Capítulo 4. Una visitante misteriosa

 

Días después, Lucas aún dudaba si debía de contarle o no a su padre lo que pasó. Estaba castigado, como todos sus amigos. Hacía cuatro días que no se veían y no había podido decirles entonces lo del castillo: se encontraba muy aturdido cuando salió del bosque como para hablar. Además, si no le habían creído cuando les dijo que se había perdido, que los había llamado a gritos, que para él había pasado más tiempo… dudaba mucho que se fueran a creer que había encontrado un castillo. Un precioso y blanco castillo. 

Ya no veía el bosque con los mismos ojos. Desde su ventana se veía su denso principio, los primeros árboles de la otra orilla. Siempre habían estado ahí. Y tanto él como su padre habían hecho oídos sordos a las supersticiones y a las leyendas. Eran dos hombres muy racionales. Habían vivido sin miedos, dedicados a su trabajo en el molino y poco más. 

Pero ahora todo era distinto. Lucas temía asomarse a su ventana. Un agujero sin salida, acechante, era el enemigo que veía al otro lado… excepto por el castillo. Su castillo…

No sabía cuántos días más estaría castigado. Cuando había vuelto a casa aquella inaudita noche, había encontrado a su padre muy preocupado. Bernat no consintió que le diera explicación alguna y lo mandó directamente a su cuarto. Habían cambiado incluso los hábitos de trabajo: ahora era él quien se quedaba en casa con las labores y su padre quien iba llevando al pueblo los sacos de harina almacenados. El ambiente estaba enrarecido. Su padre estaba aún enfadado y paseaba por la casa con cara larga y triste, mucho más callado de lo normal. Había descuidado su barba marrón en esos últimos días y le había crecido, cosa que le alargaba aún más la cara y le daba aspecto de cansado. Apenas hablaban. Eso no le gustaba nada a Lucas, pero podía entenderlo: Lucas era todo lo que le quedaba a Bernat en la vida y le había dado un buen susto. 

–Lucas, nunca lo vuelvas a hacer… –le había dicho su padre, con el rostro marcado por las ojeras y la pena, durante la cena del segundo día–. Temí perderte, como perdí a tu madre… No podría soportarlo otra vez.

–¿Cómo era ella? –preguntó Lucas–. Siempre la nombras con pena, pero nunca hablas mucho sobre mi madre.

–Mi Mariam era una mujer hermosa, fuerte y capaz… Como tú. Tenéis el pelo del mismo color dorado… Aunque ella era algo más jovial que tú, hijo, eso sí. Más alegre –dijo sonriendo por un fugaz momento–. Mariam amaba mucho la vida. 

Bernat no pareció darse cuenta de que había hablado en presente “tenéis el pelo del mismo color dorado”, pero Lucas sí. Su padre hablaba a veces como si Mariam estuviera aún en algún lugar desde el cual siempre la tuviera presente. 

–Y, ¿cómo murió exactamente? Solo sé que yo era muy pequeño como para acordarme y que fue aquí, en casa. Pero nunca me dices más.

–Es que es muy doloroso para mí recordarlo. Además, fue tan extraño… Las enfermeras y comadres que lo presenciaron cuentan cosas… que yo no creo. Ya sabes cómo les gusta inventar a la gente del pueblo. No pidas que te lo cuenten. Te dirían alguna mentira, alguna dolorosa mentira, Lucas. Simplemente, se puso muy mal y entró en un estado como de trance, del que no logró salir. Y, ¡no me hagas hablar más por favor, Lucas! 

A su padre se le escurrieron lágrimas de los ojos. Bernat le estaba ahorrando a su hijo la peor parte: ocurrió durante en nacimiento de Lucas, mientras Mariam daba a luz. No pensaba contárselo nunca para ahorrarle el sentimiento de culpa al chico. 

En el pueblo, poca gente sabía qué había pasado exactamente. Bernat hizo a las comadronas jurar por sus familias que guardarían el secreto. Bernat se alegraba de vivir lejos, a las afueras del pueblo. Aún seguía cabreado con las mujeres que asistieron el parto. Suponía que habrían tenido alguna complicación que no esperaban y que habrían hecho todo lo posible también, pero entonces ¿por qué las invenciones y las mentiras? Le contaron que pasó algo desconcertante cuando el parto estaba en su punto crítico y ya intuían que perderían a la madre o al hijo. Pero luego hablaron del extraño trance de Mariam, de unas voces… De cosas absurdas e imposibles. 

Las mentiras y chismes era algo con lo que había que luchar en todo pequeño pueblo. Por ejemplo, todo el mundo se había enterado ya de que los chicos habían estado en el bosque encantado, y los rumores falsos sobre lo que allí habían visto ya se estaban extendiendo como la espuma: Gnomos, trolls, hadas, ¡hasta unicornios!; decían los vecinos, inventando cuentos; cosa que los divertía de lo lindo. 

¡Si ellos supieran! Lucas sabía que a Alan le gustaría saber que, efectivamente, existían sus cuatro torres: ¡las cuatro torres de un castillo! Ya se lo diría, pero solo a él… Quizá a Carmen también. Y ya está, de momento. No le gustaba nada que solo fuese su secreto. Tenía ganas de volver a verlos.

Esa cuarta noche se fue pronto a la cama, otra vez sin apenas hablar.  Ir a su habitación nada más cenar y no salir era parte del castigo dictado por su padre tras lo ocurrido. Mientras se ponía la camisola de dormir se atrevió a mirar por la ventana, hacia el bosque, por primera vez desde que estaba castigado. No vio nada más que árboles, muy quietos, grandes y apretados. Pero cuando estaba a punto de dirigirse hacia su camastro, algo entre el paisaje le llamó la atención y volvió raudo a la ventana. 

Le pareció ver algo blanco y grande moverse en la otra orilla. Con el corazón latiendo a toda velocidad, se fijó mejor. Efectivamente, había algo. Algo blanco y grande: un hermoso caballo blanco. Y ¡una lánguida mujer iba montada sobre él! No pudo apartar la mirada, pues la visión era luminosa e hipnótica. Ella llevaba un vestido de ricas telas y adornos, todo en color blanco y plata, digno de una princesa. ¿Qué hacía esa hermosa chica sola en el bosque prohibido? Se asustó tanto como se maravilló. Mujer y caballo relucían, tenían un fulgor blanco como los rayos de luna; como su blanco castillo del bosque. Se fijó mejor en ella: era bellísima, de largos cabellos negros, muy lisos, y con la piel tan blanca como su traje. 

Hasta ahora Carmen era única chica con la que había sentido un vuelco al corazón. La chica más guapa y graciosa que había conocido. Pero esta visión era otra cosa. No mejor, ni peor, sino distinta, tan diferente… Esta chica desconocida le pareció más mayor, más triste y más llena de magia. No podía dejar de mirarla, estaba como hechizado. Ella se movía con suavísimos movimientos, como caricias, mientras desmontaba, tomaba las riendas en una mano, se apartaba el pelo y acercaba a su caballo a beber al río. Lucas sintió una emoción tan intensa que se le hizo un nudo en la garganta, como cuando tenía ganas de llorar. Entonces ella levantó la cabeza y lo miró, directamente a él. Lucas se apartó, asustado, de la ventana. Se dejó caer contra la pared un momento, con una maraña de emociones batiendo su corazón. Cuando se atrevió a volver a mirar, la hermosa mujer ya no estaba.

Y así pasó todo un ciclo de luna. Cada noche, con esas hermosas visiones bajo su ventana. Cada noche la mujer acudía y acercaba a su hermoso caballo a beber al riachuelo, mientras Lucas la miraba. Después ella levantaba la vista y miraba a Lucas un momento antes de girarse, montar de nuevo sobre el caballo y marcharse. 

Con esa simple mirada de ella, cada noche, Lucas se sentía feliz y especial, a pesar de sentir un cierto temor. 

A veces, mientras dormía, en lugar de Carmen, era ella la que lo visitaba en sus plácidos sueños. 

Y aún Lucas sentía al levantarse que estaba viviendo un sueño, que, de alguna manera, ella no era real. A la luz y claridad del día llegaba a pensar que ella quizá fuese solo una visión debida a su encierro, algo emocionante por lo que esperar cada noche. Pero cuando la veía al fin de nuevo, deseaba que no fuera así. Deseaba que, efectivamente, ella fuese real.