CAPITULO XVI

EL CHAPUZÓN

Reiner siguió al Mercedes utilizando su sistema habitual. Lo adelantó al llegar a la avenida de la Grande Armée y siguió recto con la mirada fija en el retrovisor. En el semáforo del cruce de la calle de la Défense, se colocó a su lado.

Reiner se puso los dedos en la nariz, el gesto normal cuando uno espera la luz verde, y lanzó una mirada distraída hacia el costado.

No conocía al conductor, un gordito con cara de bruto.

Arrancó de repente, le tomó una ventaja de cincuenta metros, y los llevó detrás hasta Pontoise. Después del puente, Reiner vio los faros que llevaba detrás girar y desaparecer. Frenó en seco, haciendo que el coche diera un giro brutal, y volvió a arrancar haciendo gemir las llantas.

Ahora iba detrás.

Cruzaron un sinfín de pueblecitos de la región de Seine-et-Oise, y Reiner comprendió a dónde se dirigía. Conocía el lugar, y dejó que su presa le tomara la delantera.

Apagó los faros y se dirigió lentamente hacia los estanques.

Pasó junto a los muros de un aserradero, y luego enfiló un camino bordeado de huertas. Los techos ondulados de las barracas brillaban bajo la luna, y pronto terminaron las huertas y comenzaron los campos grisáceos.

Bajó del coche dejando la puerta abierta y se internó a través del bosque.

Saltó una valla y de repente se encontró ante el espejo de las aguas muertas. El estanque tenía reflejos metálicos bajo las estrellas.

Se adosó a un árbol con los pies entre los nenúfares, y se puso a contemplar el espectáculo. Era invisible desde la otra orilla, pero él podía ver la masa parda del coche al otro lado.

Vio una confusa maraña de pies y manos que se separaba del Mercedes y desaparecía. Aguardó unos segundos y se produjo lo que esperaba: empezaron a aparecer círculos sobre la superficie luminosa, se acercaban a él en medio de un silencio perfecto, concéntricos, invadiendo toda la masa de agua. No había habido ni un chapoteo. Buen trabajo, pensó Reiner.

Vio a un hombre volver al coche, que enseguida se puso en marcha.

Reiner se separó del tronco al que se apoyaba, y siguió la orilla hasta llegar al punto de donde había salido el asesino. Suspiró, se quitó lentamente la chaqueta y se agachó para desanudarse los cordones de los zapatos, se descalzó y los dejó uno al lado de otro. Metió su cartera dentro de uno de ellos y colgó su Springfield especial a una de las ramas bajas y flexibles de un arbusto. Se enrolló un pañuelo a la mano derecha y sujetó con ella la hoja de afeitar, luego se metió en el estanque.

Se dejó caer en el agua negra y espesa y lamentó no haber traído consigo una linterna sumergible. Nadaba en medio de la oscuridad más completa. Había una profundidad de tres a cuatro metros, se agarró a las hierbas y buscó a tientas.

Tuvo que volver a salir y respiró profundamente para volver a sumergirse en la tinta negra y fría.

Se desplazó hacia la izquierda y describió un círculo bastante amplio bajo el agua; las hierbas aterciopeladas y correosas se pegaban a él, y tuvo que pedalear para volver a llenar el depósito de aire. Levantando los ojos veía la luz acuática centellear.

Al cuarto intento su mano derecha chocó con un objeto duro, y aunque la respiración empezaba a faltarle, permaneció hasta poder reconocer un zapato.

Salió de nuevo y volvió a sumergirse en la vertical de su hallazgo.

Atado al tobillo encontró la cuerda que unía el cuerpo a lo que creyó ser un bloque de hormigón ya medio hundido en el limo. Cortó la cuerda sin dificultad, sus dedos corrieron hasta la chaqueta y la agarró, subiendo el cadáver.

Lo apoyó en su pecho, y en dos movimientos de piernas alcanzó la orilla.

Ahora veía de quién se trataba.

Mientras se ponía la chaqueta, el cuerpo resbaló sobre la hierba y la cabeza se inclinó en un ceremonioso saludo.

- Encantado -dijo Reiner.

Se lo cargó a la espalda y llegó al coche. Lo colocó entre los asientos y contó las heridas.

Lo menos que se podía decir era que el ejecutor no había reparado en gastos.

El día empezaba a apuntar.