Capítulo 7. Un viaje hacia la aventura
Lucas durmió toda la noche y la mayor parte del día, agotado por tantas emociones. Sollozó, durante su agitado sueño, por el recuerdo del lugar en el cuál se encontraba su madre. Finalmente, se despertó pasado ya el medio día. No veía la hora de que cayera el atardecer. Apenas comió. Dedicó el día a limpiar y remendar sus zapatos y a preparar su mejor ropa de viaje: ropajes de cuero que usaba para trabajar en la noria, muy resistentes al agua y al frío.
Al fin, entrada la tarde, colocó una nota entre las sábanas de la cama vacía de su padre. Allí la encontraría éste al ir a acostarse y vería la letra pequeña e inclinada de su hijo, pidiéndole que estuviera tranquilo, que debía pasar unos días fuera para reflexionar. Y lo más raro: que volvería con noticias de alguien…
Primero debía dirigirse hacia la plaza del pueblo, simulando que iba a ver a sus amigos, para no levantar sospechas. Se sentía raro andando por el pueblo con esa ropa de cinchas de cuero marrón, como un explorador o un guerrero medieval sin armadura. Iba extrañamente ataviado para caminar por las calles, así que en cuanto puso el primer pie en la plaza pensó que ya había disimulado suficiente. Se dio la vuelta y caminó a paso veloz hacia el bosque.
Cuando Lucas llegó al claro, frente al castillo, encontró allí a Aradne. Estaba, sin duda, hermosa. Parecía una escultura de mármol: de pie, con su vestido blanco y plata, inmóvil pero emocionada, con los ojos brillantes. Tenía un saco de cuero y un arma a sus pies.
–Aún no me creo lo que vas a hacer por mí. Quiero que no te arriesgues de todos modos, prefiero que vuelvas con vida aunque no hayas podido llegar al final. Tanto si lo consigues como si no, vuelve, por favor –le suplicó Aradne, acariciando su mejilla tiernamente–. Encontraré el modo de recompensar tu valor. Ahora, escúchame bien por última vez antes de partir. La entrada a los Infiernos se halla en lo más hondo de una profunda caverna. La entrada a la caverna se encuentra en los Montes Nevados, los grandes montes que por el norte delimitan nuestro reino. Esta entrada está custodiada por tres brujas que te darán a elegir entre sus tres puertas. Solo una puerta lleva a la entrada hacia los Infiernos, si entras en cualquiera de las otras quedarás prisionero de las brujas, pues son trampas. Recuerda que has de elegir la puerta “que te indique el corazón”. Recuérdalo bien, es muy importante. Solo tras tres días continuos de bajar escaleras llegarás a su final: la entrada a los Infiernos.
Aradne hizo una pausa y observó a Lucas, que tragaba saliva intentando aparentar valentía y ocultar el temblor de sus brazos.
–Lo cierto es que ya no sé más –continuó Aradne–. No sé qué te espera cuando acaben las escaleras y te halles ante las puertas del Infierno, Lucas. Quizá las brujas puedan darte alguna otra pista.
Tras este inquietante discurso, Aradne lo aprovisionó con agua y comida para unos cuantos días, más de los que él quisiera estar fuera. Y le entregó una hermosa espada de guerra.
–Perteneció a mi padre –le dijo emocionada.
Lucas apenas tenía idea del manejo de armas, pero sonrió y dijo:
–La llevaré con honor.
Aradne invocó para tal viaje al animal protector de su familia: un enorme halcón al cual los MontFalcó debían su apellido.
Un agudo graznido rasgó el cielo y la sombra del enorme pájaro oscureció el claro, desde las alturas. Tan grande era el halcón que Lucas podía montar sobre él perfectamente, con todo el cargamento.
Acarició las duras plumas del animal con un poco de temor, hipnotizado por su brillo dorado.
–Él te llevará hacia los Montes Nevados. Allí se encuentra la entrada a la caverna. Allí viven las tres brujas. Es un animal fuerte y sabio: conoce el camino. No tienes más que dejarte guiar.
Y cuando al fin Lucas estaba a punto de emprender el vuelo, colocado entre las alas del halcón, un fuerte crujido de ramas se escuchó cercano. Todos se sobresaltaron.
Lucas desmontó. Aradne y él se acercaron a la zona de la cual había provenido el sonido, con mucha precaución. Se miraron desconcertados cuando entre las ramas bajas descubrieron escondida a una aterrorizada muchacha.
–¡Carmen! ¡¿Qué haces aquí?! –gritó Lucas, con cierto enfado y asombro.
–¡Lo siento! Te he visto cerca de la plaza del pueblo, he visto cómo te dabas la vuelta y te ibas de nuevo, vestido con… con ¡eso! –dijo, señalando los ropajes de cuero de Lucas–. Y se me ha hecho de lo más raro, Lucas, qué quieres que te diga. Te he seguido. Tus pasos me han traído hasta aquí y te he escuchado hablar con toda confianza con esta extraña mujer… Sin ánimo de ofender –añadió, haciendo una pequeña reverencia a Aradne–. Que, disculpe usted, pero viste como una noble, cuando se supone que se fueron todos hace 100 años del valle. Que tiene un castillo que nadie en el pueblo sabe que existe. ¡Que tiene un halcón gigante! Que se supone que va a enviar a Lucas a unas montañas lejanas que no parecen, precisamente, un lugar acogedor… Y, para colmo, ¡he oído algo de brujas e Infiernos! ¿Qué queréis que piense? ¿Que nos hemos vuelto todos locos? ¿Alguien me puede explicar qué está pasando aquí? Por cierto, me llamo Carmen –se presentó, muy inoportuna, a Aradne, a la cual la presentación la cogió por sorpresa–. Soy amiga de Lucas y estoy muy preocupada por él. ¡¿Dónde lo envías?!
Lucas la tomó por los hombros suavemente, intentando calmarla.
–Carmen, por favor, da la vuelta, olvida lo que has visto y vuelve al pueblo.
–Pero, ¡Lucas! No puedes pedirme que olvide lo que he visto, que olvide lo que vas a hacer y marcharme sin más.
–Oh, oh. Esas mismas palabras las dijo ayer alguien… –intervino Aradne, con retintín. Ayer mismo Lucas le había dicho a ella algo parecido.
Lucas estaba desconcertado.
–Bien. Y, entonces, ¿qué hacemos?
Lucas no podía creer que estuviera sobrevolando las tierras del valle, mirando su pequeño pueblo a vista de pájaro, nunca mejor dicho. Se agarró fuerte a las plumas gigantes del halcón. Todo parecía una especie de gracioso belén de juguete. Después, desde más arriba, el pueblo y los campos solo parecían manchas de colores.
Carmen chillaba debido a la velocidad y al vértigo, bien agarrada a su cintura. Él había soñado alguna vez con que le agarrase la cintura, pero nunca pudo imaginar que sería así ese momento.
La princesa Aradne había decidido que Carmen acompañara a Lucas en el viaje, pues: “Tener un punto de vista femenino a la hora de decidir, puede ser la clave para ganar. Puede que nos la haya mandado el destino”. Lucas pensaba que más bien había sido la propia Carmen y su curiosidad inquieta quien se había mandado a sí misma. Carmen no estaba dispuesta a volver al pueblo, prefería acompañar a Lucas en su viaje y servir en todo lo que hiciera falta.
Aradne les había dicho que, hasta ahora, muy pocos guerreros habían intentado el viaje, y casi todos fueron de la época posterior a la última guerra. La mayoría fallaron ya en la prueba de las brujas. Los pocos que la habían superado, se habían perdido para siempre en las profundidades de la caverna. A ellos se refería Aradne cuando mencionó a Lucas algo sobre: “Los últimos humanos que vi, fue hace muchos, muchos años”.
Lucas le contó a Carmen la historia de Aradne y el castillo encantado mientras sobrevolaban los valles y colinas del reino, en dirección al norte. Cuando acabó la historia Carmen se alegró mucho de formar parte de esa aventura.
En un tiempo sorprendentemente corto de vuelo, Lucas divisó esos grandes montes que separaban su reino del vecino reino francés.
Al fin, tras horas de vuelo entre picos y riscos gigantescos, divisaron una pequeña cueva de aspecto tenebroso. Notaron cómo el halcón descendía para posarse en el suelo, confirmando así que esa debía ser, al fin, la cueva.
Lucas temió el encuentro con las tres brujas. Lo temió mucho más por Carmen que por él. Esperaba que no se asustara demasiado.
Ambos se despidieron del halcón, rogándole que los esperara al menos unos días, sin saber si el animal iba a entenderles o a hacer caso omiso de sus palabras. Pero cuando Carmen lo acarició, el animal hizo con la cabeza un gesto de asentimiento. Lucas sonrió, luego se armó de valor y caminó sobre aquel terreno abrupto, dirigiéndose hacia la cueva. Roca pelada y matorral escaso y seco, cubierto de cristales de hielo, era lo único que había en aquellas alturas. Tres días de bajar escaleras los esperaban si conseguían acertar la puerta. ¡Tres días! Estaban tan alto en la montaña que Lucas pensó que las cavernas infernales no debían estar muy hondas bajo tierra, sino en el interior de aquel monte.
Al fin llegaron a la entrada de la cueva de las brujas.
Lucas puso un dedo sobre sus labios, indicando a su compañera que no hiciera ruido. Le sugirió, con gestos, que esperara fuera. Él entraría primero.
No quería mostrarse de repente, así que asomó la cabeza con cuidado, intentando no hacer ruido. Vio a tres viejísimas ancianitas alrededor de un puchero maloliente, vestidas de negro, con pinta muy inofensiva, y completamente ciegas. Mantenían los párpados fuertemente cerrados, pero enseguida Lucas se dio cuenta de que les faltaban los ojos.
–Pasa, pasa –dijo entonces una anciana voz–. No te molestes en intentar no hacer ruido. Mis hermanas y yo somos ciegas, pero no sordas.
Las brujas rieron a carcajadas.
–Sí. Y tu amigo, que está ahí fuera, que pase también –dijo otra y volvieron a reír.
Carmen avanzó un poquito hacia el interior de la cueva y le llegó un horrible hedor, un olor putrefacto, que provenía del caldero que removían las tres hermanas brujas a un tiempo.
–Os hemos oído llegar –dijo una.
–Porque oímos muy bien –dijo otra.
–Y, antes de vosotros, un enorme pájaro. Nunca vimos nada igual.
Las tres hermanas rieron con un sonido terrible.
–¡Seguro que no lo vimos! Sí escuchamos.
–Sí criatura mayor. ¡Nunca pájaro igual!
–No sé cómo no os ha cazado ese pájaro tan enorme para su cena. Hemos pensado: “Oh, oh… ¡Aventureros en apuros!”.
–Oh, era un halcón adiestrado, no salvaje. Es de una amiga –explicó Lucas.
–¡Pues si el pájaro no os ha cazado puede que os cacemos nosotras! –dijo una de ellas y volvieron a reír. Soltaron los cucharones y se dirigieron hacia ellos con las manos extendidas para tocarlos.
Lucas se apartó y tragó saliva. Carmen estaba inmóvil y pronto tuvo seis manos encima.
–¡Oh! ¿Qué es esto? –dijo una de ellas–. Mira que pelo tan laaargo, y ¡Mmm! Qué bien huele. No huele a sudor y a queso, como los otros. Este debe ser un buen mozo.
–Un poco bajito para ser un buen mozo –dijo otra tocándole la cabeza.
–Y un poco… ¡oh! –exclamó–. ¡Tú no eres un mozo!
–¡Claro que no! –dijo Carmen, apartándose y quitándose las manos de encima–. ¡Porque soy una chica!
–¡Oh! ¡Una chica! –gritaron las tres hermanas al unísono.
–¡Qué mona!
–¿Nos la podemos quedar? ¿Nos la podemos quedar, hermanas?
–¡Sííí! –dijo una, pero la tercera la hizo callar de un cucharazo en la cabeza y se dirigió a Carmen, tan claramente como si pudiera verla:
–Y, ¿qué hace aquí una chica? Aquí solo vienen montañeros perdidos o ilusos salvadores de princesas…
–¡Qué romántico! –dijo la de antes, tapándose la boca rápido al ver que había interrumpido a su hermana.
–Sí, muy romántico, pero la mayoría acaban en nuestra olla.
Las tres volvieron a reír conjuntamente. Y Lucas y Carmen se miraron horrorizados al pensar lo que habría en la olla maloliente.
–En realidad, vengo buscando algo –interrumpió Lucas, desesperado por continuar hacia su objetivo–. Me han dicho que vosotras custodiáis tres puertas y que una de ellas es la entrada a los Infiernos.
–Sí, así es. ¿Y qué quieres? –dijo una, mientras volvían todas otra vez a remover.
–Pues, bien, quiero bajar. Necesito descender a los Infiernos… Los dos queremos bajar –corrigió.
Entonces las tres brujas al tiempo dejaron de remover y se lanzaron hacia donde estaba Lucas, hablando y gritando a la vez.
–¡Estás loco, chico! ¿Por qué querrían unos mortales arriesgarse a bajar ahí?
–¡Sí! Y más unos mortales que conservan los ojos.
–Nosotras los perdimos para poder bajar cuando queramos.
–¡Sí! Para no ver al Basilisco.
–El Basilisco es el Guardián de la puerta al Infierno. Lo encontraréis tras tres días bajando escaleras. Es un enorme lagarto mitológico.
– Y, si le miras a los ojos, su mirada te mata.
–Sí, te convierte en piedra. Por eso nosotras nos arrancamos los ojos, ¿verdad, hermanas?
Las tres rieron de nuevo, y una dijo:
–Quizá deberíamos arrancárselos también a ellos –añadió una.
–No va a hacer falta, gracias –respondió Lucas, quitándose una mano de encima–. Por favor, muéstrennos las tres puertas, si son tan amables.
–¡Está bien! –gruñó una bruja–. Pero si no aciertas la buena ya hablaremos de tus ojos… y de todo lo demás –añadió, volviendo a reír.
–A la chica nos la quedamos.
–Sí, tú no te preocupes, guapa, aquí solo hacemos caldo de hombre.
–Sí, ¡caldo de gallina! –Rieron de nuevo.
–¡Ella se viene conmigo! –respondió Lucas, pasando un brazo sobre Carmen para protegerla, aunque ésta parecía más divertida que asustada.
Las brujas dejaron atrás la cocina maloliente que les servía de casucha y llevaron a Lucas y a Carmen por un oscuro pasadizo al fondo de la cueva.
–No veo nada –se quejó Lucas, resbalando en la fría roca–. ¿No tendrían una antorcha? –preguntó, pensando en no gastar aún las que le había proporcionado Aradne.
–¿Y para qué querrían una antorcha unas ciegas? ¡Aventureros…! ¡Síguenos y no te quejes tanto! ¡Tu amiga no se queja!
Siguieron bajando, agobiados, en la más profunda oscuridad, tocando las paredes mojadas y frías. Hasta que vieron cómo, al poco, una de las brujas encendía una especie de gran candelabro plano que iluminó una enorme habitación. No hacían más que tomarles el pelo. Era una sala rocosa donde sólo se escuchaba el goteo del agua y el crepitar del fuego. Se dejaban ver tres entradas oscuras. Cada una de las brujas fue a colocarse frente a cada una de las puertas. Al otro lado de la sala, sobre el fuego encendido, había una forma majestuosa: una especie de gran altar iluminado donde se veneraba a una garra gigante. La Garra mitológica, mayor que la del halcón que le había traído, mucho mayor.
–Es una de las garras del Basilisco –dijo una de las brujas–. Por él nos quedamos sin ojos, así que, por eso, nosotras lo dejamos sin una de sus garras.
–Sí, chico. Si ahora se mueve peor es gracias a nosotras, recuérdalo… Si llegas hasta él.
–Venga, ¡vamos! Que tenemos que volver a nuestro puchero. Dinos, ¿qué puerta eliges?
Lucas miró las tres aberturas, con las tres brujas delante, casi indistinguibles y se sintió desanimado. “Lo que te indique el corazón”, recordó. Las palabras de Aradne no le servían tanto como él había pensado. No había nada especial en ninguna de esas puertas. Tampoco ninguna de las tres brujas que las guardaban parecía distinta de sus hermanas.
¿Cómo iba a saber cuál era?
–Chico, chico del pájaro, no tenemos todo el día –le increpaban las brujas, poniéndolo nervioso.
–Carmen, escucha: Aradne me dio una pista para cuando llegara a esta sala, pero parece no servirme de nada. Me dijo que escogiera la puerta “que me indicara el corazón”…
–Si tardáis mucho más, os quedaréis con nosotras –chilló una hermana.
–Nada me dice el corazón –continuó Lucas, ignorándola–. ¿Y a ti?
Carmen miró una a una a las brujas. Todas comenzaron a hacerle gestos disimulados con la cabeza, como si quisieran decir que su puerta era la buena, pero ¡lo hacían las tres por igual! Entonces comenzó a pasear por la habitación, mirando todo a su alrededor, intentando pensar. Mientras, Lucas seguía mirando las puertas. Entonces Carmen detuvo su paseo, levantó la cabeza hacia arriba para destensar el cuello y… ¡allí vio la solución!: La gran Garra mitológica. ¡La garra del guardián del Infierno indicaba la entrada al Infierno!
–¡Lucas, mira! ¡Mira la gran Garra! “Lo que te indique el corazón”. ¡Se refería al dedo corazón! ¡Al dedo corazón de la gran Garra! Está distinto a los demás. ¡Está apuntando justo hacia la puerta del centro!
Las brujas se movieron nerviosas, con cara de asombro. Y comenzaron a cuchichear.
–¡Elegimos esta puerta! La del centro –gritó Lucas, triunfal.
–¿Estás seguro, chico?
–¡Sí! Esta puerta. Ya habéis oído a mi amiga. Tiene toda la razón –se volvió hacia Carmen–. ¡Gracias, Carmen! A mí solo no se me hubiera ocurrido.
–En fin… parece que al fin y al cabo conservaréis vuestros ojos. Al menos hasta que os encontréis con el Basilisco –dijo la bruja del centro, apartándose de delante de su puerta–. Has resuelto el acertijo, chica.
–Sí –dijo otra–. Y por acertarlo y ser, además, tan simpática, vamos a hacerte un regalo.
La bruja desapareció un momento y volvió enseguida con un paquetito que entregó a Carmen.
–¡Ábrelo!
Carmen se quedó maravillada por la hermosura del objeto que encontró. Era un precioso espejo de mano de plata.
–¡Oh! Es un espejo. ¡Es precioso! ¡Muchas gracias!
–No hay de qué, chica. Nosotras no lo usamos, ¿verdad? –ironizó–. Y puede que a ti te sirva. ¡Pero que no se rompa! Traería mala suerte.
–Ahora, recordad que son tres jornadas de bajada de escaleras. Y ahí dentro el tiempo parece más largo aún, pues no sabréis si es de día o de noche.
–Sí. Y luego os encontraréis con “él”. ¡No le miréis a los ojos u os convertiréis en piedra!
–¡Gracias! –les gritaron ambos, con nerviosismo y gran temor, pero no sin emoción.
Carmen les dio un abrazo a cada una, ante la cara de repulsión de Lucas. Y ambos atravesaron la puerta central.