Capítulo 9. Sorpresas inesperadas
Durante el vuelo de vuelta en el halcón de Aradne, con Carmen bien agarrada a su cintura con su pelo al viento, Lucas iba lleno de felicidad. Conocer a su madre era algo que, por encima de todos los peligros, le había hecho madurar y darse cuenta de muchas cosas. Al contrario de lo que pensara Lilith, Lucas creía que los sentimientos son algo fantástico. No cambiaba por nada lo que estaba sintiendo en aquel momento.
Pero cuando sobrevolaron el pueblo toda su alegría se esfumó de golpe. Vieron desde arriba cómo las gentes abandonaban el pueblo cargadas de lo que parecían antorchas y palos y se dirigían ¡hacia el castillo de Aradne!
Lucas azuzó al halcón para que se diera prisa y que se dirigiera directamente al castillo, pero llegaban tarde. Además de la gente que habían visto desde el aire ya habían otras personas que habían invadido el castillo y lo estaban saqueando.
–¿Qué ha pasado aquí? –preguntó al aire, desesperado.
Aterrizaron junto al castillo y corrieron hacia las puertas.
–¡Ha sido Delfinia, la hija del panadero! –les informó su amigo Alan, apareciendo de repente de entre la maleza, con el cabello revuelto de correr entre la espesura. Tras él aparecieron Robusta y Filiberto.
–Chicos, Aradne nos contó dónde estabais porque vinimos al bosque a buscaros y acabamos perdidos. Pero Delfinia nos siguió y lo oyó todo. Fue corriendo al pueblo a contar que había un castillo encantado, habitado por una princesa y unos malvados fantasmas. ¡Luego desaparecisteis y Delfinia comenzó a decir que la señora del castillo os había secuestrado! ¡Hemos intentado detener a la gente enloquecida y contar la verdad, pero no nos hacen caso!
–Tu padre se hirió en medio del alboroto, Lucas –añadió Robusta–. Pero está bien, está en casa recuperándose.
–¿Y Aradne? ¡¿Dónde está?! –preguntó Lucas.
–Creo que está en el torreón sur –explicó Alan–. La última vez que oí los gritos de Delfinia fue allí, iba seguida de una pequeña muchedumbre. Entonces llegasteis vosotros y vine a avisaros. Démonos prisa.
–¡Oh, no! –chilló Carmen–. ¡Vamos chicos!
Todos corrieron hacia el torreón. Ahora que el alma de Aradne estaba liberada, la princesa era mortal. Todos temían por su vida.
Lucas vio a su paso, desolado, cómo la gente estaba saqueando y destrozando el castillo, con lo hermoso que había sido tan solo unos días atrás… Se apenó por el comportamiento tan salvaje de sus vecinos.
Corrió entre los saqueadores, esquivando sus furias cuando arrancaban y robaban cuadros y muebles. Y llegó a la puerta del torreón. Subió a lo alto y gritó:
–¡Deteneos! ¡Carmen y yo no hemos sido secuestrados! ¡La princesa es inocente!
Tan solo unos pocos se detuvieron; a los demás, todo parecía darles igual. Bajo el torreón sur estaban las mazmorras, se dirigieron todos allí.
Y, efectivamente, allí encontraron una pequeña multitud enfurecida, acorralando a Aradne en un rincón, gritándole que dónde tenía a los chicos.
–¡Los habrá matado! ¡Es una hechicera, ya lo habéis visto! –gritaba Delfinia.
–Ella es la que debe echar el mal de ojo a nuestras cosechas y flores cuando las mira con envidia desde su castillo. Ella es la que debe haber secado mi hermoso almendro –animaba un hombre bajito y gruñón.
–¡Y seguro que también es la culpable de la muerte de mi rebaño de ovejas, pues que vinieran los lobos dos veces seguidas es cosa de magia negra! –gritaba otra mujer.
–¡Ya sabemos quién es la culpable de todas las desgracias que suceden en nuestro buen pueblo!
Lucas no podía creer lo que oía, sobre todo porque normalmente parecía un pueblo muy feliz. Ocurrían desgracias de tanto en tanto, como en todos los sitios, pero la mayoría de ellas tenían su explicación. Por ejemplo, los cultivos del hombre bajito se secaban porque apenas cuidaba de ellos ni los regaba bien. No entendía cómo le estaba echando la culpa a una desconocida. La mujer que había perdido su rebaño no reforzó la valla tras el primer ataque. Y así todos los demás. Parecían querer buscar las culpas fuera.
Y luego estaba Delfinia, que seguía agrediendo a Aradne.
El tiempo que tardó Lucas en llegar hasta Aradne no fue el suficiente para evitar que la hiriera. Él y Carmen se plantaron delante del cuerpo de la princesa, dejando a todos boquiabiertos con su presencia.
–¡La hija del panadero os ha mentido! –declaró Carmen–. La princesa no nos secuestró, nosotros fuimos al rescate de su alma.
–Es la princesa de estas tierras –añadió Lucas–. ¡La última de los MontFalcó! Tenemos que detener esta barbarie.
Aradne respiraba con dificultad y todo el mundo la miraba, llenos de remordimiento y culpa debido a la confusión. Algunos hombres se agacharon para ayudarla. Después todos miraron a Delfinia.
–¿Por qué has hecho eso, Delfinia? –preguntó una de las mujeres–. ¿Por qué nos has mentido?
La hija del panadero los miró a todos con cara de enfado y frustración.
–¡Os odio! –dijo señalando a Lucas y a sus amigos–. Os odio a todos.
Y tras eso desapareció, corriendo hacia la salida del torreón.
Tras comprobar que la princesa estaba más o menos bien y murmurar unas disculpas, las gentes se retiraron poco a poco, cabizbajos y cuchicheando sin parar. Tan solo sus amigos se quedaron con Lucas, que no soltaba a Aradne de entre sus brazos.
Ella abrió ligeramente los ojos para mirarlos a todos y sonreír.
–¡Aradne! ¡Despierta! Hemos liberado tu alma. ¡Eres libre! El bosque ya no está encantado. Eres mortal otra vez.
–Gracias… –dijo despacio.
Carmen se alejó. Sabía que necesitaban un momento de soledad.
–Vamos los demás a decirle a tu padre que has vuelto y que estás bien. Sano y salvo, Lucas –informó Carmen.
–Te dejamos a solas un poco –le dijo Alan–, pero sino vuelves pronto volveremos a por ti. Vamos a decirle a todo el mundo que estáis de vuelta.
Lucas ayudó a levantarse a Aradne, muy despacio, tomándose el tiempo necesario, y luego salieron al patio, o, mejor dicho: a lo que quedaba del patio del castillo. El gentío ya se estaba retirando. Pero las flores estaban pisadas y las estatuas rotas o arrancadas. Y a Aradne se le llenaron los ojos de lágrimas.
–No te preocupes. Te ayudaremos entre todos a reconstruirlo. Ahora ya no estarás nunca más sola. Todos vendremos a verte a menudo y tú también podrás ir al pueblo.
–Hablando de no estar sola… –dijo ella–. Te prometí que te recompensaría por liberarme y no se me ocurre mejor recompensa que convertirte en señor de este castillo… junto a mí. Es justo que quien me ha liberado sea mi príncipe.
Lucas no supo qué decir. Si aceptaba se convertiría en… ¡rey!
–Es un honor inmenso Aradne, un honor que no podría ni imaginar hace apenas un mes. Pero no puedo aceptar, no puedo hacerle eso a alguien.
–Entiendo. Tu corazón está ocupado.
–Sí, sí lo está. Se lo debo a Carmen.
–Y es una magnífica elección. Magnífica. Lo comprendo.
–Creo que yo no soy tu príncipe, solo tu salvador. No necesito recompensas. Mi recompensa es verte feliz. Además… en el Infierno encontré un mejor regalo… Hablando de eso, creo que debería volver a casa. No te preocupes, algún día encontrarás a tu príncipe. Seguro que tienes muchos candidatos.
–¡Podríamos celebrar un baile!
–¡Es una estupenda idea! Reconstruiremos el castillo entre todos y luego celebraremos un gran baile en tu honor. Ahora creo que debo volver a casa.
–Sí; debes ver a tu padre.
–¡Y no solo a mi padre!
–¿Cómo?
–¡Luego te contaré, Aradne! –dijo mientras se levantaba y echaba a correr–. ¡Ahora tengo mucha prisa! Cuídate, más tarde nos vemos.
Lucas corrió hacia su casa. Se encaminaba hacia allá a través el bosque cuando oyó un siseo, como una lengua de serpiente tras de sí. Cuando se volvió, vio como una enorme serpiente se trasformaba en la bella Lilith. Se quedó mirándolo, socarrona, sentada sobre una ruina.
–¿Lilith? ¿Qué haces aquí? ¿Qué ocurre? –dijo con miedo–. ¿No habrás venido a por su alma? –preguntó, asustado, señalando hacia el castillo de Aradne.
–¡Pero qué mal pensados sois siempre los mortales! –Lilith rio ligeramente–. Con el alma de Aradne ya no puedo hacer nada, no es mía.
Lucas suspiró, aliviado.
–Hicisteis un largo y valiente viaje en pos de un objetivo. Y os prometí un alma más –continuó Lilith–. He venido a cumplir mi promesa.
Y diciendo esto, señaló con un movimiento de la mano hacia las ruinas, y de ellas surgió el cuerpo hermoso y fuerte de Mariam, con su cabello dorado cayendo en suaves ondas, en todo su esplendor.
–¡Mamá! –gritó, y fue corriendo hacia ella.
–Habrá que preparar a tu padre para esto –bromeó Mariam.
–Os espera una vida larga de felicidad –le dijo Lilith a Mariam–. Retomaréis un matrimonio feliz. Y tú, Lucas, has tomado la decisión correcta. Nunca hubieras sido feliz siendo rey.
Lucas dio a entender que comprendía con un gesto de la cabeza y se despidió de Lilith. Luego tomó de la mano a su madre.
–Vámonos a casa.
Y así, tal y como Lilith predijo, Mariam y Bernat retomaron un matrimonio dichoso y feliz. Bernat, que al principio decía estar viviendo un sueño y no salía de su sorpresa, volvió a ser el hombre bueno y alegre que antaño había sido. Su hogar se volvió a llenar de risas.
Delfinia y su padre abandonaron el pueblo. Aunque, al principio, el padre de Lucas se preocupó por no tener a nadie a quien venderle la harina, enseguida a Mariam se le ocurrió una idea: ella misma elaboraría pan y pasteles y los venderían allí. Así, la familia montó una estupenda pastelería en el molino que raudamente comenzó a dejar suculentos beneficios, convirtiendo su casucha de piedra en una gran casa, con pastelería incluida.
Todo el pueblo, arrepentido por lo ocurrido, se ofreció para reconstruir el castillo de Aradne. Y, tras dejarlo como nuevo, se organizó un gran baile para celebrarlo al que todos fueron invitados.
Allí Aradne conoció a varios posibles príncipes junto a los cuales reinstaurar su reinado. Aunque decidió no elegir a su rey tan pronto, no de forma precipitada. Al fin y al cabo, acababa de empezar a vivir su verdadera juventud.
Alan y Lucas estaban muy apuestos en el baile. Filiberto y Robusta, en cambio, parecían un perchero y un sillón, no estaban acostumbrados a vestirse así ¡y no les gustaba mucho! No estaban nada cómodos con esas ropas elegantes, pero se divirtieron. Carmen estaba preciosa, con un largo vestido de terciopelo rojo y el cabello recogido en lo alto de la cabeza. Lucas le pidió que le concediera un baile en los jardines, donde podrían hablar mejor.
–Carmen, finalmente, tú te has quedado sin ninguna
recompensa, después de toda la ayuda que me prestaste en el viaje.
–Pero yo no necesito compensación ninguna. Estar ahora mismo aquí, entre tus brazos, es la mejor recompensa.
Y dicho esto Carmen selló sus palabras sobre los labios de Lucas, con su primer, aunque no su último beso.