MI CASA

Mamá quería llamarme Sandra (no sé a santo de qué). La Buela quería ponerme Thaïs (tenía sus razones). Papá dijo que lo correcto era darme el nombre de su madre (había muerto y se llamaba Rosa). Alberto afirmó que le gustaban los nombres bíblicos: Noemí, Sófora, Sara, Ruth, Raquel... Quique opinó que debía llamarme Paola, porque andaba enamoriscado de una compañera de clase que así se llamaba. Natacha no vaciló: tenía que llamarme Genoveva, como la Buela. No es que a mí me importara, pero sé que lo hizo con muy mala uva. No se entendía con la Buela y aquel nombre le parecía horrible. La Buela, quien tampoco lo encuentra a su gusto, se opuso.

—Natacha, ¡por Dios! Genoveva no es un bonito nombre. Siempre lo he llevado a cuestas. Llamémosla Thaïs. Es el nombre que yo hubiera querido para mí y si hubiera tenido otra hija así la habría llamado.

Me propuse aceptar el nombre que mamá decidiera. Al fin, en aquel pequeño plebiscito que se celebró en la clínica, al anochecer de un día de Otoño, se decidió mi nombre.

—Natacha tiene razón —dijo mamá—. Se llamará Genoveva. No hay nombres bonitos o feos. Sólo las personas los afean o embellecen.

La Buela se levantó y besó a mi madre.

—Gracias —le dijo—. Y se quitó las gafas para secárselas.

Natacha se infló de contento. A sus ojos ya me había desgraciado.

Papá dijo que bueno.

Alberto se encogió de hombros y siguió emperrado en los nombres judíos.

Quique se inclinó sobre mi cuna y me susurró:

—Veva. Vevita. No está mal.

—Nada de diminutivos —saltó Natacha—. Genoveva.

Pero mamá, con su voz mansa que resulta invencible, afirmó:

—Veva es un bonito nombre.

No sabría describir la emoción que me produjo mi primera comida. Aunque bien pronto empecé con los biberones —mamá trabaja fuera de casa y la Buela, como es natural, no puede darme el pecho—, la primera vez que me agarré al de mi madre creí volverme loca de contento. Esas redondeces tibias, siempre propicias, son el mejor invento de la naturaleza. De ellas salía un liquido en su punto, ni soso ni dulce, ni caliente ni frío. Riquísimo. Yo tiraba con fuerza mientras mamá me miraba. Y, por si fuera poco, me era dado escuchar mi música preferida, el toe, toe aterciopelado de su corazón que, durante tantos meses, fue para mí el signo de vida. Bebía sin freno hasta quedar adormecida de gusto y, entonces, mamá me desprendía suavemente, me levantaba en sus brazos sosteniendo mi cabeza, y me daba unos golpecitos en la espalda para que eructase. Ese ruido tan feo era esperado por mi madre como la recompensa, algo así como las gracias por tan rico alimento, y yo no me hacía rogar. Expelía rotundamente el aire tragado y mamá quedaba tranquila. También yo. Al principio quise hacerme la fina y no eructaba, con lo que conseguía una desazón y un malestar de lo más molestos. Cuanto más ruido, más contentos estaban todos, menos Natacha, claro, quien decía ¡qué horror! como si ella estuviera limpia de culpa, como si nunca hubiese mojado un pañal, ni hecho ruidos prohibidos a los mayores ¡qué cursi! como decía, aquellos primeros festines —pronto suspendidos debido a las ocupaciones de mamá fuera de casa— quedan entre mis mejores recuerdos. Cuando mi madre empezaba a desabrocharse el camisón, o la blusa, yo temblaba de contento. En cuanto fui mayor, a los tres meses o así, palmoteaba de alegría. Golpeaba cariñosamente aquellas generosas despensas. Durante las horas de ausencia de mamá debía conformarme con los biberones, pero fuera de las horas de trabajo mi madre prolongó mi lactancia casi cuatro meses. Y ¡cuánto se lo agradecí! La verdad es que entre una cosa y otra me puse como un toro.

Pero dejando de lado esto, tan esencial, me parece interesante describir el ambiente de los míos. Mi casa. El lugar donde me destinó aquella lotería de la que hablaba hace un rato.

No hace falta ser un lince para saber si en una casa falta, o sobra, dinero. En la mía, lo que se dice sobrar, no sobra. Faltar, tampoco. Vamos justos a pesar del trabajo de mi padre y de mi madre, y de la pequeña pensión de la Buela. Los gastos son grandes mientras la casa resulta pequeña para tanta gente. Tres dormitorios, cuarto de estar, comedor, cuarto de baño, cocina y un cuartito —en principio debía servir para la plancha o desahogo— que ocupa la Buela. Hace algunos años Natacha y ella compartían el mismo dormitorio, pero Natacha empezó a decir que ella necesitaba espacio para estudiar y para sus cosas, de modo que la Buela fue a parar a aquella suerte de trastero que ella acondicionó decorosamente con un armario empotrado. Sólo queda espacio para una cama pequeña, una mesita y una silla. La Buela dice que es suficiente, que ella duerme poco y durante el día no le gusta tumbarse. La mayor parte del tiempo lo pasa en la cocina. Luego supe que no quería imponer su presencia a los demás, que Natacha casi nunca le hablaba, que era normal que papá y mamá tuvieran cierta intimidad y, únicamente, cuando algún programa de televisión le interesa, se sienta detrás de todos. Como es muy présbita no le importa estar lejos de la pantalla. Por el momento duermo en el dormitorio de mis padres. Es lo normal.

—No sé dónde meteremos a Veva cuando se haga mayor —oí decir a mamá hace algún tiempo—. Natacha necesita su habitación y en la de la Buela no cabe otra cama.

—La Buela no será eterna —contestó Natacha—. Cuando muera, la pequeña podrá dormir en el trastero.

Pensar que la Buela podía morirse me dio mucha pena y tuve ganas de decir a Natacha: «Y tú puedes casarte. Aunque compadezco de antemano al cándido que cargue contigo».

Los dos chicos no decían nada. Ellos se entienden bien y, aunque el dormitorio no sea demasiado grande, no se quejan.

Mamá se quedó en casa quince días; los recuerdo como los mejores de mi vida. En cuanto me despertaba me metía en un baño con mucha espuma. Me hubiese gustado nadar un poco en aquella bañera que una vecina regaló a mamá cuando yo nací, pero no lo hice para no asustarla. Luego me envolvía en una toalla tibia, me rebozaba en talco, me vestía y me daba el pecho. Mi apetito, después de aquel trajín, era feroz. Después volvía a dormir un buen rato. Por fortuna mamá pasó por alto las recomendaciones de la comadre de ponerme boca abajo. En la clínica lo intentaron varias veces hasta que pude vencer tanta machaconería. De modo que me dejaron en libertad de dormir a mi aire y no por ello estoy jorobada.

Al cabo de quince días, mamá volvió a su trabajo y sólo la veía por la mañana, al mediodía y por la noche. Fue cuando la Buela empezó a darme biberones. Eran buenos, lo confieso, pero nunca pude jugar con ellos como lo hacía con los pechos de mi madre. De todos modos disfruté de ellos hasta que un mal día aquellas fuentes dejaron de manar y yo, con harto dolor, tuve que conformarme con otros alimentos. Me olvidaba.— hubo una desgraciada intentona de engañarme con un chupete, para consolarme. Como si fuera tonta. Ni que decir tiene que escupí, al punto, tal sucedáneo.

La primera vez que me quedé en casa, sola con la Buela, me di cuenta de muchas cosas. Buela me hablaba sin percatarse de que yo la comprendía perfectamente. Dirigirme la palabra era, por su parte, una gran muestra de consideración. Me hablaba de todo. Que se casó muy joven y tuvo dos hijos varones que no viven en esta ciudad y que, poco a poco, se han despegado de ella. Sólo le mandan unas líneas en Navidad y para su santo, y un regalito en metálico no muy espléndido porque tienen su familia y los tiempos están malos. Debe de ser verdad porque papá también dice lo mismo: que la política va fatal, que si la crisis, que si el desempleo, que hay que tener paciencia y esperar que todo se arregle de una santa vez. Mamá, por su parte, añade que otros están peor, que por lo menos, en casa, todos estamos sanos y no sabe cómo se arreglan los matrimonios con ocho o más hijos. Pero las conversaciones de la Buela son más divertidas; por lo visto no le gusta la política. La Buela me cuenta su vida, que ha sido muy accidentada. Se ha casado dos veces. Los dos hijos varones, los que están lejos, son del primer marido, el que murió en la guerra.

—Era un hombre guapo y bueno —me decía al mostrarme la fotografía de aquel primer marido.

Sí era guapo, sí. No sé si era militar o bien si la foto es de la guerra. Me inclino por lo último. ¡Caramba!, también es triste que un hombre muera en la guerra, a los treinta y dos años que tenía, dejando viuda y dos hijos. La Buela tuvo que triscar duro para educarlos.

—Eran toda mi vida —decía—, pero yo no supe, o no pude, resignarme. Total: al terminar la guerra encontré a mi segundo marido, el padre de tu madre. No era tan guapo como el primero, pero yo tenía menos tonterías en la cabeza. Se casó conmigo y quiso a los dos chicos como un padre. Cuando nació tu madre tuvimos unos años felices.

Me gustaba escuchar a la Buela y pensar que se había casado un par de veces a pesar de tener cara de china. Me enseñó la foto de su segundo marido. La foto de la boda. Y allí la vi de joven. Parecía una anamita o una filipina. Pequeñita, delgada y con los ojos rasgados. Ahora sigue igual de fina, pero se ha engordado de cara, además de cansársele la vista de tanto coser. En su mesilla de noche tiene las fotos de sus dos hombres y me pregunto a cuál quiso más, pero esas no son cosas que se dicen así como así. «Cuando la Buela esté preparada para la sorpresa que le reservo —me dije— lo pasaremos muy bien.» Porque me di cuenta de que, en cierto modo, estaba muy sola. Cuando ha terminado de preparar la comida coge el cesto de la ropa y pega aquí un botón, allí echa un zurcido, acá repasa un dobladillo. No para la Buela y cuando lo hace es para atenderme. Debía decidirme. Por el bien de la Buela tenía que demostrarle mi diligencia. «Seguramente —pensé— sabrá guardar el secreto porque de otro modo dirán que chochea». Natacha lo insinuaba a todo momento. «La Buela está chocha. Vuelve a la infancia». La muy mema. Quizá Natacha tuvo una infancia alelada, pero la mía es distinta. Tengo la memoria heredada de todos los míos y si me entiendo con la Buela es por la sencilla razón de que me hago cargo de muchas cosas.