NATACHA SE CASA

Hace unos días, cuando Buela le preguntó: «¿Quieres un cafetito, Natacha?», Natacha dijo: «Por favor, Buela». Y cuando Buela y yo fuimos a llevárselo, ella se levantó de la silla y pidió.

—Siéntate en el balancín, Buela. He de hablarte. Buela me tomo en brazos. La sentí muy agitada. Su corazón iba como un loco y pensé que a lo mejor le daba otro soponcio. Pero no. Se limitó a preguntar:

—Lo que vas a decirme, ¿puede escucharlo Veva?

—¡Buela! Veva sólo tiene nueve meses. Por muy lista que sea no comprende todavía ciertas cosas.

Buela me estrechó contra ella.

Nadie sabe lo qué un niño es capaz de comprender —afirmó—. Pero dime.

Natacha tenía un bolígrafo en la mano y empezó a garabatear un papel.

—Buela, voy a casarme.

Ahí sí que... Buela se puso tan pálida que pensé iba a quedarse tiesa.

—¿A casarte?

—Eso he dicho.

—¿Y por qué me lo dices a mí? ¿Por qué no a tus padres? Es lo procedente.

—Buela. No siempre he sido amable contigo; no sabría decir el porqué. Pero siempre te consideré comprensiva. Los papas no estarán contentos con mi boda. Si tú te pones de mi lado...

A pesar del calor, las manos de Buela parecían de hielo. Me ponía nerviosa, Natacha, con sus tiquismiquis.

—Haré lo que pueda. ¿Tanta prisa corre... Natacha?

—Sí. Carlos se marcha a la Guinea dentro de un mes. Y quiero ir con él.

—¿Es un negro?

Natacha soltó una carcajada. Yo también me eché a reír. ¡Pobre Buela!

—No, Buela. Carlos es blanco del todo. Pero cuando terminó la carrera de medicina, junto con dos compañeros, abrió una policlínica en la Guinea. Allí ejerce. Viene a menudo a España —también viaja al extranjero —para perfeccionarse—. Hace tres meses salgo con él y ahora él se vuelve allá. Antes, quiere casarse.

El pecho de la Buela se infló y luego volvió a desinflarse. Parecía aliviada.

—Así, pues, Natacha, ¿cuál es el problema?

—El problema es que viviré lejos de aquí. Que conozco a los papás y sé que les hubiera gustado que me casara con alguien de esta ciudad. Así los domingos —y fiestas de guardar— los hubiésemos celebrado juntos. El problema, el único problema —recalcó— es que me voy a África.

La Buela meditó unos segundos.

—Pero eso no es un crimen, Natacha. Los hijos se van.

—Díselo a mi padre. Se pondrá rabioso como un mono. Y por si fuera poco, Carlos casi me dobla en edad.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta y cinco.

La Buela meditó de nuevo.

—No son tantos.

—Papá dirá que es un viejo.

—Estás hecha un lío, Natacha. Habla inmediatamente con tu padre.

—Pues ven conmigo, Buela.

—¡Diantres! ¿Por qué he de cargar con el mochuelo?

—No tienes que abrir la boca. Sólo estar. Me sentiré más segura.

No quería perderme la escena, de modo que me agarré a la mano de la Buela y fuimos, en procesión, al cuarto de estar. Papá, embelesado, escuchaba música. Volvió la cabeza y nos miró torvamente. Era como quitarle a un perro su hueso preferido. Mamá tejía un jersey para Alberto, sin atreverse a comentar lo que fuera. Aquella invasión puso en guardia a papá. Bajó el tono del tocadiscos y preguntó malhumorado.

—¿Sucede algo grave?

Natacha se inclinó y besó a papá en la mejilla.

—Nada grave papá, pero he de decirte algo importante.

—En estos momentos lo más importante es este disco.

—No, papá. Lo que he de decirte es más importante aún.

Papá desconectó.

—Escucho —dijo con un suspiro de impaciencia.

—Papá...

—Sí, ¡canastos! Desembucha.

—Papá... voy a casarme.

Papá miró a Natacha como si viera a una marciana.

—¿Qué broma es está?

—Ninguna broma. Voy a casarme.

—Pues no. Eres una criatura. No vales nada. Una inútil, sí, señor. Ayer todavía te limpiaba los mocos.

—He crecido, papá.

—En estatura.

—Quiero casarme, papá.

—¿Quieres casarte? ¿Estás obligada a casarte?

—No, pero Carlos vuelve a la Guinea y quiero irme con él.

Papá cayó en la misma trampa que la Buela.

—De modo que por si fuera poco te casas con un negro...

—No sabía que fueras racista, papá. Por supuesto, si Carlos fuese negro me casaría con él de todos modos, pero es tan blanco como tú. Un poco más blanco, incluso.

Papá suspiró.

—¿Y qué hace ese conquistador de menores?

—Te recuerdo que soy mayor de edad y voté en las últimas elecciones. Carlos es cirujano. Cuando terminó la carrera abrió, allí, una clínica. Le tentó aquello.

—¡Vaya! Un conquistador de otro estilo. Un colonizador.

—Lo que prefieras, papá.

—Está bien. Hablaremos en otro momento. Hay tiempo.

—No lo hay. Él se vuelve a principios de julio y quisiéramos casarnos antes.

Alberto y Quique debían estar escuchando en el pasillo porque se oyó el rumor de unos secreteos.

—Venid acá —rugió papá—. Que disfrutemos todos de la función. ¿Dónde estábamos?

Alberto y Quique no se lo hicieron repetir. Los ojos de ambos resplandecían. Algo había cortado la rutina.

—En que Natacha es mayor de edad —dijo entonces mamá diplomáticamente.

—Sí, ya lo he oído. Y que tiene derecho al voto. Pero no tiene ningún derecho a hacer tonterías. ¿Desde cuándo sales con el individuo?

—Hace tres meses.

—¡Tres meses! Ayer como quien dice. Me gustaría mucho saber qué piensa la Buela de semejante disparate.

Buela me tenía en sus rodillas y de nuevo su corazón empezó a ir como loco. «Ahora me la matan —pensé—. De esta no sale». La Buela dejó caer con un hilo de voz:

—Mi abuela se casó por poderes, sin conocer al que iba a ser su marido. El abuelo había nacido en Filipinas, se enamoró de ella por una foto y la mandó llamar.

—Debía de ser una mujer hecha y derecha.

—Tenía dieciséis años —contestó la Buela.

—Otro disparate —runruneó papá, chafado por aquel comentario—. ¡Irse a Filipinas! ¿Qué clase de padres tenía tu abuela?

—Era huérfana.

—Huérfana —repitió papá triunfante—. Así se comprende. Pero Natacha no lo es. Tiene padre, madre, hermanos y abuela, ¿no es así?

Luego contempló curiosamente a la Buela.

—¿Has dicho que tu abuelo nació en Filipinas?

—Muchos españoles nacieron allí. Su padre se había casado con una tagala, pero él quiso hacerlo con una española.

Todos miramos a la Buela. Nunca, ni siquiera a mí, nos había contado lo de la bisabuela tagala. Ahora se comprendía todo.

—Está bien —dijo papá—. Eso es agua pasada. Volvamos a nuestro asunto.

—Papá —insistió Natacha—. He decidido casarme, pero preferiría que estuvieses de acuerdo... y contento.

—Por si fuera poco, contento. Primero tengo que hablar con ese sujeto.

—Vendrá a verte mañana. A esta hora.

—¡Mañana! ¿Es puñalada de pícaro?

Mamá intervino de nuevo:

Enrique, por favor. Natacha se ha comportado correctamente. También a mí me duele perderla, pero ya se sabe.

—¡Ya está! —gritó papá hecho una furia—. Así sois las madres. Con tal de casar una hija sois capaces de echarlas a los leones.

Alberto sofocó un asomo de carcajada y Quique salió del cuarto de estar y se encerró en el baño. Mamá parecía desolada.

—Y supongo —prosiguió papá— que todos estabais en el ajo. Conjurados todos, menos yo, claro. Todo se hace siempre a espaldas del padre.

—Nadie sabía nada —dijo Buela—. Nadie te ha engañado. Creo, Enrique, que estás tomando las cosas a la tremenda.

—Me siento estafado. Pasas años y años educando a una hija y cuando está preparada viene un desconocido y te la birla.

Nadie contestó. Papá pidió que le dejásemos solo, que tenía que mentalizarse. Se levantó mamá, Alberto se reunió con Quique, se levantaron Natacha y la Buela dispuestas a irse conmigo. Papá gritó de pronto:

—Dejadme a Veva.

Y Buela me dejó en las rodillas de papá.

En cuanto nos quedamos solos, papá puso el Concierto para piano en Do menor de Rachmaninov. No era su música predilecta, pero tenía tendencia a escucharla cuando se sentía preocupado por algo. A mí, sí, me gustaba mucho el Concierto. Era suave y triste al mismo tiempo. Como algo perdido, algo que se acaba. Papá me estrechó contra él y me di cuenta de que lloraba. Juntó su mejilla a la mía y sus lágrimas chorrearon sobre mí. Estuve a punto de hablarle, de decirle: «No llores, papá. Buela dice que los hijos se van. Que es ley de vida. No llores, papá...».

Pero me limité a acariciarle la cara y decirle bajito: papá, papá, papá... Él, entonces, me abrazó más fuerte aún y me besó mientras murmuraba: «Suerte que te tengo a ti, Veva. No crezcas demasiado aprisa. No te vayas. Aún tenemos dieciocho años por delante y no vamos a perder ni un minuto de estos años».

Me mantuvo abrazada como si alguien quisiera robarme. Al fin dejó de llorar y decirme cosas tan bonitas, tan tristes. Al cabo del rato entró mamá y papá le dio un beso.