CAPÍTULO 13

 

No fue hasta que pararon para cambiar por tercera vez de caballos que Grace comenzó a sospechar.

Rochdale había llegado a su casa a la hora acordada en un discreto carruaje negro. El hecho de que el emblema de los Rochdale no estuviera en la puerta se debía obviamente al deseo de ser lo más discreto posible, así como que no hubiera traído un carruaje abierto con el que podrían haberlos visto fácilmente. Otra prueba de su preocupación por la reputación de Grace fue que le pidió que se cambiara de sombrero.

—Por exquisito que este sea —dijo, —le recomendaría que llevara un sombrero con velo. En la carrera habrá mucha gente, incluidos algunos cuantos corintios de la ciudad que podrían reconocerla. Creo que podrían malinterpretar su presencia. Sin embargo, no quiero privarla de poder contemplar su primera carrera de caballos; por tanto, creo que lo mejor es que tengamos cuidado para que no la reconozcan como la señora Marlowe.

A regañadientes, Grace se cambió su sombrero nuevo (con un ramillete de acianos a juego con su pelliza) por un sombrero Victoriano con un velo que podía recogerse en el ala vuelta hacia arriba de este. No era tan estiloso como el otro, pero le serviría. Rochdale le dijo que era perfecto cuando la ayudó a subir al carruaje.

A Grace le gustó que ese hombre, que no se preocupaba nada por su buen nombre, se mostrara tan solícito con ella.

Le dijo que había un largo viaje hasta el lugar donde se celebraría la carrera y que debería decirle a su mayordomo que no la esperara despierta, pues probablemente regresaran tarde.

Grace se preguntó cómo era posible pasar tanto tiempo en una carrera de caballos. ¿Tendría planeado algo más que nada tuviera que ver con estos?

El carruaje tenía un interior lujoso y elegante, con paredes y asientos de terciopelo y apliques de latón bruñido. Las cuerdas de lana que sujetaban las faldas de los cortinajes quedaban metidas dentro de compartimentos situados bajo la ventana delantera y debajo del asiento salían sendos reposapiés. Grace se puso cómoda y pronto se olvidó de la angustia que le había provocado pensar en lo que Rochdale podía tener en mente para ella. Rochdale, por su parte, se mantuvo en su lado del asiento sin parecer tener intenciones de tomarla en sus brazos. Grace no sabía si sentirse aliviada o contrariada. Sin embargo, pronto comenzaron a hablar de caballos, carreras, caballerizas y otros temas equinos. Rochdale tenía obviamente un conocimiento superior a la media en cuanto a caballos, y le estuvo explicando las características que hacían que ciertos caballos fueran más rápidos que otros, su cría y entrenamiento, así como los jinetes más adecuados. Cuando Grace le expresó su admiración por tan excelso conocimiento, él se rió y dijo: —Recuerde que soy un jugador. He estado apostando a los caballos durante muchos años y hay que tener en cuenta esas cosas si uno quiere ganar. Hace algunos años decidí que también quería competir y ganar dinero con ello, por lo que comencé a llenar mis propias caballerizas con caballos de carreras. He tenido varios caballos ganadores, pero ninguno tan prometedor como Serenity.

—Estoy deseando conocerla.

—Es una joven irlandesa de dulce temperamento. Creo que le gustará.

La conversación fue de tema en tema mientras se adentraban cada vez más en el campo. Grace no recordaba haber tenido una conversación tan agradable con un caballero. Generalmente no bajaba la guardia cuando estaba en compañía de hombres y mujeres. Se mostraba reticente a hablar de manera abierta o a decir algo más que las típicas trivialidades de las conversaciones banales. Con Rochdale era diferente, cada uno de ellos expresaba abiertamente sus opiniones, sin los cumplidos que regían la mayoría de las conversaciones con los hombres de la alta sociedad.

Hablaban de Marlowe House y de la familia Fletcher, de ópera y de las últimas novedades en literatura, de las leyes recientes del Parlamento y de las últimas noticias de la guerra. Le sorprendió que Rochdale, que daba la impresión de ser un hombre interesado en su propio placer y poco más, fuera una persona muy versada en política, y que ocupaba su asiento en la Cámara de los Lores cuando alguna votación era importante para él. Y él pareció sorprendido por el hecho de que Grace estuviera al tanto de los acontecimientos del momento, pues había dado por sentado que estaría más interesada en las nuevas modas que en la última batalla librada en Portugal.

—Leo los periódicos —dijo, —al igual que usted, y estoy suscrita a varias publicaciones. Disfruto estando al tanto de las noticias de Bonaparte y de la guerra, así como con los debates políticos.

—Déjeme adivinar: la lectura de periódicos es algo que está disfrutando como viuda y que nunca pudo hacer cuando era la esposa del obispo.

Grace sonrió con timidez.

—¿Cómo lo ha sabido?

—A menudo he oído a hombres decir que no permitían a sus esposas leer periódicos. Creen que podrían ofender su delicada sensibilidad o alguna tontería similar. Me parece una estupidez.

Si una mujer quiere saber algo, encontrará el modo de enterarse así que, ¿por qué impedírsela?

Usted me mencionó que su marido la trataba como si fuera una muñeca de porcelana, así que doy por sentado que también la protegía frente a los horrores con los que podía toparse mientras leía el Times o el Morning Chronicle.

—El Morning Chronicle definitivamente no —dijo alzando un dedo. —Demasiado liberal para el obispo Marlowe, imagínese para su mujer. Pero tiene razón. Al igual que muchos hombres, él no pensaba que las mujeres debieran molestarse en saber de asuntos de hombres. Es más, encontré un sermón entre sus notas en el que advertía a los hombres que no dieran mucha libertad a sus mujeres respecto a la lectura. Los periódicos y novelas debían prohibirse a toda costa.

Rochdale arqueó una ceja.

—Y, aun así, usted disfruta de las dos cosas, ¿no es cierto?

Grace se encogió de hombros.

—Mi primer y pequeño acto de independencia como viuda. —Pero no el último. Aquí está, de camino a una carrera de caballos.

—Donde espero apostar. Mire cómo me he corrompido bajo su influencia. El obispo estaría horrorizado por mi comportamiento imprudente.

—Y el día sigue siendo joven. —Le lanzó una mirada picara que le hizo sonreír. —Dígame, Grace, ¿cómo conoció al obispo? Me imagino que sería a través de su padre, pues él era un hombre de la Iglesia, pero usted me dijo que era un párroco del campo.

—Sí, pero era ambicioso. Cuando se enteró de que el obispo Marlowe iba a acudir a la catedral de Exeter, nos cogió a todos e hicimos un viaje de más de treinta kilómetros para que pudiera conocer al gran hombre del que tanto había oído hablar. —Grace se rió mientras recordaba aquel día. —Nunca habíamos estado lejos de casa demasiado tiempo, mis hermanos y yo, y por eso el hecho de que nos alojáramos en una posada de posta no muy lejos de la catedral nos parecía algo increíble. Madre estaba menos entusiasmada, sin embargo, y llevó sus propias sábanas.

Rochdale rompió a reír.

—Una mujer práctica, su madre.

—Lo que la convertía en la mujer perfecta para un párroco.

—¿Así que conoció al obispo Marlowe en Exeter?

—A padre le presentaron al obispo y le pidieron, junto al clero local, que participara en el oficio religioso con él. Fue un honor. Después nos llevó con él para que le conociéramos.

—Y el obispo se fijó en usted.

—Sí, supongo que sí.

—Me atrevería a decir que quedó cautivado con su belleza. ¿Cuántos años tenía?

—Dieciocho. Me sentí muy violenta y torpe al principio, pero también muy adulada porque él se hubiera dignado a fijarse en mí.

—Cualquier hombre vivo se fijaría en usted, querida. ¿Así que se tiró a sus pies y le prometió su corazón?

—Oh, no. Para nada. Fue todo muy formal. Mis padres dijeron que tenía que casarme con él porque había prometido darle a padre un puesto como deán rural.

—La vendieron.

Grace lo miró perturbada.

—No, no fue algo tan horrible. Simplemente fue un matrimonio concertado al igual que muchos otros. Al final resultó que fui muy afortunada por la elección que hicieron mis padres. —Su pobre hermana no había salido tan bien parada con su marido, que ni siquiera era capaz de sacar adelante su granja.

—Me parece que sus padres salieron más beneficiados que usted, pues le encajaron un marido que le doblaba la edad. Espero que supieran valorar su sacrificio.

—No fue un sacrificio, se lo aseguro. Pasé de vivir en una pequeña vicaría atestada de gente a la grandiosa residencia oficial del obispo en Londres, y más tarde en nuestra residencia privada en Portland Place, que tan generosamente me dejó en su testamento. He llevado una vida de riqueza y confort que jamás pudiera haber imaginado. No ha sido un sacrificio.

Pero había sido extremadamente incómodo al principio.

Grace había sido consciente de sus humildes orígenes cuando el obispo la llevó a su residencia oficial en Old Deanery, que era un enorme edificio lleno de sirvientes de elegante librea y subalternos de negro, dispuestos a hacer lo que al obispo se le antojara. Se sentía tan fuera de lugar y tan falta de preparación. Su marido lo comprendió, sin embargo, y le enseñó todo: cómo comportarse, cómo vestirse, cómo hablar, qué decir a quién. Incluso cómo comportarse con él en privado. Todo. Y Grace había aprendido rápido. Se había convertido en la mujer perfecta para el obispo.

Y, hasta hacía poco, en la perfecta viuda del obispo.

—¿Siguen sus padres con vida —dijo Rochdale, —cosechando todavía los beneficios de su matrimonio?

—Sí, viven en Devon. Mi hermano y hermana también viven en Devon.

—¿Los ve?

—No muy a menudo. Ninguno de ellos ha venido nunca a Londres y yo rara vez dispongo de tiempo para ir a visitarlos a Devon. Pero nos escribimos muchas cartas. Recibo largas cartas de al menos uno de ellos cada semana, en las que me cuentan todas las novedades de allí, y yo les escribo todas las semanas y les hablo de todo lo que acontece en la ciudad.

Lo cierto era que las cartas de Devon eran la mayoría de las veces veladas peticiones de dinero, especialmente las de su hermana, Felicity, que tenía siete hijos y que pensaba que ya que Grace no tenía ninguno (algo que siempre se encargaba de recordarle), esta debía ayudar a mantener a sus sobrinos y sobrinas. Su hermano, Thomas, también necesitaba ayuda de tanto en tanto, e incluso su madre alguna vez le había dejado entrever que una contribución al clan sería más que bienvenida. Grace cada vez consideraba más a la familia Newbury como su segunda obra de caridad.

—No sé —dijo Rochdale—cómo consigue hacer tantas cosas, querida. Su fondo de beneficencia y los bailes, la gestión de Marlowe House, y todas esas cartas. Me deja boquiabierto. Ah, aquí está el León Rojo. —Se la señaló a los postillones para que entraran en el patio de la posada. — Cambiaremos los caballos y tomaremos algo rápido. Debe de estar tan hambrienta como yo.

Mientras la conducía al interior de la posada, Grace se percató de que estaban cambiando los caballos por tercera vez y que llevaban viajando durante casi cuatro horas. Había estado tan inmersa en la conversación que había perdido por completo la noción del tiempo. ¿Dónde se celebraba esa carrera de caballos que tan lejos estaba? Comenzó a angustiarse al preguntarse qué estaría tramando Rochdale.

Logró una sala privada para ellos y pidió comida y bebida. Té para ella, cerveza negra para él.

Grace se acercó hasta la ventana para ver dónde estaban. Apenas si se había fijado en el paisaje mientras viajaban. La posada estaba situada en un terreno elevado sobre un embarcadero que se adentraba en el río. Los restos de un antiguo castillo se divisaban sobre una colina que había a poca distancia de allí.

—¿Dónde estamos? —preguntó Grace.

—Hockerill. En la frontera entre Essex y Hertfordshire.

—¿Estamos cerca del lugar donde se celebra la carrera?

Rochdale negó con la cabeza.

—Aún no. Todavía queda viaje por hacer.

Grace se lo quedó mirando un instante y vio un brillo en sus ojos que la inquietó. ¿Era culpabilidad? ¿Vergüenza?

—John, ¿adónde vamos exactamente?

Rochdale ya no podía mantenerle la mirada y bajó la cabeza. Hizo como si se quitara una pelusa inexistente de la chaqueta.

—Al norte de aquí.

—¿Cuánto al norte?

Rochdale se encogió de hombros.

—Un poco.

—John. Míreme.

Lo hizo. Tenía el ceño fruncido y esa vez Grace sí pudo ver el sentimiento de culpabilidad en sus ojos.

—Dígame adónde vamos.

Rochdale suspiró, pero le mantuvo la mirada.

—Newmarket.

—¡Santo Dios! —Tenía que haberlo sabido. Newmarket era el lugar donde se celebraban las carreras de caballos más importantes. También estaba a más de noventa kilómetros de Londres.

—Pero no vamos a llegar a tiempo a Newmarket para la carrera.

Él la miró durante un largo instante y a continuación le dijo: —No, así es. La carrera es mañana por la mañana.

Dios santo, tenía pensado que pasaran la noche juntos, en Newmarket. Compartiendo cama.

Haciendo el amor.

Se había esperado algo así, se había preparado para algo así. Pero en ese momento, ante la posibilidad de hacer en vida lo que había hecho con Rochdale en sueños, la enormidad de lo que aquello significaba para ella le resultó demasiado abrumadora. Sintió como la sangre se le subía a la cabeza y una leve sensación de mareo le hizo llevarse la mano al rostro.

Rochdale acudió en su ayuda en un instante. La cogió del codo y la ayudó a sentarse en una butaca.

—Lo siento —le dijo una vez la hubo sentado. Cogió él también otra butaca y se sentó junto a Grace, tomándola de la mano. —No ha estado bien por mi parte que la haya engañado de esa manera.

—¿Engañado? —Se sentía confusa y estúpida.

—Sí, para que pasara la noche conmigo. Esperaba que usted lo deseara tanto como yo. Y pensé que sería más sencillo para usted si estábamos lejos de Londres. Lamento haber malinterpretado su interés en mí, Grace. Si he cometido un terrible error, dígamelo, y regresaremos de inmediato a Londres.

—Pero... su carrera es mañana por la mañana. A menos que eso también fuera otra artimaña.

—No, mañana sí hay una carrera de caballos.

—Y usted debe estar allí.

—Estoy dispuesto a perdérmela si usted desea regresar a Londres.

Grace apartó la vista de él, pues era incapaz de mirar por más tiempo aquellos seductores ojos azules mientras decidía qué hacer. Lo cierto era que ya había aceptado la idea de que tarde o temprano se convertirían en amantes. La noche anterior casi había estado a punto de llevarlo a su cama, y Rochdale lo sabía. Ese era el motivo por el que se había atrevido a llevársela a ese absurdo viaje, porque sabía que ella deseaba que le hiciera el amor. Si se echaba atrás, no solo se sentiría cobarde en extremo, sino que le obligaría a perderse la carrera en la que competía su caballo favorito. Él se contrariaría por las dos cosas. Y ella se sentiría como una estúpida.

Pero no quería echarse atrás. Deseaba compartir lecho con él. Quería ser una Viuda Alegre como sus amigas, y experimentar todas las intimidades de las que le habían hablado. Quería vivir.

Desearlo era una cosa; hacerlo resultaba mucho más difícil de lo que se había esperado. La importancia de lo que iba a hacer le pesaba demasiado. Se había convencido a sí misma, con ayuda de Marianne, de que la pasión física no era siempre un pecado, pero esas dudas seguían en su mente. Dar el paso siguiente con Rochdale sería un momento definitivo. Un momento que cambiaría su vida. Ya no sería la viuda remilgada e ingenua. Sería... una mujer completa.

Grace se sentía como si estuviera a punto de saltar de un campanario, como si fuera a zambullirse en... ¿qué? ¿La liberación? ¿Renovación? ¿Destino? ¿Pecado? Con tantas preguntas y dudas en su cabeza, no estaba segura de si estaba preparada para dar ese salto, pero a Dios ponía por testigo que lo iba a intentar.

Se volvió hacia Rochdale y lo miró fijamente.

—Iré a Newmarket con usted, John.

Rochdale no sonrió de manera triunfal, tal como Grace se había esperado. Su única reacción fue pestañear. Mantuvo el ceño fruncido mientras la contemplaba durante un instante largo y silencioso. Finalmente, dijo:

—¿Está segura? No quiero que se sienta forzada a hacer algo que no quiere. Si tiene alguna duda, regresaremos a Londres.

—Las dudas me consumen —dijo mientras le sonreía tímidamente. —Pero es lo que quiero.

Con usted y con nadie más. Confío en usted, John.

Rochdale cerró los ojos durante unos instantes y, cuando los volvió a abrir, Grace percibió un brillo en ellos que bien podría haber sido gratitud. Quizá le estaba agradecido por no tener que perderse la carrera de caballos al día siguiente. Le tomó la mano y se la besó.

—Me honra, Grace. No lo merezco.

Su expresión se transformó de repente en una de absoluto deleite. Le regaló una de esas increíbles sonrisas que a Grace tanto le gustaban. No una de sus sonrisas seductoras, sino una sonrisa de oreja a oreja, reflejo de la más pura alegría. Esa sonrisa lo transformó por completo (de un cínico de facciones duras levemente disipado a un hombre despreocupado, apuesto y atractivo). Fue una sonrisa que le atravesó el corazón por completo.

—Aun así—dijo él, —estoy realmente emocionado por el hecho de que esté dispuesta a venir conmigo a Newmarket. —Ayudó a que se levantara y la tomó en sus brazos. —Grace, querida mía, nunca deja de sorprenderme ni de cautivarme. Estaremos tan bien juntos, se lo prometo. Le enseñaré placeres que nunca soñó que pudieran existir.

Ella no lo dudó cuando Rochdale la besó con tal pasión que sintió que le flaqueaban las piernas.

La boca de Rochdale recorría su mandíbula y garganta cuando la puerta del salón se abrió y la mujer del dueño entró, seguida por un joven que portaba una bandeja con platos tapados.

Rochdale y Grace se apartaron, riendo tímidamente mientras la mujer los miraba con desaprobación.

Mientras compartían un pastel de ternera frío, jamón en lonchas, un queso excelente y pan negro, hablaron de todo menos de lo que probablemente ocupara las mentes de ambos.

Finalmente, Grace interrumpió un discurso acerca de la historia de las carreras de caballos en Newmarket para decir:

—Oh, querido. Me siento tan estúpida. ¿Cómo hacemos esto, John? ¿Cogemos una habitación y fingimos ser marido y mujer? ¿Usamos nombres falsos? Y no he traído a una sirvienta conmigo.

¿No parecerá eso extraño? Y, oh, Dios mío, ¿qué hay de las personas que trabajan en casa?

Spurling se preocupará mucho cuando vea que no regreso a casa esta noche. ¿Qué debería...?

—Chiss, querida. —Le sonrió mientras le cogía las manos. —Déjemelo todo a mí. Mandaré un mensajero a su casa diciendo que ha sufrido un accidente con el carruaje, que se ha torcido un tobillo y que se quedará un día descansando en una posada para recuperarse.

—Oh, eso suena razonable. Quizá debería escribir yo la nota que le vayamos a enviar a Spurling.

—Una idea excelente. Y, respecto a Newmarket, las habitaciones ya están reservadas a mi nombre. Dos cámaras. Por si cambia de opinión. Grace sintió como se le ruborizaban las mejillas.

—No cambiaré de opinión. —Era ahora o nunca.

 

 

El verano estaba en su momento álgido, cuando los días eran largos y la puesta del sol parecía durar eternamente. Quedaban varias horas de luz todavía cuando llegaron a Newmarket.

Habían hablado menos desde que habían dejado Hockerill. Una vez Rochdale había desvelado sus intenciones, y ella las había aceptado, la tensión entre los dos podía palparse en el interior del pequeño carruaje. El permaneció en su lado del banco, temeroso de tocarla por si le entraban deseos de tumbarla y poseerla allí mismo.

Los largos silencios le proporcionaron tiempo para considerar sus acciones, algo que nunca era saludable hacer. Su conciencia, que se había tornado de lo más activa últimamente, le estaba atormentando por lo que estaba a punto de hacerle a esa mujer. Deseaba hacerle el amor (lo deseaba tanto) pero se sentía terriblemente culpable por haber provocado que ella también lo deseara. Estaba contento de haber hecho emerger a la apasionada mujer que estaba profundamente enterrada bajo la viuda decorosa y recatada. Habría sido una pena y una pérdida que una mujer tan maravillosa dejara que su pasión se marchitase, que es precisamente lo que creía que habría ocurrido si Grace hubiese proseguido con su vida auto-impuesta de tenaz virtud y decoro.

Y, aun así, Grace era una mujer virtuosa, buena y decente. Esa bondad la definía.

Probablemente no había hecho nada malo en su vida, ni pronunciado una palabra cruel, ni se había comportado de manera hiriente con nadie. Era una mujer con honor, compasión y dignidad.

Se merecía algo mejor que él. Se merecía que la trataran mejor y no como el medio para ganar una apuesta.

Nunca antes en su vida se había sentido Rochdale tan confuso por una mujer (por un lado movido por un potente y profundo deseo; por el otro lado, un sentimiento de culpabilidad abrumador).

«Confío en usted, John.»

Aquellas palabras repiqueteaban en su cabeza como una penitencia. Pensó en todas las mujeres de su vida que lo habían manipulado, o que lo habían intentado de un modo u otro, y en cómo las despreciaba por ello. Sin embargo, acababa de manipular vilmente a una mujer buena para que confiara en él. Qué ironía tan monstruosa. Y todo por una apuesta.

Pero se llevaría a Grace a su cama esa noche, y para él sería un intenso placer hacerlo. Después, sin embargo, estaba seguro de que la culpabilidad lo consumiría, pues habría sacrificado la virtud de la única mujer buena que había conocido por ganar un caballo. Sin duda era el peor tipo que había sobre la faz de la tierra.

Para retrasar lo inevitable, aprovechó que todavía había luz para visitar las cuadras donde se encontraba Serenity. Antes de salir del carruaje, le pidió a Grace que se bajara el velo. No esperaba ver a nadie que pudiera reconocerla en las cuadras, pero estaba resuelto a proteger la reputación de Grace. Era lo mínimo que podía hacer. Ella colocó la seda azul sobre el ala de su sombrero y la bajó hasta la barbilla para, a continuación, atársela en la nuca. Era un disfraz efectivo. Sus rasgos no se percibían bien bajo el velo azul, y su cabello rubio quedaba oculto por completo. Nadie la reconocería.

La cogió del brazo y la condujo hasta las caballerizas. Rochdale dejó que las imágenes y los olores que tanto amaba se posaran sobre él y lo despojaran momentáneamente del sentimiento de culpabilidad y vergüenza. El aire era acre debido al olor de la alfalfa, el heno y los caballos.

Caminaron por los largos pasillos llenos de paja y compartimentos a los lados. Uno de los caballos relinchó. Otro golpeó con un casco una de las paredes de su compartimento. Serenity estaba en el segundo pasillo. Samuel Trask, uno de los mozos de Rochdale, estaba sentado en un taburete bajo, fuera del compartimento, dando lustre a unos arreos. Cuando vio que se acercaban, se puso rápidamente de pie.

—Buenas tardes, señor. —Se tocó el borde de su sombrero y alzó la cabeza. Miró a Grace e hizo lo mismo. Rochdale decidió no presentársela. El mozo daría por sentado que era una de sus conquistas y por tanto sería más o menos ignorada.

—¿Cómo está nuestra chica, Sam?

—Está perfecta, señor. Estará más que en forma para la carrera de mañana.

Rochdale abrió la puerta del compartimento y entró dentro. Se metió la mano en un bolsillo y sacó un pañuelo, lo desdobló y cogió un trozo de manzana que se había guardado en Hockerill.

Serenity se lo cogió de la mano y comenzó a masticarlo. Cuando hubo terminado, Rochdale le acarició su elegante cuello y la susurró dulcemente al oído. Ella lo acarició con el hocico y apoyó la cabeza en su hombro mientras Rochdale la rascaba con dulzura entre las orejas.

Aquello le provocó a la yegua un trance de profundo placer y Rochdale le indicó a Grace que entrara. Mientras seguía rascándola, le habló a Grace en una voz dulce y calma.

—No le dan miedo los caballos, ¿verdad?

—Para nada. Crecí en el campo, ¿recuerda?

—Bien. Venga a conocer a mi chica favorita. Sam, ¿tiene algo para darle?

—Algo de alfalfa, señor.

Sam cogió un puñado de una pequeña bolsa y Rochdale le indicó a Grace que lo cogiera. Grace lo hizo y se acercó despacio hasta el caballo con la mano extendida. Serenity salió de su estado de éxtasis para coger lo que le ofrecían. Grace se acercó y dejó que el caballo la oliera y acariciara con el hocico. Cuando Serenity fue a por su sombrero, Grace se rió y lo agarró fuertemente mientras acariciaba el largo y brillante cuello del caballo.

Rochdale arqueó una ceja y Sam se marchó, permitiéndole así un momento de privacidad con sus dos hembras favoritas.

Serenity, quiero que conozca a Grace. Es una persona muy amable y creo que ya le gusta.

—Es usted una belleza —dijo Grace mientras seguía acariciando el cuello de la yegua. —Y lo sabe, ¿verdad?

—Sí. Y sabe que es mejor que el resto y que me hará ganar mucho dinero mañana, ¿verdad, querida?

Estuvieron algunos minutos más con Serenity, y luego regresaron al carruaje que les llevaría a la posada.

—No me extraña que la adore —dijo Grace. —Es un animal espléndido.

Tan espléndido que Rochdale estaba dispuesto a corromper a aquella mujer para mantenerla en sus caballerizas.

—Es mi mejor caballo. Ha ganado varias copas aquí en Newmarket y otros trofeos en Nottingham, así como considerables premios en metálico. La carrera de mañana no es una de las ocho carreras oficiales que acontecen en Newmarket, sino que es más bien algo informal, con un premio privado. Quería que cogiera un poco de práctica antes de Goodwood.

—Estoy deseando verla correr.

Grace lo miró con timidez, dejando entrever que había otras cosas que también estaba deseando.

Llegaron a la posada y dejaron que los postillones se encargaran del carruaje y los caballos.

Rochdale sacó una pequeña maleta de su equipaje, que llevó consigo al interior de la posada. El dueño conocía bien a Rochdale y este le había gratificado generosamente para que los condujera con rapidez y discreción a sus habitaciones: dos cámaras separadas por una pequeña sala privada.

Una cena fría los esperaba junto a un decantador con el mejor burdeos de la posada. Rochdale le dio otro soberano cuando los dejó solos para asegurarse todavía más de que su privacidad fuera respetada.

Cada uno se retiró a su habitación para lavarse un poco. A Rochdale no le pasó desapercibido el gesto de alivio de Grace por poder tener un momento a solas antes de enfrentarse a lo que iba a ocurrir. Tiró el sombrero a la cama y se quitó la chaqueta. A continuación usó el agua y el lavamanos para lavarse. Se tomó su tiempo para afeitarse, pues al llegar la noche su barba era ya incipiente, y no quería escoriar la delicada piel de Grace.

Intentó por todos los medios mantener su sentimiento de culpabilidad a raya. La visita a Serenity en las caballerizas le había recordado lo importante que era ganar la apuesta. No solo era ganarle Albión a Sheane; la perspectiva de perder a Serenity era algo que no podría soportar.

Cuando Grace se unió a él en la sala privada, se había quitado el sombrero y la pelliza. Su vestido era sencillo, de muselina blanca con un bordado en el dobladillo y en el canesú. Las mangas eran cortas, lo que dejaba sus esbeltos y pálidos brazos descubiertos. Llevaba el cabello recogido en un sencillo moño en la nuca. Rochdale la recordó en el baile de máscaras, con su pelo suelto, y se excitó ante la perspectiva de poder contemplarlo de nuevo.

No sin esfuerzo, mantuvo su excitación a raya mientras cenaban. Grace comió poco, y Rochdale supo que estaba nerviosa. La animó a que bebiera el vino. Cuando la copa de Grace quedó vacía, él se la llenó. Grace la bebió rápidamente, le entró el hipo y sonrió con timidez.

—Ya sabe, el alcohol da valentía.

Otra oleada de culpabilidad se apoderó de él ante aquellas palabras. Era otro tipo de valentía el que la había traído hasta allí esa noche. Rochdale probablemente nunca llegaría a entender lo que aquel paso significaba para ella, nunca llegaría a saber a lo que estaba renunciando para estar con él. Pero era mucho, y lo sabía.

Conversaron acerca de temas banales y Rochdale intentó entretenerla. Grace pareció relajarse un poco, pero la angustia seguía patente en la manera en que estaba sentada y en cómo comía. La risa que conseguía arrancarle no era esa risa profunda y sensual que tanto le gustaba, sino dubitativa y crispada.

Finalmente, Rochdale se excusó y fue a su habitación, donde abrió la maleta de mano que había portado consigo. Sacó dos prendas muy ligeras y regresó a la sala privada.

—Puesto que no avisé de mis planes —dijo, —me tomé la libertad de traer esto conmigo. No estaba seguro de qué más podría necesitar. Podemos ir mañana a algunas tiendas si así lo desea.

Le mostró las dos prendas, un camisón de seda rosa y un salto de cama a juego. Había tardado mucho en escoger el camisón adecuado para ella. Ese no era demasiado atrevido ni demasiado recatado. Era bonito y elegante y parecía el tipo de prenda que Grace llevaría.

—¡Oh! Qué... encantador, John. No me había dado cuenta de que... Había pensado... Oh, querido. Estoy un tanto nerviosa, me temo. Debe perdonarme, pero no sé qué va a ocurrir. —La piel se le sonrosó del rostro al cuello y continuó hasta sus brazos.

—Ocurrirá lo que usted desee y de la manera en que usted se sienta cómoda, querida.

Podemos retirarnos a su habitación y desnudarnos el uno al otro y olvidarnos de los camisones, o puedo esperar a que se una a mí una vez se lo haya puesto. Como usted prefiera.

—Creo que prefiero desvestirme yo, si no le importa. Todo esto es tan nuevo para mí, y estoy ya suficientemente nerviosa como para que además sea usted quien me desnude. Temo desmayarme y perderme todo.

Rochdale sonrió. Le pareció muy dulce que reconociera sus miedos.

—Iremos despacio, entonces. Vaya a ponerse el camisón y yo me uniré a usted cuando esté preparada. ¿Necesita ayuda con las ballenas?

—¡No! —A Grace casi se le salen los ojos de las órbitas de la aprensión. —No, gracias. Puedo arreglármelas.

Rochdale fue a su habitación y se puso un batín profusamente brocado. Se lo ajustó a la cintura, pero no se puso nada debajo. Nunca se había preparado para hacer el amor con una mujer con tanto recelo. Esa pobre y nerviosa mujer había confiado en él para que le enseñara los secretos de las artes amatorias, pues estaba seguro de que el obispo no lo había hecho. La deseaba más que a ninguna otra mujer en su vida, pero, conforme el momento se acercaba, ese deseo se veía teñido por el sentimiento de culpabilidad y vergüenza. Pero, Dios santo, cómo la deseaba.

Cuando regresó a la sala privada, Grace estaba abriendo la puerta de su habitación. Rochdale casi gime en voz alta al verla. La elegante seda rosa de su salto de cama, ceñido en la cintura, marcaba todas y cada una de sus curvas. La luz de unas velas (situadas en algún punto de la habitación, tras ella) iluminaba su cabello dorado y la seda de tal manera que toda ella parecía brillar, como si de la visión de un ángel se tratara. Grace permaneció en la puerta, erguida y orgullosa, de modo que sus pechos rozaban contra la seda y los pezones se le marcaban. Todavía llevaba el cabello recogido, a pesar de que un largo mechón le caía por el cuello. Estaba tan preciosa que Rochdale deseó devorarla a pequeños mordiscos.

—Estoy lista —dijo con una voz sorprendentemente firme. En ese momento parecía más resuelta que nerviosa. Quizá el camisón le había concedido un coraje renovado. No, no era coraje.

Su mirada era el reflejo puro del orgullo femenino. Sabía que estaba preciosa; quería que la mirara.

Y así hizo. Entonces se acercó hasta ella y la tomó en sus brazos. Le dio una patada con el pie a la puerta para cerrarla. Tan solo la abrazó, saboreando la calidez de su piel bajo la seda.

—Dios mío, Grace. Me ha dejado sin respiración. Está tan bella.

—Y usted, John.

—Pero usted, querida, es bella por dentro y por fuera.

Se inclinó y la besó. El salto de cama de seda era suave y resbaladizo bajo sus manos, y muy erótico. Tocó todo su cuerpo mientras la besaba, acariciando sus suaves nalgas y estrechándola contra su erección. Ella gimió cuando Rochdale abandonó su boca y comenzó a besarle la mandíbula, garganta y cuello. Con las manos le cogió la nuca y le acarició el cabello.

—Suélteselo, Grace. Quiero ver su cabello suelto.

Mientras seguía besándole el cuello y las orejas, Grace comenzó a deshacerse el moño.

Rochdale escuchó el repiqueteo de las horquillas al caer al suelo y de repente una abundante masa dorada cayó sobre sus manos. Se separó de ella y la giró. Cogió sus cabellos y hundió el rostro en ellos. Santo Dios, eran gloriosos. Entonces, la atrajo hacia sí y recorrió con las manos sus pechos mientras seguía disfrutando del dulce olor de su cabello. Grace se estremeció al sentir su tacto, pero dejó que siguiera explorándola.

Le soltó el cinto. La dio la vuelta y deslizó las manos por el interior de su salto de cama para a continuación quitárselo. El salto de cama cayó al suelo. Ya solo había una fina capa de tela entre las manos de Rochdale y la piel de Grace.

La tomó de nuevo en un beso urgente, tórrido y lujurioso. Deslizó su lengua y jugueteó con ella, anticipando lo que iba a acontecer. Abandonó de nuevo sus labios y le lamió el lóbulo de la oreja, la garganta, la tierna curva donde el hombro se encontraba con la elegante columna blanca de su cuello.

Mientras lo hacía, la respiración de Grace se tornó entrecortada.

—¡Oh!

Le bajó uno de los tirantes y le besó el hombro. Siguió bajándoselo hasta que un pálido y perfecto pecho quedó al descubierto. Lo tocó levemente y Grace soltó un breve grito de alarma.

Rochdale se apartó y se regodeó con aquella visión: cabello suelto y despeinado, piel ruborizada, un pecho expuesto, labios entreabiertos, ojos como platos. Esa era Grace Marlowe, la refinada e íntegra mujer que dedicaba su vida a las buenas obras. Buena, decente y respetable. Él le había hecho eso.

De repente toda la culpabilidad y vergüenza que había estado sintiendo se fusionaron al contemplarla así. Quería tomarla, pero, en ese momento, pensar en ello le parecía mal, una violación de algo bueno y puro.

No podía hacerlo.

Había deseado exactamente eso: ver la modestia y dignidad de la viuda del obispo aniquilada.

Pero en aquel momento le pareció horrible e infantil haberlo planeado, y ya no pudo soportar mirarla más.

Grace lo miró confusa.

—¿Qué ocurre?

Rochdale negó con la cabeza. Le subió el tirante del camisón para que estuviera decentemente tapada de nuevo.

—Lo siento, Grace. Lo siento.

Ella pareció presa del pánico.

—¿Es por algo que he hecho? No sé cómo hacerlo. Lo sabe. ¿Lo he hecho mal? ¡Dígamelo, John!

Rochdale le acarició la mejilla y luego se apartó de ella.

—No ha hecho nada malo, querida. Yo soy el culpable. Es demasiado buena para mí, Grace. No debería haber llevado esto tan lejos. No está bien, no está nada bien. Usted es honorable y decente y yo no soy ninguna de las dos cosas. No puedo arrastrarla a mi nivel. Pensé que podría, pero no puedo. No quiero ser la ruina de una buena mujer. Me importa demasiado como para hacerle eso. Lo siento, Grace. Lo siento de veras.

Apartó la vista de ella, que lo miraba con incredulidad, y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de él. Cuando llegó a su cámara, se desplomó sobre una butaca, apoyó los codos en las rodillas y hundió el rostro entre sus manos.

Maldición, maldición, maldición.

Qué estúpido había sido. No podía creer que eso hubiera ocurrido, que no se hubiera dado cuenta de que había ocurrido. Rochdale, el libertino corrompido y sin escrúpulos, se había convertido en cierto modo en la noble y estúpida persona que Grace había deseado que fuera. Por primera vez en más de doce años había hecho algo completamente desinteresado.

¿Por qué, entonces, se sentía tan mal?