CAPÍTULO XX

REINER

No había nadie en el autocar. Se apeó a veinticinco kilómetros de Thoune, en la cuarta parada, y empezó a subir por entre los árboles. Hacía calor aunque el sol iba bajando hacia el horizonte, y la mayor parte del paisaje estaba ya en sombras. Se detuvo detrás de una cabaña abandonada que debía de servir de refugio a los pastores durante el invierno. La puerta estaba carcomida, empujó y entró. El heno seco olía bien.

Empezó a desnudarse metódicamente. Abrió la mochila y sacó una pala plegable. Se puso un pantalón de tweed y una chaqueta de ante. Cogió el traje que acababa de quitarse y lo puso en el lugar de su nueva ropa. Bajó la tapadera de lona, pasó las hebillas y volvió a salir. A veinte metros de la cabaña, bajo los árboles, creyó encontrar el sitio apropiado, y empezó a cavar.

Diez minutos después, sin una gota de sudor, la mochila estaba enterrada.

Pisoteó el suelo, y desparramó por encima un puñado de hojas secas. Al cabo de quince días, caería la nieve, y de todas maneras ningún ojo humano podría descubrir que la tierra acababa de ser cavada.

Bajó hacia la carretera, tiró la pala a un barranco y miró el reloj: eran las siete y media. A cuatrocientos metros de la parada del autocar había una estación de servicio. Había cuatro coches, uno de ellos, un Opel, acababa de ser lavado. El color no le gustaba mucho, pero finalmente decidió coger aquél.

Aguardó un cuarto de hora, y detrás de un árbol, fumó un mentolado. A las siete y treinta y nueve minutos se levantó y echó a andar hacia el garaje. El surtidor de gasolina le recordó el pequeño incidente de Olargue.

En la gasolinera había dos hombres charlando: no le habían visto.

Se acercó silenciosamente al Opel y vio lo que se temía: las llaves estaban en el tablero de mandos. Se acercó a los otros tres coches, todos tenían las llaves puestas.

«Estos suizos, tan descuidados…» Aquello complicaba el asunto.

Había que hacerlo de todos modos.

Se puso los guantes.

Volvió al Opel, se apoderó de las llaves y abrió el portaequipajes: había trapos y un bidón. Ideal.

Destapó el bidón y roció los trapos, así como el asiento trasero. Volvió a cerrar.

Se anudó alrededor de la boca un pañuelo negro y sacó el Colt 45.

Arremetió contra la puerta y blandió el arma con el brazo extendido. El cañón temblaba fingiendo nerviosismo, y gritó con voz estridente:

- Las llaves, de prisa, las llaves.

Los dos hombres se miraron. El más viejo tenía aspecto de duro, su sangre fría era impresionante. Levantó los brazos pacíficamente y quiso hablar.

Reiner disparó cuatro tiros hacia delante. La primera bala hizo añicos la vitrina, las otras tres se incrustaron en la pared. Los dos hombres palidecieron.

- Usted es el individuo que andan buscando… -dijo el viejo.

- Están en el coche -dijo el más joven, lívido.

Reiner retrocedió, tropezó con el escalón y saltó al volante; había tardado treinta segundos, no salía del plazo calculado. Por el retrovisor vio al viejo duro: creyó que iba a tragarse el teléfono.

Conduciendo con una mano, tiró el pañuelo y el revólver bajo el asiento. El coche respondía bien, se desviaba algo a la derecha en las curvas, la tercera un poco dura, pero en conjunto estaba bien.

Había circulación a la entrada de la ciudad. Los coches iban despacio, apretados, perezosos, largas colonias de hormigas torpes. Todas las tardes debía ocurrir lo mismo. Se puso en la fila de la derecha para poder salir en caso necesario, y se detuvo en un semáforo en rojo. Frente a él, el agente hacía grandes gestos con el brazo para hacer circular a un camión que salía de una calle transversal, después volvió a subir a la acera con pasos lentos y dejó que su mirada se perdiera errante entre la fila de coches parados. Parecía pensativo; el Opel estaba en su campo de visión, la brillante carrocería parecía hipnotizarle.

Reiner se dio la vuelta suavemente para dejar su rostro en la penumbra. Verde.

Sin prisas, arrancó; puso el intermitente, dejó pasar a un grupo de peatones y entró en la calle de las Arcadas.

Llegaba puntual a la cita.

Marchó lentamente, siguiendo la acera, y al fin se detuvo.

Los escaparates iluminados recortaban en negro la silueta de los transeúntes. Echándose hacia delante, por encima de los tejados, Reiner podía ver las cimas de las montañas más oscuras que el cielo.

En aquellos momentos, la ciudad estaba violeta.

Rozó el claxon con el índice produciendo dos notas breves y precisas. Vio al hombre salir de la columna con la que parecía haberse confundido, y echar a correr. Se precipitó sobre la puerta y se desplomó produciendo con la garganta un sonido revelador: Delanay había llegado al último límite, los nervios ya no le respondían.

Reiner miró su perfil iluminado por las luces de la charcutería.

- Quiero mi parte.

Delanay le dejó coger la bolsa sin reaccionar, luego se enderezó sobre su asiento. -¿Y por qué ahora? Tenemos tiempo para hacer el reparto, ya…

Reiner, invisible en la oscuridad, cogió la bolsa: incluso al tacto, no había confusión posible; los billetes nuevos, en fajos, eran los del seguro, los verdaderos.

- Larguémonos -farfulló Delanay.

Oyó el ruido de los fajos, y luego el choque de la bolsa al caer en el asiento trasero, ya no contenía más que la mitad de la pasta.

La voz se elevó en las sombras:

- Tú te marchas solo.

Delanay sintió que el universo se tambaleaba, se agarró al tablero de mando, la lengua se le pegaba al paladar. Hizo un esfuerzo.

- Usted me había prometido…

- Nada -dijo Reiner-. No te prometí nada.

El tiempo corría, había que darse prisa.

Reiner abrió la portezuela, Delanay se agarró a él, pero las manos chorreantes de sudor resbalaron por la manga. Reiner acercó el rostro:

- No puedes quejarte, te dejo el coche. Pero date prisa, dentro de tres minutos ya será demasiado tarde.

Durante un segundo permaneció de pie, inmóvil.

- Hasta la vista, Delanay.

Desapareció entre las columnas.

Delanay puso el contacto y abandonó la ciudad.

Esperaba poder pasar la frontera italiana y dirigirse a Génova; allí conocía al capitán de un barco mercante que podría llevarle hasta Trípoli, donde podría respirar un poco a gusto. Dejando el coche a pocos kilómetros de la aduana, había modo de pasar por la montaña. Ya conocía el camino, en otro tiempo había traficado con drogas por allí.

La ciudad desierta, el ojo de un gato brilló bajo los faros.

Oscuridad total.

La carretera multiplicaba las curvas, después del puerto, no habría más que dejarse llevar.

Los neumáticos chirriaron en la curva cerradísima.

Desembragó, embragó y volvió a lanzar la máquina. El motor, maltratado, gimió un poco. Iba disparado por las curvas. No debía estar lejos de la cumbre.

La luz le deslumbró brutalmente, y luego cesó de inmediato. Vio las barreras de hierro, y ni tan siquiera intentó esquivarlas: pisó a fondo hacia delante y se estrelló contra un furgón. El Opel rebotó, dio dos vueltas en el aire, chocó con el parapeto y cayó en el torrente en el momento en que el motor hacía explosión. Se precipitó hecho una antorcha de llamas por el barranco de treinta metros. Las cuatro puertas se abrieron y salieron despedidas como alas. El conductor no quitó las manos del volante cuando éste empezó a arder, y cuando los bomberos lo retiraron del asiento, lo que antes había sido un hombre habría cabido en una bolsa de mano.

Compró el periódico, pidió un café, y se instaló para leer confortablemente.

El título era ya elocuente:

«HA MUERTO REINER.»

El artículo era largo, pero valía la pena leerlo hasta el final.

«Anoche, a las diez y cincuenta minutos, y a tres kilómetros del puerto del Simplón, llegaron a su fin las aventuras de un temible criminal. »En nuestra edición de ayer anunciábamos que una muchacha, Laurence Martel, amiga de Delanay, se había presentado espontáneamente en el Quai des Orfèvres para comunicar a la policía sus sospechas de que Delanay y Reiner eran la misma persona: llamadas telefónicas, presencia en el piso de Delanay pocos días antes del asalto al supermercado de dos hombres que posteriormente fueron abatidos en una granja en un sangriento ajuste de cuentas; asimismo declaró haber sorprendido una conversación en alemán con Frantz Kaplin (asesinado posteriormente), en la que éste le llamaba "Reiner". La asustada muchacha no se decidió a declarar hasta ayer.

«Todos estos extremos se han visto confirmados por los sucesos de ayer. »Delanay-Reiner, después de haber atacado una gasolinera y robado un coche, encontró la muerte al intentar franquear un puesto de control de la policía. El coche se incendió en el acto, y aunque el cuerpo es inidentificable, hay varios indicios reveladores: se le encontraron dos pistolas: la que empleó el gángster para matar al cliente de la bombonería el lunes pasado, y la que efectuó cuatro disparos durante el robo del coche. Un fragmento de ropa que quedó prendido a un árbol durante la caída confirma asimismo la veracidad de las pruebas: en efecto, el atracador vestía una chaqueta de ante. No se han encontrado los sesenta millones que debía llevar consigo. Sin duda ardieron en el incendio, que fue de una intensidad aterradora, y se propagó con tal velocidad que…»

Volvió a doblar el periódico y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo de la silla: vio al revés las nieves del Jungfraü, resplandecientes bajo el cielo, y cerró los ojos. Se desperezó y pensó que iba muy bien estar muerto para los demás, aunque no para todo el mundo, estaba Laurence… Los ojos que siempre reían, aquella boca que subía hasta la suya, el perfume de una piel fina y cálida…

Decidió salir para París aquella misma tarde. Tenían suficiente para vivir bastante tiempo, y después llegaría el momento de resucitar a Reiner.

Porque iba a resucitar.

Se levantó y fue hacia el teléfono para reservar su plaza de avión. Se sentía en forma, y con la mano izquierda se bajó el borde del sombrero sobre los ojos.

Con la derecha encendió un Marlboro.

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09/09/2011