CAPÍTULO 15
—En Newmarket me convertí en un estúpido, Cazenove. Me ablandé. Perdí la cabeza. —Y algo más. Lo cierto era que, al pensarlo, Rochdale creía que había perdido mucho y se preguntaba si lo que había ganado a cambio merecía la pena. Pero entonces pensaba en Grace, en sus brazos, y nada parecía importarle demasiado.
—Le está bien empleado —Adam Cazenove lo reprendió desde el otro lado de la mesa, ennegrecida por el uso. —Era una apuesta despreciable, incluso para usted.
Rochdale había regresado de Newmarket con la cabeza llena de Grace Marlowe. En ocasiones simplemente recordaba cada uno de sus encuentros sexuales (un número importante, teniendo en cuenta que solo habían pasado dos noches juntos). Se excitaba tan solo con pensar en cuando ella dejó caer su camisón y lo desafió a que le hiciera el amor. A menudo también recordaba su rostro radiante de satisfacción por el sexo o la emoción en su primera carrera de caballos, y su corazón también se derretía un poco.
En otras ocasiones, el pánico se apoderaba de él y se sentía atrapado. No tenía sentido, pero no podía dejar de sentirse como una mariposa muerta inmovilizada con un alfiler en un cuadro.
Inmóvil. Atrapado. Pero nadie le constreñía ni nada le retenía. Excepto Grace. Le retenía con su belleza, su pasión, su nueva y radiante felicidad, su fortaleza, su coraje.
Ella lo confundía. Se había sentido tan fuera de sí tras regresar a Londres el día anterior que había ido en busca de Cazenove con la esperanza de encontrar cierta conmiseración masculina y buen juicio. Sentados en su café antiguo favorito, el Raven Coffee House de Fetter Lane, lejos de los ojos y oídos curiosos de Mayfair o la calle de St. James, Rochdale le había confesado todo a su amigo. Y había sido duramente reprendido por ello.
—Si se ha enamorado de esa mujer —dijo Cazenove, —entonces le diría que se lo merece por haber permitido que Sheane lo arrastrara a esa maldita y estúpida apuesta. Se merece el dolor y agonía que se siente cuando una mujer toma posesión de su corazón. Es un asunto perturbador, pero sobrevivirá. Yo lo hice, y nunca he sido más feliz en toda mi vida.
Las risotadas de un grupo de hombres sentados cerca de una enorme chimenea abierta se elevaron por encima del murmullo general. La risa de la chica que servía se escuchó después, y Rochdale alzó la vista en el momento en que un viejo con peluca le pellizcaba a esta el trasero. La muchacha de mejillas sonrosadas negó con el dedo y pareció reprenderlo, aunque su rostro estaba surcado por una amplia sonrisa. Aquel tipo y sus acompañantes, vestidos al estilo de la década de los años veinte, estaban casi todos los días en esa misma mesa. A veces bebían el magnífico café que se servía allí y otras veces compartían un cuenco de ponche de ron. Un enorme cuenco azul y blanco sobre su mesa, además de tan escandaloso comportamiento, indicaba que ese día tocaba ponche.
Rochdale se preguntó si Cazenove y él seguirían ocupando su mesa otros treinta años más, recordando los viejos tiempos y flirteando con las camareras.
Alfred, el maître y otra de las partes integrantes y permanentes del Raven, se acercó con una bandeja. Colocó una taza de cerámica delante de cada uno y a continuación les sirvió un humeante café solo de una cafetera blanca. Dejó la cafetera en la mesa, junto con un cuenco con gruesos terrones de azúcar, una jarrita para la crema y dos cucharillas, se colocó la bandeja bajo el brazo y desapareció sin decir palabra.
Rochdale tomó un sorbo del café, pero estaba demasiado caliente, así que dejó que se templara.
—Este asunto con Grace —dijo, retomando el tema de conversación, —no es como el suyo con Marianne. Usted la conocía de hacía años.
—Sí, pero me cogió totalmente desprevenido que me enamorara de ella. —Cazenove echó un terrón de azúcar a su café y lo removió con la cucharilla. —Al igual que le ha pasado a usted.
—No sé si es amor. Sin duda es obsesión. No puedo sacarme a esa maldita mujer de mi cabeza.
No puedo fijarme en otras mujeres, aunque no pueda creérselo. Para serle sincero, no he estado con otra mujer desde que empecé a pretender a Grace. Me ha tenido embelesado durante semanas. Y ahora... ahora temo que esté buscando otro hombre.
Las cejas de Cazenove se dispararon en dirección ascendente y sonrió con picardía.
—¡Pero qué me dice! ¿Tan buena era?
—No es lo que cree, aunque... bueno, no es asunto suyo. Pero, a diferencia de otras mujeres con las que he estado, no es una arpía maquinadora. Es... una buena mujer, una mujer decente.
Auténtica, de corazón sincero. Ingenua como un potro recién nacido. Hacía mucho tiempo que no conocía a una mujer así. Si es que he llegado a conocerla alguna vez.
—Porque usted siempre ha evitado de manera deliberada a las mujeres decentes. Pero están ahí, amigo mío. Marianne es una de esas mujeres.
—No me acuse, Cazenove. Hasta hace unos meses, usted recorría la misma senda que yo. Una procesión de mujeres dispuestas a acabar en su cama. Mujeres de dudosa reputación, concubinas, mujeres con títulos nobiliarios y poca moral, cualquiera que estuviera disponible para uno o dos actos rápidos y nada más. Ninguno de los dos buscábamos mujeres decentes.
Lo cierto era que Rochdale se había convencido a sí mismo hacía muchos años de que mujeres como Grace o Marianne, mujeres buenas y que no eran manipuladoras ni intrigantes ni codiciosas, no existían. Las que fingían ser buenas y decentes eran las peores, pues ocultaban sus maquinaciones y ardides bajo sus máscaras de decoro, y Rochdale intentaba evitar a mujeres así.
Al contrario, buscaba viudas dispuestas, mujeres sin escrúpulos y jóvenes arpías de alta cuna, como Serena Underwood.
Cazenove tomó un largo trago de café y dijo:
—Sí. Tendría que decir que, durante años, los dos hemos desempeñado nuestros papeles de libertinos a la perfección. Pero no lamento que esos días hayan terminado. No deseo estar con otra mujer que no sea Marianne. ¿Llegó a conocer al viejo lord Monksilver?
—Si es así no lo recuerdo.
—Un anciano alegre y jovial que fue bastante apuesto de joven. Lo conocí cuando yo acababa de terminar la universidad y era un joven dispuesto a lanzarse a cualquiera que llevara faldas.
Nunca olvidé lo que me dijo. Me dijo que podía tener sexo con una mujer diferente cada día durante años, pero que un día llegaría la mujer adecuada, y entonces ya no querría tener a otra mujer en mi cama. —Cazenove rió entre dientes. —Ese anciano tenía razón. Quizá Grace Marlowe sea esa mujer para usted.
—Honestamente, no sé si lo es, pero le diré algo, Cazenove. Me estoy cansando de ser un libertino. ¿Sabe que la mayoría de las mujeres con las que he estado son anónimas para mí? No significaban nada. Podían no tener ni nombre ni rostro, siempre y cuando sus cuerpos me resultaran atractivos. En la cama todas eran muy parecidas entre sí. Entre usted y yo, estoy cansado de ese anonimato. Esos encuentros solo me dan un momento de placer físico, y luego me dejan vacío. Llego a casa odiando el olor a su perfume y polvos en mi piel y cabello.
—¿Y eso le ocurre desde que Grace entró en su vida?
—No, llevo un tiempo cansado de este juego. Grace solo me ha ayudado a darme cuenta de cuan cansado estoy de todo esto. —Tomó un poco de café mientras pensaba en lo mucho que ella lo había cambiado. —Ya no le encuentro la gracia a esos encuentros anónimos. Oh, todavía siento las ansias, el deseo. Demonios, esa criada de pecho considerable calienta mis pantalones y hace que me den ganas de montarla. Pero es como un acto reflejo, un instinto animal básico. No es como lo que siento con Grace. De algún modo ella ha hecho que el sexo sea algo nuevo para mí.
Algo... importante. Reverente incluso. Maldita sea, estoy desvariando.
—Al contrario. Acaba de descubrir cómo el amor lo cambia todo, incluso el sexo. Especialmente el sexo. Nunca volverá a ser lo mismo para usted, amigo mío. Será mejor que se case con ella.
Rochdale resopló.
—Ella nunca me tendrá. Y no creo que desee eso de mí. Todavía está arrobada por su lujuria recientemente descubierta. Resulta obvio que no tuvo demasiada con el obispo, algún gemido y poco más, pero no creo que la cosa vaya a ir más lejos. Hay un entendimiento implícito entre nosotros de que lo que ocurrió en Newmarket y lo que pueda ocurrir después es solo lo que es...
una aventura discreta y nada más.
—¿Permitirá ella que la historia continúe en Londres?
—Eso creo. Me pareció que quería estar conmigo de nuevo. Tenemos planes para ir a Drury Lane la semana que viene, así que espero que podamos reanudar nuestra aventura esa noche.
Cazenove arqueó una ceja.
—¿Y si no? ¿Y si decide que es demasiado arriesgado verse con usted en la ciudad, o se lo ha pensado mejor y no quiere seguir con la aventura?
—Entonces me temo que estaré condenado a una existencia monacal, al menos durante un tiempo.
—¿Y qué me dice de la apuesta? ¿Y si ella descubre que le ha hecho el amor solo por ganar un caballo?
—Ella no lo descubrirá porque no voy a ganar la apuesta.
—Pero sí la ha ganado.
—En lo que respecta a Sheane, no he ganado. Voy a reconocerle mi derrota mañana.
A Cazenove casi se le cae la taza y tuvo que sujetarla con las dos manos.
—¿Y perderá a Serenity?
Rochdale se encogió de hombros.
—Es el precio que debo pagar por haber implicado a Grace en este maldito asunto. Incluso aunque nunca se enterara de la apuesta, la mera idea de que se me entregara a cambio de un caballo me resulta intolerable. Así que eso no ocurrirá.
Cazenove sonrió.
—Y esa es la razón por la que una mujer como Grace Marlowe se siente atraída por usted. En lo más profundo de su ser, es un buen hombre.
A Rochdale se le crispó el rostro.
—No vaya difundiendo esos rumores. Tengo una reputación que proteger.
Grace paseaba inquieta por el jardín de rosas que había tras Marlowe House. La gravilla crujía bajo sus medias botas. Ese día era la última reunión del Fondo de las Viudas Benevolentes antes de que algunas de ellas se marcharan de la ciudad a sus casas de campo o a balnearios. Mientras estaban todas en la ciudad se reunían regularmente, repasaban la lista de residentes y revisaban los progresos logrados en cuanto a encontrarles una situación permanente, así como los trabajos realizados en la casa. Las Viudas visitaban frecuentemente la casa por separado, pero se reunían al menos una vez al mes como miembros del Fondo.
Grace, sin embargo, no tenía ninguno de esos asuntos en mente. Estaba deseosa de poder contarles sus noticias, pero quería que todas estuvieran presentes, y Penélope todavía no había llegado.
—¿Algo le preocupa, Grace? —Beatrice, sentada en uno de los bancos de piedra situados a lo largo del camino de gravilla, la miraba con preocupación. —Parece muy... inquieta. ¿Va todo bien?
—Oh, sí, todo va bien. —Reprimió una risita tonta. La Grace Marlowe de antes nunca se habría reído así. La nueva se reía tontamente en los momentos más extraños. —Más que bien. Les contaré todo cuando...
—¡Por fin! —La voz sin resuello de Penélope se elevó sobre la suya conforme se la fue divisando desde el sendero del huerto. Cuando llegó a la entrada en forma de arco de la rosaleda, repleto del rubor rosado de las rosas de China, se detuvo y se abanicó. —Lamento llegar tan tarde.
Eustace se pasó por casa con este precioso detalle floral.
Les mostró un bonito ramillete de capullos de rosa que se había colocado en el sombrero.
—¿No les parecen preciosas? Y tenía que agradecérselo antes de marcharme.
—Rosas rojas. —Marianne estaba sentada en otro banco, enfrente del de Beatrice. —¿Una prueba de amor?
Penélope se sentó a su lado y dedicó más tiempo del necesario a colocarse las faldas. Al final alzó la vista. Y su rostro mostraba una expresión recatada muy poco propia de ella.
—Sí, lo cierto es que Eustace se me ha declarado.
Marianne rodeó con el brazo el hombro de Penélope y se lo estrechó.
—Oh, Penélope. ¡Qué maravilloso! Sabía que ese hombre estaba perdidamente enamorado de usted. Y yo creo que usted también lo está de él. No ha mostrado el más leve interés en otros caballeros desde que Eustace Tolliver entrara en su vida.
Penélope sonrió.
—Sí. He de admitir que amo a ese tonto sentimental.
—¿Va a sacar a ese pobre hombre de su desdicha —dijo Beatrice—y va a casarse con él?
Penélope se encogió de hombros.
—No lo he decidido aún. He disfrutado de mi vida como Viuda Alegre. No sé si estoy dispuesta a renunciar a mi independencia de nuevo.
—Descubrirá que puede disfrutar y ser así de feliz también como esposa —dijo Beatrice con una sonrisa. —Estoy segura de que Marianne estará de acuerdo.
—Más incluso —dijo Marianne con una mirada melancólica.
—Espero que se case con él —dijo Grace. —La mira con tal deseo que temo que le rompa el corazón si lo rechaza.
—Veremos —dijo Penélope. —Es muy agradable tener a un hombre tan prendado de mí. No deseo ceder tan pronto. Preferiría que me cortejara un poco más.
—No lo dilate demasiado —dijo Wilhelmina mientras se inclinaba sobre unas rosas blancas. — Puede que se canse de esperar. Y, hablando de las Viudas Alegres —se irguió y se volvió para mirarlas, —creo que Grace tiene algo que contarnos.
—¡Oh, Dios mío! —Dijo Penélope mientras se inclinaba hacia delante y ladeaba la cabeza para observar mejor a Grace. —Está radiante. ¿No les parece, damas? Grace Marlowe, taimada picara, lo ha hecho, ¿verdad?
Grace rompió a reír y luego recordó lo que le había dicho Rochdale acerca de su risa y sus mejillas se encendieron.
—Sí. Ahora sí soy una verdadera Viuda Alegre. Rochdale y yo somos amantes.
—¡Qué maravilloso!
—¡No puedo creerlo!
—¡Dios mío, oh, Dios mío!
—¿Con Rochdale?
—Me alegro tanto por usted, Grace.
—Está realmente radiante.
—¿Es tan feliz como parece?
—¿Está enamorada de él?
—Dicen que es uno de los mejores amantes de Londres.
—Cuéntenoslo todo.
Todas ellas juraron mantener en secreto aquella conversación y Grace les habló de Newmarket y de Rochdale. Grace se lo debía, era parte de su pacto como Viudas Alegres. No se sentía tan cómoda como Penélope o Beatrice contando los detalles íntimos de sus encuentros, pero deseaba que esas mujeres, sus queridas amigas, supieran lo mucho que aquello había cambiado a su persona.
—Tenían razón —dijo, —todas ustedes, acerca de la importancia del placer físico en la vida. No sabía lo que me estaba perdiendo.
—El obispo nunca hizo que sus ojos brillaran como lo hacen ahora, ¿verdad? —preguntó Penélope.
—No, me temo que nunca lo hizo, pero no creo que considerara las relaciones maritales como algo placentero, sino como una necesidad o ansia a la que el hombre debe ceder y satisfacer de tanto en tanto. Lamento mucho que pensara de esa manera, pero era quien era y no podía cambiar. Ahora creo que yo no era la mujer adecuada para él. Yo sentí esas necesidades desde el principio, pero él no me dejó expresarlas. Me siento tan viva y completa ahora que me he permitido ceder a ellas. No soy la mujer que el obispo pensaba que era, un dechado de virtudes. Y
no deseo estar atada por más tiempo a su recuerdo como la viuda del obispo. Necesito buscar mi propio camino en la vida, como Grace Newbury Marlowe.
—Gracias a Dios que lo ha comprendido finalmente —dijo Marianne. Le tomó la mano a Grace.
—Es una revelación que cambia la vida, ¿verdad? Yo pasé por lo mismo con el recuerdo de David.
Estaba tan tenazmente unida a mi identidad como su mujer y viuda que no podía imaginarme renunciando a eso. Casi pierdo a Adam por ello. Estoy tan feliz de que haya decidido ir más allá de la memoria del obispo.
—Por ello —dijo Grace, —he decidido que no voy a continuar editando sus sermones. No soy la persona adecuada para hacerlo. Ya no tengo el corazón puesto en esa labor, y tampoco puedo aceptar algunas de las cosas que escribió, especialmente acerca del papel de las mujeres y su debilidad inherente.
Ahora comprendía que para su marido las mujeres eran o blanco o negro, o madonas o prostitutas.
Grace sabía que ella no era ninguna de las dos cosas, y nunca lo había sido. Ni tampoco lo eran ninguna de esas mujeres que tanto cariño y apoyo le daban. Por tanto, su conciencia no le permitía poner su nombre en un libro de sermones en los que ya no creía.
—La aplaudo, querida mía —dijo Wilhelmina. —No quería menospreciar a su difunto esposo, pero nunca me gustó la idea de que se sumergiera en sus retrógradas actitudes al editar sus sermones. Guárdelos en un cajón y haga algo más interesante.
—Lo cierto es que he decidido recopilarlos y llevárselos a Margaret —dijo Grace. —Nunca le gustó que yo los editara. Le pasaré el proyecto a ella.
—Una idea excelente —dijo Beatrice. —Siempre he pensado que estaba más unida a la memoria del obispo que usted. Es más la hija del obispo que la mujer de sir Leonard Bumfries.
—Seguramente el mayor calzonazos de todo Londres —añadió Penélope.
—Creo que es una buena idea que sea lady Bumfries quien edite los sermones de su padre — dijo Wilhelmina. —Una sabia decisión, Grace. Quizá eso la mantenga lo suficientemente ocupada como para que deje de molestarles a Rochdale y a usted.
Grace rogó por que Margaret nunca llegara a enterarse del grado de su relación con Rochdale.
Las Viudas Alegres jamás traicionarían su secreto. Y aunque Rochdale no le había llegado a prometer que no se lo diría a nadie, Grace no creía que fuera a difundir rumores sobre ella. Sabía que era un hombre de palabra y confiaba en que ello le obligara a protegerla.
Esa misma tarde, cuando llevó las cajas con los papeles del obispo a la casa de Margaret y sir Leonard en la calle Henrietta, su hijastra la recibió con frío desdén. Lo único que le dijo fue que se alegraba de que Grace hubiera dejado el proyecto y la condujo a toda prisa al salón que había en la planta principal mientras las cajas eran llevadas a la biblioteca.
Margaret no se sentó ni le indicó a Grace que lo hiciera. Se detuvo delante de la chimenea, tiesa como un palo y con las manos en la cintura.
—Si no hubiera traído los papeles del obispo —dijo con una voz que erizaba el vello, —habría ido yo a por ellos. Tras el espectáculo que ha montado con ese... ese sinvergüenza, ya no es digna ni siquiera de tenerlos, mucho menos de editarlos.
Grace se estremeció. Margaret no podía saber lo de Newmarket. Al menos Grace rogó que así fuera.
—Ya le he dicho, Margaret, que lord Rochdale es un importante benefactor, la persona que más dinero ha donado para Marlowe House y el Fondo de las Viudas Benevolentes. No he...
—Me estremezco solo de pensar en lo que le ha dado a cambio.
—¡Margaret! ¡Qué comentario tan odioso!
—Tan solo me alegro de que me haya devuelto los papeles de padre de manera voluntaria y no me haya obligado a librar una batalla pública por ellos. Porque de ningún modo permitiría que su nombre manchara el trabajo de un hombre tan grande y pío. No después de lo que he oído.
Grace se preguntó de nuevo si Margaret sabría lo de Newmarket. Pero no podía creerlo. Ni siquiera las personas que trabajaban en su casa sabían dónde había estado. Era poco probable que la hubieran reconocido. Los velos habían sido unas máscaras eficaces y las únicas personas que la habían visto sin velo habían sido la modista y la sombrerera, que pensaban que ella era «Marie».
Grace se sintió tentada a darse la vuelta y marcharse de allí, cansada como estaba del fariseísmo de Margaret. Pero la curiosidad le hacía querer descubrir qué era lo que Margaret sabía, o pensaba que sabía.
—No tengo idea alguna acerca de qué está hablando que podría ser tan escandaloso. A menos que crea que compartir el palco de lord Rochdale en la ópera me ponga en esa situación.
Margaret resopló con desdén.
—Que sea vista del brazo de ese hombre en público ya es lo suficientemente terrible. No puedo creer que le preocupe tan poco su nombre y posición. Pero convertirse en el objeto de la apuesta entre dos sinvergüenzas libidinosos es simplemente demasiado.
¿Una apuesta? Dios mío, ¿su nombre figuraba en los libros de apuestas del White's y de otros clubes de caballeros? Qué humillante. Se le ruborizaban las mejillas solo de pensarlo. De sobra era conocido que a menudo los jugadores anotaban en los libros de apuestas posibles resultados de los distintos cortejos de cada temporada: el señor Smith se casará con la señorita Jones antes de la fiesta de san Miguel, o la señorita Jones rechazará la propuesta de matrimonio del señor Smith.
Sin duda no estarían apostando a que Rochdale se casaría con ella. Por lo que había aprendido en las carreras de caballos, una apuesta así sería demasiado arriesgada.
—No sé nada de ninguna apuesta —dijo, —pero no puede hacerme responsable de la crueldad desconsiderada de ciertos caballeros, sin duda ebrios, que convierten a mujeres respetables en objeto de sus juegos y partidas apostando en los libros de apuestas por los resultados de los cortejos y bodas.
—Por lo que he oído, no tiene nada que ver con un cortejo respetable. Al contrario, es algo mucho más... desagradable.
Grace notó como se le erizaba el vello.
—O me dice qué son esos chismes o no lo haga. No tengo paciencia para sus insinuaciones.
El rostro de Margaret se tornó en un ceño lleno de ira.
—Yo no chismorreo. Espero que no crea que me gustaría difundir historias acerca de la mujer de mi padre. Pero no puedo evitar escuchar esas historias si llegan a mis oídos. Y lo que he oído me ha dejado horrorizada.
Grace la miró. No estaba dispuesta a darle la satisfacción de preguntarle qué había oído. Sabía que Margaret se lo diría de todas formas. Y que estaba deseosa de hacerlo.
—La señora Randall lo escuchó de lady Handley, quien a su vez lo escuchó de su marido, quien lo escuchó de sir Giles Clitheroe, que estaba allí cuando la apuesta tuvo lugar. Al parecer lord Sheane se apostó con lord Rochdale que no podría seducir a cierta mujer. Y se especula que esa mujer es usted.
Aquellas palabras se clavaron en ella cual puntas de presa. Hubo un momento de dolor casi físico, un tirón brusco en su pecho y garganta, y luego el rubor se apoderó de sus brazos y piernas como si de un acceso de fiebre se tratara.
—Dado el tiempo que lord Rochdale ha estado pasando con usted —prosiguió Margaret, — todas esas especulaciones parecen lógicas, ¿no cree? Y esa importante donación a su obra benéfica... estará de acuerdo conmigo en que resulta sospechosa. —Un destello de triunfo relució en sus ojos.
A Grace le costaba respirar, pero acertó a decir: —Es suficiente, Margaret.
—Qué estúpida ha sido. Debería haber pensado que usted tenía un carácter más fuerte como para ser susceptible a la adulación de un hombre horrible como ese. Sabe lo que le hizo a Serena Underwood el año pasado. Es un libertino y un canalla, y usted le ha dejado... Dios santo, ¿es que no le da vergüenza? Si no por usted, al menos por manchar la memoria de un gran hombre cuyo nombre sigue llevando. ¿No se da cuenta de cómo su comportamiento se refleja en él, en todos nosotros? ¡Mujer estúpida y egoísta!
Grace tenía que marcharse. No podía escuchar más. Un leve mareo le hizo perder el equilibrio (¡Dios mío! ¡No permitas que pierda el conocimiento!), pero hizo acopio de toda la tranquilidad que había en su interior. Intentó calmarse, cubrirse con el velo de fría compostura que tan bien llevaba. Pero no podía hacerlo. Estaba demasiado destrozada, demasiado hecha añicos. No podía recomponerse.
Tras tomar aire, logró darse la vuelta lentamente y salir de la habitación.
—¡Irá al infierno por eso! —Le gritó Margaret a sus espaldas. —¡Directa al infierno! ¡Ramera!
¡Licenciosa!
Los insultos de Margaret llenaron el aire mientras Grace llegaba a trompicones a la puerta principal. Un lacayo la condujo hasta el carruaje y le lanzó una mirada de preocupación al cerrarle la puerta. Grace se desplomó en el asiento, inerte como una muñeca de trapo y completamente atónita.
Todo había sido por una apuesta. Nunca le había importado lo más mínimo, nunca la había deseado.
Margaret tenía razón. Había hecho el ridículo, había caído en la trampa de Rochdale, atraída por su encanto seductor y su amistad fingida. Cómo se debía de haber reído de ella, de la viuda recatada e inexperta que nada sabía de la pasión física. Y qué objetivo tan sencillo de conseguir había sido, dispuesta a liberarse, a experimentar todo lo que sus amigas le habían descrito.
Gimió en voz alta y apretó fuertemente los brazos contra el pecho al recordar Newmarket y lo feliz que había sido allí. Para ella se había convertido en algo más que un amigo. Se había enamorado de él. Lo amaba. Y había habido momentos en los que pensaba que él también la amaba un poco. Pero toda esa dulzura y compasión, toda esa comprensión y consideración, no habían sido más que una farsa para llevársela a la cama.
Porque ella era un desafío por el que merecía la pena apostar. Una mujer inmune a la seducción. Una mujer tan remilgada y decorosa que lord Sheane creyó que jamás podría ser seducida.
Y, sin embargo, Rochdale sí había creído que podía hacerlo. Y había estado en lo cierto. Todas las veces que había animado a Grace a encontrar su propio sitio, a construir su propia identidad, había sido parte de la seducción. Todas las veces que le había dejado atisbar algo bueno en él, había formado parte de su seducción. La donación a Marlowe House, la compasión hacia Toby Fletcher, todo había sido parte de la seducción. Por todos los santos, ese hombre era muy ducho.
Un experto en el juego. Había sabido exactamente cómo jugar con Grace, cómo hacer que ella lo deseara.
Incluso aquella escena en Newmarket la primera noche, cuando le dijo que no podía seguir con ello y se había marchado, incluso eso había sido parte del plan. Y Grace había hecho precisamente lo que él esperaba. Se había desnudado y le había invitado a que le hiciera el amor. Qué movimiento tan brillante. Podría afirmar que había sido Grace quien le había seducido. ¡Oh, qué malvado era!
¿Y qué había ganado? No, ¿qué había ganado ella para él? ¿Cuánto valía ese reto?
De repente recordó la breve conversación entre Rochdale y lord Sheane en Newmarket.
«Una excelente yegua. Sería una pena perderla, ¿no cree?», había dicho lord Sheane.
Así que Rochdale había sido lo suficientemente arrogante como para ofrecer en su apuesta a Serenity. Tenía que estar muy seguro de sí mismo, pues ese caballo lo significaba todo para él y Grace sabía que haría cualquier cosa por no perderlo.
Le importaba más ese caballo que ella. Ella nunca le había importado. Debería haber sabido que un hombre así nunca podría tener un verdadero interés en su persona, en una mujer tan diferente a él en todos los aspectos. A pesar de lo que tan a menudo le había dicho, él no la había deseado por lo que era, no había deseado a Grace Marlowe, esa mujer que había alentado a liberar, sino que lo que deseaba era a la viuda del obispo. La virtuosa, remilgada y decorosa viuda de aquel gran hombre. Ella era el reto.
Cuando su carruaje llegó a Portland Place, Grace estaba desesperada. Haciendo caso omiso de la bandeja con las cartas recibidas que le había enseñado su mayordomo y el té que le había preparado una sirvienta, subió las escaleras y fue a su habitación y cerró la puerta. Se quitó con cuidado el sombrero y la pelliza, y se tiró a la cama y comenzó a llorar.
Grace no salió de su habitación durante el resto del día o el siguiente. Aceptaba las comidas que le subían en bandejas, pero no podía comer apenas. La mayoría del tiempo estaba en la cama, durmiendo un poco, llorando el resto del tiempo y sintiendo lástima de sí misma.
Nunca se había sentido tan traicionada, tan terriblemente utilizada. El amor que había comenzado a sentir por Rochdale en Newmarket, el afecto que no había estado preparada para reconocer, se había tornado en una pasión romántica verdadera. Y puesto que a él Grace no le importaba nada, concluyó que su corazón se había quebrado sin remedio. Se regodeó en su dolor.
Mientras estaba tumbada en la cama observando la parte interior del dosel, fue consciente de que nunca tendría que haber intentado ser algo que no era. Era la esposa y viuda del obispo Marlowe y siempre lo sería. Era un motivo de orgullo, no algo de lo que deshacerse. Había sido un terrible error sacrificar esa identidad segura e importante por una novedad, una locura, algo completamente indecoroso.
Entre ataques de autocompasión y lágrimas, Grace consideró cómo recuperar su vida. No podía deshacer lo que había ocurrido entre Rochdale y ella. Pero podía hacer como si nada hubiera ocurrido. Podía convertirse en la mujer cristiana más decorosa que jamás hubiera existido, y su reputación sería salvada.
Justo cuando se había convencido de poder hacerlo, volvió a caer presa de la desesperación al pensar en que su buen nombre nunca sería rehabilitado. Estaba perdida, abatida, destrozada.
Y el ciclo de esperanza y desesperanza prosiguió.
A la mañana de su segundo día entero en cama, Grace ya se había cansado de la desesperación, de las lágrimas, de la autocompasión. Durante la noche, el abatimiento se había tornado en ira.
Salió de la cama de un bote y descorrió las cortinas para que la luz entrara en la habitación. Como se llamaba Grace que no dejaría que le hiciera eso. Se negaba a convertirse en un ser patético y lamentable. Grace Marlowe nunca había cedido a la debilidad en su vida y no empezaría a hacerlo ahora.
Llamó a su sirvienta y comenzó a sacar ropa del armario, murmurando en voz queda, reprobándose a sí misma. No permitiría que ese canalla de Rochdale la convirtiera en su alfeñique afligido, no después de haber conseguido hacer tantos cambios positivos en su vida. Él la había provocado y desafiado hasta descubrir a la verdadera mujer que había bajo su fachada pública de viuda respetable. Y que la asparan si no prefería a esa nueva mujer a la anterior.
Cómo se atrevía Rochdale a darle una nueva perspectiva a su vida y luego negársela al usarla como medio para ganar una apuesta. Cómo se atrevía a tratarla con una desconsideración tan insolente. Cómo se atrevía a manipularla.
Pero no iba a quedar así. Pues Grace Marlowe, mujer fuerte, independiente y orgullosa, no le dejaría salir del atolladero.
La puerta se abrió y entró Kitty con cara de preocupación.
—¿Se encuentra mejor, señora?
—Mucho mejor. Suba agua caliente, si es tan amable. Necesito lavarme. Y té también. Y pan y mermelada. Y quizá unos huevos. Un poco de jamón, si hay. Y luego venga a ayudar a vestirme. El nuevo vestido de muselina y la chaqueta Spencer de seda rosa con los botones malteses.
—¿Va a salir, señora?
—Sí. Tengo que hablar con un caballero acerca de un caballo.