1

Todo empezó a pudrirse el día que el hombre que me trae la leña enloqueció en mi jardín.

Mi madre y su marido, John Queensland, se estaban despidiendo de mí cuando la vieja y abollada camioneta azul de Darius Quattermain subió mi rampa de entrada, traqueteando y arrastrando un remolque repleto de leña de roble. Mi madre, Aida Brattle Teagarden Queensland, se había tomado un pequeño descanso en su ajetreado día para traerme un vestido comprado en Florida, donde acababa de participar en una convención para agentes inmobiliarios capaces de vender propiedades por valor de un millón de dólares en un solo año. John, ya jubilado, había acompañado a mi madre simplemente porque le gustaba estar con ella.

Mientras Darius salía de su vehículo, mi madre me daba un abrazo y me decía:

—John no se encuentra demasiado bien, Aurora. Vamos a regresar al pueblo.

Siempre hacía que sonase como si Martin y yo viviéramos en los confines de Lawrenceton en vez de a un kilómetro y medio del centro. De hecho, al estar nuestra casa rodeada de campo, en los días claros incluso se podía ver el tejado de la casa de mi madre, situada en un extremo del mejor barrio de Lawrenceton.

Miré a John, preocupada, y pude ver que ciertamente parecía más débil. John jugaba al golf y normalmente su aspecto era el de un señor de sesenta y cuatro años saludable y feliz. La verdad es que es un hombre atractivo… y de buen corazón, pero en ese momento parecía mayor y avergonzado, tal y como les ocurre tantas veces a los hombres cuando están enfermos.

—Será mejor que vayas a casa y te acuestes —le dije a John, preocupada—. Llámame si necesitas algo cuando mamá se haya ido al trabajo.

—Lo haré, cariño —respondió haciendo un esfuerzo, y con cuidado se acomodó en el asiento de copiloto del Lincoln de mi madre.

Ella me dio un leve beso en la mejilla y yo le di de nuevo las gracias por el vestido. Después, mientras maniobraba para dar la vuelta al coche y bajar por nuestra larga rampa, me dirigí lentamente hacia Darius, quien se estaba enfundando unos gruesos guantes.

En ese instante ni lo sospechaba, pero un día de asuntos tan absolutamente corrientes como despedirme de Martin antes de que se fuera a trabajar, ir a mi propio trabajo en la biblioteca y regresar a casa sin nada que hacer salvo tareas domésticas estaba a punto de torcerse e ir espectacularmente mal.

Comenzó lentamente.

—¿Dónde quiere que descargue la leña, señora Bartell? —preguntó Darius Quattermain.

—En esta zona, bajo las escaleras —contesté. Estábamos de pie, junto al garaje conectado a la casa por un pasillo cubierto. En la parte que mira hacia la casa hay unas escaleras que suben al pequeño apartamento construido sobre el garaje.

—¿No le da miedo que haya bichos que se cuelen por el muro? —preguntó dudoso Darius.

Me encogí de hombros.

—Martin ha escogido este lugar. Si no le gusta, ya lo cambiará él de sitio.

Darius me miró extrañado, casi como si no me conociera, algo que en aquel momento entendí como una desaprobación conservadora de mi actitud hacia mi marido.

Empezó a trabajar. Tras una breve charla le di luz verde para acercar el remolque lo máximo posible y se dispuso a descargarlo con rapidez en medio del frío. El cielo estaba gris y la lluvia, previsiblemente, empezaría esa noche. El viento comenzó a levantarse, revolviendo mi larga maraña de cabello castaño hacia mis ojos. Tras sentir un escalofrío, introduje las manos en los bolsillos de mi gordo jersey rojo. Al girarme para entrar en casa, miré las rosas que había plantado en la esquina del porche con suelo de cemento que hay en la parte trasera de la casa, a la salida de la cocina. Necesitaban una buena poda. Estaba intentando recordar si tenía que hacerla ahora o esperar hasta febrero cuando, de repente, un trozo de leña voló cerca de mi cabeza.

—¿Señor Quattermain? —dije al tiempo que me daba la vuelta—. ¿Está usted bien?

Darius Quattermain, diácono de la Iglesia Antioch Holiness, empezó a cantar She’ll be Comin’ Round the Mountain[1] con un rugido demoniaco mientras proseguía su tarea, aunque con una gran diferencia: en vez de ordenar la leña bajo las escaleras, lanzaba el roble en todas direcciones.

—¡Pare! —exclamé a gran volumen, incluso para mis propios oídos. Mi voz sonó llena de pánico más que de autoridad. Cuando el siguiente tronco no me dio en el hombro por unos treinta centímetros, emprendí la retirada hacia el interior de la casa y cerré con llave tras de mí. Transcurrido un minuto, me arriesgué a echar un vistazo por la ventana. Darius no mostraba síntomas de haberse tranquilizado y aún quedaba una buena cantidad de leña en la parte trasera de su camioneta. La leña era ahora munición y no combustible.

Marqué el número del departamento del sheriff, ya que nuestra casa está fuera de los límites de Lawrenceton.

—SPACOLEC —dijo Doris Post. SPACOLEC son las siglas de Sparling County Law Enforcement Complex[2]. Doris parecía estar masticando cinco chicles al mismo tiempo. Imaginé que estaría intentando dejar de fumar otra vez.

—Doris, soy Aurora Teagarden.

—Oh, hola, cariño. ¿Cómo estás?

—Bien, gracias, espero que tú también. Eh… Tengo un problema.

—¿En serio? ¿Qué ocurre?

—¿Conoces a Darius Quattermain?

—¿El hombre negro que reparte leña, tiene seis hijos y cuya mujer trabaja en Food Fantastic?

—Exacto. —Miré por la ventana, deseando que de alguna forma las circunstancias se hubieran normalizado. Pero no—. Se ha vuelto loco.

—¿Dónde está?

—En mi jardín. Parecía normal cuando llegó pero de repente ha empezado a cantar y a lanzar leña por los aires.

—¿Aún está ahí?

—Sí, aquí está. Y es más… —Miré por la ventana con horror y fascinación—. Eh…, Doris, se está quitando la ropa ahora mismo. Y sigue cantando. Y lanzando leña.

—¿Estás encerrada en tu casa, Roe?

—Sí. Y he activado el sistema de seguridad. —Con sentimiento de culpa, me acerqué al panel y tecleé el código—. No creo que quiera hacer daño a nadie, Doris. Simplemente no lo puede evitar. Es como si hubiera tomado alguna droga o le hubiera dado un telele o algo así. Quien sea que vayáis a mandar, ¿podría tomárselo con calma?

—Les contaré lo que me has dicho —me contestó Doris. Ya no sonaba ni aburrida ni apática—. Apártate de las ventanas, Roe. Hay un coche en camino.

—Gracias, Doris.

Colgué y me oculté tras una cortina para así poder vigilar a Darius de vez en cuando. No había necesidad de esconderse. Para Darius, yo podía haber estado en la superficie de la luna. Así, cantándole al cielo que la cena nupcial estaría lista cuando la novia llegara[3], completamente desnudo y con cada poro erizándose sobre su piel, parecía una enorme gallina marrón bailando en la fría brisa.

Me pregunté qué haría Darius cuando se le acabaran los versos.

No tuve que esperar mucho rato. Cambió a Turkey in the Straw[4]. Llegué a la conclusión de que Darius estaba teniendo una regresión a su clase de música del colegio.

Bailoteaba sus canciones con una rapidez y ligereza sorprendentes para un hombre formal de mediana edad. Decidí llamar a mi marido.

—Hay un hombre desnudo en el jardín de atrás —dije bajito, ya que Darius había dejado de cantar y ahora cazaba un ciervo imaginario.

—¿Alguien que yo conozca? —La voz de Martin mostraba cautela. No estaba seguro de con cuánta seriedad debía tomarse mis palabras.

—Darius Quattermain, el repartidor de la leña.

—Imagino que habrás llamado al sheriff.

—Acaba de llegar el coche patrulla. —El vehículo estaba subiendo la rampa de entrada. Asentí con aprobación. La sirena no sonaba y las luces dejaron de parpadear enseguida—. Son Jimmy Henske y Levon Suit.

—¿Así que Jimmy Henske? Quizá sea mejor que vaya a casa. —Y con firmeza devolvió el auricular del teléfono a su lugar. Martin no tenía una buena opinión del departamento del sheriff del condado de Sparling, y Jimmy Henske, que tendría unos veinticinco años y era algo torpe y tímido, nunca le había impresionado demasiado por su competencia.

Aun así, Jimmy es un buen chico. Levon Suit —con el que yo había ido al instituto— era un ayudante con mucho autocontrol que no solo era más inteligente que Jimmy por naturaleza, sino que además le sacaba cinco años de experiencia. Recordé que Levon había salido con una de las hijas de Darius en el penúltimo año de instituto.

Observé con fascinación cómo Levon se acercaba a Darius. Me sorprendió un poco ver que el ayudante se atrevía a caminar directamente hacia él, pero enseguida me di cuenta de que resultaba totalmente evidente que Darius no llevaba ningún arma. Parecía que había conseguido abatir al ciervo y ahora retomaba sus canciones y bailes para celebrarlo. Es más, estaba tan contento de ver a Levon que le cogió de las manos y empezó a correr y saltar. Durante uno o dos delirantes minutos, Levon trotó con él.

Con una paciencia por la que sentí admiración, los dos ayudantes del sheriff convencieron a Darius para que se metiera en el coche. Jimmy regresó corriendo a recoger la ropa de Darius y la lanzó en el asiento delantero.

—Sí, señor, cantaremos con usted todo el camino hasta llegar al pueblo —decía Jimmy con sinceridad a la vez que Martin aparcaba detrás del coche patrulla. Mi marido emergió de su Mercedes con su habitual aspecto: de punta en blanco, próspero y atractivo.

—¡Eh, señor Bartell! —gritó Darius con felicidad mientras Jimmy cerraba la puerta del coche—. ¡Le he traído su leña!

Martin, de pie en el pasillo cubierto que une el garaje con nuestra casa, observaba los trozos de madera de roble esparcidos por el tepe del jardín trasero que tan costosamente habíamos desenrollado y resembrado para que quedara suave y frondoso. Los impetuosos lanzamientos de Darius habían arrancado bastantes pedazos del césped.

—Muchas gracias, Darius —dijo Martin.

Salí al exterior una vez se fue el coche patrulla con sus tres ocupantes cantando. Mentalmente apunté no olvidar escribirle una carta al sheriff Padgett Lanier alabando la discreción y el buen juicio de Levon y Jimmy.

Martin ya se había despojado de su abrigo y se estaba poniendo los guantes que había sacado del cobertizo construido en la trasera del garaje. También tenía la carretilla.

Además de mi grueso cardigan rojo, aún llevaba puesta la ropa de trabajo: un vestido vaquero largo y sin mangas sobre una camiseta roja. Martin estaba dando ejemplo de que un inapropiado atuendo no era excusa para permanecer desocupado. Me puse mis guantes y resolví echar una mano. Mientras trabajábamos, especulamos sobre el rarísimo incidente y sobre si Darius, que evidentemente no estaba en sus cabales, habría o no quebrantado alguna ley al bailar desnudo en nuestro jardín.

—¿Qué tal en la biblioteca esta mañana? —preguntó Martin, una vez apilamos el último tronco. Retrocedí y, a pesar del álgido aire, sentí cómo unas gotas de sudor caían por mi frente como consecuencia del esfuerzo realizado. Sonreí. Él sabía que yo era más feliz ahora que había retomado mi trabajo a tiempo parcial en la biblioteca.

—Sam ha decidido que los socios con libros atrasados estarán más dispuestos a devolverlos si en vez de enviarles una nota, les llamamos personalmente por teléfono. Todo esto viene, por supuesto, de un estudio que ha leído en una revista. Así que adivina quién ha tenido que hacer al menos cincuenta llamadas esta mañana… Gracias a Dios que existen los contestadores automáticos. Decidí que dejar un mensaje no era hacer trampas. —Observé cómo Martin se quitaba los gruesos guantes—. ¿Y tú qué tal?

—He tenido el chequeo médico anual seguido de una reunión que ha durado toda la mañana sobre la aplicación de la nueva normativa de la Agencia de Protección Medioambiental. —Martin, mi marido, que tiene escondido un gen de pirata en algún lugar de su ADN, muy a menudo se frustra con su trabajo como vicepresidente de Pan-Am Agra, una empresa de productos agrícolas. No siempre ha llevado a cabo una actividad tan legal y segura.

—Lo siento, cariño. —Le di unas palmaditas en el hombro para mostrarle mi comprensión y regresamos a nuestro cobertizo para dejar las cosas. La camioneta y el pequeño remolque de Darius, aparcados mitad en la grava, mitad en el césped, seguían bloqueando mi coche. Le había permitido estacionar de esa forma pensando que solo ocuparía ese espacio durante un corto periodo de tiempo. Al volver hacia la casa, empecé a escuchar cómo grandes gotas de lluvia comenzaban a caer sobre la tierra totalmente seca. Martin y yo pensamos a la vez en los surcos que dejarían los vehículos en la tierra mojada y fuimos corriendo a comprobar la cabina de la camioneta.

Martin profirió una palabra obscena que le salió del alma. La llave no estaba en el contacto.

Miré en la zona del copiloto. Quizá Darius había sacado las llaves y las había lanzado en el asiento para evitar que sonara el pitido que te recuerda que te las has dejado puestas. Es lo que hago yo a veces si tengo que volver rápidamente a casa durante un minuto o dos.

—Mira, Martin —señalé, pero no a unas llaves.

Martin metió su cabeza por la ventanilla.

Había un frasco abierto de un analgésico genérico, paracetamol, en el asiento.

Me miró y elevó las cejas.

—¿Y?

—Pues que Darius empezó a actuar de una forma tan peculiar tan de repente que mi primer pensamiento fue que había tomado alguna droga. Y no creo que sea el tipo de hombre que vaya a hacer algo tan peligroso.

—Será mejor que llamemos otra vez a la oficina del sheriff —dijo Martin.

Y así fue cómo, una vez más, Jimmy y Levon condujeron el kilómetro y medio que los separaba desde el centro hasta nuestra casa. Jimmy se puso los guantes de plástico antes de coger el bote de las pastillas. Vació su contenido sobre el plástico de la palma de la otra mano. Como no nos invitó a marcharnos, observamos el proceso.

Martin lo vio primero y lo señaló. Levon se inclinó hacia la palma de Jimmy.

—Maldita sea —dijo con su voz grave.

Una de las pastillas era ligeramente más pequeña que las demás y poseía un tono de blanco algo diferente. Además, no tenía marcadas las iniciales del fabricante como sí ocurría en el resto. La diferencia resultaba evidente si uno andaba detrás de algo, pero ¿quién iba a ponerse a examinar un medicamento sin una buena razón?

—Otra vez —concluyó Jimmy, y miró a Levon.

—¿Han drogado a alguien más? —pregunté yo, intentando que mi voz sonara casual y como insinuando la pregunta.

—Sí, señora —respondió Jimmy sin percatarse de la mirada de advertencia que Levon intentaba enviarle—. La semana pasada una señora dejó su bolso en el carro del supermercado mientras iba a la zona de congelados a por unas tortitas de patata. Después, cuando conducía hacia su casa, cogió una pastilla del elegante pastillero que tenía en el bolso, donde normalmente llevaba su…, bueno, un medicamento, y en vez de tranquilizarse, se volvió loca.

—¿Qué hizo? —pregunté fascinada.

—Pues… —comenzó Jimmy, y me lanzó una sonrisa que delataba que la historia era de las buenas.

—Tenemos que llevar esto a SPACOLEC —dijo Levon de forma cortante.

—¿Cómo? Ah…, sí. —Jimmy, consciente de haber rozado la indiscreción, enrojeció hasta que su piel igualó en color la raíz de su pelirrojo cabello—. Cuando aparezca alguno de los hijos de Darius, le diremos que agradeceríais mucho que viniese alguien a mover la camioneta de sitio. Darius tenía las llaves en los pantalones, podría haberlas traído si me lo hubieras dicho por teléfono.

Enrojecí de culpabilidad. Había estado tan agitada por el descubrimiento de la pastilla que había olvidado la razón original por la que habíamos mirado dentro de la camioneta de Darius.

Los observé mientras el coche giraba para salir por nuestra larga rampa y continuaban el corto trayecto hacia Lawrenceton. Estaba disgustada por no haber tenido la oportunidad de escuchar el resto de la historia de Jimmy y me preguntaba si mi amiga Sally, reportera de nuestro periódico local, habría oído algo.

—Tengo que volver un rato a la fábrica —dijo Martin sin entusiasmo—. Me espera una pila de cartas por firmar que hay que enviar de inmediato. —Se metió en su coche, lo arrancó, bajó la ventanilla mientras yo me dirigía hacia la puerta de la cocina y exclamó—: No olvides que esta noche cenamos en casa de los Lowry. —La lluvia empezó a caer con más fuerza.

—Lo tengo apuntado en el calendario —respondí intentando no sonar abatida.

Si hubiera habido una lata en el suelo, le habría dado una patada de camino a la casa. No parecía una buena noche para ir a cenar con una gente con la que, como mucho, tenía solo una relación cordial. Amigos íntimos y chili casero sonaba apetecible; conocidos y tener que arreglarse, no.

Catledge y Ellen Lowry no eran mis amigos del alma, pero estaban entre los ciudadanos más influyentes de Lawrenceton. Catledge era el alcalde reelecto y Ellen era miembro de todos los consejos y clubes que merecían la pena en nuestro pueblo. Complacer a los mandamases de Lawrenceton, ergo los Lowry, era importante para el negocio de Martin y, por extensión, para mucha más gente de Lawrenceton cuya nómina dependía de Pan-Am Agra.

—No están tan mal —le dije en voz alta a mi silenciosa casa. Incluso a mí misma me sonó haberlo dicho enfurruñada. Subí pesadamente las escaleras para ver qué me ponía y enderecé uno de los cuadros por el camino. Poco a poco, la vivienda fue templándome y animándome, como casi siempre ocurría. Mi casa tiene por lo menos sesenta años: preciosos suelos de madera natural, altas ventanas para las que no servían las cortinas estándar (por lo que todos los «tratamientos para ventanas» tuvieron que ser hechos a medida) y un hambre voraz por el gas y la electricidad. Adoro mi casa. La reformamos al casarnos y como llevamos casados menos de tres años, no tenemos hijos y solo vive con nosotros lo que en teoría es un animal de compañía, no hay nada de nada que modificar, al menos para una persona práctica como yo. Aún me queda espacio libre en las estanterías de obra que cubren el pasillo y ahora puedo permitirme comprar ediciones de tapa dura.

Me duché, me lavé el pelo y una vez más pasé por el tedioso proceso de peinar y secar mi enmarañado cabello. Al menos el pelo rizado y ondulado ahora estaba de moda. Suponía un agradable cambio descubrir cómo otras personas envidiaban mi abundante melena. Era mucho mejor que ver cómo lo observaban con lástima en sus ojos.

Moví las prendas en mi armario de un lado a otro sin mucho interés. El vestido de lana color cereza que mi madre me había traído era demasiado elegante para la ocasión, así que finalmente me decidí por una blusa de seda granate de manga larga, una falda a cuadros negra y granate y mis zapatos de salón negros. Al mirar mi colección de gafas (soy muy miope) sentí un impulso salvaje por elegir las de montura morada y blanca.

Nada. Los Lowry se sentirían ofendidos si mis gafas fueran tan frívolas. Cogí las nuevas de montura negra con un delicado adorno dorado y las coloqué en mi coqueta. Esa mañana me había puesto mis gafas favoritas de trabajo, las rojas, y las observé en el espejo con satisfacción. Añadían una chispa de alegría a mi infeliz rostro.

—¿Por qué estoy tan enfurruñada? —le pregunté al espejo.

Pregunta que nunca llegó a ser respondida ya que sonó el timbre de la puerta.

¡Qué cantidad de visitas estaba recibiendo hoy! Sobre todo si contaba las dos de los ayudantes del sheriff.

A través del cristal opaco y ovalado de la puerta de entrada pude vislumbrar la silueta de una mujer con un capazo para bebés en sus manos. Pensé que sería mi amiga Lizanne Buckley Sewell, que había tenido un niño hacía dos meses. Desconecté la alarma y abrí la puerta con una sonrisa que se retrajo al instante. Observé fijamente con mirada inexpresiva a la bella mujer algo entrada en carnes y de piel oscura que se encontraba de pie en mi porche. Tenía un bebé totalmente desconocido que parecía más pequeño que el niño de Lizanne.

—¡Tía Roe! —dijo la joven mujer de tez oscura. Parecía agotada, y también daba la sensación de que había esperado un recibimiento más caluroso.

No tenía la menor idea de quién era.

Un segundo después todo encajó, y me habría golpeado la frente con la palma de mi mano si nadie me hubiera estado mirando. Yo solo era la tía de una mujer joven: la sobrina de Martin, la hija de su hermana Barby.

—¡Regina! —exclamé con la esperanza de que mi confusión no hubiera sido demasiado evidente.

—¡Por un segundo pensé que no me habías reconocido! —dijo riendo.

—Je, je. ¡Entra! Y este pequeño es… —¿Había tenido Regina un bebé? Estaba cubierto con una mantita azul y llevaba un pijama rojo. ¿Martin tenía un sobrino nieto? ¿Cómo es que yo no me había enterado? Hay que reconocer que no vemos a la hermana de Martin ni a su hija muy a menudo, pero habría esperado una llamada para anunciar la llegada del bebé.

—Ah, tía Roe, este es Hayden.

—Y le llamáis Hayden —asentí con mirada inteligente—. Nada de apodos, ¿verdad? —Me costaba recordar haber estado alguna vez tan perdida.

—No. Craig y yo estamos decididos a que solo se le llame Hayden —dijo Regina, intentando sonar firme y tajante sin éxito alguno.

Era posible que Martin no se hubiera llevado toda la belleza de la familia Bartell (Barby y Regina eran ambas muy guapas, a su manera), pero resultaba evidente que, en comparación, su inteligencia y determinación eran desproporcionadas.

Estiré el cuello y saqué la cabeza por la puerta intentando ver a Craig Graham, quien supuse estaría sacando el equipaje del maletero.

—¿Dónde está tu marido? —inquirí sin pensar jamás que sería una pregunta incómoda.

—No ha venido —contestó Regina. Sus generosos labios se cerraron con tensión.

—Oh —dije, con la esperanza de no sonar tan atónita como me sentía—. ¿Y cómo está tu madre? —Con un gesto invité a la chica a entrar en casa, mirando una vez más para ver si por suerte veía a algún acompañante. ¿Había conducido sola desde Corinth, Ohio?

—Mamá está en un crucero —respondió Regina con demasiada alegría. La chica estaba mostrando serios cambios de humor.

—¡Ah! ¿Por dónde? —repetí mi gesto de «entra» más enfáticamente.

—Oh, se ha ido a uno largo —repuso Regina hablando deprisa mientras, por fin, traspasaba el umbral de la puerta—. El barco hace escala en distintas islas del Caribe, después hace dos paradas en México de varios días cada una y luego de vuelta a Miami.

—Madre mía —dije con suavidad—. ¿Se ha ido con alguien?

—Con ese señor —contestó Regina mientras colocaba al bebé y su capazo en la mesa baja frente al sofá y liberaba su hombro de un enorme bolso cambiador. Una etiqueta sobre el cuidado del bolso aún colgaba de la correa.

«Ese señor» era el prometido de Barby, el banquero de inversión Hubert Morris, a quien la divorciada Barby Lampton había conocido cuando se compró su apartamento en Pittsburgh, la ciudad (y el aeropuerto) principal más cercana a Corinth, Ohio, donde se habían criado Martin y Barby. Aunque Barby no vivía en Corinth desde su adolescencia, Regina había conocido allí al que sería su marido un día que madre e hija fueron a visitar a una amiga de Barby. Regina se había casado con ese niño (quiero decir, ese joven) solo dos meses después.

Para asistir a la boda, Martin y yo habíamos volado a Pittsburgh hacía unos siete meses. Nos dio la impresión de que la joven pareja viviría con estrecheces. Craig Graham era un chico larguirucho de piel oscura bastante simple, cuya mayor virtud aparente era que se preocupaba por Regina. Tenía dieciocho años. Regina, veintiuno.

La parte de los gastos y obligaciones de la boda que le tocaban al novio la asumió Barby, quien había intentado mostrar absoluta discreción sobre este aspecto. Por supuesto, Martin y yo nos dimos cuenta de la situación, pero Barby nos lo dejó bien claro (bueno, más bien a Martin, ya que a mí pocas veces me hablaba): tras la boda, la joven pareja sería económicamente independiente, al menos por lo que a ella le incumbía. Hizo varios comentarios mordaces sobre quién debía responsabilizarse de sus actos y decisiones; a lo hecho, pecho.

—¿Te apetece beber algo? ¿Un café o un chocolate caliente? Aunque quizá esas cosas no sean buenas para el bebé. —Mi amiga Lizanne estaba dándole el pecho al suyo y, aunque yo en ningún momento se lo había pedido, me había ofrecido una explicación muy extensa sobre la materia. Al haber estado adoctrinada por las opiniones de Lizanne sobre las virtudes y la necesidad de la leche materna, la mirada de extrañeza de Regina me cogió desprevenida.

—¿Cómo? ¡Ah! No. Le alimento con biberones —dijo tras una pausa—. Dios, si le diera de mamar tendría que ser yo quien le alimentara siempre.

Mantuve la sonrisa plantada en mi cara.

—Entonces, ¿un café?

—Sí, por favor —contestó, y se dejó caer—. Llevo horas conduciendo.

Sí que había conducido sola el camino desde Ohio. Todo resultaba muy extraño y se estaba volviendo incluso más por momentos.

Me repugnaba la sola mención de Regina de que le bastaba con café soluble, así que hice verdadero café. Tras servir una taza a cada una y añadir nata y azúcar al de la sobrina de Martin, me dispuse a escuchar la charla de Regina sobre el largo viaje en coche, el bebé, el apartamento de su madre, su tía Cindy…

—¡Oh! ¡Lo siento! —se disculpó—. No debería haber dicho nada.

«Tía Cindy» era la primera mujer de Martin, la madre de su único hijo, Barrett, el primo de Regina. Suspiré internamente, todavía con la sonrisa pegada, y le aseguré a la muchacha que no necesitaba disculparse. Una pequeña parte de mi cerebro reprimió el deseo de preguntarle a Regina si, ya que la tía Cindy era tan maravillosa, por qué no había ido a su casa en vez de venir a la del tío Martin.

—¿Viste la otra noche a Barrett en la tele? —preguntó Regina con entusiasmo—. Madre mía, qué guapo estaba, ¿verdad? Cada vez que sale en la televisión llamo a todos mis amigos.

Regina estaba poniendo el dedo en todas mis llagas. Barrett no había venido a nuestra boda. Le había dicho a su padre que tenía un casting para un personaje muy importante, algo que implicaba que un nuevo personaje para Barrett resultaba más importante que una nueva esposa para su padre.

Tampoco había venido a Lawrenceton en los tres años y pico que Martin llevaba viviendo aquí.

Pero sí había sacado tiempo para ir a la boda de Regina y arreglárselas para evitarnos con una agilidad pasmosa. Martin me dijo que se tomó una copa con Barrett en el hotel una vez que yo me fui a dormir la noche anterior a la boda y que ese había sido todo el contacto que había tenido con su hijo (cuya carrera profesional, por cierto, se dedicaba a subvencionar).

Empezaba a desear que la única sobrina de Martin se hubiera quedado en Ohio. También me preguntaba cuál sería el motivo de esta visita. Regina estaba mostrándose sumamente evasiva.

—Regina —dije cuando concluyó su cháchara sobre la carrera profesional de Barrett—, estoy encantada de que hayas venido a visitarnos, pero esta noche, durante un par de horas, la situación puede ser, quizá, algo delicada. Tu tío y yo tenemos un compromiso desde hace mucho tiempo, y si bien podría llamar a los Lowry y dejar la cena para otro día, me temo que…

Regina, quien en ese momento tenía al bebé en brazos (Hayden, me recordé), elevó la vista de repente con la mirada rallando la alarma y se precipitó a decir:

—Vosotros continuad con vuestros planes. Yo estaré bien aquí. Solo dime dónde está el microondas. Me prepararé encantada yo misma la cena. Después de todo, he aparecido sin avisar.

Me dio la impresión de que la chica estaba (casi) impaciente por que nos marcháramos. Pude sentir cómo se me fruncía el ceño.

—Discúlpame un minuto —dije. Regina, con su atención puesta en el bebé, asintió, ausente.

Atravesé el vestíbulo y me dirigí hacia la habitación que habíamos dispuesto como estudio y cuarto de la televisión. Descolgué el teléfono inalámbrico de su base y me dejé caer en el sofá rojo de piel frente a las ventanas. Madeleine, la gata que vivía con nosotros, emergió de su lugar favorito: la cesta donde dejábamos los periódicos ya leídos. Mientras le daba con una mano a las teclas de los números, con la otra acariciaba la cabeza de Madeleine. Una parte de mi mente me decía que tenía que sacar a la gata del estudio antes de que Martin llegara a casa. Él y Madeleine tenían una relación de odio-odio. Todo empezó cuando Madeleine decidió que el Mercedes de Martin sería su lugar de deleite preferido, sobre todo cuando el suelo estuviera lleno de barro y fuera posible dejar unas cuantas huellas en el maletero y en el parabrisas. Como respuesta, Martin comenzó a aparcar el Mercedes en el garaje cada noche, cerrando bien la puerta. Era, pues, el turno de la gata en ese pequeño juego que se traían. Madeleine (a quien habitualmente no se le podía molestar) cazó un ratón, lo decapitó y metió el cadáver en el zapato de Martin. Entonces Martin…, en fin, es fácil hacerse una idea.

—Oficina de Martin Bartell —dijo Marnie Sands. Su áspera voz dejaba claro que ahí solo había espacio para los negocios.

—Señora Sands, soy Aurora. Necesito hablar con Martin. —Me había llevado semanas dejar de disculparme por molestarlo.

—Lo siento —se excusó la señora Sands con una voz varios grados más calurosa que cuando me acababa de casar con Martin—, el señor Bartell está en la fábrica. ¿Quieres que le llame por el altavoz?

Me imaginé intentando decirle a Martin, de pie, rodeado de sus empleados, que su sobrina estaba aquí con un misterioso bebé.

—No, no te preocupes —le contesté a la secretaria—. Por favor, dile que me llame antes de salir hacia casa.

Colgué el teléfono. Hice una mueca. El tipo de mueca que, según mi madre, debo corregir si no quiero que deje grabada en mi rostro una permanente expresión de asco.

Regresé por el pasillo hasta donde estaba Regina, quien en ese momento metía varios biberones de leche maternizada en el frigorífico.

—Ya me siento como en casa —dijo alegremente. Había sacado una cacerola del armario para hervir agua y tenía un bote de leche maternizada vacío junto al fregadero—. Siempre es mejor hacer de sobra para luego tener solo que calentarlo. Cuando lo caliento… —Y empezó a describir el procedimiento de forma larga y tediosa.

Hayden me miraba fijamente con esos ojos saltones, grandes y redondos que tienen algunos bebés. Era una criatura muy guapa, con labios rojos y mofletes sonrosados. De hecho, su piel era llamativamente más clara que la de Regina, que, aunque también guapa, había heredado el tono de piel oscuro y las caderas anchas de su madre. Hayden movió sus brazos y gorjeó, y Regina lo miró con adoración.

—¿No es un niño maravilloso?

—Es monísimo —dije intentando no sonar ansiosa.

—Una pena que el tío Martin sea demasiado mayor para tener otro bebé —comentó Regina, riéndose con la idea.

Pude sentir cómo mi espalda se tensaba y supe que mi rostro mostraba la misma tensión.

—Hemos hablado del tema —repliqué con voz gélida como el hielo—, pero por desgracia yo no puedo tener hijos.

Martin, con sus ya casi cincuenta primaveras, no había conseguido ponerle mucho entusiasmo a formar otra familia y eso que yo, a mis treinta y seis recién cumplidos, aún podía oír el tic-tac de mi reloj biológico. A todo volumen.

Sin embargo, hacía tic-tac en un útero con una malformación, algo que había salvado a Martin de tomar una decisión.

Comencé a vaciar el lavaplatos mientras me repetía a mí misma que había sonado hostil y que debía tranquilizarme. Regina, quien realmente parecía no tener ningún tacto, había clavado una incisiva lanza en mi punto más débil: mi incapacidad para concebir. Me miraba fijamente, tratando de parecer adecuadamente afectada, pero pude detectar cierta… ¿Qué era? ¿Satisfacción? En sus ojos vi la misma expresión que tenía Madeleine cuando dejó todas sus huellas en el parabrisas de Martin. De repente, tuve una idea.

—¿Te parece bien si os instalamos a ti y a Hayden en el apartamento que hay sobre el garaje? —inquirí, intentando que mi voz sonara clara y amable.

—Eso estaría genial. Al llegar me pregunté si sería un apartamento independiente —dijo Regina. Es posible que percibiera una pizca de decepción por haber cambiado de tema—. Hayden aún se despierta por las noches y así es menos probable que os molestemos.

—Llevemos tus cosas entonces —sugerí.

Descolgué las llaves del gancho junto a la puerta de atrás. Cogí también el enorme cambiador de Hayden y el bolso de Regina y a paso ligero crucé el pasillo exterior cubierto. Subí las escaleras que discurrían por el costado del garaje, el que daba hacia nuestra casa, y el pesado bolso que llevaba colgado del hombro me golpeó con fuerza el muslo. El aire era más frío y más húmedo que antes pero no llovía.

El apartamento olía ligeramente a cerrado. Nuestros amigos Shelby y Angel se habían mudado de allí hacía unas ocho semanas. Yo había dejado la calefacción encendida al mínimo para que no se congelara o enmoheciera nada. Subí la calefacción y observé a mi alrededor mientras escuchaba cómo abajo Regina abría el maletero de su coche.

El apartamento del garaje consistía en una amplia estancia con un rincón donde se encontraban el aseo y un armario. Había una cama de matrimonio, un sillón, un pequeño sofá, mesas auxiliares, una televisión y una pequeña mesa y dos sillas en la zona de la cocina. Era todo lo cómodo y básico que puede resultar un apartamento.

A Regina pareció gustarle.

—Oh, tía Roe, es genial —dijo al tiempo que tiraba la maleta sobre la cama—. Antes de casarnos vivíamos en un apartamento mucho más pequeño que este.

No me gustó nada sopesar ese comentario.

—Bien. Espero que lo disfrutes —respondí por decir algo—. Quiero decir, disfrutéis. Tú y Hayden. Te dejo sola para que deshagas las maletas. Oh, ¿tienes algo donde el bebé pueda dormir? —No tenía ni la menor idea de qué hacer si no era así, pero Regina me aseguró que había traído una cuna de viaje portátil. Me pareció un artículo de lujo para una madre sin recursos y me extrañó un poco.

Escuché el crujir de la grava al salir a la puerta. Martin emergió de su Mercedes y se quedó mirando fijamente el coche de Regina durante un minuto.

—¡Martin! —lo llamé— ¡Ven aquí arriba!

Era evidente que no había pasado por la oficina antes de venir a casa.

Se metió bajo el pasillo exterior para mirarme.

—¿Qué haces en el apartamento? —preguntó. Nadie había estado allí desde que Shelby y Angel compraran una casa en el centro del pueblo.

—Ah —dije sintiendo algo de placer al anticipar su reacción, quizá incluso teñido de cierta malicia—. ¡No te imaginas quién ha venido a visitarnos, cariño!

Con un aspecto claramente preocupado, Martin subió las escaleras. Yo me retiré a un lado para que pudiera entrar en el apartamento.

—¡Tío Martin! —exclamó Regina. Miró hacia la puerta con una gran sonrisa al tiempo que estiraba sus generosos labios y apretaba al bebé contra su pecho como si fuera una bolsa del supermercado.

La cara de Martin no tenía precio.

***

—¿Sabíamos que iba a venir? —me preguntó en voz baja cuando entrábamos en nuestra casa.

Negué con la cabeza.

—¿Sabíamos que tenía un bebé?

Negué otra vez.

—Entonces es muy probable que Barby tampoco lo sepa —concluyó—. No se guardaría para sí algo como eso.

Yo estaba totalmente de acuerdo. Incluso me atrevía a pensar que a Barby no le haría ninguna gracia saberse abuela. Estaba dispuesta a apostar lo que fuera a que Regina era de la misma opinión.

—¿Así que no sabemos por qué está aquí? —Martin, habituado a conocer toda la información y a tener todo controlado y ordenado, rebosaba frustración.

—Me resultaría más sencillo decirte lo que no sé —respondí—. No sé por qué ha venido ni cuánto tiempo va a quedarse. Tampoco sé dónde está Craig y no tengo ni idea de lo que sabe tu hermana. —Y si bien no lo dije en voz alta para no herir los sentimientos de Martin, estaba lejos de poder asegurar la procedencia del bebé.

Martin se quedó de pie en la cocina bebiendo una taza de té mientras reflexionaba sobre el asunto.

—Necesito subir otra vez y hablar con ella de nuevo —soltó de repente—. Tengo que poner en orden algo de todo esto. ¿Aún vamos a la casa de los Lowry?

—No creo que podamos cancelarlo. A Regina no le parece mal que vayamos y ya sabes lo susceptible que es Catledge.

—De acuerdo. Estaré un minuto o dos con ella y después regresaré y me ducharé. —Dejó su taza en la encimera con brusquedad y salió de nuevo a la creciente oscuridad y a la reaparecida lluvia. Su pelo blanco brillaba en la oscuridad.

Subí al piso de arriba para acabar de arreglarme. Mientras me maquillaba, me ponía alguna joya y me recogía el pelo de la cara con una pequeña y preciosa peineta negra y dorada, me pregunté si Martin sería capaz de sonsacarle algo más a su sobrina de lo que yo ya había hecho. Martin es con diferencia más propenso a hacer preguntas directas que yo.

Veinte minutos después, Martin subía con pesadez las escaleras y no parecía muy satisfecho. Tenía un aspecto cansado y preocupado.

Tras darme un rápido beso en el cuello, se bajó la cremallera del pantalón y se sentó en la cama para desabrocharse los zapatos.

—Hey, marinero, ¿te apetece? —pregunté en mi mejor estilo Mae West.

Martin me lanzó una sonrisa. Miró el reloj de la mesilla.

—Me temo que no hay tiempo —dijo con pesar—. Tengo que ducharme. Había dos personas fumando en la reunión.

Martin odia que el olor a tabaco se adhiera a su pelo y a su ropa.

—Podías haberles pedido que no lo hicieran —comenté con suavidad. Para Martin pedir es lo mismo que mandar. Martin es el jefe.

—Se jubilan a finales de año —explicó—. Si no hubiera sido ese el caso, les habría mandado al pasillo de una patada en el culo. El uno de enero convertiré la fábrica entera en un espacio libre de humos.

Hablamos sobre la cantidad de fumadores que Pan-Am Agra contrataba y reflexionamos sobre otros temas mundanos mientras Martin se desnudaba, se duchaba y se volvía a vestir. Martin es casi trece años mayor que yo pero su aspecto es absolutamente magnífico cuando está desnudo e igual de atractivo con ropa. Tiene el pelo blanco como la nieve pero sus cejas aún son negras y sus ojos marrones muy claros. Sus horas de pesas y ráquetbol constituyen una prueba de resistencia para los empleados más jóvenes del equipo de gestión de su empresa.

—¿No decías que hoy tenías tu chequeo médico anual? —Observar el cuerpo de Martin me había conducido a otra línea de pensamiento.

—Sí —contestó de forma breve. Mi antena de mujer casada se activó y se dirigió a lo que él decía.

—¿Algo no va bien? —Martin nunca había tenido un chequeo negativo. Es más, normalmente presumía tras su chequeo anual, exigido por la empresa.

—Zelman quiere hacerme un montón de pruebas. Simplemente porque me estoy haciendo mayor —añadió de forma apresurada antes incluso de que yo pudiera completar mi expresión de preocupación.

—¿Han encontrado algo? —pregunté con ese tono de voz que sugería que era mejor para ambos que me lo contara todo.

—Dijeron que tenía estrés. Solo quieren hacerme más pruebas. —Martin se encontraba de pie frente a su armario eligiendo su vestimenta para la cena. Comprendí por su tono de voz que el tema estaba zanjado.

—Pediremos cita para esas pruebas enseguida —sugerí.

—Claro, le diré a la señora Sands que lo haga mañana. ¿Te he dicho ya que va a ser abuela?

—¿Está contenta?

—Oh, sí. Ya ha elegido el nombre del bebé y sabe a qué guardería llevarlo, aunque, eso sí, su hija aún no lo sabe…

Toda esta charla era una táctica de Martin para retrasar la conversación sobre el tema principal. Mientras, recapacitaba sobre lo que Regina le había dicho.

—¿Qué te ha dicho Regina? —pregunté al tiempo que él utilizaba su maquinilla de afeitar eléctrica.

—No mucho —admitió, echando hacia delante la barbilla para afeitarse por debajo. Yo estaba sentada en el inodoro. No era la primera vez que pensaba en lo que me gustaba del matrimonio: estar sentada en el baño mientras un hombre se afeita y todas las pequeñas intimidades que eso implica—. No creo que nos diga por qué está aquí hasta que no se sienta preparada. —Estiró la parte superior del labio sobre sus dientes—. Espero que no le haya ocurrido nada a Craig.

—Si hubiera tenido un accidente o estuviera enfermo, nos lo habría dicho —comenté sin mucha determinación, y me di cuenta de que no estaba pensando en lo mismo que Martin.

—Más bien me refería a que Craig se haya metido en algún lío —dijo mientras se ponía una camisa limpia y se la metía por los pantalones—. ¿Te has pintado ya los labios?

—No —respondí, sorprendida.

Martin tiró de mí y me dio uno de esos maravillosos besos que hacen que mis pulsaciones salten como una gota de aceite en una sartén caliente. Respondí al beso con entusiasmo y dejé que mis dedos echaran a andar.

—¡Para, para! —dijo jadeante, separándome—. ¡Oh, después! ¡Cuando volvamos a casa!

—Será mejor que lo prometas —repliqué con delicadeza, al tiempo que le regalaba una última caricia y me sentaba en la coqueta para ponerme mi pintalabios rojo rubí.

—También te lo juro.

Tendríamos que habernos demorado veinte minutos y haber llegado tarde a casa de los Lowry.