9
La teoría del vientre de alquiler explicaba muchas cosas.
¿Por qué Regina había permanecido oculta durante su embarazo? Porque habría querido evitar estar contestando a un montón de preguntas.
¿Por qué tenía dinero en el bolso cambiador? Porque habría cobrado por el embarazo y, presumiblemente, habría estado recibiendo dinero para gastos durante el tiempo de gestación. Esa sería la razón por la que ella y Craig, ambos sin empleo estable, habían sido capaces de costearse la vida sin ayuda del Gobierno.
—Pensaba —dije con lentitud— que Craig había estado involucrado en algún asunto de drogas o que alguna de sus estafas había acabado mal. Pero eso no explicaba todos los hechos.
Margaret se encogió de hombros.
—Yo tuve un mes o dos para hacerme preguntas sobre el tema. La actitud de Regina era muy extraña.
—Pero ¿por qué querría alguien matar a Craig y secuestrar a Regina?
—Quizá nadie tiene retenida a Regina. Tal vez simplemente se marchó.
—¿Dejando a su bebé?
—La gente abandona a sus bebés todo el tiempo —afirmó Margaret con rostro triste—. Luke y yo vivíamos en Pittsburgh antes de mudarnos de nuevo aquí para que él pudiera ayudar a su madre durante su última enfermedad. El primer año de nuestro matrimonio, antes de empezar a intentar tener nuestro propio hijo, una mujer de nuestro edificio abandonó a su bebé en nuestra puerta. Imagino que pensaría que, como no teníamos hijos, nos sentiríamos eufóricos.
—¡Dios mío! ¿Y qué hicisteis?
—Por supuesto, llamamos a la policía y ellos avisaron a la gente de los servicios sociales. Se llevaron al niño a un orfanato.
—¡Qué triste! ¿Y qué pasó con la madre?
Margaret se encogió de hombros.
—Creo que fue a la cárcel.
Sin duda, la mañana había traído consigo unos cuantos misterios sobre los que reflexionar. ¿Por qué una mujer tendría un hijo no deseado? ¿Por qué dejaría la vida de ese hijo a su suerte? ¿Y dónde se había metido el padre del bebé durante todo ese tiempo? ¿Por qué la responsabilidad hacia un bebé en el caso del hombre era voluntaria y en el de la mujer obligatoria? Pensé en mi padre, que nunca había mandado el dinero de la pensión; me vino a la cabeza el de Regina, quien se desvaneció al segundo de hacerse definitiva su sentencia de divorcio.
Madre mía, me iba a poner a escupir fuego por la boca. El doble rasero. Me estremecí y le pregunté a Margaret Granberry si había visto la última película de Harrison Ford.
***
Nuestros maridos subieron a trompicones el camino de entrada en sus respectivos vehículos. En ese momento, una buena flota se agrupaba frente a nuestra casa. La camioneta verde oscuro de Margaret, el Jeep (en leasing, alquilado o prestado) de Martin y el destartalado Ford Bronco blanco y sucio de Luke.
Este bajó de su vehículo y corrió hacia la puerta de la casa con el rostro enrojecido por el frío. Llevaba puesto un tosco abrigo que parecía de piel de borrego o de algún otro animal y no tenía ni gorro ni guantes. A Martin, que odiaba toda clase de gorros, gorras o sombreros (imaginaba que porque estropeaba su peinado), le había impactado tanto el frío que se había puesto una especie de gorro ruso que tenía desde hace años y los guantes para conducir de cuero que yo le había regalado la Navidad anterior. En sus manos cargaba las bolsas de la compra.
—He recibido tu mensaje —le dijo Luke a Margaret sin aliento—. ¿Todo bien por aquí?
—Sí, cariño —respondió ella—. No pretendía asustarte. Le dejé una nota a Luke contándole por qué venía aquí —me explicó en un aparte—. No quería que pensara que me había escaqueado de cortar la leña que me tocaba esta mañana.
—¡Vaya! ¡Siento muchísimo haber interrumpido tus quehaceres! —Me di cuenta de que, como había nevado, había dado por hecho que todo el mundo tendría el día libre. El legado de haber sido criada en el sur.
—No, no. También lo podemos hacer por la tarde. He disfrutado de este descanso en mi rutina.
Luke se dirigió a Martin:
—Mi mujer me ha comentado que habéis tenido a alguien merodeando por aquí.
—Estarás de acuerdo en que este no es el clima adecuado para hacerlo, ¿verdad?
—Un tipo sumamente atrevido.
—O desesperado.
Mi marido fue a depositar la compra en la cocina tras dejar ese pequeño y escalofriante comentario suspendido en el aire tras de sí como una estalactita colgando del alero de un tejado.
Sonreí a los Granberry, pero sentí que era una sonrisa del tipo nervioso.
—Iré a ver si encuentro un poco de chocolate caliente —comenté, y me dirigí a la cocina tras los pasos de Martin—. ¿Por qué estás así de irritado? —le susurré. Se encontraba de pie en su postura «estoy enfadado» (hombros hacia arriba, espalda encorvada y manos en los bolsillos), mirando fijamente por la ventana.
—No puedo localizar a ese cabrón enano y escurridizo —contestó con un gruñido. Imaginé que se refería a Rory Brown.
Iba a señalar que no me sorprendía, pero mi sentido común vino a rescatarme.
—Ya hablaremos de eso más tarde. Sirvamos un chocolate caliente a los Granberry. Después de todo, han venido a ayudarnos cuando los hemos necesitado.
Martin llevó la bandeja con las cuatro tazas al salón y la apoyó en la destartalada mesa frente al sofá. La bandeja era indudablemente uno de los regalos de boda, probablemente de Pier 1[19]. Una pieza de ratán y hierro que habría resultado atractiva en un contexto más acorde.
—¿Tenéis idea del tiempo que os quedaréis en Corinth? —preguntó Luke al tiempo que cogía una de las tazas y echaba unas pocas nubes pequeñas por encima. Ahora que sabía que su mujer se encontraba sana y salva parecía una persona diferente. Se mostraba relajado y seguro, e incluso físicamente parecía más grande.
Dejé que Martin bateara esa.
—No tenemos ni idea —confesó—. Todo influirá. Encontrar a Regina y en qué condiciones… Localizar a mi hermana y a su prometido… Averiguar si el bebé es de verdad de Regina… Depende.
—Qué lista más terrible de circunstancias —comentó Margaret. No parecía inclinada a repetir las reflexiones que expresó cuando estábamos solas y pensé que era una idea acertada. Se lo contaría a Martin cuando se marcharan los Granberry.
Luke fue el primero en escuchar que se aproximaba otro vehículo.
—¿Esperáis a alguien? —le preguntó a Martin.
—No. —Mi marido se dirigió hacia la ventana delantera—. Una camioneta Dodge azul.
Para mi sorpresa, nuestra siguiente visita la conformaban Dennis Stinson (el cachas), Cindy Bartell y nuestro antiguo compañero de viaje, Rory.
Esta casa había parecido aislada. Ahora empezaba a asemejarse a un centro social. Deberíamos haber cobrado por aparcar y por las bebidas calientes. Fui a la cocina a poner más agua en la cazuela, encontré unas galletas en una de las bolsas que había traído Martin y las coloqué en un plato.
—Cerramos la tienda los sábados por la tarde, así que hemos pensado en venir a ver cómo estabais —dijo Dennis. Con todas las capas de ropa para el frío que llevaba, aparentaba ser incluso más grande. A su lado, Cindy, con un corte de pelo a lo elfo y su afilado rostro, parecía uno de los duendes de Papá Noel; además llevaba un jersey rojo y verde que acentuaba el efecto. Rory no sonreía. Ni siquiera tenía su habitual aspecto de amigable estupidez; parecía taciturno y terco. No hablaba, pero cogió una galleta y se la comió de un bocado.
Me deslicé hasta ponerme a su lado mientras todos los demás hablaban entre ellos.
—¿Cómo es que estás aquí?
—Ese Stinson me agarró del brazo —respondió Rory. Me miró, se pasó la lengua por los dientes para limpiar los restos de galleta e invocó de nuevo a su encanto—. Debería llamar a la policía —dijo, como un niño malcriado—. Yo estaba caminando tranquilamente por la calle, a mi bola. Pasé frente a Flores Cindy y de repente sale fuera ese tío, Stinson, m’agarra y me dice que tu marido me está buscando y que tengo que ir con él. Entonces la señora Bartell dice: «Yo también voy». He venido sin causar ningún problema solo porque estaba ella.
—Gracias, Rory. De verdad que necesitamos saber más cosas sobre lo que le pasó a Craig y el porqué.
—¡Ya os he dicho todo lo que sé!
—Eso es difícil de creer —repliqué, sorprendida de mi franqueza—. Tú vivías aquí con Craig y Regina, ¿no es así? ¿No son tus cosas las que están en uno de los dormitorios de arriba?
El chico me lanzó una mirada fugaz: ojos centelleantes y mirada dura.
—Lo que hacíamos aquí no es de tu incumbencia —contestó, con algo de razón.
—No le hables así a mi mujer —intervino Martin con frialdad. Había aparecido a mi lado con su silencio habitual—. Tu vida amorosa nos da completamente igual. Solo queremos saber dónde está Regina y de quién es el bebé.
—¿De quién? —Rory bajó la mirada hacia sus pies. No parecía entender lo que Martin quería decir y yo pensé que se podía deber a dos cosas—. Bueno, mientras el bebé esté aquí, cualquiera lo puede reclamar, ¿verdad? Cualquiera puede decir cualquier cosa sobre el bebé. ¿Quién podría decir si es verdad o no? Nadie sabe nada excepto yo.
Esa era la mejor forma de cancelar una conversación. Captó la atención de casi todos los que estábamos en el salón.
El silencio se rompió con la entrada de Karl Bagosian por el porche de la cocina. Me sorprendió tanto verle que sin querer dije:
—Pero ¿de dónde has salido, Karl? —Después, moviendo la cabeza por mi falta de cortesía, añadí—: ¡Discúlpame! ¡Qué bueno verte otra vez tan pronto! ¿Quieres un café o un chocolate caliente? —Observé que Karl ya no llevaba su vestimenta de próspero vendedor de coches del Medio Oeste, sino un atuendo mucho más práctico para el frío.
Karl escrutaba a Rory Brown con la mirada más fría y calculadora que yo había visto jamás. Si yo hubiera sido la receptora de esa mirada, estaría tan callada como Rory y exactamente igual de aterrada.
—¡Ey! Señor Basogian —dijo por fin Rory—. ¿Qué tal está? ¿Cómo está Therese?
—No menciones su nombre. —A pesar de lo teatrales que sonaron sus palabras, ninguno de nosotros se atrevió a reírse. Karl estaba extremadamente serio.
¿Therese? Busqué por los recovecos de mi cerebro y finalmente recordé que se trataba de la hija mediana de Karl.
—Necesito hablar contigo un minuto, Martin —volvió a hablar Karl—. En la cocina.
Menudo reto diplomático tenía encima.
—Rory —dije sonriendo y con entusiasmo—, ¿te importaría subir arriba y recoger todas tus cosas? ¡Así no tendrás que hacer otro viaje hasta aquí!
Para mi alivio, hizo caso de mi fuerte empujón verbal y subió las escaleras. En cierta forma, daba la impresión de que Rory se sentía más en casa que yo. Fui a coger un jersey viejo y amplio con grandes bolsillos que había colgado en el respaldo de una de las sillas de la cocina. Karl y Martin se encontraban enfrascados en su conversación, así que no me dirigí a ellos. Ese era el jersey que llevaba puesto bajo mi abrigo por la mañana, cuando salí a la nieve y vi las huellas, y el intercomunicador se hallaba todavía en el bolsillo izquierdo.
Giré la cabeza y miré fijamente, a través del marco de la puerta, a nuestros espontáneos invitados. Pillaron la indirecta y comenzaron a charlar entre ellos de inmediato. Hayden llevaba despierto unos minutos y Martin lo había dejado colocado en su capazo. Como era de esperar, el bebé se convirtió en materia de conversación. La nevada nocturna fue otro tema de actualidad y después vinieron los chismes del pueblo, que me resultaban tan aburridos como serían los de Lawrenceton para esta gente. Por los fragmentos que pude recopilar mientras renovaba las tazas y recogía servilletas, supe que Margaret había sido antaño profesora de colegio, que Dennis Stinson era de los Dallas Cowboys y que habían pronosticado más nieve para ese día.
El sonido de un claxon atrajo mi atención. Fui a la puerta principal y vi una vieja camioneta negra con un letrero adherido al techo. Correos. La cartera estaba inclinada sobre el asiento del copiloto y sacaba la cabeza por la ventanilla. En su mano sostenía un paquete y varios sobres.
—Hola —dije, y salí fuera abrigada solo con mi jersey. El intercomunicador, metido en uno de los grandes bolsillos, me golpeaba a cada paso. Me alegré de tener las botas puestas. Crucé los brazos sobre el pecho cuando el frío sobrecogedor se me clavó en los pulmones.
—¿Sois los nuevos? —preguntó la mujer. Era redonda por todas partes y llevaba el peinado equivocado, una especie de corte de pelo bob anticuado. Apestaba a tabaco.
—Estamos aquí de forma temporal. Somos los propietarios —respondí, lo suficientemente cerca de la ventanilla como para bajar mi tono de voz. El resoplido del motor resultaba ruidoso bajo el silencio provocado por la nieve.
—Solo lo comprobaba. Tengo un paquete pa’ la inquilina. ¿Quieres aceptarlo? ¿Lo guardas hasta que vuelva?
Era una caja de Victoria’s Secret. Ay, Señor.
—Se lo guardaré —dije sin entusiasmo, y me coloqué la caja bajo el brazo. La cartera había rodeado concienzudamente la caja con una goma elástica y había sujetado los sobres con ella.
—Tu apellido —bramó la mujer.
—Teagarden, y el de mi marido es Bartell, pero no creo que nos llegue correspondencia aquí —repuse—. ¿Lo deja usted en el buzón de la carretera?
—Habitualmente sí, pero esta caja no cabía y como vi coches entrando pensé que habría alguien aquí —explicó—. Bueno. Encantá de conocerte.
Le di las gracias y, apretando el paquete contra mi pecho, con el pesado bolsillo de mi jersey golpeándome el estómago, entré temblando en la casa como un rayo.
—Esa era Geraldine Clooney —dijo Margaret con cierta diversión—. ¿Qué te ha parecido?
—Es única —contesté.
Cindy y Dennis se rieron. Luke no se hallaba en el salón. Karl se estaba sirviendo otra taza de café y Martin bajaba por las escaleras. El bebé no se encontraba en el capazo. Martin debía de haberlo puesto en su cuna.
Me pregunté por qué Rory no habría bajado con sus cosas.
Me pregunté sobre qué habrían hablado Karl y Martin en la cocina.
Me pregunté el porqué de la intrusión autoritaria de Dennis y Cindy. Decirle a Rory que queríamos verlo era un cosa; meterlo a empujones en un coche y prácticamente secuestrarlo era otra. Si Dylan o Karl hubieran traído a Rory no me lo habría cuestionado, pero… ¿Cindy y Dennis?
Como me sucede muchas veces, mi mente empezó a irse por sus ramas personales. No hay nada como estar sola en una multitud para activar una interesantísima línea de pensamiento. Me pregunté cómo cavarían los ciudadanos de Corinth sus tumbas en la nieve. ¿Se congelaría la tierra como en la tundra? ¿Vería estos días un quitanieves? ¿Los quitanieves también limpiaban los caminos privados?
—¿Roe? ¿Roe?
—¿Sí? —exclamé sobresaltada.
—Disculpa —dijo Margaret con preocupación en su tono de voz—, pero te estaba diciendo que nos vamos a ir yendo ya. Parecías totalmente abstraída.
—Me temo que estaba soñando despierta —repuse, tratando de sonar pragmática—. Muchas gracias por venir en mi rescate esta mañana.
—Creo que me he dejado el bolso en la cocina.
—Claro, espera, que voy a por él. —Fui a la cocina. Había un rifle apoyado en la pared junto a la puerta que daba al porche trasero. Absorbí toda esta información de un vistazo, cogí el bolso de Margaret de la encimera y se lo di en el salón en cuestión de segundos.
—No veo el vehículo de Karl ahí fuera, Aurora —comentó Margaret. La miré y me encogí de hombros.
—Me has pillado —contesté alegre—. Los hombres son muy extraños.
La estupefacción cruzó su pálido rostro.
—Ven a verme —dijo con afecto, y tras despedirse con la mano de los demás, ella y su marido se abrieron camino a través de los surcos dibujados en la nieve hasta llegar a sus vehículos.
Pues bien, ya eran dos elementos menos bloqueando las vistas al pequeño bosque. Me encontraba cargando la bandeja con las tazas usadas cuando oí un extraño crujido leve. Lo más curioso de todo era que el sonido parecía provenir de mi apéndice.
Reflexioné sobre ello mientras cargaba con la bandeja hasta la cocina y la deslizaba con cuidado sobre la encimera. Miré hacia abajo, he de admitir que muy nerviosa, y me sentí una estúpida integral cuando descubrí que el ruido provenía del intercomunicador. Imaginé que Hayden estaría moviéndose en su cuna.
Pero… ¿un crujido? Karl entró justo entonces; cortésmente, traía consigo un sobre vacío de edulcorante. Miró a su alrededor, localizó la basura y tiró el pequeño trozo de papel. Dado que se trataba de un hombre bien educado y disciplinado, intentó no preguntarme qué hacía observando el intercomunicador como si estuviera hablándome, pero como también había sido el hombre que había estado fuera armado con un rifle, se vio obligado a hacerlo. Al percatarse de mi concentración, simplemente señaló con el dedo y elevó sus cejas interrogativamente.
—Escucha —susurré, como si el intercomunicador también pudiera emitir lo que yo decía. Se lo acerqué a la oreja. La oscura cara de Karl pareció confundida. Al crujido le había sucedido una serie de pequeños ruidos desconcertantes, un pequeño «¡clang!», ruidos de sonajero y los inconfundibles sutiles sonidos de un bebé quejándose durante el sueño. Después, unos pasos desvaneciéndose.
—¡Eh! —soltó Hayden, y supe que estaba bien. Cuando dejé de oír los pasos, miré desde la cocina a través del salón, hacia las escaleras. Rory Brown, cargado con su mochila y una bolsa de papel llena de ropa, bajaba por ellas.
—Rory ha cogido algo de la habitación de Hayden —expliqué. Antes casi de darme cuenta, yo ya había atravesado el salón y subía por las escaleras, pasando junto a Rory sin prestarle apenas atención.
Hayden seguía dormido, intranquilo, y la sábana que cubría el colchón de la cuna había sido retirada y vuelta a poner. Como se trataba de una sábana para una cama de adulto, estaba doblada muchas veces a fin de que encajara en el pequeño colchón de la cuna. Me había fijado en cómo estaba hecha antes y supe que la habían deshecho. La manta de bebé que yo había extendido sobre la sábana había sido colocada otra vez en el mismo sitio, pero estaba arrugada y torcida. Aparentemente nadie le había hecho daño al niño, y siempre y cuando Hayden estuviera bien, yo estaba tranquila. Tranquila pero extrañada.
Cuando, tras tomarme mi tiempo, bajé al salón, vi que Cindy y Dennis estaban a punto de marcharse.
—Rory se va a quedar aquí un rato más —decía Martin sonriente—. Ya le acerco yo al centro más tarde.
Cindy parecía insegura.
—¿Estás seguro, Martin? Parece que va a empezar a nevar en cualquier momento. —El cielo parecía muy cargado de nieve; los campos y el cielo se fundían en un gran manto color blanco sucio. Dennis, que tenía cogida la mano de su pareja, miraba el horizonte y su cuerpo delataba su impaciencia por marcharse.
—Vamos, Cindy, ya veremos más tarde a Martin —dijo—. Y gracias, Aurora, por el café. Le tendrás que decir a Cindy cómo lo haces. El café no es su punto fuerte.
Pensé en vomitarle en las botas, pero decidí que era un poco radical. Cindy estaba como un tomate. Me encontré con su mirada y de forma lenta y exagerada deslicé un dedo sobre mi garganta y emití un sonido de asfixia. Se rio, sin mucho entusiasmo pero se rio. Todo esto confundió a Dennis (por supuesto).
—¡Nos vemos! —replicó Martin desde la cocina, donde él, Rory y Karl formaban un grupo que rebosaba tensión.
—Adiós —dije enérgicamente, impaciente por que todos se marcharan. Olía a gato encerrado y cuanto antes se largaran Dennis y Cindy, antes descubriría por qué.