7
Esa noche tuvimos visita. Tras una tarde tranquila cenamos algo ligero. Yo justo acababa de lavar los platos de la cena. Martin, por su parte, estaba intentando ponerse en contacto con la matrona y con Rory Brown (encontramos un teléfono que funcionaba) y entremedias había hervido un lote de biberones y tetinas y los había puesto a secar sobre un trapo limpio. Yo había hecho una colada de sábanas y algo de ropa. La ubicación tan aislada de la granja había empezado a provocarme la sensación de encontrarnos incomunicados del mundo exterior, una idea por cierto nada agradable, así que el sonido de un coche llegando y los posteriores golpes en la puerta hicieron que me sobresaltara.
Martin atravesó el salón, llegó a la puerta principal y encendió la luz exterior. No había mirilla y la puerta era de madera sólida sin ventana, por lo que tuvo que abrir movido por pura confianza, un hábito para nosotros olvidado. El crimen de la gran ciudad iba desplazándose desde Atlanta hacia las zonas residenciales de la periferia, como Lawrenceton, a un ritmo alarmante.
Dudo mucho que la cara de Martin mostrara gran hospitalidad, pero la pareja que esperaba en el peldaño no parecía alarmada. Sonreían de forma amigable y mantuvieron esa sonrisa incluso tras ver la rígida expresión de mi marido.
Me aventuré a ir al salón cuando oí al hombre decir:
—¡Hola! Soy Luke Granberry, y esta es mi mujer, Margaret. Somos los propietarios de la granja que está al sur.
—Martin Bartell. —Mi marido extendió su mano y Luke la estrechó con exactamente la misma fuerza.
—Desde nuestra casa se puede entrever esta. Hemos observado que había más luces de las habituales y nos hemos sentido obligados a venir para comprobar que todo iba bien —explicó Margaret. Luke Granberry parecía rondar la treintena y ella, estimé, tendría unos cinco años arriba o abajo. Cuanto más cerca la tenía, más me inclinaba por el «arriba».
La suya era la piel más bonita que había visto nunca. Blanca y suave como la seda, con finas líneas en los lados de los ojos y en las comisuras de los labios. Su cabello era pelirrojo, de un rojo fuego, espeso y abundante. Lo mantenía alejado de la frente sujeto con un pasador barato. Al inclinarse para estrecharme la mano observé que no llevaba ninguna joya salvo su sencilla alianza de matrimonio.
—Por favor, entrad —dije—. Soy la mujer de Martin, Aurora.
Mi marido se echó hacia un lado para dejar paso a los vecinos. Cuando Luke Granberry pasó junto a él pude ver que nuestro invitado era más alto y más ancho. Tenía los hombros enormes y un rostro sutilmente atractivo, caracterizado principalmente por unos pómulos altos que provocaban que sus pequeños ojos marrones parecieran estar oteando la distancia en busca de aventuras de forma perpetua. Su cabello oscuro y sus ojos marrones hacían parecer a su mujer incluso más pálida.
—Regina nos habló de vosotros —comentó Margaret—. Los tíos, ¿verdad?
—Sí, yo soy el hermano de la madre de Regina —dijo Martin.
—El hermano de Barby… —continuó Luke. Examinó a mi marido intentando adivinar algún rasgo de Regina en su rostro—. Hemos oído el rumor de que ha habido algún problema… —Luke abrió sus grandes manos en un gesto que parecía implicar que los Granberry estaban dispuestos a ayudar si les decían cómo hacerlo.
—Pues que Regina ha desaparecido —respondí. De forma inoportuna, ya que yo no conocía a estas personas y, por tanto, no debía cargarles con nuestras emociones. Lo dije de tal forma que parecía que la desaparición de Regina hubiera sido un capricho suyo. Me arrepentí en el mismo instante en el que las palabras se escapaban de mi boca.
—Estamos convencidos de que aparecerá en cualquier momento —intervino Martin echándome un capote. Su voz implicaba: «Nos importa muchísimo pero tenemos una actitud muy positiva».
—¿Dónde están Craig y Rory? —preguntó Margaret, al tiempo que escrutaba la habitación como si esperara que los tuviéramos metidos en alguna esquina.
—Por favor, sentaos —dije, mirando a Martin con preocupación—. Me temo que tenemos malas noticias sobre Craig. —No tenía ni la menor idea de si estos vecinos conocían bien a Craig y, por tanto, no podía estimar cuánta preparación necesitaban para asimilar la mala noticia.
Los únicos muebles para sentarse de los que disponía el salón eran el sofá y un sillón. Acomodarnos suponía un proceso casi preestablecido. Los Granberry ocuparon el sofá tras un gesto de mi mano y yo me senté en el borde del sillón, de tal forma que mis pies tocaran el suelo. Martin permaneció de pie detrás de mí. Me giré para mirarle, pero su cara no transmitía nada.
—Eh…, Me temo que Craig está muerto. —Les ofrecí mi expresión más seria (Martin sostiene que parece que estoy sospechando sufrir un ataque al corazón).
—¡Oh! ¡Entonces es verdad! ¡Está muerto! —exclamó Margaret. Se giró hacia su marido y su grueso cabello le hizo un barrido por sus hombros. Sus blancas manos se aferraron a las de él—. ¡Luke!
—Lo siento mucho —dijo pausadamente Luke Granberry en un tono de voz solemne que consideré perfecto para leer a Poe en voz alta. Me apresuré a ponerle un tapón a ese pensamiento. Ya tenía la boca abierta para soltarlo. Sellé mis labios y moví la cabeza como si la tragedia fuera demasiado horrible para expresarla con palabras.
—¿Así que ya lo sabíais? —preguntó Martin.
—Sí. El dependiente de la ferretería dijo que se lo había oído decir a Hugh Harbor, pero pensamos que no conocíamos lo suficiente a los Harbor como para llamarlos y preguntar por el tema. Hemos oído que Hugh está muy enfermo… y no hemos visto el anuncio del funeral de Craig en el periódico.
—El cuerpo aún continúa en el forense —contesté consiguiendo finalmente adquirir el tono adecuado. Preocupación sobria, eso era lo apropiado.
Como si hubiera recibido un mensaje telepático, Hayden empezó a hacer ruidos en el piso de arriba. Parecía increíble lo definida que salía su vocecita del intercomunicador que yo sujetaba en mi mano izquierda. No me había atrevido a soltarlo.
Me giré ligeramente hacia Martin y le dije:
—Ya voy yo, cariño.
—Como si él hubiera hecho algún amago de moverse.
Con paso pesado subí las escaleras hasta ver cómo los pequeños brazos y piernas se agitaban por encima del improvisado protector de cuna.
No lloraba, así que supuse que no tendría hambre. Quizá, con los bebés, era mejor esperar a que pidiesen el biberón para dárselo. Aunque si la única forma que tienen para reclamar su biberón es a base de lloros, ¿no resultaba ese método un poco cruel? Por otro lado, meterles comida en la boca cada vez que estaban despiertos generaría un mal hábito… Dios, no había nada fácil en todo esto. Bien me podía poner a buscar las respuestas interpretando el significado de unos huesos de pollo bajo la luna llena. Coloqué a Hayden de costado, le di palmaditas en la espalda y, para mi gozo, volvió a dormirse.
Mientras yo atendía al crío, los Granberry establecían intereses comunes con Martin. Tenía la esperanza de que fueran una fuente de información sobre Regina y Craig, pero sabía que debíamos consumir un pequeño periodo de tiempo de conversación formal antes de hacer preguntas. Hablaban de la posibilidad de nevada para esa noche y cuando regresé al salón estaban en la parte final de la discusión meteorológica.
A Margaret le gustaban los bebés. Lo deduje por la forma en la que miró el intercomunicador cuando entré en el salón.
—No me había dado cuenta de que tú y Martin erais padres —comentó lentamente—. ¿Cuánto tiempo tiene vuestro bebé?
Martin, que había cogido una silla de la cocina, pareció resignado.
Respondí yo:
—El bebé no es nuestro. —Rechazaron tomar algo para beber y me dejé caer de nuevo en el sillón, tan agotada como no lo había estado en toda mi vida.
—¿Estáis haciendo de canguros?
—Es el bebé de Regina —explicó Martin.
—¿El bebé de Regina? —dijo la mujer como si algo así fuera completamente imposible. La pálida Margaret, a quien yo estaba empezando a tener aprecio, se volvió un tono más blanco. Nos miró fijamente, perpleja.
¿Ni siquiera los vecinos de la casa de al lado sabían que estaba embarazada? Mis dudas sobre que Regina hubiera dado a luz empezaban a consumirme.
—¿El bebé de Regina? —repitió Luke. Parecía tan sorprendido como su mujer—. ¿Y dónde demonios ha estado todo el tiempo?
—Con Regina desaparecida y Craig muerto, tuvimos que hacernos cargo —expuso Martin con suavidad a la vez que yo abría la boca para relatar toda la historia.
—Era el mejor plan —dije yo, solo para justificar mi boca abierta.
Como era lógico, los Granberry sentían curiosidad, pero eran demasiado educados para hacer más preguntas. Tras algo más de banal conversación acerca de los días que pensábamos quedarnos y un educado ofrecimiento por parte de nuestros vecinos para ayudarnos en lo que pudiesen, la pareja se levantó para marcharse. Margaret le agarró la mano a Luke y yo pensé en lo dulce que era esa acción. Me encanta ver a las personas que llevan un tiempo casadas y que aún actúan como si fueran amantes.
Aunque, quizá, lo hacían porque Margaret necesitaba ese apoyo. Parecía un poco inestable.
—Nosotros no sabíamos que Regina iba a tener un bebé —dije, por si sacaba algo más de información, mientras Luke y Martin se despedían.
Margaret asintió.
—Por lo visto, se mostraba muy reservada sobre el tema. Escucha, si te sientes sola, dame un toque. Nuestro número está en la guía. Si Martin tiene que ponerse al día con sus amigos en el pueblo, puede que tú te sientas sola. O quizá necesites que algún día te cuide al bebé.
—Gracias —dije—. Te llamaré. Gracias por venir a comprobar que todo iba bien. Os agradecemos el interés.
—Hemos estado echándole un ojo a la casa desde que escuchamos lo de Craig —comentó Luke. Pasó la mirada de Martin a mí para asegurarse de que ambos percibíamos su sinceridad—. Si necesitáis algo, cualquier cosa, mientras estáis aquí, simplemente decídnoslo. Estaremos encantados de veros.
Más tarde, mientras le daba el biberón a Hayden, dije:
—Parecen majos, Martin. Creo que deberíamos quedar con ellos otra vez y averiguar si tienen más información sobre Regina y Craig que la poca con la que contamos nosotros. Me ha dado la impresión de que los veían bastante a menudo. ¿Tú qué crees?
—Me han parecido demasiado confiados —respondió mi marido—. Hacer todo el camino hasta una casa que creen que puede estar vacía para ver qué son unas luces… ¿Y si hubiéramos sido ladrones?
—Tenían un rifle colgado en la parte trasera de su camioneta —afirmé al tiempo que me colocaba a Hayden sobre el hombro para que eructara—. Me di cuenta porque inmediatamente me hizo sentir como en casa. —En Lawrenceton todo el mundo parecía tener una pistola, un rifle o una escopeta, cazara o no. El propio Martin poseía una pistola; no había sido siempre un ejecutivo de negocios, como bien hacía en recordarme a mí misma.
El día había contenido demasiadas cosas para sus pocas horas. Estaba preparada para que llegara a su fin. La vieja secadora tardaba demasiado en secar las sábanas recién lavadas. Martin se ocupó de Hayden mientras yo iba en busca de más sábanas. Me sentí sorprendida y aliviada al encontrar otro juego en el armario del baño de arriba. Me llevó un minuto o dos hacer la cama. Tuve que dejar la misma manta y la colcha, y decidí que ya las lavaría por la mañana.
Mientras limpiaba rápidamente la vieja bañera, supe que todo el afecto —leve y obligado— que había sentido por Regina se había disipado al observar su matrimonio tan de cerca. Aborrecía su vida y aborrecía sus pequeños misterios, pero sobre todo aborrecía la desagradable situación que había arrastrado hasta la puerta de nuestra casa, y es que yo tenía la absoluta convicción de que Regina conocía perfectamente el peligro que corría en el momento en el que decidió conducir desde Corinth a Lawrenceton. Si hubiera sido sincera con nosotros, si hubiera sido franca, todo lo que había ocurrido desde entonces —y visualicé una fila enorme de fichas de dominó, cayendo una sobre la otra— podría haberse evitado.
Este desagrado y desaprobación hacia un miembro de la familia de Martin me hizo sentir una mala cristiana y una mala esposa. Con frecuencia pensaba que ser cristiano significaba por definición ser un mal cristiano, ya que no existe nada más difícil que el cristianismo, así que se podría decir que más o menos estaba acostumbrada a tener esa sensación.
Quizá pudiera compensar a Martin. Un poco.
Estaba adormilado cuando me metí en la cama junto a él. Había apagado la luz del baño y hallar el camino hasta la cama fue una aventura. Pero una vez allí no me resultó difícil encontrarlo. Me deslicé bajo las sábanas, muy debajo. Martin emitió un suspiro de sobresalto. Pero sin duda este se situaba en el montón de los suspiros de sobresalto por algo positivo.
Al acabar, cuando me abrazó y me besó, murmuró:
—Oh, cariño. Ha estado tan bien…
—Espero no haberte vuelto loco hoy —me atreví a decir.
—Me volviste loco en el momento en que posé mi mirada en ti —replicó, su voz adormecida de sueño y satisfacción.
Me acurruqué en mi almohada, rezando por una noche «sin Hayden».
—Te quiero —dijo de repente Martin—. Tengo la sensación de que es algo que ha quedado relegado a un segundo plano estos pasados días.
Estos pasados meses, más bien.
—Sé que me quieres —susurré.
—Cuando nos casamos… —Estaba tan agotada que tuve que obligarme a escuchar. Ninguno de los consejos amorosos de las revistas te contaban que algunos días tendrías demasiado sueño para escuchar una declaración de amor—…, Todo lo que quería era protegerte de cualquier daño. Hacer que te sintieras segura. No permitir que nada te preocupara…, o te asustara…, y asegurarme de que nunca te faltara de nada.
Que Dios lo bendiga, eso era simplemente imposible. Pero se trataba del deseo más atractivo del mundo, ¿verdad? ¿Qué había querido yo darle a Martin a cambio? Vagamente recordé que yo había decidido con determinación ayudarle en su carrera profesional siendo una buena anfitriona y una buena invitada y asistir a cada evento de forma puntual y con el atuendo adecuado y expresando las opiniones apropiadas. Quise ofrecerle una casa que fuera un hogar: limpia, cómoda, que oliera a buena comida en la cocina y a ropa lavada y planchada.
Sin embargo, transcurrido un tiempo no tuve más remedio que volver a trabajar al menos a media jornada en la biblioteca porque adoraba el trabajo, los libros y la gente. También hubo días en los que me permitía leer un libro en vez de hacer la colada, o ponerme a charlar con mi madre y mis amigos en vez de preparar una comida elaborada. Y como tenía una gran tendencia a la contradicción y era una cualidad que me invadía de la cabeza a los pies, alguna vez me rebelaba a mi pequeña manera y llevaba gafas extravagantes a la cena de esposas de Pan-Am Agra o decía lo que pensaba en lugar de lo que la gente quería oír.
—Y yo —dije de repente— ¿he sido la esposa que querías?
—Yo no quería «una esposa» —murmuró, claramente entrecomillando esas dos palabras—. Cuando te vi de pie en las escaleras de esa casa con el viento agitándote el cabello, tan inquieta, en ese traje…, recuerdo el color…
—¿Pensaste: «Dios, quiero casarme con ella y estar con ella para siempre»?
—Pensé: «Dios, quiero meterme en su cama…». —Empecé a reírme y la mano de Martin salió de la oscuridad y me acarició la mejilla—. Buenas noches —dijo al borde del sueño—. Nunca me has decepcionado.
—Buenas noches —contesté, y abandoné ese día.
***
Mi pequeño reloj de viaje me decía desde la mesilla que eran las siete y media y los quejidos de la habitación de al lado me hacían saber que Hayden había comenzado su ciclo.
Me levanté de la cama sin estar aún despierta del todo y el frío del suelo me produjo una desagradable sacudida. Nuestra casa en Lawrenceton también tenía suelo de madera maciza, pero nunca había estado así de frío. Deslicé los pies en unas pantuflas en mi camino hacia la puerta y crucé hasta la «habitación del bebé» apoyando las suelas con suavidad. La casa se encontraba silenciosa, excepto por Hayden, quien tenía la cara roja y llorosa cuando llegué.
Había dormido toda la noche.
—Mamá está aquí —dije, mi voz todavía espesa por el sueño—. No llores, bebé. —Le saqué de la cuna una vez descubrí cómo bajar uno de los costados. Había visto a mi amiga Lizanne hacer los honores en la cama de su bebé. Para madres de menos de un metro cincuenta el costado bajo era una característica esencial. Pero ¡yo no era una madre!, me advertí a mí misma cuando me di cuenta de mi error.
—¡Martin! ¿Calientas, por favor, un biberón? —grité hacia el piso de abajo mientras cambiaba a Hayden en nuestra cama. Sin duda no le gustaba que el aire frío abofeteara su húmedo trasero y no le culpaba por ello. Tocaba bañarlo pero me daba pánico hacerlo en esa casa congelada.
Bajamos las escaleras, Hayden aún quejoso pero ya menos desesperado.
En la cocina no había nadie y, por supuesto, tampoco vi ningún café esperándome, ni ningún biberón listo para Hayden; todo tenía el mismo aburrido aspecto que la noche anterior.
La puerta del porche trasero se abrió. Martin entró en la casa, se sacudió los pies, se quedó de pie en un pequeño felpudo y se quitó los zapatos. Continuó hasta la cocina en calcetines.
—¡Mira fuera, Roe! —exclamó con la sonrisa de un niño de doce años.
Por primera vez miré por las ventanas y entendí por qué la casa parecía tan silenciosa. Los campos y el camino de entrada se hallaban totalmente cubiertos de nieve.
—¡Dios mío! —solté, perpleja. Observé el denso manto blanco—. ¡Guau! —A lo ancho del horizonte el paisaje era idéntico—. No había visto tanta nieve en toda mi vida.
—Casi desearía tener un trineo —dijo.
—Casi desearía tener una taza de café.
—¡Marchando! —Resultaba curioso lo extremadamente alegre que estaba Martin. ¿Quién habría dicho que la nieve provocaría ese efecto en él? Me senté, semiinconsciente, mientras Martin calentaba el biberón, preparaba el café y hacía una tostada en la preciosa tostadora (con toda seguridad, uno de los regalos de boda para Regina y Craig). Incluso tarareaba. Y él nunca tararea. Cogió a Hayden y le dio su biberón—. Mira ahí fuera, socio. ¡Nieve por todas partes! Cuando seas mayor te abrigarás bien y podrás salir ahí fuera y hacer ángeles en la nieve, y pis para deshacer la nieve, y construir un muñeco de nieve…
¿Una nueva obsesión?
Cuando Martin se calmó un poco yo tuve tiempo de arrojar dos tazas de café por mi garganta y comerme la tostada.
—¿Podremos salir de aquí? —pregunté. Me llevé mi tercera taza a la ventana—. Lo que quiero decir es si tu coche podrá salir del camino.
Martin, repentinamente, se puso serio. Era muy evidente la adoración que sentía hacia su Mercedes.
—Voy a llamar a Karl —dijo, y desapareció.
Intenté recordar a Karl en nuestra boda, ya que Martin me había asegurado que asistió. Estaba teniendo una laguna en mi memoria. Claro, que yo estaba tan nerviosa que ni siquiera estoy segura de haber dicho «sí, quiero» correctamente.
Extendí unas toallas junto al fregadero de la cocina para dispensarle a Hayden ese baño que me sentía obligada a darle. Detestó el proceso tanto como la primera vez, quizá incluso lo hiciera a mayor volumen debido al intenso frío. Yo ya había empezado a tener mis serias dudas acerca de este ritual, el cual, según Amina, era obligatorio. Después de todo, ¿cuánto podía ensuciarse Hayden? Le limpiaba el trasero cada vez que le cambiaba el pañal.
No obstante, obedientemente, le enjaboné las manos, que nunca agarraban comida, y los pies, que nunca tocaban el suelo. Al menos, me dije a mí misma para animarme, todos estos lamentos agotarían al bebé y darían como resultado una buena siesta.
—Karl está de camino —me dijo Martin.
—Genial. ¿Me recuerdas cosas de Karl?
—Karl Bagosian. Su familia era armenia hace un par de generaciones. Fuimos juntos al colegio, aunque él es un par de años mayor que yo.
—¿Y a qué se dedica ahora?
—Es el dueño del concesionario de Jeep.
Asentí. Todo empezaba a encajar.
—¿Así que vosotros dos fuisteis amigos durante el instituto?
Martin se encogió de hombros.
—Sí, sí que lo fuimos. Estábamos juntos en el equipo de fútbol americano e íbamos juntos a cazar. Salió con Barby durante un tiempo y además nos enrolamos juntos en el ejército.
—Y hablando de compañeros del instituto, ¿cuál es la historia de Dennis Stinson?
—Yo siempre odié a ese hijo de perra —soltó mi marido sin apenas transformar su tono de voz.
—A mí me ha parecido muy majo. —Intenté parecer inocente—. Solo porque se haya mudado con tu exmujer…
—Cindy y yo llevamos divorciados muchos años —continuó—, no creo que sea por eso…, o quizá no demasiado. Intentó copiar de mi examen de geometría. —No lo pude evitar. Empecé a reírme a carcajadas. Martin tuvo el detalle de sonrojarse—. Dennis simplemente… No me hubiera importado que Cindy viviera con una persona si fuera alguien como Karl. Pero Karl se casó con una chica recién salida de la universidad más o menos cuando nos casamos nosotros. Creo que tiene hijos mayores que ella.
Si el increíble Karl nos iba a traer un Jeep, necesitaba vestirme. A juzgar por lo que llevaba Martin, quien parecía estar más relajado que en días, daba la impresión de que unos vaqueros, un jersey y unas botas aspiraban a ser el uniforme de la jornada. Martin se encontraba tan relajado que incluso colocó a Hayden en el centro de nuestra cama y comenzó a cepillarme el pelo, un grato pasatiempo que no nos habíamos concedido en los últimos días.
Ya que Hayden parecía seguir de buen humor, llamé a mi madre, pero no la localicé ni en su casa ni en el hospital. Dejé un mensaje en su contestador automático y hablé con el hijo mayor de John en el hospital. Dijo que su padre estaba recuperándose y que esperaban llevarle a casa al día siguiente y que sabía que mi madre querría darme todos los detalles. Además me informó de que mi madre estaba llevándolo bien, algo que yo no había dudado ni por un instante.
A continuación llamé a Angel y Shelby para saber qué tal estaba el bebé y averigüé que Joan se encontraba perfectamente bien en todos los sentidos y que Angel se estaba recuperando del parto en tiempo récord.
Le pasé el teléfono a Martin para que llamara a la fábrica de Pan-Am Agra, pero me comentó que ya había hablado con su segundo por la mañana. Miré el reloj y aluciné. Si querías trabajar para Martin tenías que madrugar y estar listo un segundo después de haber salido de debajo de tus sábanas.
—Pero necesito hablar con David, de Recepción —comentó. Con su cara de negocios esculpida en su rostro, marcó el número de teléfono y yo aproveché para bajar a servirme otra taza de café.
Justo en ese momento oí una especie de resoplido y al mirar por la ventana vi cómo un Jeep rojo brillante se acercaba surcando la nieve. Deduje que debajo estaría el camino de acceso.
Un hombre se bajó del automóvil y comenzó a avanzar con dificultad hacia la puerta principal.
Karl Bagosian era más o menos de la misma estatura que Martin, entre uno setenta y seis y uno setenta y ocho. Su cabeza estaba descubierta y advertí que su pelo era muy grueso, áspero y muy oscuro, aunque empezaba a canear. Se trataba de un atractivo complemento a su tono de piel aceitunado. Martin seguía al teléfono, así que descorrí el pestillo y abrí la puerta.
—Hola —dijo Karl, mirando hacia la puerta. Me hizo un completo pero breve escaneo con la mirada y bajó la vista para asegurarse de que había eliminado toda la nieve de su calzado. Satisfecho, entró, se quitó las botas y las dejó junto a la puerta, mientras se sacudía los pies (ahora solo con calcetines) en el salón de forma automática. Así empecé a conocer cuál era el protocolo en la Tierra de la Nieve.
—Soy Aurora. Gracias por traer el Jeep. Martin me ha dicho que os conocéis de toda la vida.
—Prácticamente. —Karl estaba acabando de terminar de despojarse de varias capas de ropa y por fin me miró a los ojos.
Tenía los ojos más bonitos que yo había visto en un hombre. O en una mujer. Grandes, ovalados, muy oscuros, coronados por unas pestañas que toda mujer soñaría tener. Esos ojos podían hipnotizarte hasta conseguir que te quitaras la ropa y te metieras en la cama de Karl.
—Bueno, me siento un poco como una hembra de pavo real —dije levemente contrariada—. ¿Te apetece un café?
—Sí, por favor —respondió tras un titubeo de desconcierto. Karl me precedió hasta la cocina y tuve que recordarme que él había estado aquí muchas veces… incluso antes de mi nacimiento. Su cuerpo se había ensanchado un poco al llegar a la mediana edad y sus blancos dientes brillaban como los de un actor. Se sentó en la mesa de la cocina a observarme mientras yo servía café en una taza y la colocaba frente a él junto con algo de leche y azúcar.
—Si aún no has desayunado, estaré encantada de hacerte una tostada —ofrecí—. Martin está hablando por teléfono, bajará en un minuto.
—Esto es hospitalidad sureña. Supongo que el tipo de hospitalidad de la que he oído hablar.
—Es simplemente hospitalidad. ¿De qué otra forma podría tratarte?
No tuvo respuesta para eso.
—Todo esto es por algún embrollo de Regina, ¿verdad? —preguntó mirándome con esos impresionantes ojazos. Se sirvió azúcar en el café a espuertas. Lo observé asombrada cuando hizo lo mismo con la leche. Ya no parecía un café.
Me apoyé en la encimera de la cocina.
—¿Conocías a Craig?
—Sí. Robó uno de mis automóviles.
—¿Qué hiciste?
—Lo perseguí y recuperé el coche. —Los oscuros y enormes ojos ya no parecían tan extraordinarios. De hecho, su aspecto era completamente escalofriante. Pensé en lo que me alegraba no haber estado allí en ese momento.
—Sr. Vigilante[17] —dijo Martin desde la puerta. Quería sonreír mientras saludaba pero su sonrisa le salió poco convincente. Había escuchado toda la conversación.
Karl se levantó, le dio la mano e iniciaron el ritual de las palmadas en los hombros: cariño profundo y sincero.
—Ese pequeño hijo de perra, discúlpame, Aurora, tiene suerte de que no le diera una lección de las buenas, una para siempre —espetó Karl; sus dientes centellearon—. Solo me contuve porque era el marido de tu sobrina.
—¿Ocurrió cuando ya estaban casados?
—Sí. La semana pasada. Justo antes de que apareciera en el rellano de tu casa en Georgia, muerto. Puede ser que quisiera conducir hasta allí en un todoterreno.
—¿La policía sabe todo esto?
—Sí, se lo dije cuando me enteré de que lo habían matado. Les informé de que tenía una llave de esta casa. Vinieron a echar un vistazo.
Karl Bagosian tenía un aspecto tan exótico que había esperado escuchar un acento extranjero. Era algo chocante oír una voz poco atractiva del Medio Oeste salir de su boca. Le imaginé en pantalones bombachos y turbante. Apreté los labios para no reír.
—¿Por qué sonríes? —me preguntó Martin desde atrás. Di un respingo.
—¿Quieres más café, cariño?
—¡Jesús! Pero si no es más grande que una pulga, Martin.
Personalmente, detesto que hablen de mí como si no estuviera presente. Pero era el amigo de Martin.
—Pequeña pero matona —replicó mi marido. Lo miré alucinada y vi que sonreía…, por suerte para él.
—Cuando viniste con la policía a esta casa, ¿el aspecto era muy distinto al actual? —le pregunté a Karl.
Tomó un sorbo de café y elevó la taza hacia mí en señal de agradecimiento. El autor del café había sido Martin, por lo que ese elogio no me correspondía. Asentí de todas formas.
—Sí. La casa era un desastre —respondió Karl sin rodeos—. Todo lo que yo hice fue colgar toda la ropa, pasar la aspiradora y poner el lavaplatos, pero se notó un gran cambio.
—Gracias —dije, impresionada con su iniciativa—. ¿Te dio la impresión de que la policía pensó que había sucedido algo extraño aquí en casa?
—Era como si se hubieran ido a hacer la compra —explicó negando con la cabeza—. Como si ambos fueran a regresar en cualquier momento. Por cierto, acabo de recordar que olvidé vaciar los cubos de la basura ese día. Disculpad. Darlene estaba conmigo, pero esa niña es más vaga que la chaqueta de un guardia.
—¿Cuántos años tiene ya Darlene? —Martin sacó una silla y la colocó frente a su amigo.
—Veintiséis.
Mi marido se quedó pasmado.
—No… ¿Tu hija? ¿Darlene? ¿Tiene veintiséis?
Karl asintió.
—Y es la más pequeña. Darlene es la responsable de todas y cada una de estas canas.
—¿Cuántos años tienen los otros? —titubeó Martin.
Karl alzó la mirada como si la respuesta estuviera escrita en el techo.
—A ver. Gil tiene treinta, casi treinta y uno. Therese, veintinueve.
Mi marido me miró, horrorizado. Yo me encogí de hombros, sonriendo. Nuestra diferencia de edad siempre le había molestado a él más que a mí. Martin, que entrenaba y jugaba al ráquetbol de forma salvaje, siempre había tenido el cuerpo de un hombre más joven, y no es que mi experiencia en ese tema fuese muy extensa…, pero él siempre me dejaba satisfecha y lo sabía. En lo que concierne a la actitud mental, Martin y yo teníamos nuestras diferencias, pero no mayores que las que cualquier pareja pudiera tener.
—¿Cuántos años tienes tú, Aurora? Martin parece preocupado. —Karl no era un hombre que pasara por alto demasiadas cosas—. Mi mujer Phoebe también es una cría. Tiene veinticinco.
—Yo soy mayor que tu mujer y tus hijos. —Señalé su taza por si quería más café.
—No, gracias —contestó—. Martin, ¿estás listo para llevarme al pueblo?
—Gracias por traer el Jeep, Karl —dije. Percibí que era un momento mano a mano[18] y que yo empezaba a sobrar.
—¿Necesitas que compre algo en el pueblo, Roe? —Martin ya se estaba poniendo el abrigo y guardándose el teléfono móvil en el bolsillo. Suspiré, pero traté de hacerlo en silencio. Me llevó un minuto encontrar un papel, pero rápidamente hice una lista de cosas que habíamos olvidado coger el día anterior.
En el fondo de mi mente se escondía el miedo a que la nevada fuera a peor y nos quedáramos abandonados a nuestra suerte aquí lejos. ¿Y si dejábamos de tener calefacción?
¿Y si el asesino de Craig venía aquí en busca de Regina?
Este pensamiento fue tan repentino y estremecedor que me arrepentí seriamente de haberlo tenido, sobre todo porque apareció y floreció mientras yo veía cómo el Jeep rojo brillante retrocedía por el camino con Martin y Karl en su interior.
Me paseé por la casa ensimismada intentando deshacerme de mis miedos. No tenía mucho sentido que quien matara a Craig en Georgia viniera aquí (eso dando por hecho que la asesina no fuera la propia Regina). Conseguí convencerme a mí misma para desprenderme de la peor parte de mi canguelo, pero un cuarto de hora más tarde seguía deambulando por la casa con dos pares de calcetines puestos, mirando la nieve por la ventana.
Tras ir a ver a Hayden, que ahora dormía una siesta, me puse las botas y me metí el intercomunicador de Hayden a presión en el bolsillo. Después de abrigarme con gorro y guantes, salí por la puerta principal, orientada al sur, y advertí cómo mis botas se hundían en la nieve.
Había visto hielo, había visto aguanieve, e incluso un inolvidable enero tuvimos ocho centímetros de nieve y no fuimos al colegio durante dos días y medio. Pero nunca antes me había encontrado con nieve tan profunda: quince o veinte centímetros. Sabía por lo que Martin me había contado sobre su niñez que era muy probable que esta nieve no solo no se derritiera, sino que aumentara debido a tormentas posteriores.
El cielo era de un agobiante gris plomizo, igual que el del día anterior. Me pareció (¡oh, no!) que era bastante probable que nevara de nuevo. Si estuviéramos de vacaciones en un hotel en la nieve con muchas chimeneas y empleados sonrientes, sería otra cosa. Pero aquí, en el País de las Granjas, con la chimenea en el salón que al menos también calentaba nuestro dormitorio arriba, tendríamos que cargar y encender un montón de leña si nos quedáramos sin electricidad. Las otras habitaciones estarían congeladas. Hice una nota mental para acordarme de preparar en la placa de la cocina todos los biberones posibles, ahora que contaba con los medios para hacerlo.
Como quería permanecer dentro del radio de funcionamiento del intercomunicador, me dispuse a caminar en torno al perímetro de la casa. Observé con alivio que había una pila de leña en la parte oeste del jardín, la zona más alejada de la carretera, e incluso quité un poco de nieve de la madera para asegurarme de que el montón era tan grande como parecía.
Pero mientras avanzaba con dificultad hacia la puerta una vez acabado el circuito, divisé algo que no había visto antes. Había otras huellas en la nieve. Estaban medio cubiertas, por lo que debieron de ser realizadas en algún momento de la noche anterior. A pesar de que resultaba algo difícil diferenciar el final del talón y el extremo de la punta, no había forma de confundirlas con huellas de ciervos o de cualquier otro tipo de vida salvaje.
Sintiéndome como Ojo de Halcón, seguí el rastro con la vista. Las huellas se acercaban desde el sur hasta la ventana de la cocina que daba al frente, atravesaban los campos aledaños y rodeaban la casa, igual que había hecho yo pero acercándose más a las ventanas. Por lo tanto, el autor de las pisadas pudo haber mirado dentro de la casa.
¿O quizá los pasos se alejaban y después regresaban? Pero eso era una locura. ¿Por qué iba Martin a trepar por la ventana para salir de casa? Él había entrado por el porche de atrás por la mañana. Podía distinguir sus huellas, aún nítidas, y reconocí el dibujo de la suela de sus botas. Había salido por esa puerta trasera y caminado con determinación hacia un roble, e incluso había continuado más al oeste en dirección contraria a la carretera; después había rotado en un círculo estrecho para disfrutar de las vistas y había regresado a la misma puerta.
Un nudo de terror se instaló en mi garganta.
Alguien nos había estado espiando. Intenté con todas mis fuerzas pensar en otra explicación razonable (o incluso no razonable), pero no podía pensar en ninguna, nada, ni siquiera una.
La nieve había hecho tan buen trabajo alegrando a Martin que detesté tener que desanimarle. Pero decidí que tenía que contarle lo de las huellas. Aceleré mi expedición, di pisotones con mis botas en los peldaños tal y como había hecho Martin y las puse en la pequeña alfombra donde habían estado las suyas, en la entrada, dentro de la casa. Martin había dejado la pequeña guía de teléfonos de Corinth sobre la encimera de la cocina, abierta en las páginas amarillas, en «concesionarios de coches». Me reservé un momento para sentirme profundamente agradecida de que Craig y Regina tuvieran línea telefónica.
El hombre que contestó aceptó ir a comprobar si Martin y Karl habían llegado ya al pueblo.
—¿Sí? —preguntó mi marido con sequedad, tras una prolongada pausa. Era su tono de voz de hombre de negocios.
—Martin, alguien ha estado fuera de la casa durante la noche —le dije.
Esto era lo que yo adoraba de Martin, que no dijo: «¿Estás segura?» o «Eso es ridículo». Simplemente preguntó:
—¿Cómo lo sabes? —Tras describirle las huellas y mi razonamiento, hubo otra pausa considerable—. Imagino que la luz no debía de ser demasiado buena esta mañana y por eso no vi las huellas. ¿Estás dentro de la casa con el cerrojo echado? —inquirió.
—Sí.
—¿El bebé está dormido?
—Sí.
—Entonces vete arriba y saca mi pistola de mi maleta.
—De acuerdo. —¡Dios! Odiaba las pistolas, pero estaba lo suficientemente asustada como para hacerle caso.
—Está cargada. ¿Te acuerdas de cuando te enseñé a quitarle el seguro y disparar?
—Sí.
—Si las huellas están borrosas, no hay nada por lo que preocuparse. Quien las haya hecho se marchó hace tiempo. Pero por si acaso sería conveniente que tuvieras la pistola a mano. ¿No te haría sentir mejor?
—Imagino que sí.
—De acuerdo. A ver, ahora llama a la mujer que estuvo en casa anoche, Margaret como-se-apellide, y mira a ver si se puede quedar contigo. Voy a hacer un par de cosas en el pueblo y enseguida regreso.
—Vale. —¿Qué tendría que hacer en el pueblo? Quizá había pensado en algo para mejorar la seguridad de la granja. Lo que necesitábamos ahí fuera era un perro ladrador enorme y feroz.
Tras un par de frases más, colgamos. Salí disparada hacia el piso de arriba y revolví la maleta de Martin en busca de su automática. El solo hecho de tocar esa cosa me repugnaba, pero mi deseo de protegernos a mí y al bebé en esta granja de Ohio resultaba más fuerte que mi odio.