CAPITULO XIII

LAURENCE

Delanay, vestido con un smoking de color rosa albaricoque se levantó en el acto y avanzó rápidamente hacia Reiner, con un cóctel en la mano.

- Pase usted, señor Lachenal, tome, beba esto y ya me dirá si no es bueno.

Venga, le voy a presentar a mis colaboradoras que han aceptado mi invitación para esta noche.

Las dos muchachas sentadas en la moqueta parecieron aletear, y Reiner se agachó para estrechar las cuatro manos extendidas.

La mulata no llevaba encima más que un vestido que se cerraba en el ombligo y terminaba diez centímetros más abajo. La otra llevaba por toda ropa una decena de placas de metal unidas con finas cadenas.

- Bonita armadura -dijo Reiner-. Cuidado que no se oxide.

Tenía un rostro claro, con algo de asiático en los pómulos, y en sus ojos había una especie de sonrisa permanente. Se encogió para que él pudiera sentarse a su lado. Delanay se sintió aliviado, no le habría gustado que Reiner hubiera escogido a Varna. No había sido así, y era una buena señal. Todo iba a marchar sobre ruedas.

El señor Lachenal dejó sobre la mesita el cóctel que le había servido Delanay, y cogió otro. No es que fuese particularmente desconfiado pero le gustaba guardar las buenas costumbres y beber siempre de un vaso distinto al ofrecido, le parecía una excelente costumbre.

A una señal de Delanay, las muchachas se desperezaron y desaparecieron ondulando como las olas del mar.

Se quedaron solos, y Reiner aguardó pacientemente.

Delanay se frotó las manos y las sortijas brillaron tocadas por la luz suave que venía de las pantallas.

- La cosa se presenta muy bien. El asunto de la estación de Lyon ha terminado a pedir de boca, gracias a usted. Sólo queda Laferrière. Puede que ahora venga lo más difícil, él está muy interesado por el dinero, y sobre el cadáver se encontraron apenas seiscientos mil francos. ¿Usted sabe su dirección?

Reiner asintió con la cabeza.

- Podría llegarse allí este fin de semana. -¿Y por qué no antes?

- No -dijo Delanay-. No sería prudente. Nuestro hombre aún está en guardia.

Como un perfecto actor, Reiner levantó una ceja, imperceptiblemente sorprendido. -¿Cómo lo sabe?

- Tengo a un hombre vigilando. -¿Frantz?

- Sí, Frantz.

Un punto a tu favor, pensó Reiner, la mejor manera de mentir es decir siempre la verdad.

Delanay, con el rostro rebosante de honradez, se puso frente a su interlocutor.

- Pierda cuidado, confío plenamente en la experiencia de Frantz, no es de los que se dejan descubrir.

Delanay carraspeó, se vio en el espejo y encogió el vientre por reflejo.

- Creo que podrá serle de gran utilidad. Fue él quien me aconsejó que usted esperara hasta el viernes próximo.

- Dé las gracias de mi parte a Frantz. No pongo en duda su talento, pero ¿por qué esta espera?

- No me dio ninguna explicación, parecía tener prisa. Me pareció entender que actualmente Laferrière no estaba solo, pero que todas las pistas parecían indicar que es posible que se quede solo a partir del viernes. ¿Cuándo piensa partir?

Reiner levantó la mirada con franqueza: «El viernes.» Luego añadió: «Pero prefiero trabajar solo. Frantz seguirá siendo lo que fue hasta ahora, una fuente de información.»

Delanay levantó su vaso: «Estas son precisamente las instrucciones que le di, y no tema, cumplirá su papel estrictamente.» Sonrió con la comisura de la boca.

- Frantz es un subordinado excelente, como todos los ex oficiales. -¿Es un elemento seguro? -preguntó Reiner.

- Absolutamente -dijo Delanay-. Aparte de no dudar sobre su fidelidad a mi persona, poseo sobre su pasado… su pasado militar concretamente, ciertos datos que me permiten mantenerlo más estrechamente ligado a mí, si es posible.

Reiner se levantó y se acercó a las cortinas que ocultaban las puertas del balcón. Detrás de él, Delanay preparaba nuevos cócteles.

Reiner apoyó el vaso empañado contra su mejilla, y lo hizo girar lentamente entre los dedos. Mientras su mirada parecía sumergirse en la satisfacción del momento presente, reflexionó con rapidez: había algo que no encajaba en algún punto… ¿Por qué facturarme a Niza? Frantz puede encontrar a Laferrière él solito y hacerle soltar la pasta por el medio que sea, puede solucionar el asunto sin ayuda de nadie… Entonces, ¿qué pinto yo en esto?, ¿qué interés tiene en que vaya allí?

Los párpados de Reiner se plegaron, tragó el brebaje, dejó el vaso sobre la mesa y tomó el que le ofrecía Delanay. Mientras bebían en silencio, de pie, frente a frente, Reiner comprendió de repente el fallo. Su sonrisa se ensanchó y se puso a beber a tragos largos. Ahora veía claramente el plan, era muy sencillo: Frantz recuperaba los millones y avisaba a la poli, luego, cuando él, Reiner, llegara a casa de Laferrière, habría ametralladoras esperándole hasta en los tejados.

Frantz llevaba el dinero a Delanay, que se quedaba con todo, y su socio pasaba a mejor vida. En el fondo era fácil de adivinar, pero Reiner sabía que estaba en lo justo: con Delanay había que buscar siempre la solución más cochina, era la que escogía siempre.

Es lástima, pensó, hace tiempo que no he estado en la Costa Azul, pero otra vez será.

Miró a Delanay con calma, no sentía la menor cólera, quizá tan sólo una leve lástima.

El silencio se instaló entre ambos hombres.

Reiner contemplaba los cubitos de hielo que tintineaban contra la pared de cristal entre sus dedos. En aquel momento entraron las dos chicas empujando una mesita de ruedas en la que se amontonaban las provisiones, el negro granuloso del caviar contrastaba con el rosa indecente de las langostas.

La chica titilante se sentó en las rodillas de Reiner, tomó entre sus manos el rostro del gángster, y sus ojos reidores se acercaron. Él se soltó casi con ternura, se levantó y degustó un zakouski.

Delanay había desaparecido entre los almohadones, tan sólo se oía su risa ahogada bajo el cuerpo desplegado de Varna.

Reiner paladeó un Mouton-Rothschild 1963 con fruición de experto. Cuando encendió un Craven, y aspiró profundamente el humo, la chica puso la mano sobre la rodilla de su vecino, debía cobrar por aquello. Se miraron, y sin necesidad de decir ni una palabra, ella comprendió lo que tenía que hacer: en tres segundos cayeron cadenas y armadura. Se tendió sobre la alfombra y vio la oscura silueta del hombre agrandarse sobre ella.

Se quedó a su lado apoyado sobre un codo, y ella se arrimó a él con un suspiro.

Reiner se abandonó, y con los ojos fijos en el techo, se puso las manos bajo la nuca. Sintió las manos de la muchacha descender a lo largo de su torso. El mundo gira en torno a esto, pensó, pues giremos con él.

Durante mucho tiempo ella siguió acordándose de aquella velada que se prolongó hasta muy tarde. Ya nunca volvió a encontrar una ternura igual en las manos de un hombre.

Hacia la una, Delanay, borracho, había querido cambiar de pareja. La silueta de Varna se perfilaba detrás de la espalda de Reiner. Éste había dicho simplemente: «Largo.» Delanay se había marchado, y entonces ella le había atraído hacia sí y se había abandonado como nunca lo había hecho en muchos años.

Al amanecer, se despertó, y pasando por encima de los restos de comida desparramados por la moqueta, fue a hacer café.

Se cruzaron en el pasillo. Él pasó el dedo por la mejilla de la muchacha.

Ella se fijó en que sus ojos cambiaban de color según la luz. -¿Te volveré a ver? -preguntó ella.

Él le sonrió y dijo:

- Nunca más.

Ella le miró sorprendida y entró en la cocina. Puso agua a calentar y se dio un bofetón, furiosa al comprobar que dos lágrimas caían por sus mejillas.

En silencio, él entró tras ella.

Bebió su café, apartó los platos y las tazas, y puso los pies sobre la mesa. Ella sintió que le estaba mirando.

La chica estaba de pie, junto al fregadero, y él veía cómo su espalda temblaba mientras intentaba torpemente poner un poco de orden. Atravesó la cocina, sus pies desnudos chasqueaban sobre las baldosas, y fue a buscar su bolso sobre la nevera. Lo registró febrilmente, encontró el encendedor color platino, pero el paquete de cigarrillos estaba vacío. Se volvió y reprimió un grito.

Él estaba pegado a ella, tan cerca que se hizo atrás, del susto.

El puño cerrado de Reiner subió hasta la boca de la muchacha, y ella tuvo miedo, por qué iba a pegarle ahora, ¿por qué después de…? Casi tocándole el ojo, vio cómo el puño se abría suavemente, y entonces, en la palma de la mano, vio el cilindro blanco del Chester. Estaba encendido.

Los colores le volvieron a las mejillas, y sonrió: -¿No te quemas?

- No -dijo Reiner.

Ella cogió el cigarrillo, dio las gracias en un breve murmullo, y se miraron fijamente durante largo rato. Era más alto que ella, y sus ojos de mar en calma le miraban desde arriba.

No pudo resistir mucho tiempo, sus brazos subieron solos y se anudaron al cuello del hombre. Se puso de puntillas, juntó su boca a los duros labios, creyó que iba a morir y empezó a gemir.

Reiner la separó sin esfuerzo. Las manos de él en su cintura eran algo más que manos, eran dos caricias ardientes. Consiguió sonreír y se cogió a él.

- Ven…

Reiner sonrió: -¿Cómo te llamas?

- Laurence. -¿Ganas mucho haciendo eso?

Él vio que el labio inferior le temblaba.

- Delanay acude a mí algunas veces…

Daba la impresión que no quería decir nada más.

Ella levantó la barbilla con un movimiento enérgico, casi viril. Un mechón castaño le barrió la frente, lo apartó con la mano izquierda sin la menor coquetería, y se apoyó en la pared. Su mirada se posó en él con una extraña mezcla de inquietud y ternura. -¿Te volveré a ver? -dijo ella.

Reiner cogió el sombrero y se lo bajó sobre los ojos.

- Tal vez -dijo.

La puerta se cerró tras él.

Ella esbozó una leve mueca.

- Más vale esto que nada -exclamó.

Se arrepintió de haber hablado en voz alta: Delanay estaba allí, y sus ojos brillaban con un fulgor perverso y sarcástico: «¿Un flechazo?» preguntó.

Ella se marchó sin pedir el dinero que le debía.