NIÑOS, JÓVENES Y VIEJOS

Entramos en Primavera y el jardín en donde Buela y yo paseamos se puso precioso. Las palomas se multiplicaron, los árboles se llenaron de hojas, las plantas de flores, y el aire de pájaros. Iban y venían, se posaban sobre las grandes hojas de los nenúfares y bebían a sorbitos. El jardín también se llenó de niños nuevos, los que no sacan en Invierno por miedo a que se resfríen y los otros, los recién nacidos. Conocí a un chico mayor, de dos años o así, que también va al parque con su abuela. La tal abuela no se parece a la mía; no le gusta pasear. Se sienta en uno de los bancos y prende hebra con quien tiene al lado. Su nieto, mi amigo, se llama Javi. No le dejan deslizarse por el tobogán, ni divertirse en los columpios ni en el balancín. Nos hicimos amigos por casualidad, porque a Buela le entró arenilla en el zapato y tuvo que sentarse un momento, para descalzarse. En aquel instante la otra vieja empezó a largarle el rollo: que vivía en casa del hijo, que su nuera era así y asá —cosas poco amables—, que Javi era un niño insoportable, muy mal educado, que si ella lo sacaba a pasear era para huir unos momentos de aquella casa en donde nadie le prestaba atención, y que no quería que Javi jugara con otros niños porque se ponía perdido de tierra. Buela le pidió que nos dejase a Javi para dar una vuelta por el jardín y la otra abuela dijo que bueno, que ella no podía pasear porque estaba muy cansada. Javi, la mar de contento, marchaba al lado de mi cochecito y yo le pregunté si su abuela era tan vieja como para no poder pasear un rato. Me dijo que, por favor, no la llamara vieja, que se enfadaba mucho. Que al hablar de ella debían decir que era mayor y que no tenía motivo alguno para estar cansada. No hacía absolutamente nada en casa. Nada más que tumbarse en cama o pasear su trasero de un sillón a otro; por lo mismo lo tenía tan grande. «Le empieza en la nuca y le termina en las corvas» —afirmó Javi muy serio. Buela, que nos escuchaba se rió mucho, aunque nos hizo callar. Dijo que esas novelerías de «persona mayor» o «tercera edad» eran una bobada. Que decir viejo, era igual que decir niño o joven. Javi no puede llamar Buela a su abuela. Tiene que llamarla Mamá Dolores, para no ofenderla. Nos contó que, una vez al año, Mamá Dolores salía en grupo. Una empresa dedicada a distraer a las gentes de «la tercera edad» organizaba viajes a precios muy asequibles. Viejos y viejas zarandeaban de acá para allá un par de semanas, regresaban a sus respectivos hogares molidos y debían guardar cama ocho días para reponerse.

—Tendrían que regalar viajes a la gente joven —comentó Buela—. Los viejos no estamos para trotes. Pero tú —dijo a Javi— no debes criticar a tu Mamá Dolores porque, poco o mucho, se ocupa de ti y te trae al jardín.

—Pero me hace estar quieto a su lado y no me dirige la palabra. Se pone a hablar con el primero que se sienta a su lado y le suelta el rollo. Una sarta de mentiras que me sé de memoria.

Buela desvió la conversación y nos pusimos a hablar de los pájaros que van a beber en el estanque. Las pajaritas se quedaban en sus nidos, empollando los huevos. El macho salía y regresaba al nido con insectos y semillas que daba a su compañera. Si la pájara salía del nido para beber, el pájaro empollaba. Nuestra pareja de canarios hacía lo mismo. La canaria hizo el nido, puso los huevos, y allí aguantó las horas muertas. Sólo se permitía comer y beber y, entonces, el canario se acuclillaba sobre los huevos. Un buen día las crías salieron del cascarón.

Veo a Javi diariamente y nos lo contamos todo.

Su abuela parece encantada de que la mía lo pasee y lo entretenga mientras ella se enrolla con la vecina de banco.

—¡Menuda suerte tienes con tu Buela —me dijo Javi no hace mucho—. La mía, un día que se enfadó con los papas...

Buela le cortó.

—Has de ser cariñoso con ella. Los niños y los viejos siempre se han entendido bien.

—Con ella nadie se entiende —contestó Javi, que es muy sincero—. Sólo mamá la soporta... porque es un ángel.

Mamá también es un ángel, en eso estamos todos de acuerdo. Cuando empecé a comer casi de todo, la oí quejarse a la Buela del precio de las cosas.

—Este lenguado que he comprado para Veva, mamá, me ha costado...

Por lo visto un dineral de modo que hice ver que no me gustaba y dejé más de la mitad.

—Esta niña es muy simple —comentó mamá al cabo de unos días—. Prefiere un plato de pastas o de legumbres a los manjares finos. En el fondo es una suerte.

Y papá se pone la mar de contento cuando me ve terminar un platazo de macarrones o de lentejas.

—La verdad: Veva no es un problema. Es el caso de decir que donde comen cuatro comen cinco.

—Con lo que nos hizo sufrir Natacha —recuerda a veces mamá—. No había modo de hacerla comer. ¡Qué criatura remilgada!

Por el momento me callo. Claro que me gusta el lenguado y el filete, pero si es tan caro...

Lo que sí me apetecía era empezar a hablar con todos, cosas fáciles, para no asustarles. Todos los niños empezamos por pppa-pá, no sé por qué, y luego seguimos con mmma-má. «Cualquier día de estos —pensé—. Aprovecharé la menor oportunidad».

La Primavera también mejoró a Natacha. Parecía otra. Pidió a Buela que le cogiera el bajo de los tejanos —que era un puro fleco— y le dio las gracias. Cuando nos quedamos solas la Buela comentó:

—A esta niña le ocurre algo.