Capítulo 2. La leyenda del  bosque

 

–Estamos hablando del “Boooosque Prohibiiiiido” –canturreó Carmen, divertida, fingiendo que a ella no le daba miedo.

–¡Cállate, Carmen! –le riñó Robusta, haciendo ver su respeto hacia el bosque de las leyendas. Resultaba cómico ver a una chica tan grande y fornida como Robusta asustada como una perdiz al escuchar un tiro–. Bromear sobre el bosque trae mala suerte –se defendió. 

Se cruzó de brazos y se sentó otra vez, enfurruñada.

–Yo no creo en el mal fario –replicó la hija de la encajera moviendo las manos con una mueca muy graciosa–. No os pongáis así. Si tampoco estamos contando nada. Lucas, aquí nadie quiere contar nada y eso es porque nadie sabe naaada –dijo Carmen con retintín.

–Pues, yo solo sé –dijo Filiberto, un chico delgado como un palo, hijo del leñador– que si mi padre fuese visto al otro lado del río talando un árbol o recogiendo leña, nadie, nunca más, volvería a comprar su madera. Dicen que hasta los árboles están encantados y los espíritus podrían viajar en los leños cortados hasta el pueblo.

–Eso es verdad –confirmó Robusta, la hija del herrero, subiendo su vozarrón–. Si mi padre fuese visto al otro lado del río rebuscando en las viejas minas de metales abandonadas ya nadie volvería a comprar sus herramientas y herraduras. Dicen que hasta las cuevas y las minas que encierra el bosque están habitadas por huestes de espectros y que éstos podrían viajar en los metales que se extraen. 

–Tampoco los cazadores se atreven a entrar –susurró de nuevo Filiberto, aterrado, mordiéndose las uñas–, a pesar de la cantidad de animales que hay allí. ¡Ni los recolectores de setas! A pesar de que aquí escasean y allí crecen por montones. En cualquier ser, vivo o muerto, pueden viajar los espectros.

Lucas sintió como si un hilo de raro cosquilleo le recorriese la espalda. Él vivía a un paso, a tiro de piedra, o mejor dicho: a “un río” de distancia del bosque supuestamente maldito del que hablaban. Nunca había hecho caso a los rumores. Su padre y él eran raros en ese sentido. Lucas suponía que sería mejor así. Pero era verdad que la gente no cruzaba al otro lado de su querido río. Y la verdad… él tampoco lo había hecho. Por tanto nunca había visto a ninguna otra persona al otro lado de la orilla. El bosque, además, se veía desde la ventana de su habitación, que se encontraba en la buhardilla, en el segundo piso de la casa. Muchas noches había contemplado la quietud del bosque desde su ventana, antes de dormir, y simplemente se había relajado escuchando el sonido del agua y del viento que mecía las hojas, sin pensar en nada más. Sin hacer caso a las leyendas.

Se hacía tarde. El sereno pronto saldría a hacer la ronda y los mandaría a todos a casa. Entonces intervino Carmen, de nuevo: 

–Pero… Alan, ¿y qué hay de ti? –preguntó, dirigiendo sus dulces ojos brujos hacia el rubio Alan, el único que faltaba por hablar–. Tú debes saber cosas. Tus padres son alquimistas y todos sabemos que ellos y sus antepasados son precisamente las únicas personas, que se sepa, que se han internado alguna vez en el bosque maldito. 

Alan se puso rojo y bajó los ojos. Era hijo de una gran familia de alquimistas de origen inglés que llegó al pueblo hacía tres generaciones. Sabía que entrar al bosque no estaba bien visto, pero su familia lo había hecho por necesidad, para recolectar ingredientes que ayudaran a curar las enfermedades de los demás, ingredientes que solo allí podían encontrar.

–Sí –respondió Alan, un poco enfadado–, alguna vez ha pasado que han tenido que entrar al bosque. ¡Pero por  su trabajo! Buscando ingredientes que sólo se hallan allí y en ningún sitio más ¡y que os han ayudado a sanar muchas veces! ¡A vosotros y a vuestras familias! –Se defendió Alan–. Quien sí debe haber visto a los espíritus es el hijo del molinero –acusó, intentando desviar la atención para que le dejaran en paz a él y no le hicieran hablar más.

Lucas se sobresaltó al darse por aludido. ¿Por qué lo acusaba a él? Estaba claro que por vivir tan cerca del bosque. 

–Dinos, Lucas –insistió Alan–: ¿Se oyen, entre los árboles, quejidos y lamentos? ¿Se escuchan sonidos extraños por la noche?

Eso era algo que Lucas siempre había temido de pequeño, pero, tras años sin oír más que a los grillos y a las lechuzas, había perdido el temor. Incluso se había sentido tentado de asomarse a aquellos árboles oscuros cuando nadaba junto a ellos en el río, tan cerca…

–Lo siento chicos, no hay nada que pueda contaros. Nunca, nunca, en todos los años que vivo allí, he visto ni oído nada.

–¡Podrías habértelo inventado! –resopló Carmen, con guasa–. ¡Para darle a esto más emoción! Porque, ¿entonces qué es lo que pasa? ¿Qué grandes misterios hay ahí que dan tanto miedo? Yo digo que es una mentira para que los niños no vayamos solos al bosque y nos perdamos en él.

–¡No es una mentira, yo lo sé! –dijo de repente Alan, sin poder aguantarse. 

Miró a sus compañeros uno a uno. Y al ver cómo todos lo miraban boquiabiertos, disfrutó con la sensación. Se sentía importante: el poseedor de un secreto.

–Prometí a mis padres que nunca lo contaría a nadie pero… ¡pero ellos sí que han visto algo!

–¡Alan, cuéntanoslo! ¡También tienes una promesa con nosotros! –intervino Carmen, decidida.

–Si no nos lo cuentas no podrás venir más con nosotros –añadió Robusta, mirándolo desafiante.

Alan, estaba disfrutando con la expectación que generaban sus palabras, pero se rindió rápido ante la posibilidad de quedarse sin amigos, sin sus tardes de reunión y… sin la sonrisa de Carmen.

–¡Está bien! En realidad no me lo contaron, lo escuché. ¡Ya estoy harto de que me traten como a un niño pequeño! ¡Ya no lo soy! Tengo doce años y no me cuentan nada. Pero, ¿sabéis qué?: El otro día me escondí bajo su ventana para escuchar de qué hablaban a la vuelta de una salida al campo. Los oí hablar. 

Todo el grupo de amigos se acercó más a Alan, abriendo bien los oídos, y éste bajó más la voz.

–Habían estado en el bosque. Y hablaban, nada más y nada menos, que de ¡cuatro torres!

–¡¿Cuatro torres?! –chillaron todos al unísono, sin comprender.

–¡Chist! –chistó Lucas, instando a sus amigos a bajar la voz. 

El silencio se hacía en el pueblo y la noche caía ya como plomo.

–Sí. Cuatro torres –confirmó el rubio Alan, orgulloso de que todos le estuvieran escuchando a él. Bajó de nuevo el tono de voz para aumentar el misterio–: Vieron cuatro torres negras surgir a lo lejos, a través de la maleza.

–¡Te lo estás inventando todo! –Le gritó Carmen poniendo los brazos en jarras–. ¡Eso son cuentos chinos!

–¿Cuentos, dices? ¡Lista! ¿A qué vamos y lo comprobamos? –Era demasiado fácil herir a Alan en su orgullo inglés y Carmen lo había hecho–. Atrévete a venir conmigo a verlo si crees que me lo invento. ¡Mis padres no mentirían! 

–¡Pues claro que voy si hace falta, hombre! –dijo Carmen, que tampoco se echaba para atrás ante un reto–. Verás como no encontramos más que árboles y conejos.

Robusta y el callado Filiberto empalidecieron y retrocedieron un paso atrás, incrédulos. ¿Ir al bosque? ¿Lo estaban diciendo en serio? ¿Internarse en el bosque maldito? Tratándose de Alan y de Carmen, sí, lo estaban proponiendo en serio. Eran capaces de ir. 

Miraron, suplicantes, a Lucas. Solo él podía poner un poco de orden y cordura. 

Lucas intentó hacer recapacitar a los dos:

–Chicos, ya es suficiente –dijo con un gesto seco de las manos–. Si no volvemos rápido a nuestras casas, pronto nuestros padres enviarán al sereno a buscarnos, o saldrán ellos mismos, que será mucho peor.

Pero la batalla por demostrar quién tenía más razón ya había comenzado: Alan contra Carmen. Dos orgullos enfrentados por tener la razón.

Los dos salieron de la plaza con paso firme y ceño fruncido y luego salieron del pueblo. Ni el sentido común de Lucas, ni los gemidos de susto de  Robusta y Filiberto podían detenerlos. 

–¡Te vas a comer tus palabras, Carmen! ¡A mí nadie me llama mentiroso!

–¡Eso lo veremos!

Los dos caminaron con decisión hasta que se encontraron en la rivera del río. Al llegar a ésta se pararon en seco. ¿Realmente se iban a atrever a cruzarlo o hasta ahí había llegado su demostración de valentía?

Ya era realmente noche cerrada, pensaron a la vez. Una luna pálida comenzaba a extender su telaraña de luz sobre las copas de los árboles, mientras los troncos comenzaban a llenarse de luces y sombras. Lucas pensó por un momento en marcharse y volver a casa con su padre, que estaría preocupado. Pero no podía dejar allí a sus dos amigos, pues los veía capaces de hacer una locura. 

–Oye… –susurró Filiberto–. ¿No creéis que ya hemos llegado demasiado lejos todos por vuestra culpa? ¿No preferís volver mañana vosotros dos y ahora marcharnos, mejor, a casa? –dijo, cobardemente. 

Robusta asintió varias veces, moviendo arriba y abajo su enorme cabeza de encrespado pelo castaño.

Todos guardaron silencio. Nadie quería ser el primero en darse la vuelta para volver a casa, excepto Lucas, que le tendía, caballeroso, la mano al orgulloso Alan para que volviera. A Lucas esas cosas de la valentía y el honor no le importaban. Eran cualidades que realmente él sí tenía, así que no tenía por qué ir demostrando nada a nadie. Y justo cuando Alan estaba a punto de rendirse y tomar su mano, entonces Carmen, fuerte y triunfante, colocó el primer pié sobre una roca del río, y luego otro pié más. Alan se puso rojo de ira. ¡Por el honor inglés de su familia demostraría que lo que había dicho era verdad!

–¡No! –gritaron algunos compañeros. Pero entonces Carmen siguió y siguió, y Alan continuó tras ella.

Primero un pié, luego otro. Saltando de piedra en piedra, medio mojándose, incluso empujándose, llegaron al mismo tiempo al borde. Alan ya estaba a punto de conseguir alcanzar la otra orilla cuando se volvió hacia sus amigos. Sabía lo que todos pensaban: que no iba a ser capaz de poner un pie al otro lado del río. Y entonces pisó con fuerza la orilla prohibida. 

Carmen lo siguió, pero esta vez despacito. Al poco, sus brillantes cabellos negros y la rubia cabeza de Alan desaparecieron en la oscuridad del bosque prohibido.