5

Ese día el almuerzo fue muy tenso. Calenté una sopa, hice unos sándwiches de queso fundido y nos sentamos a la mesa de la cocina en un incómodo silencio. Por una vez en mi vida deseé que el teléfono se pusiera a sonar. Quizá el coche patrulla de la autopista le daba el alto al vehículo de Regina. Martin le había pedido a Cindy que tratara de averiguar el nombre de la compañía de cruceros en la que navegaba Barby; sería un gran alivio que volviese. Quizá mi madre podría decirme más cosas sobre el pronóstico de John. Tenía tantos asuntos sobre los que preocuparme que mis pensamientos corrían por el interior de mi cabeza como hámsters en una jaula.

Nada más empezar a lavar los platos oí a Hayden hacer ruido y enseguida comenzó a pegar alaridos. Esta vez se había despertado con fuerzas para levantar el techo.

Metí un biberón en el microondas antes de salir de la cocina. Empezaba a sentirme como anestesiada por esta inusual carga de responsabilidad con el bebé. Nunca había estado tan agotada en mi vida. Cada vez que le oía prepararse para llorar, pasaba a la acción para impedir el llanto. Mi estómago se retorcía cuando el niño emitía algún ruido.

Una hora más tarde había cambiado a Hayden, dado de comer a Hayden y ayudado a eructar a Hayden. En resumen, yo había cumplido con mi parte del pacto, pero él no se volvía a dormir. Yo consideraba que el bebé debía dejar de hacerse notar hasta el siguiente ciclo de alimentar-cambiar-eructar, pero él no parecía compartir esta opinión. Sin saber qué más hacer, con el bebé en brazos, sentada en el sofá de la biblioteca, me dispuse a mirar su carita redonda con bastante frustración. Además, saber que los cacharros seguían sucios sobre la encimera de la cocina me causaba remordimientos.

—Escucha. Tienes que darme un respiro —le dije—. ¿No sabes que mis recursos interiores son limitados? —Sentía claramente que mi despensa de recursos interiores estaba en las últimas.

Hayden me observaba con curiosidad. No parecía importarle estar a merced de una cuidadora totalmente inadecuada. Sus brazos se agitaron. Hizo ruiditos, dijo «eh» y emitió una especie de crujido (su sonido favorito). Con el dedo que tenía libre le toqué la redondeada mejilla. Era increíblemente suave. A través de su fina capa de pelo rubio podía ver cómo le latía una zona en la parte de arriba de la cabeza, donde su cráneo no se había unido aún, o al menos eso era lo que Lizanne me había explicado. Esa hendidura provocaba que esta pequeña forma de vida pareciera increíblemente vulnerable.

Tuve un extraño y repentino impulso: llamaría a mi amigo y sacerdote Aubrey Scott y le pediría que bautizara a Hayden.

Si mis manos hubieran estado libres, me habría abofeteado la cara nada más dejar correr esa idea por mi cabeza una segunda vez. El bautismo no colocaría una capa protectora de caramelo sobre Hayden. No era un chocolate M&M. El hecho de asumir la responsabilidad de bautizar al bebé confirmaría que renunciaba a que Regina apareciese de repente para reclamarlo; algo horrible de admitir.

Pero sabía que yo me sentiría muchísimo mejor si pudiera simplemente entrar en la iglesia y así, como el que no quiere la cosa, hacer que Audrey echara unas gotas de agua sobre la cabeza de ese niño. Hayden Graham, imaginé, hijo de Craig y Regina (si es que eran los padres), necesitaba toda la ayuda que pudiese obtener.

Confiada en que nadie podía oírme, susurré:

—Tú, guapo, bebé guapito. —Los ojos de Hayden se fijaron en mí. Me sonrió. Mi corazón, de repente, comenzó a latir con tanta fuerza como si me acabara de enamorar. Le sonreí tan exageradamente como lo haría una presentadora de un programa de televisión para niños.

Sally Allison dijo:

—Como mantengas esa expresión, se te van a caer los labios.

Salté.

—¿Por qué me asustas de esta forma? ¡Por Dios santo! ¡Casi me matas del susto!

—Perdona. Tú y el enanito de ahí estabais tan monos… —Sally se inclinó para mirarlo de cerca.

—Te has enterado de nuestro percance, imagino.

—La afable reportera Sally Allison lo ve todo y lo cuenta casi todo.

—¿Tienes novedades? —Una vez que hubo cesado de observar al bebé, Sally se dejó caer en el lujoso sillón de Martin mientras mi tensión arterial volvía por fin a la normalidad.

—Mmmm. Bien, la policía ha encontrado el coche de Regina.

—¿Qué?

—Ya me has oído. —Con su mano derecha, Sally se daba suaves toques en sus rizos color bronce, con cuidado de no deshacer el perfecto arco de pelo formado alrededor de su cabeza. Estaba buscando posibles huecos en su peinado. En breve, sacaría su polvera del bolso y se empolvaría la nariz; después rebuscaría hasta dar con el pintalabios y se perfilaría la boca. Esta era la lista de cosas personales de Sally. Y, efectivamente, mientras abría la polvera dijo—: Estaba justo pasada la frontera, en Carolina del Sur.

—¿Algún rastro de Regina?

Sally negó con la cabeza.

—No. Lo siento, cariño. Pero la buena noticia es que tampoco había manchas de sangre. —Cuidadosamente, la periodista juntó sus piernas para estirar la falda de su costoso traje de chaqueta verde.

Hayden volvió a sonreírme y advertí que no olía muy bien. De acuerdo, eso era un eufemismo.

—No me puedo imaginar qué ha podido ocurrir —dije mientras me escurría hacia delante en el sofá de tal manera que pudiera ponerme de pie con el bebé. Lo conseguí y me lo llevé al salón. Había decidido que, sin lugar a dudas, era la mejor estancia para guardar el bolso cambiador y extender la tela plastificada que se pone bajo el bebé antes de cambiarle el pañal. (La experiencia me había enseñado el uso de ese colchón). Con casi total determinación y utilizando todos los corchetes, limpié el culito del niño y le cambié el pañal. Coloqué las toallitas sucias dentro del pañal, lo enrollé y lo cerré de nuevo con las tiras adhesivas (refinamiento del que estaba extremadamente orgullosa).

—Buen trabajo —dijo Sally con aprobación; cogió el pañal sucio de mi mano, atravesó el comedor y se fue a tirarlo a la cocina. Oí el chorro del agua mientras se lavaba las manos.

—¿Debo asumir que Martin ya sabe lo del coche? —pregunté en voz alta.

Sally me miró con una expresión curiosa. Pillé los últimos coletazos de esa mirada cuando entró en el salón.

—Claro, el sheriff ha venido a decírselo. Están hablando fuera, en el jardín.

En el jardín. ¿Por qué estaba Martin hablando con el sheriff fuera de casa? Hacía frío, y viento y… ¡Mierda! ¿Dónde estaba nuestro huésped no deseado? Por eso Martin mantenía al sheriff fuera.

—¿Va algo mal? —Sally, como siempre, estaba prestando atención.

—¡No! —dije enérgicamente. Lancé miradas hacia el vestíbulo, el comedor y la cocina para ver si divisaba a Rory. Cuando posé de nuevo la mirada en Sally, su gesto era de total escepticismo, por no decir de algo más.

—¿Y entonces dices que no tienes ni idea de lo que ocurrió ahí fuera? —Su voz era la extensión de su escéptica mirada—. Perdona, Roe, pero eso es difícil de creer viniendo de ti.

—Escúchame bien, Sally. Tengo encima un buen montón de problemas como para que vengas tú a añadir uno más —espeté, para mi sorpresa, y comencé a llorar. No podía haber escogido una distracción más efectiva. Mientras Hayden permanecía tumbado boca arriba en la mesa de centro y miraba a su alrededor con ojos cada vez más cansados, Sally me daba golpes enérgicos en el hombro.

Me desahogué. Le conté absolutamente todo, empecé con mi singular reacción emocional al día anterior y culminé con la aparición de mi madre en la cocina para contarme sus propias terribles noticias.

Los golpes de Sally eran cada vez menos empáticos y más punitivos.

—Y nada de todo eso tiene que ver contigo, ¿verdad? —inquirió con brusquedad.

—¿Qué? —le pregunté. Me pareció que más que compasiva estaba siendo crítica conmigo.

—Pues eso, que tu padrastro se encuentra enfermo y tu madre, como debe ser, está preocupada por él y no por ti. La sobrina de tu marido ha desaparecido y su marido ha muerto, por lo que Martin, por una vez, está pensando más en su familia que en ti.

Miré fijamente a Sally, no daba crédito. ¿Era yo de verdad tan egoísta? ¿O Sally había tenido unos celos enormes de mí durante todos estos años y yo no me había dado cuenta? Me sentí como si estuviese sorteando un campo de minas y un soldado detrás de mí empezara a lanzar piedras por encima de mi hombro.

—Sabes, Sally, quizá este no sea el mejor momento para que me hables de los defectos de mi carácter —dije con la voz más equilibrada que pude—. Pensé que tus palabras serían algo como: «Tranquila, tranquila…, mi pobre Roe», nunca pensé que implicaran que soy una zorra egoísta que se cree el centro del universo.

Por supuesto, independientemente de lo que salía de mi boca, me preguntaba cuánto de verdad habría en las palabras de Sally. ¿Me veía así todo el mundo? Ay, Dios, ¿todos los amigos que había tenido durante todos estos años me miraban y pensaban: «Roe es una chica maja, pero ¡mira que es egocéntrica!»?

Sally parecía afectada, gracias a Dios. Pero mi alivio se desvaneció cuando dijo:

—Roe, mi sentido de la oportunidad es un desastre, te pido disculpas por eso, pero tú nunca has sabido la suerte que has tenido siempre. Tu madre, menos limpiarte el trasero, hace todo por ti y tu marido no solo piensa que es su deber protegerte y mimarte, sino que además tiene dinero.

—¿Y tengo yo la culpa?

—¡No! —contestó—. ¡No! Pero ¡sí es tu…, tu responsabilidad! —Miró su reloj y carraspeó—. ¡Reunión en el ayuntamiento! Me tengo que ir, Roe. Nos vemos pronto. —Recogió su bolso y salió volando por la puerta sin darme la oportunidad de contestar.

Con sigilo cogí en brazos la «preciosa carga» durmiente y vi a través de la ventana cómo Sally cruzaba el jardín y se detenía un momento para hablar con Martin y el sheriff. Me alegré de que mi marido llevara puesto el impermeable, ya que el cielo se encontraba cubierto y de vez en cuando salpicaba algo de lluvia. El sheriff se apartó de Martin y se inclinó hacia el coche de Sally para hablar con ella un momento a través de la ventanilla medio abierta, antes de que esta se despidiera con la mano e hiciera un giro de ciento ochenta grados.

Le di mil vueltas a la escena que había tenido con Sally y que tan profundamente me había disgustado. Me sentía como si hubiera cerrado la entrada del castillo sin saber que un león andaba dentro. ¡Vaya, hombre! Roe Teagarden, ¿el Monstruo del Egoísmo?

Siempre había pensado en mí misma como Roe Teagarden, la Súper Suertuda. Bueno…, a veces. Quizá no tanto unos años atrás cuando mi novio formal se casó de repente con la mujer a la que había dejado embarazada mientras salía conmigo…, pero incluso entonces había tenido suerte porque me había casado con Martin, ¿no? Y quizá tampoco tuve tanta suerte cuando mi padre y mi madrastra se mudaron a otro estado con Phillip, mi hermanastro, complicando mucho nuestra relación… Pero, incluso entonces, había conseguido salvarle la vida y había tenido la oportunidad de viajar a California dos veces para visitarle.

Esta evaluación de mi «buena suerte» me resultó tan útil como abrir mi armario lleno de vestidos de dama de honor antes de pensar que llegaría a conocer a Martin. Era el momento de salir de esta espiral de introspección y de enfrentarme al aquí y ahora.

Hayden estaba dormido. Sus párpados eran tan pálidos que las venas destacaban con claridad, lo que hacía que su piel pareciera casi transparente. Bajé la cabeza para inhalar su esencia.

—Te he defraudado —dijo Martin. Se encontraba de pie bajo el arco que daba al comedor. No se había afeitado y su pelo estaba despeinado. La incipiente barba en sus mejillas era blanca, como su pelo, y no negra, como sus cejas.

No estaba de humor para otra escena profundamente emocional.

—¿Por qué lo dices? —pregunté, mi voz susurrante y plana por el bebé.

—Podíamos haber explorado otras opciones —dijo, su voz igualmente tenue—. Quizá tu… —con la cabeza señaló mi vientre, refiriéndose a mi útero con malformación— podía haber sido corregido con cirugía o algo así. O podíamos haber adoptado, tenemos el dinero.

No daba crédito. Miré a mi marido un momento largo antes de decir:

—¿Y estas ideas se te ocurren ahora por primera vez?

Me llevé a Hayden hacia las escaleras, subí y le coloqué en su cuna.

Después bajé con paso firme. Martin seguía en el mismo sitio. Dije:

—No está bien que yo te ataque por algo que es más importante para mí que para ti.

Fue como si le hubiera hablado en otro idioma, como si padeciera sordera para todo aquello que no tuviera que ver con la preocupación misteriosa que rondaba su mente.

—Saldremos mañana por la mañana —comentó—. Dadas las circunstancias, tendremos que conducir. Quizá deberías ir a la tienda a comprar lo que el bebé vaya a necesitar durante el viaje.

Como si yo lo supiera. Abrí la boca para protestar pero la cerré de nuevo. La observación de Sally me había herido donde más dolía y ahora dudaba de todos mis impulsos. Fui hacia el escritorio con intención de hacer una lista con las cosas que podría necesitar, pero en vez de eso me senté y descolgué el teléfono. Vencí mi irritante miedo a que la siguiente conversación también fuera desalentadora y llamé a la única persona con la que podía contar. Mi mejor amiga, Amina.

Casada con un abogado de Houston, Amina era madre (y yo la madrina) de una encantadora niña, Megan. Amina, hija única, y su marido, el mayor de dos gemelos, eran felices complaciendo a Megan (que ahora tenía dos años) y amenazándola con un hermanito o hermanita.

—Amina —dije. Mi voz latía de alivio cuando mi amiga contestó el teléfono.

—Roe —respondió en una peculiar voz susurrante—. No puedo hablar mucho tiempo, Megan tiene el sarampión.

Claro.

—No estará muy enferma, ¿verdad? —pregunté tratando de sonar «profundamente preocupada».

—Lo normal en estos casos, me imagino. —Amina estaba intentando, sin demasiado éxito, sonar valiente—. Me necesita todo el rato, o al menos eso es lo que ella cree. Llevo el día entero jugando con ella y dándole polos de naranja. ¿Crees que está muy consentida? Es lo que dice la madre de Hugh.

—Todo lo que un hijo único puede estarlo —le contesté a Amina algo melancólica. Yo había crecido como hija única.

—Eso lo vamos a arreglar enseguida —afirmó Amina, con la seguridad que aparece cuando una se queda embaraza durante la luna de miel—. Gracias a Dios que aún no estoy embarazada teniendo que cuidar a Megan y siendo el sarampión tan peligroso cuando una se encuentra en estado. ¡Vaya! Me llama la niña. Otra vez.

Levanté una ceja. Amina estaba empezando a hartarse de trabajar en el departamento de enfermería infantil. No me sorprendía. Alta, enérgica y atractiva, Amina había sido siempre una persona que necesitaba moverse, en todo momento con un proyecto por hacer y otro con el que mantenerse ocupada.

—Te robaré solo un minuto —prometí—, pero necesito información.

—¿Cómo puedo ayudarte? —Su tono de voz era ahora incluso más bajo.

—¿Qué provisiones se necesitan para cuidar a un recién nacido durante dos o tres días?

Tras un instante de silencio reflexivo, Amina empezó:

—Cuatro pijamas, unos veinte pañales… —Yo escribía con ahínco en el cuaderno que guardaba junto al teléfono. Bendita Amina. No me hizo ninguna pregunta. Si no iba a poder llorar en su hombro, al menos que no tuviera que explicarle toda la historia desde el principio…

Tras colgar y verificar que Hayden estaba bien, encontré mi abrigo tirado sobre una silla del comedor. Me lo puse y cogí mi bolso. Martin y Rory tenían un partido de fútbol americano puesto en la televisión del estudio. Dudo que ninguno de los dos me hubiera podido decir cuál era el marcador, aunque tampoco habría apostado dinero. Para asegurarme de que captaba su atención, me puse de pie frente a la pantalla.

—Martin —dije, esperando no sonar como una arpía—, los platos del almuerzo siguen en la encimera. Por favor, friégalos antes de que regrese. Rory, presta atención al bebé. Está durmiendo arriba. —Ambos me miraron aturdidos, así que no me moví hasta que no recibí confirmación oral por parte de los dos.

Dejar la casa supuso un inmenso placer.

Puse una emisora de música country a todo volumen mientras conducía hasta el nuevo centro cultural sureño: Wal-Mart[8]. En cierta manera, la música country parecía encajar perfectamente con la sombría singularidad de los últimos dos días. ¿Cómo sonaría la canción «La sobrina de mi marido disparó a su hombre»? O ¿«De quién es el bebé al que alimento»? No, no podía pensar en un buen estribillo para esa. ¿Qué tal «Hay un hombre muerto en mi escalera y un bebé bajo mi cama»?

Eso me mantuvo sonriendo hasta que, al llegar a mi destino, rebasé al portero (quien casualmente era un primo de la secretaria de mi marido, lo que siempre le parecía una razón para charlar conmigo). Cogí mi carrito (localmente conocido como «buggy») y me coloqué en el pasillo principal. Conduje mi buggy hasta una zona que apenas visitaba, el espacio repleto de parafernalia para bebés. En la mano sujetaba la pequeña lista que había garabateado mientras hablaba con Amina y la estudié detenidamente. Compré un paquete de pañales, una lata de leche maternizada en polvo, biberones, tres pijamas de lo que estimé sería la talla de Hayden, un babero recubierto de hule, un juego extra de llaves de juguete y cuatro chupetes. Pensé que los chupetes eran el mejor invento del universo y decidí que los cocería, los pondría en pequeñas bolsas de plástico y metería uno en mi bolso, otro en mi abrigo, otro en el abrigo de Martin y otro en el bolso cambiador.

Paré un momento, con mi mano descansando en la bolsa de pañales. Miré los pijamas que llevaba en el buggy. ¿Por qué necesitaba Hayden ropa? Metí las toallitas húmedas en el carro, lentamente, pensando. Hice memoria del estado del apartamento, la maleta abierta, el barullo de ropa.

Ropa de Regina. Nada para el bebé.

Sin rumbo, empecé a empujar el buggy por los pasillos mientras trataba de averiguar qué podía significar. Regina sabía que se iba de viaje, pero ¿no había planeado llevarse a Hayden? ¿O es que no tenía ningún bebé cuando emprendió el viaje? Eso carecía de sentido.

Sacudí la cabeza al darme cuenta de que había «aterrizado» en la zona de ropa para hombre. Introduje unos pantalones vaqueros y una camisa de franela en el carro. Eran una talla menos que la habitual de Martin y esperaba que nadie se diera cuenta. Era probable que Rory necesitara ropa interior, pero ni por asomo me iba a poner yo a elegirla. Archivé el «no había ropa para Hayden» en un lado de mi cabeza para retomarlo y volver a examinarlo más adelante.

Mientras me hallaba en la sección masculina, tuve la suerte de toparme con nuestro vecino más próximo, Clement Farmer. Se encontraba observando dubitativo un estante de calzoncillos tipo bóxer de seda. Clement era un hombre pequeño, prácticamente calvo, con alguna brizna de pelo blanco sobre sus orejas. Su tono de piel era rojizo y sus dientes, blancos y totalmente regulares. En general todo esto le confería un aspecto de elfo de Navidad.

—Le he dicho a Padgett que vi a un coche saliendo de tu rampa anoche —soltó Clement sin preliminares.

—¿En serio?

—Sí, un coche rojo oscuro con matrícula de Ohio.

El coche de Regina.

—¿Quién iba dentro? —pregunté temiendo la respuesta.

—Dos personas. No pude ver al conductor muy bien, pero en el asiento del copiloto iba una chica de pelo oscuro.

Podía ser Regina.

Tenía más prisa que nunca por llegar a casa y contárselo a Martin. Le agradecí a Clement la información (aunque me pregunté por qué no nos había llamado por teléfono) y le pedí si podía alimentar a Madeleine durante nuestra ausencia. La gata odiaba quedarse con el veterinario tanto como el equipo del veterinario odiaba quedarse con ella.

—¡Claro! —contestó Clement indudablemente contento. Él era la única persona que yo conocía a quien de verdad parecía gustarle Madeleine—. ¿Crees que necesitará un buen cepillado?

—Oh, bueno, estoy segura de que no le vendrá mal. —Hoy, al menos, había hecho feliz a una persona.

Cargué mis compras en el Mercedes de Martin, paré en la gasolinera para llenar el depósito y otra vez estaba en casa. En esta ocasión llegué para encontrarme los platos limpios y en el escurreplatos, a Rory viendo la televisión en nuestro estudio (todavía o de nuevo) y a Hayden aún durmiendo la siesta. Martin estaba haciendo la maleta con su habitual y eficaz método, y observé que había sacado su equipamiento para frío extremo, que pocas veces necesitábamos en Lawrenceton.

Era sumamente injusto que Hayden durmiera cuando se quedaba a solas con Martin.

Le conté a Martin lo que Clement Farmer había visto.

—Así que la han secuestrado… Si es que era Regina a quien vio Clement —dijo.

—Puede ser, Martin. —Me pregunté cómo había llegado a esa conclusión, pero decidí no insistir. Pensé en compartir con Martin mi desconcierto ante la falta de vestimenta para Hayden, pero parecía tan distraído que resolví no malgastar el aliento. Me giré y bajé por las escaleras.

Me senté en la mesa de la cocina para estudiar las instrucciones de la leche maternizada. Las leí una y otra vez, decidida a no hacerle daño a Hayden con mi ignorancia. Recopilé todo lo que iba a necesitar, incluida la misma cazuela que vi usar a Regina. Me costaba creer que hacía menos de veinticuatro horas, Regina y yo habíamos estado hablando en esa misma cocina cuando ella preparaba los biberones.

Mientras esperaba a que el agua rompiera a hervir, llamé otra vez al hospital de John, hablé con mi madre y descubrí que John no estaba en la habitación porque se lo habían llevado a hacerle una prueba.

Nuestro teléfono permanecía en su curioso silencio. Recibí un par de llamadas de viejos amigos de mi madre interesándose por John, pero salvo Aubrey, nuestro sacerdote, nadie parecía preocupado por saber cómo Martin y yo llevábamos nuestra pequeña fracción de tragedia por lo de Craig. Con sensación de tristeza y abandono, me pregunté el por qué, pero después decidí que sería porque nadie sabría qué decir.

Un golpe violento en la puerta trasera me hizo mirar hacia arriba con brusquedad mientras cerraba los biberones ya preparados para meterlos en el frigorífico. Había hecho suficientes para que durasen hasta Ohio, calculé, sin tener ni idea de lo que haría si mi estimación era incorrecta. ¿Se podría comprar leche maternizada ya preparada? Olvidé mirarlo mientras estaba en la tienda. Me encontraba tan perdida en las preocupaciones sobre la alimentación de Hayden que me llevó un segundo darme cuenta de la felicidad que sentía al ver a mi amiga y antigua guardaespaldas Angel Youngblood. Tardé otro segundo en traducir esa felicidad en una sonrisa.

Lo único que me impidió abrazar a Angel era el enorme bombo que la precedía. Esa acción nos habría sorprendido a ambas. Angel es casi treinta centímetros más alta que yo, y es dorada y esbelta como un leopardo. Y aunque ahora parecía una hembra de leopardo en avanzado estado de gestación, el efecto aún era impactante. No podía recordar su edad exacta pero estaba convencida de que era al menos seis años más joven que yo. Su marido, Shelby, era varios meses mayor que Martin. Shelby y Martin habían sido amigos en Vietnam y se habían visto de forma esporádica cuando la guerra y sus posteriores actividades secretas en Sudamérica concluyeron. Actualmente Shelby trabajaba para Martin como jefe de equipo en la fábrica de Pan-Am Agra.

—¿Dónde está el bebé? —Angel siempre fue muy directa.

En voz baja alerté a Martin de que subíamos y permití que Angel echara un vistazo. Martin, que había estado leyendo una revista —o al menos estaba mirando unas páginas abiertas— se levantó al ver entrar a Angel y pareció recuperar un poco la normalidad. Angel solo le saludó con la cabeza. Estaba absorta con la pequeña carita. Puso sus largos dedos alrededor de la curva del cráneo de Hayden y reposó la otra mano en su abultado vientre. El bulto se contrajo (esa es la mejor manera que tengo de explicarlo) y tras un momento largo se relajó.

Angel me sonrió.

—A este de aquí ya no le queda espacio para moverse. —Su voz era suave y silenciosa para no despertar a Hayden.

—¿No estás ya a punto?

Angel asintió.

—A punto más un día. Pero me encuentro bien, así que hoy no es el día, creo. Siento lo de tu padrastro —añadió saltando de su propia futura visita al hospital a la de John—. ¿Cómo está? ¿Cómo lo lleva tu madre?

Mi madre y Angel habían desarrollado un distante respeto mutuo.

—Ella está bien. —El tono de mi voz decía: «Ya conoces a mi madre».

Angel asintió, sus ojos otra vez en la cara del bebé.

—Tienen algo —dijo, su voz tenue y callada, casi hipnótica—. Uno es capaz de matar por ellos. —Su mano acarició su propio vientre una vez más y vi cómo se contraía de nuevo.

—Si son los tuyos, claro —repliqué, con un interrogante en la voz.

—Quizá no solo entonces. Míralo. —Y Angel se inclinó sobre la cuna de viaje verde pálido y azul, con su cabello rubio rodeando su afilado rostro—. ¿Qué vas a hacer con él, Roe? Si he entendido bien, su padre está muerto y su madre desaparecida —inquirió mientras bajábamos las escaleras en dirección a la cocina. Se sentó a la mesa y le serví un vaso de zumo de naranja.

—Vamos a ir en coche hasta Corinth, donde Regina y su marido vivían —expliqué—. Después, imagino, iremos a ver si la familia de Craig se lo quiere quedar. O puede que Regina haya aparecido para entonces y sepamos qué ocurrió. O… quizá podamos contactar con Barby para que regrese de su crucero y vuele a Pittsburgh, que es la ciudad con aeropuerto más cercana a Corinth.

Mis palabras sonaban poco consistentes e inseguras…, incluso para mí misma.

—¿Y no sería mejor que os quedarais donde estáis? —Angel se bebió el zumo de un trago largo y dejó el vaso sobre la mesa. Se inclinó hacia delante en su silla y su mano masajeó su espalda de forma distraída. Su cara se tensó de repente y luego se relajó—. Después de todo —dijo lentamente, con esfuerzo—, si Regina se escapa o regresa… —su cara se tensó y se relajó otra vez—, volverá aquí a por su bebé… —Esta vez la cara de Angel permaneció en tensión por un tiempo.

—¿Angel?

—Creo —dijo lenta y pensativamente— que quizá, después de todo, puede que hoy sea el día.

En un santiamén yo estaba de pie. Había visto nacer un niño y no iba a ser testigo del nacimiento de otro.

—Voy a llevarte al hospital —afirmé—, voy a por mi chaqueta.

—No. Eso provocaría una confusión con los coches —alcanzó a decir Angel como si apenas supiese qué decía. Toda su atención parecía concentrada en su interior—. Mi coche se quedaría ahí fuera y quién sabe cuándo podría recuperarlo. Puedo conducir hasta mi casa y esperar ahí hasta que Shelby salga del trabajo.

—Llámalo desde aquí.

—Vale —dijo para mi sorpresa. Mi preocupación se agravó. Ceder con facilidad no entraba dentro de los atributos de Angel—. Déjame que vaya primero al baño.

Me quedé rondando la puerta del baño.

Cuando Angel salió dijo:

—Es hoy seguro. —Su voz aún era tranquila pero pude intuir agitación y emociones de todo tipo intentando emerger a la superficie.

Se dirigió hacia el teléfono de pared de la cocina, caminado de forma indefinida, como si esperase algo en lo que agarrarse a cada paso. Yo botaba a su alrededor como una pelota de goma, ansiosa por ayudar, intentando no estorbar, muerta de miedo de pensar que podría tener al bebé aquí.

Angel marcó el teléfono del trabajo de Shelby, aguardó la respuesta y durante toda la espera mantuvo esa extrema concentración en su rostro.

Oí un graznido al otro lado del auricular.

—¿Eres Jason Arlington? Soy Angel. Necesito hablar con Shelby. —Pude oír el graznido otra vez—. Sí, puedes activar la sirena —dijo Angel. Su tono denotaba que estaba sosteniendo su paciencia por una cuerda muy tirante. Pude oír la sirena desde donde yo estaba—. El equipo de Shelby cree que es muy gracioso que Shelby vaya a ser padre por primera vez —me explicó—. Han colocado una sirena para avisarle si yo llamo para decir que el bebé está en camino. —Su rostro se tensó de nuevo y sus dedos apretaron el auricular hasta que se pusieron blancos. Después, poco a poco, se relajó. Sonrió al teléfono. Su marido estaba al otro lado—. Shelby —dijo Angel—. Salgo ahora mismo hacia el centro. Estoy en casa de Martin y Roe. Nos vemos en casa.

Esta vez oía la voz de Shelby.

—¡Quédate donde estás! —gritó—. Voy a buscarte. ¡Ni se te ocurra conducir!

Para mi sorpresa Angel dijo:

—De acuerdo.

Creo que Shelby también se quedó pasmado porque permaneció en silencio un instante antes de responder:

—Llego ahora mismo. —Y colgó.

Pude ver a Rory Brown caminando lentamente hacia el vestíbulo. Angel le daba la espalda, aunque francamente, llegada a ese punto, no creo que le hubiese importado que un leopardo de verdad atravesara la casa en ese momento.

Me dirigí al pie de las escaleras y llamé a Martin, quien vino portando en sus brazos a un recién despertado Hayden. Mi marido intentó no parecer consternado cuando le expliqué la situación. Me dio al bebé de inmediato.

Angel parecía querer quedarse de pie, así que intenté no agobiarla. Metí un biberón en el microondas.

—Esa no es una forma segura de calentar biberones soltó mi amiga.

—¿Cómo?

—A veces quedan partes demasiado calientes. Es lo que pone en el libro de bebés.

Todo el mundo opina.

—Hasta ahora no hemos tenido ningún problema —repliqué—. Compruebo la temperatura antes de dárselo.

Angel se encogió de hombros como si ella hubiese cumplido con su deber y no fuese culpa suya que yo estuviera mal informada. Agité el biberón con vigor, comprobé la temperatura en mi brazo y me senté para dar de comer a Hayden, quien acababa de empezar con sus «eh» preliminares.

Angel hizo su rutina de «encogimiento de cara», aunque esta vez lanzó su cuerpo contra la pared.

—¿Están yendo a peor? —pregunté mientras mi marido miraba con cara de desear estar en la luna.

—Quizá debería llamar a una ambulancia —sugirió Martin.

Caí en que no había sugerido llevar a Angel él mismo al hospital. Tuve la sensación de que le preocupaba que las aguas de Angel estropearan su Mercedes.

—No —dijo ella, negando también con la cabeza. Martin intentó no parecer aliviado—. Sé que va a llevar horas. Estoy intentando acostumbrarme a la sensación. Es como un retortijón. Después viene el alivio y luego, tras una pausa, vuelve el siguiente retortijón.

—¿Duele?

—Aún no, pero no ha hecho más que empezar —respondió la mujer—. Espero que Shelby no se desmaye en el paritorio. Se mareó hace unos años cuando me rompí la pierna.

Un coche algo destartalado subió nuestra rampa a toda velocidad y Shelby, alto, con marcas de viruela en el rostro y musculoso, salió del vehículo y entró en la cocina en menos de lo que se tarda en decir «Tener un bebé». Su cabello oscuro, generosamente cubierto de canas, llevaba marcada la línea del casco protector y su bigote a lo Fu-Manchú iba en todas direcciones, como si se hubiera frotado las manos en él.

Sin mediar palabra, Shelby le estrechó la mano a Martin, me besó en la frente sin apenas mirar al bebé que sostenía en mis brazos, cogió a su mujer del codo y rápidamente se apresuró a salir. Angel nos dijo adiós con un gesto y se marcharon. Shelby guiaba a Angel como si fuera la única mujer en el mundo que había dado a luz.

—Jason dijo que vendría con uno de los chicos para recoger el coche de Angel. Le he dado la llave de repuesto —exclamó Shelby mirando hacia atrás en el último minuto. Después se abrochó el cinturón y se marchó en dirección al hospital de Lawrenceton.

Rory salió del estudio cuando Shelby había desaparecido de la rampa de entrada. Parecía estar pasándoselo bien.

—Así que va a tener un bebé muy pronto —comentó con afecto. Escuchar detrás de las puertas no parecía presentar un dilema moral para Rory Brown—. Craig llevó a Regina a una matrona. —Después, la sonrisa nostálgica se desvaneció al recordar que su amigo Craig ahora estaba muerto—. Me dijo que era mucho más barato —añadió sin sonreír en absoluto.

—Tengo que hacer la maleta —intervine, y ambos me miraron.

—Vale —replicó Rory tras lo que yo solo podía describir como un silencio significativo—. Yo le doy de comer al coleguita.

Transferí el bebé y el biberón al joven y me pasé una hora maravillosa en el piso de arriba intentando agrupar ropa adecuada para el invierno de Ohio. Mientras doblaba y hacía cálculos, un importante número de preguntas se agolpó de repente en la superficie de mi mente. ¿Dónde nos quedaríamos en Corinth? El Holiday Inn donde me había alojado anteriormente resultaría sin duda demasiado pequeño con un bebé compartiendo la habitación. Me pregunté acerca de la granja que tenía Martin, el lugar donde él creció y sobre el que había mencionado de pasada que había sido restaurado para dejar atrás su estado ruinoso.

—Podríamos quedarnos en la granja —dijo Martin desde el quicio de la puerta, y yo casi pegué un salto del susto—. No pretendía asustarte —añadió.

—Justo estaba pensando en la granja —contesté cuando mi corazón dejó de intentar hacer surcos para escapar de mi pecho—. ¿La has reformado?

—Sí…, y tengo que confesarte algo. Regina y Craig estaban viviendo allí.

—¿Por qué dices «confesar»? —pregunté. Me senté en el borde de la cama con dos paquetes nuevos de medias en las manos.

—No te lo había dicho —explicó. Atravesó la habitación y se quedó de pie frente a la ventana. Sus hombros estaban caídos de una forma inusual. La desolada vista de los campos en invierno no podía estar ayudando a mejorar su estado de ánimo. Era un día gris y las nubes se mostraban repletas de lluvia… Embarazadas de lluvia, me dijo mi cerebro de forma alegre. Dejé caer las medias en el suelo y me sujeté la cabeza con ambas manos.

—¿Por qué no me lo dijiste, Martin? ¿Por qué algo así tenía que ser tan secreto? —Se sentó junto a mí a los pies de la cama. Puso un brazo sobre mi hombro, con cautela, como si percibiese que podía llevarse un puñetazo en la nariz—. Cindy me dijo que siempre guardarías secretos —declaré—. Dijo que no podías evitarlo. —Nunca le había contado a Martin la conversación que mantuve con su primera mujer antes de nuestra boda. Estaba convencida de que habría aprendido la lección durante su primer matrimonio y que no repetiría los mismos errores conmigo.

—Nunca te he mentido en nada —contestó Martin.

Eso también me lo había adelantado Cindy. Odiaba que Cindy tuviera razón.

—Martin, si hay algo más que sepas acerca de todo esto que aún no me hayas contado, algo sobre Craig y Regina, o sobre Rory, o Cindy, o tu hermana…, cualquier cosa que no me hayas dicho, esta es tu última oportunidad.

—¿Después de esto me penalizas? —Su rostro se llenó de líneas más familiares: su incertidumbre se iba desvaneciendo y dejaba paso a la inteligencia y autoridad que normalmente llevaba como uniforme.

—Después de esto, quedas eliminado del juego. —Le miré directamente a sus ojos marrón claro.

—¿Sigo todavía en la partida?

Asentí.

Su boca solo tuvo que avanzar dos centímetros para cubrir la mía.

Esta vez fue diferente. En la cama, desde el primer día, habíamos estado hechos el uno para el otro. Esa mañana, sus muestras de amor mantuvieron el poder mágico de hacerme olvidar todo, pero Martin estaba siendo más duro, más exigente. Era como si estuviera reafirmando su derecho exclusivo a poseerme, desafiando a alguna fuerza cósmica a que intentara separarnos. Su cuerpo decía: tú, mujer, yo, hombre; y el mío jadeaba: oh, sí.