Por tres veces se levantó de puntillas para que su madre no la sintiera, salió descalza al patio y miró al cielo. Pero las estrellas nunca se habían retirado, bullían todavía, perennemente en su fiesta lejana, inalcanzable, se hacían guiños y muecas y señales, se lanzaban unas a otras pequeños y movedizos chorros de luz, alfilerazos de luz reflejados en minúsculos espejos.
Cecilia decía que en las estrellas viven las hadas, que nunca envejecen. Que las estrellas son mundos pequeños del tamaño del cuarto de armarios, poco más o menos, y que tienen la forma de una carroza. Cada hada guía su estrella cogiéndola por las riendas y la hace galopar y galopar por el cielo, que es una inmensa pradera azul. Las hadas viven recostadas en su carroza entre flores de brillo de plata, entre flecos y serpentinas de plata, y ninguna tiene envidia de las demás. Se hablan unas a otras, y cuando hablan o cantan sus canciones les sale de la boca un vaho de luz de plata que se enreda y difunde por todas las estrellas como una lluvia de azúcar migadito, y se ve desde la tierra en las noches muy claras. Algunas veces, si se mira a una estrella fijamente, pidiéndole una cosa, la estrella se cae, y es que el hada ha bajado a la tierra a ayudarnos. Cuando las hadas bajan a la tierra se disfrazan de viejecitas, porque si no la gente las miraría mucho y creería que eran del circo.
Cecilia contaba unas cosas muy bonitas. Unas las soñaba, otras las inventaba, otras las leía en los libros. Paca pensaba que las hadas debían tener unas manos iguales a las de Cecilia, con la piel tan blanca y rosada, con las uñas combadas como husos y los dedos tan finos, tan graciosos, que a veces se quedaban en el aire como danzando. Paca, que se había acostumbrado a pensar cosas maravillosas, creía que a Cecilia le salían pájaros de las manos mientras hablaba, unos pájaros extraños y largos que llenaban el aire. Un día se lo dijo y ella preguntó:
—¿Sí? ¿De verdad? —Y se rió con aquella risa suya, condescendiente y envanecida.
Paca y Cecilia eran amigas, se contaban sus cuentos y sus sueños, sus visiones de cada cosa. Lo que les parecía más importante lo apuntaba Cecilia en un cuaderno gordo de tapas de hule, que estaba guardado muy secreto en una caja con chinitos pintados. Paca solía soñar con círculos grises, con ovejitas muertas, con imponentes barrancos, con casas cerradas a cal y canto, con trenes que pasaban sin llevarla. Se esforzaba por inventar un argumento que terminase bien, y sus relatos eran monótonos y desmañados, se le embotaban las palabras como dentro de un túnel oscuro.
—Pero, bueno, y luego, ¿qué pasó? —Le cortaba Cecilia, persiguiéndola con su mirada alta, azul, impaciente.
—Nada. No pasaba nada. Cuenta tú lo tuyo. Lo tuyo es mucho más bonito.
A ella no le importaba darse por vencida, dejar todo lo suyo tirado, confundido, colgando de cualquier manera. A ella lo que le gustaba, sobre todas las cosas, era oír a su amiga. También cuando se callaba; hasta entonces le parecía que la estaba escuchando, porque siempre esperaba que volviera a decir otra cosa. La escuchaba con los ojos muy abiertos. Durante horas enteras. Durante años y siglos. No se sabía. El tiempo era distinto, corría de otra manera cuando estaban las dos juntas. Ya podían pasarse casi toda la tarde calladas, Cecilia dibujando o haciendo sus deberes, que ella nunca se aburría.
—Mamá, si no sube Paca, no puedo estudiar.
—No digas bobadas. Te va a distraer.
—No, no; lo hago todo mejor cuando está ella conmigo. No me molesta nunca. Deja que suba, mamá.
La llamaban por la ventana del patio:
—¡Paca! ¡Paca!… Señora Engracia, que si puede subir Paca un ratito.
Ella en seguida quería tirar lo que estuviera haciendo y escapar escaleras arriba.
—Aguarda un poco, hija. Termina de fregar. Que esperen. No somos criadas suyas —decía la madre.
La madre se quejaba muchas veces. No quería que Paca subiera tanto a la casa.
—No vayas más que cuando te llamen, ¿has oído? No vengan luego con que si te metes, con que si no te metes. Me los conozco yo de memoria a estos señoritos. Nada más que cuando te llamen, ¿entiendes?
—Sí, madre, sí.
La señora Engracia era delgada y tenía la cara muy pálida, como de leche cuajada, con una verruga en la nariz que parecía una pompa de jabón a punto de estallar. Cosía para afuera en los ratos libres; hacía vainicas, hacía calzoncillos y camisones. Paca había heredado sus grandes manos hábiles para cualquier trabajo, el gesto resignado y silencioso.
Mientras Cecilia dibujaba o hacía los deberes de gramática y de francés, ella le cosía trajecitos para las muñecas, le recortaba mariquitas de papel, lavaba cacharritos, ponía en orden los estantes y los libros. Todo sin hacer ruido, como si no estuviera allí. Medía las semanas por el tiempo que había pasado con Cecilia, y así le parecía que habían sido más largas o más cortas. El otro tiempo, el del trabajo con su madre, el de atender a la portería cuando ella no estaba, el de lavar y limpiar y comer, el de ir a los recados, se lo metía entre pecho y espalda de cualquier manera, sin masticarlo. Ni siquiera lo sufría, porque no le parecía tiempo suyo. Llevaba dos vidas diferentes: una, la de todos los días, siempre igual, que la veían todos, la que hubiera podido detallar sin equivocarse en casi nada cualquier vecino, cualquier conocido de los de la plazuela. Y otra, la suya sola, la de verdad, la única que contaba. Y así cuando su madre la reñía o se le hacía pesada una tarea, se consolaba pensando que en realidad no era ella la que sufría aquellas cosas, sino la otra Paca, la de mentira, la que llevaba puesta por fuera como una máscara.
Un día la mamá de Cecilia le dijo, por la noche, a su marido:
—La niña me preocupa, Eduardo. Ya va a hacer once años y está en estado salvaje. Dentro de muy poco será una señorita, una mujer. Y ya ves, no le divierte otra cosa que estar todo el día ahí metida con la chica de la portera. Es algo atroz. Bien está que suba alguna vez, pero fíjate qué amistad para Cecilia, las cosas que aprenderá.
El padre de Cecilia tenía sueño y se volvió del otro lado en la cama.
—Mujer, a mí me parece una chica muy buena —dijo con los ojos cerrados—. Ya ves cómo la cuidó cuando tuvo el tifus.
La madre de Cecilia se incorporó:
—Pero, Eduardo; parece mentira que seas tan inconsciente. ¡Qué tiene que ver una cosa con otra! Las cosas con medida. Hasta ahora me ha venido dando igual también a mí. Pero Cecilia tiene once años, date cuenta. No pretenderás que cuando se ponga de largo vaya a los bailes con Paca la de abajo.
—Sí, sí, claro. Pues nada, como tú quieras. Que vengan otras niñas a jugar con ella. Las de tu prima, las del médico que vive en el segundo…
—Yo a esos señores no los conozco.
—Yo conozco al padre. Yo se lo diré.
A lo primero Cecilia no quería. Sus primas eran tontas y con las niñas del médico no tenía confianza. Ni unas ni otras entendían de nada. No sabía jugar con ellas. Se lo dijo a su madre llorando.
—Bueno, hija, bueno. Subirá Paca también. No te apures.
Las nuevas amiguitas de Cecilia venían muchas tardes a merendar y ella iba otras veces a su casa. Siempre estaban proponiendo juegos, pero no inventaban ninguno. A las cuatro esquinas, a las casas, al escondite, al parchís. Los jugaban por turno, luego se aburrían y preguntaban: «Ahora, ¿qué hacemos?». Otras veces hablaban de los niños que le gustaban a cada una, y que, en general, los habían conocido en los veraneos. Un juego hacían que era escribir varios oficios y profesiones de hombre en una tira larga de papel y enrollarla a ver lo que sacaba cada niña tirando un poquito de la punta. A unas les salía marino; a otras, ingeniero, y con el que les salía, con aquél se iban a casar. Paca, cuando estaba, nunca quería jugar a este juego.
Un día le dijo a Cecilia una de sus primas:
—No sé cómo eres tan amiga de esa chica de abajo, con lo sosa que es. Cuando viene, parece que siempre está enfadada.
—No está enfadada —dijo Cecilia—. Y no es sosa, es bien buena.
—¡Ay, hija!, será buena, pero es más antipática…
Otro día, don Elías, el profesor, le puso un ejercicio de redacción que era escribir una carta a una amiga desde una playa contándole lo que hacía, preguntándole lo que hacía ella y dándole recuerdos para sus padres. Cecilia no vaciló. Puso: «Señorita Francisca Fernández», y empezó una carta como para Paca; pero, a medida que escribía, se sentía a disgusto sin saber por qué, y después de contarle que el mar era muy grande y muy bonito y que hacía excursiones en balandro, al llegar a aquello de «y tú, ¿qué tal lo pasas por ahí?», cuando ya se tenía que despedir y decir lo de los recuerdos, se acordó de la señora Engracia y sintió mucha vergüenza, le pareció que se estaba burlando. Arrancó la hoja del cuaderno y copió la carta igual, pero dirigida a Manolita, la del segundo.
Desde que venían las otras niñas, Paca subía más tarde, y eso cuando subía, porque algunas veces no se acordaban de llamarla. Jugaban en el cuarto de atrás, que tenía un sofá verde, un encerado, dos armarios de libros y muchas repisas con muñecos y chucherías. También salían por los pasillos. La casa tenía tres pasillos, dos paralelos y uno más corto que los unía, formando los tres como una hache. Al de delante iban sólo alguna vez a esconderse detrás del arca, pisando callandito; pero casi nunca valía, porque por allí estaban las habitaciones de los mayores y no se podía hacer ruido. Aquel pasillo estaba separado de los otros dos por una cortina de terciopelo con borlas. Alrededor de las nueve venían a buscar a las primas y a las niñas del segundo. La criada les ponía los abrigos y les atusaba el pelo. Cecilia salía con ellas y entraban en el saloncito a despedirse de los papás. Paca se quedaba sola detrás de la cortina, mirando el resplandor rojizo que salía por la puerta entornada. Estarían allí los señores leyendo, fumando, hablando de viajes. Se oían las risas de las niñas, los besos que les daban. Muchas veces, antes de que volvieran a salir, ella se escurría a la portería, como una sombra, sin decir adiós a nadie.
Empezó a desear que llegase el buen tiempo para salir a jugar a la calle. En la plazuela tenía más ocasiones de estar con Cecilia, sin tener que subir a su casa, y los juegos de la calle eran más libres, más alegres, al marro, el diábolo, la comba, el mismo escondite, juegos de cantar, de correr, de dar saltos, sin tener miedo de romper nada. Se podían escapar de las otras niñas. Se cogían de la mano y se iban a esconder juntas. Paca sabía un sitio muy bueno, que nunca se lo acertaban: era en el portalillo del zapatero. Se escondían detrás de la silla de Adolfo, el aprendiz, que era conocido de Paca, y él mismo las tapaba y miraba por la puerta y les iba diciendo cuándo podían salir sin que las vieran y cuándo ya habían cogido a alguna niña. Así no las encontraban nunca y les daba mucho tiempo para hablar.
Aquella noche, mirando las estrellas, donde viven las hadas que nunca envejecen, Paca se acordaba de Cecilia y lloraba. Se había ido a otra casa, a otra ciudad. Así pasan las cosas de este mundo. Y ella, ¿qué iba a hacer ahora? Ni siquiera se había podido despedir en el último momento. Cecilia se había ido de improviso dos días antes, aprovechando el coche de su tío, por la mañana, mientras ella estaba haciendo un recado. Se entretuvo bastante, pero bien podía Cecilia haber esperado para decirla adiós. O a lo mejor no pudo, a lo mejor su tío tenía prisa, quién sabe.
—Despídame de Paca, que ya le escribiré —le había dicho a la señora Engracia al marcharse.
Cuando volvió, Paca le insistía a su madre, le suplicaba con los ojos serios:
—Por favor, acuérdate de lo que te dijo para mí. Dímelo exactamente.
—Que ya te escribiría, si no dijo más.
La señora se quedó todo el día siguiente recogiendo las cosas en el piso. Luego también se había ido. Ella no se había atrevido a subir.
Mirando las estrellas, Paca sentía una enorme desazón. ¿Qué podía pedirle a las hadas? A lo mejor, habiéndose marchado Cecilia, ya ni siquiera había hadas. O, aunque las hubiera, tal vez no entendían bien lo que quería pedirles, sin explicarlo Cecilia primero. Eran cosas tan confusas las que deseaba. Se acordaba de una viñeta que había visto en un cuento, de una niña que lloraba porque había perdido sus zapatitos rojos. Y ella, ¿qué había perdido? ¿Cómo lo iba a poder explicar? Sentía frío en los pies. Cerró los ojos y le dolían por dentro las estrellas. De tanto y tanto mirarlas se le habían metido todas allí; le escocían como puñados de arena.
Al volver a la cama, después de la tercera vez, se quedó un poco dormida con la cabeza metida dentro de las sábanas. Soñó que Cecilia y ella vivían en medio del bosque en una casa de cristal alargada como un invernadero; iban vestidas de gasa azul y podían hacer milagros. Pero luego ella perdía su varita y se iba quedando seca, seca, como de barro. Y era una figurita de barro. Cecilia le decía: «Ya no sirves», y la tiraba al río. Y ella iba flotando boca arriba sobre la corriente del río, con las piernas abiertas y curvadas, porque era el rey Gaspar, el del Nacimiento.
Se levantó su madre para ir al arrabal como todos los martes y le dijo:
—Paca, me voy, ¿has oído? Levántate para cuando vengan los de la mudanza. Les das la llave, ¿eh? La dejo en el clavo de siempre.
Paca se había levantado llena de frío, con un dolor muy fuerte en el pescuezo de la mala postura y un nudo correoso en la garganta. Era el nudo de una áspera, tensa maroma que recorría el interior de todas sus articulaciones, dejándolas horriblemente tirantes. Sentía en su cuerpo una rigidez de tela almidonada, de suela o estropajo. «A lo mejor —pensó— me estoy convirtiendo de verdad en una figurita de barro de las del Nacimiento, y voy echando alambre en vez de huesos, y dentro de un poco ya no me dolerá la carne, aunque me peguen o me pellizquen. Ojalá fuera verdad, ojalá fuera verdad. El rey Gaspar, la tía Gila hilando su copo, el mesonero que sólo tiene medio cuerpo porque está asomado a la ventana, cualquiera, hasta uno de los pastores bobos que se ríen comiendo sopas, debajo del angelito colgado del árbol, el de la pierna rota, aunque fuera. Qué le importaba a ella. Todavía tenía tiempo de meterse en el equipaje, en la caja de cartón azul con flores, y por la Navidad volverían a sacarla en la casa nueva, en la nueva ciudad, y ella se reiría y agitaría las manos para que la conociera Cecilia. Aquella noche tendría el don de hablar porque ha nacido el niño Jesús, y las dos se la pasarían entera hablando en secreto cuando todos se hubieran acostado. Cecilia pondría sus codos sobre las praderas de musgo, sobre los ríos de papel de plata y acercaría su oído a los pequeños labios de su amiga de barro. ¿Qué cosas tan maravillosas no podría contarle Paca en aquella noche, desde el minúsculo paisaje nevado de harina, cruzado de caminillos de arena, por donde todos los vecinos de las casitas de cartón circulaban en fiesta con cestas y corderos hacia la luz roja del portal? No le importaría a ella tener que estar todo el año metida en la caja azul esperando la Nochebuena».
Estas cosas estaba pensando cuando oyó la bocina del camión que venía.
Los hombres eran cinco. Habían puesto una grúa en el balcón, donde estaba el saloncito de recibir, y por allí bajaban las cosas de más peso. Otras, más menudas o más frágiles, las bajaban a mano. Uno de los hombres, el más gordo, el que traía el volante, estaba abajo para recibir los muebles y aposentarlos en el interior del capitoné, que esperaba con las fauces abiertas como una inmensa, hambrienta ballena. Mientras uno hacía una cosa, el otro hacía otra. Casi no daba tiempo a verlo todo. Paca no se atrevía ni a moverse. Al principio subió por dos veces al piso y había preguntado que si necesitaban algo; la primera ni siquiera le hicieron caso, la otra vez le dijeron que no. Prefirió no volver a subir, le resultaba insufrible ver la crueldad y la indiferencia con que arrancaban los muebles de su sitio y los obligaban a bajar por la ventana o por la escalera. Algunos dejaban su marca en la pared al despegarse, una sombra pálida, húmeda, como un ojera, como una laguna caliente.
Era increíble, portentoso, lo de prisa que trabajaban aquellos cinco hombres. Parecía cosa de magia que pudieran desmontar con tanta seguridad, en etapas medidas y certeras, una casa como aquélla, que era todo un país lleno de historia, lleno de vericuetos y tesoros, que pudieran destruirlo, conquistarlo con tanta celeridad, sin dolor ni desequilibrio, sin apenas esfuerzo, sin detenerse a mirar la belleza de las cosas que se estaban llevando, sin que ninguna se les cayese al suelo. ¿Y el osito de felpa? ¿En qué bulto de aquéllos iría metido el osito de felpa? ¿Y aquella caja donde guardaba la abuela de Cecilia los retratos antiguos y las cintas de seda? Y tantísimos cuadros. Y los libros de cuentos… ¿Sería posible que hubiesen metido todos los libros de cuentos? Peter Pan y Wendy, Alicia en el país de las maravillas, cuentos de Andersen, de Grimm, de los caballeros de la Tabla Redonda, cuentos de Pinocho… Siempre había alguno tirado por el suelo, en los recodos más inesperados se escondían. Algo se tenían que dejar olvidado, era imposible que se acordaran de meterlo todo, todo, todo. En hora y pico, Dios mío, como quien no hace nada, con tanta crueldad.
Ya debía faltar poco. El hombre gordo encendió un cigarro, se puso en jarras y se quedó mirando a la chica aquella del traje de percal que parecía un pájaro mojado, que estaba allí desde el principio peladica de frío y miraba todo lo que iban sacando con los ojos pasmados y tristes como en sueños. Luego echó una ojeada a la plaza con cara distraída. Era una pequeña plaza provinciana con sus bocacalles en las esquinas y sus fuentes en el medio como miles de pequeñas plazas que el hombre gordo había visto. No se fijó en que tenía algunas cosas distintas; por ejemplo, un desnivel grande que hacía el asfalto contra los jardincillos del centro. Allí, los días de lluvia, se formaba un pequeño estanque donde venían los niños, a la salida del colegio, y se demoraban metiendo sus botas en el agua y esperando a ver a cuál de ellos le calaba la suela primero. Tampoco se fijó en la descarnadura de la fachada del rincón que tenía exactamente la forma de una cabeza de gato, ni en las bolas doradas que remataban las altas verjas de casa de don Adrián, uno que se aislaba de todos de tan rico como era, y en su jardín particular entraban las gigantillas a bailar para él solo cuando las fiestas de septiembre. Ni en el quiosco naranja, cerrado todavía a aquellas horas, con un cartel encima que ponía «La Fama», donde vendían pelotitas de goma, cariocas y tebeos, ni en el poste de la dirección prohibida, torcido y apedreado por los chiquillos. Se iba levantando, tenue, opaca y temblona, la blanca mañana de invierno. Al hombre se le empezaban a quedar frías las manos. Se las sopló y le salía un aliento vivificador de tabaco y aguardiente; se las frotó una con otra para calentarse.
«Hoy no va a levantar la niebla en todo el día —pensó—. A ver si acaban pronto éstos. Desayunaremos por el camino».
Y sentía una picante impaciencia, acordándose del bocadillo de torreznos y los tragos de vino de la bota.
En este momento salían del portal dos de los hombres con unos líos y unos cestos; se tropezaron con la chica del traje de percal.
—Pero ¿te quieres quitar de en medio de una vez?
Y ella les miró torvamente, casi con odio, y retrocedió sin decir una palabra.
—¿Falta mucho? —preguntó el hombre gordo.
—Queda sólo un sofá. Ahora lo manda Felipe y ya cerramos.
Bajaba por la grúa el sofá verde, el del cuarto de jugar, que tenía algunos muelles salidos. Bajaba más despacio que los otros muebles, a trancas, a duras penas, tieso y solemne como si cerrara la marcha de una procesión. Cuando llegó a la acera, Paca se acercó con disimulo y le acarició el brazo derecho, el que estaba más cerca de la casa de muñecas, en la parte de acá, según se entraba, despeluchado y viejo a la luz del día, que había sido su almohada muchas veces. Y retiró la mano con vergüenza, como cuando vamos a saludar a un amigo en la calle y nos damos cuenta de que lo hemos confundido con otro señor.
«Parecía que estaba muerto, Dios mío, parecía una persona muerta», fue lo último que pensó Paca. Y se quedó dándole vueltas, cerca, estúpidamente, a esta sola idea, repitiéndola una y otra vez como un sonsonete, clavada en el asfalto durante un largo rato todavía, sin apartar los ojos de aquella mancha negra de lubrificante que había dejado el camión al arrancar.
No vino la carta de Cecilia, pero llegó, por lo menos, la primavera.
Aquel año Paca había creído que el invierno no se iba a terminar nunca, ya contaba con vivir siempre encogida dentro de él como en el fondo de un estrecho fardo, y se alzaba de hombros con indiferencia. Todos los periódicos traían grandes titulares, hablando de ventiscas y temporales de nieve, de ríos helados, de personas muertas de frío. La madre, algunas noches, leía aquellas noticias al calor del raquítico brasero, suspiraba y decía: «Vaya todo por Dios». Leía premiosamente, cambiando de sitio los acentos y las comas, con un tonillo agudo de colegio. A Paca le dolía la cabeza, tenía un peso terrible encima de los ojos, casi no los podía levantar.
—Madre, este brasero tiene tufo.
—Qué va a tener, si está consumido. ¿También hoy te duele la cabeza? Tú andas mala.
Se le pusieron unas fiebrecillas incoloras y tercas que la iban consumiendo, pero no la impedían trabajar. Cosa de nada, fiebre escuálida, terrosa, subterránea, fiebrecilla de pobres.
Un día fue con su madre al médico del Seguro.
—Mire usted, que esta chica no tiene gana de comer, que le duele la cabeza todos los días, que está como triste…
—¿Cuántos años tiene?
—Va para catorce.
—Vamos, que se desnude.
Paca se desnudó mirando para otro lado; le temblaban las aletas de la nariz. El médico la auscultó, le miró lo colorado de los ojos, le golpeó las rodillas, le palpó el vientre. Luego preguntó dos o tres cosas. Nada, unas inyecciones de Recal, no tenía nada. Era el crecimiento, el desarrollo tardío. Estaba en una edad muy mala. Si tenía algo de fiebre podía acostarse temprano por las tardes. En cuanto viniera el buen tiempo se pondría mejor. Que pasara el siguiente.
Todas las mañanas, cuando salía a barrer el portal, Paca miraba con ojos aletargados el anguloso, mondo, desolado esqueleto de los árboles de la plazuela, que entre sus cuernos negros y yertos enganchaban la niebla en delgados rasgones, retorciéndola, desmenuzándola, dejándola ondear, como a una bufanda rota. Y sentía el corazón acongojado. Parecían los árboles palos de telégrafo, espantapájaros. Palos muertos, sin un brote, que se caerían al suelo.
«Si viniera la primavera me pondría buena —pensaba—. Pero qué va a venir. Sería un milagro».
Nunca había habido un invierno como aquél; parecía el primero de la tierra que iba a durar siempre, como por castigo. No vendría la primavera como otras veces; aquel año sí que era imposible. Tendría que ser un milagro.
«Si los árboles resucitaran —se decía Paca, como empeñándose en una importante promesa—, yo también resucitaría».
Y un día vio que, durante la noche, se habían llenado las ramas de granitos verdes, y otra mañana oyó, desde las sábanas, pasar en tropel dislocado y madrugador a los vencejos, rozando el tejadillo del patio, y otro día no sintió cansancio ni escalofríos al levantarse, y otro tuvo mucha hambre. Salió ensordecida y atónita a una convalecencia perezosa, donde todos los ruidos se le quedaban sonando como dentro de una campana de corcho. Había crecido lo menos cuatro dedos. Se le quedó corto el traje y tuvo que sacarle el jaretón. Mientras lo descosía se acordaba de Cecilia. Si ella estuviera se habrían medido a ver cuál de las dos estaba más alta. Casi todos los años se medían por aquellas fechas. Cecilia se enfadaba porque quería haber crecido más, y le agarraba a Paca los pies descalzos, se los arrimaba a la pared: «No vale hacer trampas, te estás empinando». Apuntaban las medidas en el pasillo de atrás, en un saliente de la pared, al lado del armario empotrado. Escribían las iniciales y la fecha y algunas veces el lápiz rechinaba y se desconchaba un poquito la cal. Ahora habían tirado aquella pared, lo andaban cambiando todo. Estaba el piso lleno de albañiles y pintores, porque en junio venían los inquilinos nuevos.
La primavera se presentó magnífica. Por el patio del fondo se colaba en la portería desde muy temprano un paralelogramo de luz apretado, denso, maduro. A Paca le gustaba meterse en él y quedarse allí dentro quietecita, con los ojos cerrados, como debajo de una ducha caliente. En aquella zona bullían y se cruzaban los átomos de polvo, acudían a bandadas desde la sombra, coleaban, nadaban, caían silenciosamente sobre los hombros de Paca, sobre su cabeza, se posaban en una caspa finita. Algunas veces, los días que ella tardaba un poco más en despertarse, el rayo de sol la venía a buscar hasta el fondo de la alcoba y ponía en sus párpados cerrados dos monedas de oro que se le vertían en el sueño. Paca se levantaba con los ojos alegres. Todo el día, mientras trabajaba en la sombra, le estaban bailando delante, en una lluvia oblicua de agujas de fuego, los pececillos irisados que vivían en el rayo de sol.
La portería era una habitación alargada que tenía el fogón en una esquina y dos alcobas pequeñas mal tapadas con cortinillas de cretona. A la entrada se estrechaba en un pasillo oscuro y al fondo tenía la puerta del patio por donde entraba la luz. El suelo era de baldosines colorados y casi todos estaban rotos o se movían. Había en la habitación un armario, con la foto de un militar metida en un ángulo entre el espejo y la madera, cuatro sillas, la camilla, los vasares de encima del fogón y la máquina de coser, que estaba al lado de la puerta del patio y era donde daba el sol lo primero, después de bajar del calendario plateado, que tenía pintada una rubia comiendo cerezas.
Cuando Paca era muy pequeña y todavía no sabía coser a la máquina, miraba con envidia la destreza con que su madre montaba los pies sobre aquella especie de parrilla de hierro y los columpiaba para arriba y para abajo muy de prisa, como galopando. Aquel trasto que sonaba como un tren y que parecía un caballejo gacho y descarnado, fue durante algún tiempo para ella el único juguete de la portería. Ahora volvía a mirar todas estas pobres y vulgares cosas a la luz de aquella rebanada de sol que las visitaba cotidianamente para calentarlas.
Por las tardes, la señora Engracia sacaba una silla a la puerta de la casa y se sentaba allí a coser con otras mujeres. Paca también solía ponerse con ellas. Las oía hablar sin pensar en nada, sin enterarse de lo que estaban diciendo. Se estaba a gusto allí en la rinconada, oyendo los gritos de los niños que jugaban en medio de la calle, en los jardines del centro. Saltaban en las puntas de los pies, se perseguían, agitando sus cariocas de papel de colores, que se lanzaban al aire y se enganchaban en los árboles, en los hierros de los balcones; hormigueaban afanosos para acá y para allá, no les daba abasto la tarde. Levantaban su tiempo como una antorcha y nunca lo tenían lleno. Cuando el cielo palidecía, los mayores les llamaban por sus nombres para traerlos a casa, para encerrarlos en casa, les pedían por Dios que no gritaran más, que no saltaran más, que se durmieran. Pero siempre era temprano todavía y la plaza empezaba a hacerse grande y maravillosa precisamente entonces, cuando iba a oscurecer y el cielo se llenaba de lunares, cuando se veían puntas rojas de cigarro y uno corría el riesgo de perderse, de que viniera el hombre negro con el saco a cuestas. A aquellas horas de antes de la cena, algunas niñas pobres del barrio —la Aurora, la Chati, la Encarna— salían a saltar a los dubles con una soga desollada. Le decían a Paca: «¿Quieres jugar?», pero ella casi nunca quería, decía que estaba cansada.
—Ya estoy yo grandullona para andar saltando a los dubles —le explicaba luego a su madre.
Una mañana vino el cartero a mediodía y trajo una tarjeta de brillo con la fotografía de una reina de piedra que iba en su carro tirado por dos leones. Paca, que cogió el correo como todos los días, le dio la vuelta y vio que era de Cecilia para las niñas del segundo. Se sentó en el primer peldaño de la escalera y leyó lo que decía su amiga. Ahora iba a un colegio precioso, se había cortado las trenzas, estaba aprendiendo a patinar y a montar a caballo; tenía que contarles muchas cosas y esperaba verlas en el verano. Luego, en letra muy menudita, cruzadas en un ángulo, porque ya no había sitio, venían estas palabras: «Recuerdos a Paca la de abajo».
Paca sintió todo su cuerpo sacudido por un violento trallazo. A la puerta de los ojos se le subieron bruscamente unas lágrimas espesas y ardientes, que parecían de lava o plomo derretido, y las lloró de un tirón, como si vomitara. Luego se secó a manotazos y levantó una mirada brava, limpia y rebelde. Todo había pasado en menos de dos minutos. Entró en la portería, abrió el armario, buscó una caja de lata que había sido de dulce de membrillo, la abrió y sacó del fondo, de debajo de unos carretes de hilo de zurcir, un retrato de Cecilia disfrazada de charra y unas hojas escritas por ella, arrancadas de aquel cuaderno gordo con tapas de hule. Lo rompió todo junto en pedazos pequeños, luego en otros pequeñísimos y cada uno de aquéllos en otros más pequeños todavía. No se cansaba de rasgar y rasgar, se gozaba en hacerlo, temblaba de saña y de ira. Se metió los papeles en el hueco de la mano y apretaba el puño contra ellos hasta hacerse daño. Luego los tiró a un barreño que estaba lleno de mondas de patata. Se sintió firme y despierta, como si pisara terreno suyo por primera vez, como si hubiera mudado de piel, y le brillaban los ojos con desafío. Paca la de abajo, sí, señor; Paca la de abajo, la hija de la portera. ¿Y qué? ¿Pasaba algo con eso? Vivía abajo, pero no estaba debajo de nadie. Tenía sus apellidos, se llamaba Francisca Fernández Barbero, tenía su madre y su casa, con un rayo de sol por las mañanas; tenía su oficio y su vida suyos, no prestados, no regalados por otro. No necesitaba de nadie; si subía a las casas de los otros era porque tenía esa obligación. Como ahora, a llevar el correo del mediodía.
Salió al portal con la tarjeta y echó por la escalera arriba. En el primer rellano se encontró con Adolfo, el chico del zapatero, que bajaba con unas botas en la mano.
—Adiós, Paca. Dichosos los ojos. ¿Dónde te metes ahora?
Ella se quedó muy confusa, no entendía.
—¿Por qué dices «ahora»?
—Porque nunca te veo. Antes venías muchas veces a esconderte al taller con las otras chicas cuando jugabais al escondite…
Paca le miró con los ojos húmedos, brillantes, y parecía que los traía de otra parte, como fruta recién cogida.
—¡Ah, bueno! Dices antes, cuando yo era pequeña.
—Es verdad —dijo Adolfo, y la miraba—. Te has hecho una mujer. ¡Qué guapa estás!
La miraba y se sonreía. Tenía los dientes muy blancos y una pelusilla negra en el labio de arriba. Paca se azaró.
—Bueno, me subo a llevar este correo.
El chico la cogió por una muñeca.
—No te vayas, espera todavía. Que nos veamos, ¿quieres? Que te vea alguna vez. Me acuerdo mucho de ti cuando oigo a las chicas jugar en la plaza y creo que vas a venir a esconderte detrás de mi silla. Dime cuándo te voy a ver.
A Paca le quemaban las mejillas.
—No sé, ya me verás. Suelta, que tengo prisa. Ya me verás. Adiós.
Y se escapó escaleras arriba. Llegó al segundo, echó la tarjeta de Cecilia por debajo de la puerta (ni siquiera se acordaba ya de la tarjeta), siguió subiendo. Quería llegar arriba, a la azotea, donde estaban los lavaderos, y asomarse a mirar los tejados llenos de sol, los árboles verdes, las gentes pequeñitas que andaban —«tiqui, tiqui»— meneando los brazos, con su sombra colgada por detrás. Se abrió paso entre las hileras de sábanas tendidas. Vio a Adolfo que salía del portal y cruzaba la plaza con la cabeza un poco agachada y las botas en la mano. Tan majo, tan simpático. A lo mejor se iba triste. Le fue a llamar para decirle adiós. Bien fuerte. Una…, dos… y tres: «¡¡Adolfoooo!!», pero en este momento empezaban a tocar las campanas de la iglesia de enfrente y la voz se le fue desleída con ellas. El chico se metió en su portalillo, como en una topera. A lo mejor iba pensando en ella. A lo mejor le reñían porque había tardado.
Sonaban y sonaban las campanas, levantando un alegre vendaval. A las de la torre de enfrente respondían ahora las de otras torres. Las campanadas se desgajaban, se estrellaban violentamente. Paca las sentía azotando su cuerpo, soltándose gozosas por toda la ciudad, rebotando despiadadamente contra las esquinas: «Tin-tan, tin-tan…».
Le había dicho que era guapa, que la quería ver. Había dicho: «Cuando venías a esconderte con las otras chicas», ni siquiera se había dado cuenta de que iba siempre con la misma, con la niña más guapa de todas. Él sólo la había visto a ella, a Paca la de abajo, era a ella a quien echaba de menos, metidito en su topera. «Que te vea alguna vez —tin-tan, tin-tan—, que te vea alguna vez».
Arreciaba un glorioso y encarnizado campaneo, inundando la calle, los tejados, metiéndose por todas las ventanas. Más, más. Se iba a llenar todo, se iba a colmar la plaza. Más, más —tin-tan, tin-tan—, que sonaran todas las campanas, que no se callaran nunca, que se destruyeran los muros, que se vinieran abajo los tabiques y los techos y la gente tuviera que escapar montada en barquitos de papel, que sólo se salvaran los que pueden meter sus riquezas en un saquito pequeño, que no quedara en pie cosa con cosa.
Sonaban las campanas, sonaban hasta enloquecer: «Tin-tan, tin-tan, tin-tan…».
Balneario de Alzola, agosto de 1953.