CAPÍTULO XIV
La falsa cita era a las cuatro. Frantz pensó que sin duda alguna Laferrière pasaría antes de la hora por el Cyrnos, donde tenía que encontrarse con la puta, para comprobar que no había nada sospechoso. Así, pues, calculó que saldría de casa entre las dos y media y las tres.
A las tres menos cuarto arrancó lentamente en dirección a la finca.
Circulaba aprovechando el paisaje, la estrecha carretera atravesaba una comarca boscosa, y adelantó a varios grupos de jinetes que le saludaron con las fustas. Iba siguiendo una hilera de olivos cuando le adelantó un Mehari lleno de mocosos y tocando la bocina frenéticamente. Una rubita en traje de baño le trató de capitalista, y él pensó la cara que pondría si sacaba el arcabuz que llevaba bajo el asiento. Esto le devolvió el buen humor, y prosiguió su paseo por la carretera departamental.
Se detuvo un buen rato en el stop, y vio lo que estaba esperando: un viejo Bentley pasó por delante de él, sabía que Laferrière iba en su interior. Apretó el acelerador, e hizo los últimos cinco kilómetros en un tiempo récord. Aparcó pasada la reja de entrada al parque, unos veinticinco metros después de la curva, sin tomarse la molestia de esconder demasiado el coche entre la maleza.
No se veía a nadie, los pájaros piaban fuerte, hacía fresco. Pasó de largo la reja, y después de llegar a uno de los muros de la finca, lo escaló sin dificultad.
Cuando estuvo en el parque, encajó una culata de carabina a su pistola, y empezó a andar mirando dónde ponía los pies. Evitó pasar por entre los árboles, y tomó el camino más ancho, aquél que un ladrón nunca tomaría.
El césped cesó y dio paso a la gravilla. Estaba a diez metros de la pared de la casa.
Era una imitación de un capricho del XVIII, con ventanas de ajimez y buhardillas bajo el tejado. Una escalera de doble vuelta recordaba un minúsculo Fontainebleau. En la parte de atrás, dos ojos de buey horadaban la pared a media altura. A cada lado, había una puerta cerrada.
Frantz se acercó y golpeó ligeramente con los nudillos: por el sonido comprendió que el marco de madera ocultaba una placa de hierro.
Quedaban las ventanas. Pero antes de partir, Laferrière había cerrado los postigos, y las señales de violencia serían visibles a cien metros para un ojo avezado.
De hecho, se encontraba frente a un cubo perfectamente cerrado, y tenía que penetrar en su interior.
Frantz decidió jugarse el todo por el todo. La pasta tenía que estar allí dentro. Tenía que entrar, y al diablo los detalles.
Escogió el postigo de la izquierda, y sacó un cuchillo plano de acero, el auxiliar perfecto del desvalijador. A la segunda presión, el pestillo cedió y se abrió el postigo. Sin preocuparse del ruido, rompió el cristal, pasó el brazo por la abertura, abrió la ventana por dentro y saltó a la habitación. Una vez dentro, cerró los postigos con cuidado después de frotar con el pulgar la marca de la madera rota para atenuar el contraste con la parte vieja.
En el exterior, nada había cambiado, pero en el interior había cristales rotos, y un hombre más.
El alemán se frotó las manos, buen trabajo.
Admiró algunos cuadros de cacerías del vestíbulo, barrió con cuidado los cristales, y empezó a buscar sistemáticamente los treinta millones.
Tenía práctica en aquel tipo de registros, había actuado en suficientes ghettos en Polonia y Hungría como para saber dónde la gente suele esconder su dinero. Incluso había seguido cursos especiales para estos menesteres, y así había contribuido a aumentar el tesoro del Tercer Reich, sin olvidar sus propios intereses, lo cual explicaba aquellos años relativamente tranquilos en los hoteles peruanos después de la rendición.
Encontró papeles, fotos, todo lo que puede esconder un cajón de doble fondo (y había dos en el canterano), pero nada de dinero.
Naturalmente había el sistema que consistía en cavar un hoyo en el jardín, pero le habría extrañado que Laferrière recurriera a esto.
Registró los desvanes palmo a palmo, y dándose cuenta que se las tenía que ver con un asunto de envergadura, decidió esperar la vuelta de su anfitrión y pedirle sencillamente el dinero.
Laferrière recordó que había dado la vuelta a la casa y que todo estaba en orden, que había abierto el cerrojo de la puerta, la había cerrado, había dado tres pasos, y la alfombra del recibidor había subido hasta él, había visto cómo un dibujo del tejido (recordaba perfectamente que era una especie de flor amarillenta) se iba agrandando hasta casi tocarle el ojo. Había intentado enfocar la vista pero los contornos se habían desdibujado, y ahora estaba cómodamente instalado en una silla baja.
Uno de sus brazos estaba pasado a través del respaldo, el otro por el exterior y tenía las muñecas sujetas con esposas. Podía levantarse, pero de haberlo hecho habría arrastrado la silla con él.
Frente a él había un hombre que bebía leche de la botella que él recordaba haber puesto en la nevera.
Estaban en el recibidor, y las cortinas estaban corridas. Hacía fresco.
Frantz había dejado su chaqueta cuidadosamente doblada en una silla, y no se anduvo con rodeos. Dejó el vaso vacío sobre una mesilla, rió de manera simpática y dijo, encarándose a Laferrière: «¿Dónde está el dinero?»
Laferrière le miró, oyó el acento; le calculaba cincuenta y cinco años, por lo tanto veinticinco durante la guerra. Preguntó: «¿Quién es usted?»
Franz escuchó. De la cocina venía un ruido. Se levantó con agilidad y dijo:
«Discúlpeme.»
Pocos segundos después volvió a entrar. Parecía que el ruido, una especie de chirrido, había disminuido.
Laferrière le miró mientras volvía a sentarse. -¿Quién es usted?
- Sturmbahnführer Frantz Kaplin.
Hizo un gesto con dos dedos hacia la sien.
Laferrière esbozó una sonrisa:
- Siempre he sentido una gran admiración hacia el ejército alemán.
Frantz se inclinó:
- Lo sé, ya he visto tus papeles. Eres tan nazi como yo, está muy bien. Y, ¿sabes qué hacen dos nazis cuando se reúnen? Beben para celebrarlo. En la cocina tengo preparado todo lo necesario, ya ves que sé cómo hay que recibir a los amigos.
Laferrière no respondió. Acababa de reconocer el olor, y comprendió.
- Mira -dijo Frantz-, voy a hacerte un favor en consideración a tus ideas.
Podría hacerte cosquillas para hacerte hablar, romperte todos los dientes, y todos los huesos de las manos, pero creo que eres valiente y que de nada serviría lastimarte. Se hace tarde, así que te propongo una cosa: me dices dónde tienes escondidos los millones, o voy a la cocina a buscar la sartén, dentro hay medio litro de aceite, te meto la mitad en el slip, y te hago tragar el resto. No tienes más que escoger. Y te advierto que ya está hirviendo.
Frantz cruzó los brazos sobre la barriga y contempló a su adversario con aire bonachón.
- Cuando me haya matado -dijo Laferrière- seguirá como antes.
Frantz chasqueó la lengua contra el paladar varias veces.
- Esto no va a matarte, puedes creerme, conozco el paño, hablarás después, esto es todo. Pero si prefieres, puedes hablar antes, date prisa.
La voz de Laferrière chirrió como una sierra sobre chatarra oxidada.
- Herr Sturmbahnführer, no comprendo de qué dinero está usted hablando.
Frantz batió palmas:
- Bravo, bravo, nazi de pacotilla. Así me gusta la gente, con agallas.
Desapareció a zancadas, y Laferrière volvió la cabeza para verle venir.
Frantz apareció de nuevo con la sartén en la mano.
Con un movimiento de muñeca, la hizo balancear ligeramente para volverla a levantar inmediatamente. El chorro se curvó, y Laferrière se lanzó hacia atrás tirando la silla. El líquido le alcanzó de lleno en el muslo, y su alarido se retorció por la habitación.
Incapaz de levantarse, se arrastró para liberarse del peso del sillón que le aplastaba el hombro. Vio a Frantz sobre él, y otra trayectoria amarilla brilló y cayó chorreando por la madera, salpicándole el rostro de gotitas como brasas que rodaban como si estuvieran vivas. Un dolor atroz le distendió la mandíbula, y sintió que la piel le humeaba, taladrada hasta el hueso. La mano de su verdugo le inmovilizó el cuello. -¿Te gusta, di, te gusta esto, pequeño nazi? Habla o te bebes lo que queda, no puedes escapar, hay suficiente para calcinarte todas las tripas, anda ¡habla!
Aquel rostro estaba allí, sobre él, enorme.
No, no podía más, todo, todo antes que aquello. La carne abrasada encendía torbellinos de sufrimiento.
En un gorgoteo pronunció: «En la buhardilla, bajo la tercera tabla.»
Sin decir una palabra, Frantz le soltó y salió de su campo de visión.
Laferrière aspiró fuerte tres veces. Le quedaba poco tiempo, se puso de rodillas, y, a pesar de que el sillón dificultaba sus movimientos, logró enderezarse sobre sus piernas flaqueantes y arremetió con fuerza contra la pared deseando romperse el cráneo a la primera.
Instintivamente, levantó ligeramente la cabeza, y se rompió una ceja, aplastándose un pómulo y el tabique nasal. La sangre manaba a chorros pero no había perdido por completo el conocimiento.
Frantz le levantó de nuevo; tenía las manos vacías. Contempló el rostro martirizado y dijo: «Ahora se acabó la broma.»
Le quedaba aún una hora, al cabo de una hora Reiner estaría allí rodeado de policías.
- Arriba no hay nada -dijo Frantz-. Habla rápido, cerdo nazi, porque si no voy a hacerte algo que te dolerá.
Todo daba vueltas en la cabeza de Laferrière, nunca había visto aquel tipo, ¿quién le habría informado? Era idiota hablar, pues sabía que después le matarían, y no hablar significaba a la corta o a la larga dejar el dinero a la policía.
Terminarían por encontrar su cuerpo, tal vez al cabo de tres meses, un cuerpo medio podrido, un cuerpo…
Se sintió levantado y despedido sobre la mesa. Le estaban atando los tobillos. Frantz le desabrochó el cinturón con un dedo y empezaron a formarse círculos que giraban alocadamente. Oyó su propio alarido como si lo hubiera proferido otro, y el grito pareció quedar ondulando por la habitación.
El dolor cesó como cortado en redondo.
- Te doy tres segundos -dijo Frantz -y vuelvo a empezar.
Laferrière no era más que pingajo. Sin querer, sus labios sanguinolentos se despegaron y pronunció como un hipo lejano, salido del otro extremo del mundo: «baloncesto».
Frantz sonrió, en el armario había un equipo completo de deporte bastante estropeado: zapatos claveteados, raquetas y tres balones de baloncesto.
Rajó el cuero del primer balón. Los billetes estaban allí dentro, en un amasijo apretado. Cogió una bolsa llena de polvo, metió los tres balones dentro y volvió a pasar por el salón, donde Laferrière seguía inmóvil sobre la mesa.
Bueno -se dijo-, después de todo ha sido más fácil de lo que pensaba.
Cogió la navaja y avanzó hacia su víctima. Se miraron, los ojos de Laferrière parecían llenos de agua sucia. -¡Heil Hitler! -dijo.
Frantz se inclinó sobre él y respondió lentamente, como un eco casi involuntario: «Pobre imbécil.»
Llegó hasta la carretera sin dificultad, recuperó el coche, y no paró hasta encontrarse en pleno centro de la ciudad. Desde la cabina de un café marcó un número. Cuando la persona que descolgó aún no había terminado de decir «diga», él ya estaba hablando.
Habló durante siete segundos y cuatro décimas, y volvió a colgar.
El policía, estupefacto, seguía con el auricular en la mano. -¿Quién era?
- Bueno, contesta, ¿qué te ha dicho? ¡Eh, Trudier! ¿Te encuentras mal?
Trudier cerró por fin la boca, saltó de la silla y corrió hacia la puerta del despacho del comisario.
Las orejas del inspector Vernier parecieron despegarse aún más; aulló:
«Repítamelo exactamente, ¿me entiende?, exactamente.»
Trudier, en posición de firmes, recitó como un colegial:
- A las dieciocho horas, en el chalet Les Carmes, Reiner estará allí a las dieciocho, Les Carmes, Reiner, a los dieciocho, Les Carmes, Reiner. Lo ha repetido tres veces.
- Bobadas… -murmuró el comisario Roubaud.
Vernier se precipitó hacia él, y Roubaud creyó que iba a salir por los aires.
- Escúcheme, Roubaud…
Roubaud levantó la mano.
- Ya sé, ya sé, no se puede abandonar una pista por débil que sea el indicio que…
Farfulló algo, se rascó la nariz, miró el reloj, se subió los pantalones y bruscamente explotó:
- Tiene diez minutos para localizar el chalet, necesita doce hombres de los mejores. Y avise a la central de Niza. 17 h 40 ra. Les Carmes. Trudier escruta la reja y la parte de carretera a su alcance, todavía faltan veinte minutos, suponiendo que sea puntual.
Tiene calor, desde su puesto se ve un pedazo de impermeable que asoma por el tejado, detrás de la chimenea; siente deseos de avisar a aquel hombre, pues podría bastar aquel pedacito de impermeable para estropearlo todo, pero la consigna es severa: prohibido hablar. Cerca de él tiene lanzagranadas y un cargador de un fumígeno muy especial para las grandes ocasiones. Por muy Reiner que sea, piensa Verdier, si le doy con eso en la cara, va a pasarse tres días escupiendo los pulmones.
17 h 50 ra. No se mueve nada. Si no fuera por que se siente el estómago algo revuelto, hasta podría dormir. La hierba huele bien, debe haber lavanda cerca de aquí. Chirrido de cigarras.
18h. Trudier está a punto, las rejas se destacan negras sobre el azul del cielo, las mira fijamente. El hombre del impermeable ha desaparecido del tejado. Si pudiera, se aplastaría aún más contra el suelo. El chirrido de las cigarras redobla. 18 h 10 ra. Nada. Para mover un poco el brazo, que empieza a anquilosarse, Trudier rueda sobre la espalda y se desplaza unos pocos centímetros. Ello le permite ver la nuca del comisario delante de él. Roubaud no se mueve, parece el cuello de una estatua. 18 h 20 ra. Pero a qué diablos está esperando ese idiota, qué espera, o es que era una broma, pero no, no parecía una broma. Trudier todavía oye la voz extraña y sincopada: «Chalet Les Carmes, a las dieciocho, Reiner, chalet Les Carmes…» No, aquella no era la voz de un chalado ni de un bromista. 18 h 40 m. Alboroto repentino, Trudier ve que Roubaud se levanta, saca el fusil, no, lo que hace es levantar el brazo en son de paz, como los indios de la tele. «Terminó la siesta, nos volvemos a casa.»
Los uniformes salen de la maleza y se agrupan.
Verdier le hace una señal y Roubaud acude junto al árbol.
- Verdier y Ménégaud, vosotros vendréis conmigo, vamos a hacer una visita a la casa, nunca se sabe. Los demás a los coches. 18 h 45 m. De visita. Es extraño este cristal roto, entonces es que alguien ha entrado a robar. En el salón una silla por el suelo, manchas de grasa, nada más, en el aparador la cubertería de plata está entera, los cuadros también… Trudier abre una puerta con el cañón del fusil: un dormitorio, todo normal, la cama está hecha. Mira debajo por costumbre: nada. En el primer piso Ménégaud se desgañita: «¿Hay alguien ahí?»
Armarios, alacenas, neveras.
Los tres hombres se reúnen en la entrada.
- Nada -dice Ménégaud.
Verdier se rasca el cráneo, y señala el suelo con un movimiento de cabeza:
«Un vistazo al sótano y nos vamos.»
Bajan, la luz de color amarillo azafrán. Trudier da la vuelta a la caldera, y sufre un vómito repentino: allí está Laferrière, clavado a una tabla. Tiene la garganta rajada de arriba a abajo, una línea recta desde la barbilla hasta el esternón.
Ménégaud traga saliva, se tambalea, y tropieza con una estantería llena de botellas. Verdier sale disparado hacia arriba: «No os mováis de ahí…» los dos policías siguen frente al cadáver mutilado, mirándolo:
Dios mío -murmura Trudier con voz húmeda- nunca vi nada parecido…