CAPÍTULO 8
DESCUBRIENDO A LAURA
TRAS la conversación a través del cyber-espacio con Laura, Víctor quedó envuelto en un millón de pensamientos. Por un lado no paraba de decirse para sí mismo, que el tema Laura debía tomárselo como una alternativa o posibilidad que debía mantener encendida, porque nunca sabía lo que podía deparar la vida. Su voz interior le intentaba convencer de que debía seguir adelante, con mesura, si bien no quería lastimar su corazón. Al fin y al cabo, Laura estaba a miles de kilómetros de Víctor. ¿Merecía la pena gastar su valioso tiempo en entablar una conversación con una persona que existía la posibilidad de que jamás llegase a conocer? Es más, ¿Merecía la pena llegar a conocerla aunque se cumpliese esa remota posibilidad, a sabiendas de que sus destinos galopaban por sendas distintas? Y todavía aún peor, ¿Por qué le invadían todos estos pensamientos si lo que en realidad pensaba Víctor de Laura era que lo que había ocurrido, fue y sería en un futuro cuando mirase atrás, una mera conversación de entretenimiento en un día que no había nada mejor que hacer? Sin embargo allí estaba, dándole y dándole vueltas a las posibilidades que se le abrían a su paso si seguía adelante, el poco provecho que podría sacar si seguía por ese camino, y cuánto podría ganar si empezaba a pensar en nuevas formas de conocer a gente más asequible que Laura. O mejor aún, si dejara de buscar a nadie. ¿Por qué diablos se había empecinado en que debía encontrar a alguien? ¿Y debía ser ya? ¿Acaso había que buscar a alguien como si ese alguien se quisiese dejar encontrar? Ni la gente ni las cosas se buscan. Las cosas surgen, pasan, ocurren, y las personas entran y salen de nuestras vidas sin necesidad de que nosotros mismos forcemos situaciones. Todo esto eran los pensamientos lógicos de Víctor, pero como una apisonadora del razonamiento, la energía de su cuerpo solo iba en una dirección: que fuese ya mañana para volver a hablar con Laura.
Por suerte no fueron los únicos pensamientos que aturdieron a Víctor aquella noche, aunque ninguno de ellos se alejaba de Laura ni de la conversación que había mantenido con ella horas antes. Pensó que era cuanto menos curioso el hecho de que ella fuese azafata y pasase gran parte de su vida a miles de kilómetros de la tierra, cuando él jamás había subido en un avión. Le aterraba volar. Y más aún que volar, el encontrarse en un habitáculo cerrado sin posibilidad de escapar. Esa sensación de estar levitando en el aire y en caso de choque inminente no poder reaccionar de ninguna manera porque no es él el encargado del control del aparato le angustiaba. A su vez, y dado que nunca jamás había tenido la necesidad ni el interés de viajar a otras ciudades ni países, se cumplía una segunda prerrogativa: Víctor nunca había volado, y por lo tanto no conocía nada que no fuera la Península Ibérica. Tampoco le importaba lo más mínimo. Tenía cuanto necesitaba allí y nada le esperaba allá afuera. Engañaría si dijera que no le encantaría conocer otras culturas y visitar otras ciudades, pero ante ese temor acérrimo al que se enganchaba, él mismo se había asegurado a sí mismo que no era algo tan importante como para preocuparse por su ausencia. Pero sería cuanto menos curioso que una persona que jamás ha pisado nación ajena acabase enamorado de una azafata que ha pasado más tiempo fuera que dentro. ¡Mierda! Otra vez esa Laura. Dichosos pensamientos que por más sinuosos que fuesen siempre acababan en ella. Era una autotortura constante a la que le llevaba su propia irracionalidad de manera involuntaria. ¿Cómo alejar sus pensamientos de esa flagelación asestada con su propia mano? Ya lo tenía. Calentaría un vaso de agua y hundiría en ella dos bolsas de tila, eso le ayudaría a conciliar el sueño y despejar su mente.
A la mañana siguiente despertó de maravilla, había descansado profundamente. Mientras se preparaba su típico desayuno de café cargado y un cigarro, volvieron sus quebraderos de cabeza. Faltaban siete horas hasta que dieran las 17:00, hora en que había quedado en su ordenador para hablar con Laura. Acababa de amanecer y ya estaba envuelto en ese malestar de que aquella desconocida fuera su pensamiento único. Debía acabar con él, al menos hasta que dieran las 17:00. Debía ocupar su tiempo y su mente para estar ocupado, y así tener, no solo una actividad que destruyese cualquier señal de Laura, si no también algo que hiciese que el tiempo pasase veloz a su paso para que las agujas marcasen la hora señalada lo más rápido posible: las 17:00.
Víctor decidió que sería muy buena idea darse una vuelta por alguno de sus restaurantes. Debía hacerlo, o mejor dicho, se sentía obligado a ello, y a parte le serviría para sofocar todos aquellos pensamientos que lo abordaban y estaban a punto de dejarle sin existencias cerebrales. Se pasaría por El Yantar De Alexander, que se encontraba en la calle Orense. Su padre le puso el nombre por Alejandro Magno, personaje al que veneraba sobre todas las cosas, por su coraje, honestidad, su valentía, su audacia. Fue el primer restaurante que abrió con tan solo 26 años, la edad que ahora tenía Víctor, claro que antes era mucho más fácil que ahora emprender un negocio. Todos los restaurantes poseían nombres de grandes personajes de la historia que para el padre de Víctor habían sido muy importantes. Siendo así, entre otros podíamos encontrar, El Salón De Lincoln, que estaba en Sanxenxo, Galicia, El Puchero de Lennon, que estaba en pleno corazón de Barcelona, y La Casa De Platón en Granada, entre otros, y así hasta 19 restaurantes.
El encargado de El Yantar De Alexander era un hombre por el cual el padre de Víctor siempre había tenido en muy alta estima. Era Don Carlos Acosta, un hombre de metro noventa y cinco, corpulento, con una galantería fuera de lo común, y por el cual Víctor sentía un gran aprecio, que por otro lado era recíproco. Cuando entró en el establecimiento, Don Carlos no se encontraba en él. Tampoco había nadie en la recepción, cosa que le extrañó. Víctor entró en el salón y sin que nadie le acomodase en su mesa, como era obligatorio, se sentó en la que eligió él mismo. Después de cinco minutos de reloj sin que por allí apareciese nadie, de repente salieron riendo un camarero y la cocinera por la puerta de la cocina. Pronto las risas cesaron cuando se percataron de que no estaban solos y que una de las mesas del salón estaba ocupada. Eran Margarita y Juan, seguramente ninguno de los dos supiese quien era el individuo que había sentado en la mesa. Llevaban poco tiempo en el negocio, y con esta, era la segunda vez que Víctor los veía, aunque la primera había sido de pasada y no habían mediado palabra. Juan era de origen peruano y Margarita era de Colombia.
El Yantar De Alexander no solo era el restaurante más antiguo de todos los que poseía, también era el que más cariño le profesaba, pues durante muchos años ese fue su parque infantil, y durante muchos otros aquella fue la escuela donde aprendió lo poco o lo mucho que sabía de hostelería. Y por supuesto, era el más amado por su difunto padre, ya que fue el filón de todos lo demás. Así que podría decirse que aquel restaurante era su estandarte, su bien más preciado. No poseía de grandes dimensiones, pero sí de un encanto y de una personalidad únicas. Casi todo estaba hecho con materiales naturales, nada sintétito ni parecido. El suelo era de madera de roble pura y cuando caminabas sobre él podías sentir el crujir de la madera, y lejos de ser desagradable, resultaba acogedor. En el techo, troncos de árboles hacían de viga y contenían el peso del techo. Las mesas y sillas estaban todas hechas de roble y eran de madera pura, robustas y de gran calidad. Las paredes todas eran de piedra con tamaños irregulares de tonos grises.
Si por algo era famosa la cocina de El Yantar De Alexander era por sus deliciosas carnes a la piedra, un par de comidas típicas madrileñas, la riqueza del surtido de embutidos de la más alta calidad, y por su gran variedad de vinos de las mejores y más reseñadas reservas. La carta tampoco presentaba mucho más que eso. Si en algo se caracterizaban los restaurantes que Víctor poseía era en que no tenían una carta interminable de platos, si no que el menú era conciso, pero de buena calidad. Así, en Segovia tenían El Paladar De Einstein, en el que no se servía mucho más que cochinillo al horno y ensalada para acompañarlo, y en Las Delicias De Miguel en Valencia (era por Miguel Indurain por el cual su padre siempre sintió devoción y respeto), tan solo se servían paellas y risottos. La idea era centrar todo el esfuerzo en una sola cosa, pero que esa cosa tuviese una calidad suprema.
Juan, el camarero de origen peruano se acercó a la mesa de Víctor. Tenía el mismo nombre que su padre, y esto le recordó inminentemente a él. Se quedó allí de pie, apenas a un metro con la mirada fija en la libreta para apuntar los pedidos, esperando que el comensal advirtiese lo que deseaba tomar. Víctor se lo quedó mirando durante unos segundos, esperando que al menos le diese los buenos días y le diese la bienvenida al restaurante, cosa que esperó sin respuesta. Finalmente Víctor habló:
—Buenos días —dijo un poco enojado por el trato recibido por Juan.
Este permaneció inmutable sin apartar la vista de su libreta y con su mano sosteniendo el bolígrafo con el que iba a tomar nota.
—Hola, ¿Qué va a tomar? —dijo Juan sin tan siquiera mirarle a los ojos.
No había visto una peor manera de dirigirse a un cliente en toda su vida, y menos aún después de lo que acababa de ver que ocurría en la cocina con la tal Margarita. No había habido saludo, ni interacción positiva con el cliente, ni disculpa por el retraso. Sencillamente nefasto.
—Quería una copa de albariño por favor.
—Muy bien —dijo Juan y se alejó de inmediato.
Juan se marchó sin más. Ni siquiera una sugerencia de un poco de queso para acompañar el vino ni nada por el estilo. Víctor estaba muy disgustado por el trato recibido por su propio camarero en el restaurante por el que más aprecio sentía. Juan regresó con su copa de vino y la posó en el mantel sin mediar palabra, y acto seguido se volvió a marchar hacia la barra a cuchichear con Margarita. Era inadmisible aquello. Debía ponerle remedio en cuanto antes. Podría parecer una estupidez, pero los clientes que tanto había costado forjar, por una nimiedad como aquella podían desaparecer en un santiamén. Las personas querían, pese a que la sociedad girase en torno a lo contrario, que se les tratase como personas importantes, con amabilidad y cortesía. De Pronto entró por la puerta Don Carlos, el encargado, y nada más ver a Víctor se acercó a él con alegría y grata sorpresa.
—Muy buenos días señor Alonso. Cuánto tiempo sin verle por aquí —dijo Don Carlos que siempre se dirigía hacia las personas por su apellido. Víctor se levantó para darle un abrazo, la cortesía no implicaba falta de cariño—. Se empezaba a echar de menos su presencia señor Alonso.
Sus palabras eran de corazón. Había visto crecer a Víctor, lo había visto construirse como persona, y lo cierto es que cada vez que lo miraba veía a su padre, y así se lo hacía saber.
—Yo también le echaba de menos Don Carlos, ya tenía ganas de pasarme por aquí.
—Cada día se parece más a su padre —dijo Don Carlos.
Víctor sabía que lo hacía sin ninguna intención, pero cada vez que le hacía ese comentario (que era siempre que lo veía) le recordaba lo solo que estaba en el mundo.
—Pero con menos genio —añadió Víctor y los dos rieron asintiendo, pues sabían que era cierto—. ¿Me acompañas a la mesa?
—Faltaría menos señor Alonso, nada me apetece más.
Juan el camarero quedó un poco perplejo ante el trato que tenían su responsable y aquel joven muchacho que le acompañaba en la mesa. Aun así no se percató de que si algún jefe jefísimo había en el salón, ese era Víctor. Pero eso Juan lo desconocía. Juan se acercó a la mesa y esta vez dijo dirigiéndose a Don Carlos:
—Muy buenos días caballero. ¿Qué desea tomar el señor? Increíble. Víctor quedó maravillado. ¡Pero si sabía hacerlo! No era un problema de educación ni conocimientos, era un problema de actitud.
—Tomaré lo mismo que el caballero —Dijo Don Carlos señalando a Víctor.
—¿Les apetece a los señores algo para acompañar el vino? —preguntó esta vez disciplinado Juan.
—Señor Alonso, yo no tengo mucho apetito, pero si a usted le apetece comer alguna cosa le acompañaré —sugirió Don Carlos
—No, gracias Don Carlos, no tengo hambre, no la tenía antes cuando nada se me ofreció y por supuesto no la tengo ahora que solo han pasado cinco minutos desde aquello —dijo Víctor lanzando un misil tierra-aire sin ningún tipo de contemplaciones.
A Don Carlos se le encogió el rostro y giró la cabeza en dirección a su subordinado completamente defraudado. La cara de Juan reflejaba sorpresa. No esperaba que aquel jovenzuelo fuese a pegar un chivatazo y airear de manera tan impune un detalle sin tanta importancia. Sin importancia para él, desde luego era bien conocedor de que para Don Carlos eso era lo último que debía ocurrir en su restaurante. Víctor se percató de que Don Carlos iba a explotar cuando vio como se le hinchaba la vena del cuello, y decidió intervenir antes de que se produjera la explosión.
—Sin duda ha debido ser un despiste que no volverá a suceder, pues ahora acaba de atendernos con la máxima corrección y pulcritud —dijo Víctor intentando apaciguar los ánimos de Don Carlos.
Juan se alejó en cuanto pudo de allí como alma que carga el diablo y se puso a preparar la bebida de Don Carlos. Bien sabía que por aquello, Don Carlos era más que probable que lo pusiese de patitas en la calle.
Mientras, en la mesa cuchicheaban Víctor y Don Carlos. Juan por supuesto estaba en lo cierto. Don Carlos le comentó a Víctor que ese sería el último día de aquel maleducado en su local. Víctor mermó las emociones de su estimado amigo y le dijo que no se preocupase, que él mismo se encargaría de aquello y que le dejase a él hablar. Víctor quería volcarse de lleno en el negocio por primera vez desde que su padre se marchara al cielo (no podía estar en otro sitio pues era el hombre más bondadoso que jamás había conocido). Juan se acercó a la mesa y posó delicadamente la copa de albariño al lado de Don Carlos. Víctor se levantó de inmediato y retiró la silla que quedaba al lateral de la mesa.
—Por favor, siéntese señor Juan —le solicitó Víctor educadamente.
Juan se quedó estupefacto al comprobar que aquel muchacho sabía su nombre. ¿Quién sería ese joven? Obedeció y se sentó.
—¿Tiene alguna idea de quien soy yo señor Juan? —preguntó Víctor.
—No —contestó mientras acompañaba su negativa girando la cabeza de un lado a otro.
—Soy Víctor Alonso.
Solo con escuchar aquello, Juan sabía perfectamente a quien tenía delante, y se ruborizó.
—Vaya... yo... lo lamento señor Alonso. Yo... no tenía ni idea de que era usted —dijo asombrado Juan.
Sentía que ya estaba más fuera que dentro. Aquel niñato era el mandamás de la empresa, ya no había remedio. Había tomado a su jefe supremo por un cliente de poca monta. Su marcha era inevitable.
—Señor Juan, verá, lo cierto es que es irrelevante quien yo sea, soy solo una persona más que ha entrado aquí a degustar la comida y saciar su sed con un buen vino. En El Yantar De Alexander todos somos una familia, y todos los que entran aquí son grandes amigos, ya sea el cliente habitual o un turista. Y son grandes amigos porque ellos nos ayudan a crecer y a prosperar, sin su visita cotidiana o esporádica no seríamos nada. Es por ello que no quiero ni me vale un trato especial por ser yo, no quiero que sea educado ni servicial cuando esté Don Carlos o cuando esté yo, porque aunque nosotros somos los que le damos el sobre a fin de mes, en realidad, son esos clientes los que le dan de comer a usted jornada a jornada. Además, una gran parte que engruesa vuestro salario son las propinas, un 60% de ellas son a repartir entre los empleados, y aquí viene gente de mucho dinero y suelen ser generosos. Un buen trato implica mejores propinas, y un buen trato implica que en esta casa que es la nuestra, haya más amigos que desean venir. Esto es A por B por C. Donde A es el buen trato, B son nuestros clientes que crecen por esa cortesía, y C que son las propinas que crecen todavía más por la conjunción de A y B. Es mi dinero lo que está en juego en todo esto, el de Don Carlos, y el de usted señor Juan. De nuestro dinero es de lo que estamos hablando. Por eso somos una familia. Remamos todos en una misma dirección. Si hay que achicar agua achicamos todos, y en época de bonanza recogemos todos. Pero depende de nuestro esfuerzo conjunto el tener que achicar menos agua y recoger el máximo posible ¿Lo entiende? —soltó una eterna parrafada Víctor llena de cordura.
—Si señor Alonso, ha sido un error que no volverá a suceder, lo prometo.
—No lo dudo. Pero recuerde, no porque esté yo aquí, o Don Carlos. Cualquier persona que entre en este establecimiento es un miembro estimado de nuestra familia.
—Lo haré señor Alonso —dijo Juan con un halo de esperanza de poder quedarse.
Parecía sincero, había captado el mensaje, además estaba aliviado porque parecía que le darían una oportunidad y no acabaría en la calle.
—Por otro lado señor Juan, tengo entendido que usted tiene esposa y una hija en Quito.
Aunque Víctor no fuese tan asiduamente a sus locales como debiera, desde luego estaba bien informado de lo que entraba, salía y pasaba por ellos. Juan alucinó de que aquel muchacho tuviese toda aquella información.
—Así es señor.
—Bien. Y hago bien en suponer que mes a mes usted les manda una porción del dinero ganado aquí para que puedan vivir mejor ¿No es así?
—Así es señor —asintió el señor Juan, todavía algo anonadado.
—Pues si en algún momento no encuentra la motivación que necesita, piense que es por ellos por los que está usted aquí, en un país extraño. Por ellos cruzó usted el charco, y por ellos se está dejando la piel día a día para mandarles su sobre todos los meses. De usted dependen para que les pueda mandar esa cantidad monetaria tan ansiada por ellos —Víctor hizo una breve pausa y prosiguió—. No obstante, como ya le he dicho antes, aquí somos una familia, no solo somos una máquina de fabricar dinero. Nos importa el bienestar de todos y cada uno de los miembros que componen esta nuestra familia. Por ello, yo me comprometo aquí y ahora mismo, a que si usted da todo el potencial que puede y debe, yo me encargaré personalmente, si así lo desea, de conseguir que su familia pueda venir aquí a España. Tengo amistades con grandes influencias en el Ministerio, y no creo que fuese un gran problema conseguir los papeles para sus seres queridos. Pero nada es gratis en esta vida, necesito ver que usted es un hombre comprometido —dijo generoso Víctor.
Al señor Juan se le salían los ojos de sus órbitas, no podía creer tener tanta fortuna. Y pensar que no hacía más de media hora que pensaba que ese trabajo no era más que servir copas y preparar cenas y que no tenía intención de vivir de esa manera para siempre. Juan había sido oficial de obra toda su vida, y tenía de camarero lo que un roedor de diputado del congreso (aunque bien visto, un roedor se parece mucho a un político, todo lo roe y se alimenta de lo que va cogiendo de cualquier hogar que se encuentra). Pero sin embargo ahora, y dada la plena confianza que le inspiraron las palabras del señor Alonso, se sentía afortunado por haber caído en esa empresa con un jefe honesto, y que posiblemente conseguiría que su familia volviera a estar unida como un día estuvo.
—No volveremos a tener esta conversación señor Alonso, se lo prometo. Voy a dar todo lo que pueda para conseguir remontar todos los pasos que he dado atrás. Ya lo verá, haré que se sienta orgulloso de no mandarme a la calle.
—Estoy convencido de ello señor Juan —Víctor no lo dijo sin más, realmente lo sentía así.
—Muchas gracias por la confianza depositada en mí, muy agradecido —y mientras se levantaba aquel camarero que ahora tenía otro semblante para volver a sus quehaceres, Víctor quiso hacer un breve inciso.
—Una última cosa más señor Juan —el camarero se dio la vuelta y le miró a los ojos, unos ojos serios y sinceros que no pestañeaban—. Me parece estupendo que usted y la señorita Margarita quieran divertirse de vez en cuando, entiendo que su familia está lejos y es algo normal. Quiero que sepa que no estoy aquí para juzgarle moralmente, me es indiferente en que invierta su tiempo. Pero por favor, sea en lo que sea en lo que desee gastar su energía, incluidas sus carantoñas con Margarita, hágalo en su tiempo libre. Aquí debemos dar una imagen.
Por un momento Juan quedó sin palabras. Se sintió mal porque no hacía un segundo estaba lleno de ilusión por el posible inminente regreso de su familia, media hora antes tan solo quería divertirse con Margarita, y ahora, en ese preciso momento, sentía que había engañado a su amada que se encontraba a miles de kilómetros de distancia. Pondría fin a aquello de inmediato.
—Lo lamento señor Alonso. No volverá a suceder —Juan hizo una breve pausa en la que quedó mirando a la nada. Acto seguido volvió a mirar a los ojos a Víctor—. Sé que no necesita de explicaciones, pero quiero que sepa que yo amo a mi mujer y a mi hijo, y solo sueño con que no les falte de nada, y si es posible que vuelvan a estar a mi lado. Pero ya va a hacer un año que llegué aquí, lejos de ellos y de todos mis seres queridos. Y bueno, lo único que quiero decirle es que ya había perdido la fe en poder volver a encontrarme con ellos. Supongo que solo quería sentirme amado, aunque fuese por un momento. Es duro sentirse solo —dijo Juan, y acto seguido se marchó.
Víctor quedó autosatisfecho con la gestión que acababa de realizar en aquel preciso momento. Era la primera vez que actuaba como un jefe de verdad, tomando las riendas de su sano negocio. Se sintió pleno.
Después de lo acontecido, Víctor y Don Carlos disfrutaron de una agradable comida en la que se intercambiaron todo tipo de información. Hablaron de los hijos de Don Carlos, que ya estaban hechos unos mozuelos, de los cuales se quejaba amargamente de lo traviesos que eran. También hablaron sobre los padres de Víctor y de cuanto bien había hecho su padre para la prosperidad de aquel negocio. Don Carlos aprovechó para indicarle que se había quedado asombrado por la actitud que había tomado con Juan el camarero, y cuanto le había recordado a su padre, aunque él por su parte no hubiera sido tan permisivo. Añadió que tampoco él era nadie para cuestionar aquellos hechos, que aunque adversos a sus pensamientos, bien habían encauzado durante años aquel negocio. También hicieron un pequeño hueco para las bromas, de hecho Don Carlos, pese a su impresión de tipo apuesto y educado, era un espléndido contador de chistes. En menos que canta el gallo la hora de la comida se esfumó como el agua del grifo desaparece en la pila. Había sido una cita agradable que sin duda los dos celebraron con alegría.
Ya en el calor de su hogar, Víctor esperaba impaciente a que diese la hora esperada. Solo faltaban veinte minutos para las 17:00 y la incertidumbre invadía su ser. ¿Sería fiel a la cita aquella dichosa Laura que tanto espacio había ocupado en su cabeza? El día había sido provechoso, había retomado las riendas de su negocio y había cumplido un objetivo doble, pues también había conseguido sacar a su cyber amiga de sus adentros durante un par de horas. Sin embargo, la historia que había compartido con Juan el camarero le había hecho pensar, ir más allá. Juan le había confesado que debido a la distancia que le separaba de su amor y su familia se había llegado a sentir muy solo, tanto, que a pesar de amarla profundamente, le había llevado a buscar el calor en otra persona, Margarita. En el supuesto caso de que llegase a tener algo más con Laura ¿Les ocurriría a ellos algo parecido? ¿Vivirían pensando en lo lejos que tienen el amor el uno del otro e intentarían sustituirlo en un momento determinado debido a la necesidad de tener a alguien? De nuevo Víctor quería ir más allá de lo que podía abarcar. Debía de dejar de tener estos pensamientos, pues no le llevaban a ningún sitio, al menos, ningún sitio firme desde el que sostener su persona. Debía ser fiel a lo que le dictaba su corazón y dejarse llevar por los acontecimientos sin querer ver más allá de lo que su vista le permitía vislumbrar. Definitivamente eso haría. Viviría el ahora, dejaría el mañana para mañana, la semana que viene para la semana que viene, y el mes que viene para el mes que viene. ¿Quién le decía que esa Laura desaparecería de su vida en unos días por cualquier motivo desconocido para él? ¿Quién le decía que ni siquiera volviera a hablar con ella nunca más? Debía disfrutar de cada aliento e intentar vivirlo con la máxima intensidad.
Cuando estaba inmiscuido en estos pensamientos y delante del ordenador esperando se cumpliera su anhelada espera, Víctor revisionaba de nuevo las fotos del álbum de Laura. Sin duda era preciosa. Cuanto más miraba sus fotos más hermosa le parecía. Imaginaba que en la vida real fuera como en las fotos que estaba mirando, completamente natural y espontánea. Era como si su esencia quedase impregnada en aquellas fotos y dejase una huella en ellas para siempre. Eran las 17:15 y aún no había noticias de Laura. ¿Se lo habría pensado mejor y pasaba de volver a hablar con un completo desconocido como Víctor? ¿Tal vez le hubiera surgido un plan mejor y ni se lo había pensado a la hora de faltar a su cita? Cada minuto parecía una hora y las agujas del reloj parecían no avanzar, como gastándole una broma pesada. Eran las 17:30 y Víctor se sentía como un completo imbécil al haber estado durante toda la noche y parte del día pensando en aquella chica que ahora le había dejado tirado. Definitivamente se borraría de aquella página, era una completa pérdida de tiempo que le llevaría a nada. ¿Quién le había mandado hacerle caso a Oscar y meterse en ese embolado? No valía la pena. Se borraría de allí y seguiría su vida como siempre. Tarde o temprano le sorprendería la voraz sorpresa del amor llamando a su puerta. Mientras estaba con este disgusto en el cuerpo y decidido a quitarse de en medio en Meetic, le saltó un mensaje en el chat:
—Hola. Perdona por la tardanza y haberte hecho esperar, mi vuelo iba con retraso y no he podido llegar antes —era Laura.
No le había abandonado ni le había cambiado por un plan mejor. Había tenido un problema y no había podido llegar antes. ¿Por qué a la hora de ponerse a pensar uno siempre piensa lo peor? Era más que normal un retraso en un vuelo, pero en cambio, en eso no había caído a la hora de pensar en posibles situaciones que le hubiesen podido ocurrir a Laura para no ser puntual a su cita. Un minuto más tarde y el que hubiese fallado a ella hubiera sido él, ya que estaba decidido a borrarse de aquella página web de inmediato.
—No te preocupes, estás más que disculpada. Además, me he conectado apenas hace cinco minutos —mintió, aunque no sabía muy bien por qué. Tal vez no quería dar más información de la necesaria. ¿Qué pensaría aquella chica si le contase a la tensión a la que había estado sometido de solo pensar en ella? Lo tomaría por un loco sin lugar a dudas— ¿Y qué ha ocurrido?
—Siempre pasa algo. Hoy había problemas por la niebla y el viento en el aeropuerto de Oslo y no podíamos despegar. Podía haber sido peor y haber tenido que pasar la noche allí hasta que se despejase el cielo, como me ha ocurrido en alguna ocasión.
—Si, si eso hubiera ocurrido habría pensado que no querrías volver a hablar conmigo. Hubiera pensado: esta chica se lo ha pensado mejor. —dijo Víctor pensando que era la cruda realidad.
—Venía todo el tiempo dándole vueltas a lo que estarías pensando de mí, que en la primera cita llego tarde. De hecho he cogido un sándwich del avión porque venía hambrienta para no perder tiempo en preparármelo yo, y me lo he subido a la habitación para no perder un minuto y que no esperases demasiado. Así que se podría decir que me pillas comiendo
Estaba preocupada por no llegar tarde a su cita virtual, y se encontraba en su cuarto comiendo para no perder más tiempo. ¿Podría ser que Víctor hubiera estado en el pensamiento de Laura del mismo modo que Laura había estado en el de Víctor? Le pareció entrañable.
—Vaya, tu vida es una contrarreloj. Deberías comer tranquila y yo te espero, no te preocupes. Así hablamos después sin agobios ni prisas. Me da apuro tenerte comiendo así.
—No, no te preocupes, así mientras como te voy leyendo lo que escribes —dijo Laura.
Víctor rió por dentro. Era admirable aquella Laura.
—Está bien. Pero, ¿Te habrás quitado el uniforme de azafata por lo menos no? —preguntó Víctor medio en broma.
—¿Tienes cámaras en mi casa? Ja ja ja —rió Laura.
—¿En serio estás todavía con el uniforme en casa? —preguntó Víctor asombrado.
—Sí, quería llegar cuanto antes y no perder el tiempo con nada —contestó Laura.
—¡Madre mía! Escúchame. Dedícate un par de minutos a quitarte la ropa del trabajo y ponerte cómoda, y de paso a cenar tranquilamente. Me voy a sentir muy culpable si no lo haces. Yo estaré aquí y no me moveré —dijo sincerándose Víctor, pues realmente se sintió culpable con todos los malos pensamientos que había tenido hacia Laura, cuando había quedado más que demostrado que se moría de ganas de hablar con él.
—Está bien. Dame cinco minutos.
Los cinco minutos se le hicieron eternos, pero estaba feliz por no haberse borrado de Meetic. También estaba feliz por el resultante de no haberlo hecho, pues había descubierto, o al menos eso parecía, que Laura deseaba hablar con él. Tal vez sus vidas no fueran tan diferentes después de todo, ni sus sentimientos ni necesidades tampoco, por más que se empeñasen ambos en pensar lo contrario, tal vez para cubrirse las espaldas. Víctor consideraba que jamás había conocido a nadie del que se hubiera enamorado, y Laura afirmaba no poder tener una relación con nadie ya que era demasiado complicado. En cambio allí estaban los dos jugando a la ruleta de la fortuna, y aunque lo negasen, esperaban recoger el premio gordo. Ninguno estaba allí para pasar el rato como daban a entender. Los dos buscaban algo aunque no supiesen exactamente que, y por supuesto los dos querían no darle mayor importancia a lo que realmente sucedía. Y lo que sucedía era ni más ni menos que los dos querían descifrar más y más cosas el uno del otro. Los dos creían que podían haber encontrado a alguien especial.
—Ya estoy aquí. ¿No he tardado mucho no? —escribió Laura.
—Con lo poco que has tardado has debido atragantarte con el sándwich.
—En realidad solo me he cambiado de ropa. He aprovechado para lavarme un poco y me he puesto el pijama para estar calentita, que hace mucho frío aquí. Con el sándwich aún me estoy peleando.
—Eres increíble. ¿Tenías prisa o algo parecido?
—Tenía ganas de hablar contigo —se confesó Laura. Definitivamente los dos habían pensado lo mismo, el uno en el otro. ¿Podía una persona que apenas acabas de conocer, y mejor aún, alguien con el que solo te has escrito, ejercer tanta fuerza sobre una persona? Al parecer si.
—¿Y por qué tenías ganas de hablar conmigo? —preguntó Víctor con curiosidad.
—¿Acaso tú no las tenías? —Laura también quería saber si él había sentido lo mismo.
—Para nada. Estoy aquí porque me aburro y no tengo nada mejor que hacer —contestó burlonamente Víctor.
—¿A si? ¡Pues que te den! —sonó como si se hubiese ofendido.
—Ja ja ja. Era broma Laura. La verdad es que sí que tenía ganas de hablar contigo. No me digas por qué, pero llevo desde anoche que dejé de hablar contigo deseando que llegase este momento —se sinceró Víctor.
—¿Con que eres un graciosillo eh?
—Perdona. Si no lo hacía reventaba —confesó Víctor.
—Ya veo, ya. Por un momento se han desvanecido mis ganas de seguir hablando contigo. Aunque he de reconocer que ha tenido gracia. Poca gracia, pero gracia —contestó jugando Laura.
—Lo siento, es que a veces no puedo evitarlo.
—Hummm —escribió con tono de medio-enfado medio no pasa nada indicando una ligera molestia.
—La verdad es que me siento un poco extraño.
—¿Extraño por qué? —preguntó intrigada Laura.
—Pues porque nunca he tenido tantas ganas de hablar con nadie, y si añadimos al asunto que semánticamente contigo aún no he llegado a hablar, se hace aun más extraño tener ese deseo.
—Si, la verdad que visto así, a mí también me ocurre algo parecido. Nunca he necesitado a nadie, voy a mi trabajo y vuelvo y lo único que me importa soy yo y mi familia. Y de repente aparece un chico que ni siquiera conozco, que no sé realmente cómo es en realidad, y me amargan las ganas de volver a hablar con él. Cuanto menos es curioso.
Las palabras de Laura surgían en la pantalla del ordenador y parecían reflejar sus propios sentimientos, como si su fortuna y su desgracia abrazasen a la de Víctor, y compartiesen los mismos vasos linfáticos. Nunca antes había tenido una conexión espiritual con nadie, ni siquiera con sus padres con los que compartía casi todo.
—La verdad es que yo he reflexionado mucho sobre eso. Me refiero a ti y a mí, a la distancia que nos separa, y a qué estamos haciendo realmente. Soy una persona que piensa demasiado en el futuro y en qué nos deparará el destino. Intento decirme a mí mismo que lo mejor es dejarse llevar. Ahora estoy a gusto hablando contigo, y lo mejor es saborear este momento y no pensar en lo que nos pueda deparar el mañana —dijo Víctor.
—Claro, si viviésemos pensando en qué pasará mañana no disfrutaríamos el ahora. Además, no somos físicos nucleares a los que les han encargado idear un torpedo de destrucción masiva, cuyo uso en un futuro puede tener consecuencias nefastas. En ese caso deberíamos pensar en el mañana y sus posibilidades, pero en nuestro caso no creo que nadie pueda pensar que hacemos daño a nadie. Tan solo somos dos personas que se llevan bien y que desean conocerse mejor. Nada más. No hay por qué ir más allá.
Un cordón umbilical los separaba. Un cordón de miles de kilómetros por el que compartían el fluido de glóbulos rojos impulsado por el mismo oxígeno. Los conductos arteriales se ensanchaban y la sangre fluía a borbotones de un lado a otro, llegaban en un nanosegundo de Dublín a Madrid y se expandían por todo su cuerpo hasta alcanzar sus corazones.
—Estoy completamente de acuerdo contigo. Esto es lo que nos está ocurriendo y esto es lo que hay que disfrutar. De nada sirve pensar en nada que no sea este preciso momento —Víctor siguió la misma senda que había marcado Laura, estaba completamente de acuerdo con ella, pese a haber estado pensando todo el día lo contrario, pensando en el mañana. Las palabras de Laura eran justo lo que necesitaba para sentir que los sentimientos eran de ida y vuelta, pero que debían vivir el momento.
—Y bien, ¿Empezamos a disfrutar entonces? —preguntó Laura.
—Solo con hablar contigo yo ya disfruto, así que ya he empezado.
—¡Qué rico eres! —sonó hermosa aquella frase en los adentros de Víctor.
—Dijiste que venías de Oslo, ¿Es bonito aquello? —preguntó Víctor.
—Bueno, hoy en realidad lo único que he visitado en Noruega ha sido su aeropuerto de Oslo, no he visto nada más. No tenemos tiempo para nada más que para embarcar y desembarcar pasajeros. Estaba nevando muchísimo. Es el único momento en el que siento miedo a la hora de volar, cuando nieva. La pista de aterrizaje estaba helada y puedes sentir como patinan las ruedas del tren de aterrizaje sobre el asfalto resbaladizo. Pero todo fue bien. Pero sí, he visitado Oslo en alguna ocasión. Es una ciudad magnífica, si no fuera por el frío que hace allí, aunque aquí en Dublín también puedes sentir el frío cortándote la cara. Allí la vida es muy tranquila. La gente va de su trabajo a su hogar con su familia. Casi todo el mundo se dedica al sector marítimo, por lo que tiene puertos bellísimos que cuando los ves te inspiran paz y tranquilidad. El Museo Marítimo Noruego es increíble. Nunca pensé que me llamaría tanto la atención algo por lo que nunca había tenido ninguna relación como es el mar. Lo mío es el aire. Pero era hermoso. Sin duda lo que más me gusta de Noruega son sus grandes y espectaculares espacios naturales. Cuando estás allí y ves que las montañas se sumergen en el mar, invadiendo tu visión sus altos picos y el verde del bosque puedes sentir tu alma descansar en paz. Cuando ves la aurora boreal trazada en sus fiordos te sientes en una paz infinita, en una duermevela fina y constante que desemboca en el placer visual más exquisito. Una vez visitamos Jostedalsbreen, que es el glaciar más grande de Noruega. Allí tuve una de las experiencias más emocionantes de toda mi vida, a parte de la gran hermosura que suponía el glaciar en sí, y los finos rayos del sol cayendo en la blancura de la enorme capa de hielo. Era un oso polar, en libertad, en contacto con su propio entorno. Había visto antes osos polares en documentales, siempre me apasionaron. Pero al ver al plantígrado allí, resbalando por el hielo con sus dos oseznos que jugaban a su alrededor, sentí una emoción que pocas veces he llegado a sentir.
Mientras Laura le narraba sus aventuras, Víctor volaba a esos glaciares y caminaba junto a aquellos osos. Se sentía tan cerca que podía sentir su piel suave y la fría nieve cubrir sus pies hasta el tobillo. Podía sentir el frío polar en su rostro acariciando sus mejillas y cortando sus labios. Sentía el efecto lupa que ejercía la nieve al incidir sobre él los rayos del sol y quemar ligeramente su rostro. Víctor sentía envidia de no poder llevar a cabo todas esas experiencias que le encantaría algún día poder vivir en primera persona. Sin embargo, las palabras de Laura le hacían volar. Casi podía sentir todas aquellas emociones que ella había vivido en su día. Con su interlocución se transportaba a ese paraje desolado y estaba junto a ella agarrado de la mano, deleitándose con esas toneladas de hielo que se erigían bajo sus pies y con aquellos hermosos osos emprendiendo su viaje.
—Algún día viajaré allí para poder ver esa maravilla con mis propios ojos. Tengo que hacerlo. Me lo he propuesto cientos de veces —dijo Víctor entusiasmado.
—Nadie debería morirse sin ver aquello. Es de las cosas más espectaculares que he visto, aunque créeme, he visto muchas y todas con mucho encanto.
—Algún día sacaré tiempo para poder hacer ese viaje —dijo Víctor con un tono de lamento por su temor a volar.
—Deberías —apremió Laura—. Y dime, cambiando de tema, ¿Tienes hermanos?
—No, soy hijo único. Aunque me hubiese encantado tener hermanos. Es un tema que siempre quedará pendiente en mi interior.
—Quién sabe. Igual a tus padres les da por traerte un hermanito, aunque si lo tienen ahora, más parecerías su tío que su hermano. Pero nunca es tarde.
—Bueno, se me antoja complicado que ocurra eso. Mis padres fallecieron hace un par de años en un accidente de tráfico —dijo Víctor apesadumbrado.
—Vaya. Lo lamento. Debió ser muy duro para ti —se notó correr la pena por las venas de Laura como el agua helada corriendo por una cañería.
—No te lo puedes imaginar. Sientes como si se desmoronase todo tu mundo. Como si todo lo que conocieses se hubiese muerto un poco. Todo lo que tenía se me fue en un segundo, y en un segundo mi vida cambió para siempre —dijo Víctor apesadumbrado.
—No imagino lo que se puede sentir ante una pérdida como esa. A veces el mundo es tremendamente injusto.
—Durante un tiempo culpé al mundo entero por mi dicha, a Dios, al mundo, a mis propios padres por haberme abandonado. Por suerte esa etapa ya pasó. Les echo de menos un par de veces cada cinco minutos, pero me digo a mi mismo que debo mirar hacia delante. Gracias a Dios tengo unos grandes amigos que siempre están ahí para mí. Supongo que lo que Dios te quita te lo compensa de alguna manera con nuevas formas de amor.
—Aunque no haya vivido nada parecido, no sabes como te entiendo —dijo Laura.
Víctor y Laura siguieron hablando de mil y un temas. Compartiendo sus alegrías y sus desdichas. Laura hablándole de sus viajes y de las gentes y culturas que había llegado a conocer. De lo maravilloso que era el Gran Cañón y su paisaje desolador, del Mar de Plata, de los bastos paisajes de Australia. También le habló de cómo era su día a día en Dublín, de como los irlandeses vivían por y para el fútbol y el alcohol. De como engullían guiness heladas y cantaban sus canciones célticas con gran alegría y las mejillas coloradas por el alcohol en su cuerpo. De como no paraba de llover nunca allí, y a pesar de ello era raro ver a alguien con paraguas. Normalmente iban con chubasquero, pues de nada sirve un paraguas con fuertes vientos y cuando la lluvia normalmente cae de lado. Víctor le contaba como era su negocio y como inesperadamente se había visto envuelto en él sin apenas tener idea de hostelería. Le contó que era máximo responsable, pero que llevaba una vida un tanto bohemia, aunque estaba haciendo progresos en lo que a la propia figura de jefe se refería. Le contaba como era su día a día y su gran afición al tenis. Le habló de sus amigos y de el gran lazo de unión que los unía desde hacía años. Víctor y Laura llegaron a la conclusión de que, por diversos motivos, pero los dos compartían una misma desdicha: se sentían muy solos en el mundo, los dos tenían lejos a su familia, uno lejos de su país de residencia, y otro en el cielo, y los dos anhelaban conocer a alguien especial. Podría ser que lo hubiesen encontrado el uno en el otro, pues sus dos personalidades encajaban como un puzzle de dos piezas, y juntas formaban el cuadro de un paisaje perfecto. Y así pasaron la tarde hasta que se hizo de noche y no podían creer que habían pasado cinco horas hablando y hablando sin parar. Había oscurecido y los dos seguían descubriéndose el uno al otro, como cuando se descubrieron las Américas y la tripulación vislumbraba a lo lejos la costa, cada vez viéndola más y más cerca, descifrando cada vez con más precisión sus tonalidades y sus formas. Laura entró en su vida como una sombra y poco a poco se iba dibujando su silueta en su mente. Se iban formando sus ojos en su imagen mental. Poco a poco se dejaba ver sus nariz y sus orejas. Un ligero trazo que escondía sus labios. Y poco a poco su alma iba surgiendo de ese mar de hielo, como los osos polares deslizándose a lo lejos sobre la nieve, y vas acercándote más y más hasta que puedes notar que respiras su mismo aire.