capítulo

cinco

Un experimento que cambiará su vida

Su hija no come. Lleva así meses, quizá años. Lo ha probado usted todo, pero la situación no mejora. Espera usted con terror la hora de la comida, y la mayor parte de los días acaban las dos llorando.

Su hija no va a cambiar. No, al menos, hasta que su propio cuerpo le pida más comida, tal vez hacia los cinco años o tal vez en la adolescencia. Su hija de tres años no puede venir mañana, o el lunes que viene, y decir: «Mamá, he estado pensando, y he decidido que a partir de ahora me comeré todo lo que me pongas sin rechistar. De este modo comprenderás que te quiero mucho, y espero que nuestra relación mejore tras este gesto de buena voluntad». Su hija no es capaz de pensar algo así; y si lo hiciera sería incapaz de mantener su promesa (pues, como ya hemos explicado, es físicamente incapaz de comer más de lo que necesita sin enfermar).

Por tanto, la única esperanza de cambio viene de usted. Usted sí que puede decirle a su hija: «Hija mía, he estado pensando, y he decidido que a partir de ahora no intentaré obligarte a comer cuando no tengas hambre, ni comidas que te den asco». Y usted sí que puede (aunque, desde luego, le va a costar) mantener su palabra.

Quede bien claro que no estamos proponiendo un nuevo método para que su hija coma más. Comerá lo mismo que antes, sobre poco más o menos. Se trata de que se lo coma contenta y feliz y en un tiempo razonable, y no en dos horas de llantos, peleas y vómitos.

Quede también claro que no estamos hablando de rendir a su hija por hambre. La idea no es: «Eres una niña mal educada, así que ahora me llevo el plato y sabrás lo que es pasar hambre. Cuando quieras comer, me lo pedirás por favor». Esto, además de injusto, sería peligroso; es iniciar con su hija una carrera de «a ver quién es más tozuda», y a eso suelen ganar los niños. En un par de ocasiones he visto (o más exactamente, me lo han contado años después) fallar el método de «no obligar al niño a comer»; en ambos casos se usó como un castigo (aunque no se pronunciasen exactamente esas palabras, o incluso aunque no se pronunciase ninguna palabra).

Todo lo contrario, lo que propugnamos es el respeto a la libertad y la independencia de los niños. El enfoque correcto es: «¿No tienes más hambre, reina? Muy bien, pues lávate los dientes y vete a jugar».

Para la mayoría de las madres, sobre todo cuando llevan años de lucha en torno a las comidas, resulta muy difícil hacer este cambio, dejar de obligar a sus hijos. Todos los cambios son difíciles. Y el asunto de la comida es especialmente angustioso. He conocido a madres que, los primeros días en que intentaron no obligar a sus hijos, tuvieron que salir a llorar a otra habitación. Usted piensa, honestamente, que su hija no comería si no la obligara. Piensa que cogería una anemia, o incluso que «se moriría de hambre».

Pero su hija no puede hacer ¡flop! y morirse de hambre. Para enfermar gravemente, su hija tiene primero que perder peso. Mucho peso. Recuerde cómo perdió peso cuando nació; muchos niños pierden un cuarto de kilo en dos días y lo vuelven a recuperar antes de una semana, sin ningún problema. Si su hija no come, perderá peso. Tiene que perder mucho para que realmente exista un peligro. Esos niñitos desnutridos de África que vemos en las fotografías han perdido (o nunca han ganado) 5 o 7 kg.

Por tanto, existe un medio muy sencillo con el que usted puede controlar el estado de salud de su hija y asegurarse de que no corre ningún peligro: una simple báscula. Mientras su hija no pierda un kilo de peso, no habrá ningún problema. Digo un kilo (tal vez algo menos en bebés pequeños, digamos un 10 por ciento de su peso), porque oscilaciones menores del peso son totalmente normales, y acabaría loca si les hiciese caso. Si pesa a su hija antes y después de beberse un vaso de agua, habrá ganado un cuarto de kilo. Y si la pesa antes y después de hacer pipí y caca, habrá perdido casi medio. Menos de un kilo no tiene importancia, y está todavía muy lejos de lo que podría ser peligroso.

Incluso si no le acaban de convencer los argumentos expuestos en este libro, incluso si sigue convencida de que su hija, «si no la obligan, no come», le ruego que pruebe el método, como un experimento. No tiene nada que perder. Lleva meses o años así, lo ha probado todo. Si tiene usted razón, si al no obligarla su hija no come nada, perderá un kilo, y lo perderá muy rápido (un recién nacido puede perder 250 g en dos días a pesar de tomar el pecho o el biberón, así que su hija puede perder un kilo en menos de una semana, si de verdad no come nada). Si tiene usted razón, el experimento solo habrá durado una semana o menos. Vuelva a obligar a su hija como antes, y rápidamente recuperará el dichoso kilo. Y tendrá usted derecho a contarle a todas sus vecinas que el libro del doctor González es una tontería.

Pero si tengo razón yo, si al dejar de obligarla su hija no pierde un kilo, querrá decir que ha comido lo mismo obligándola que sin obligarla. ¿Cuántas horas dedica usted a darle el desayuno, la comida, la merienda y la cena a su hija? Muchas madres dedican más de cuatro horas al día, cuatro horas de llantos, gritos y vómitos. Ahora, su hija podrá tardar alrededor de una hora al día en hacer las cuatro comidas, y parte de ese tiempo usted ni siquiera tendrá que estar presente. Piense en las cosas que puede hacer con el tiempo sobrante: leer libros, escribirlos, estudiar piano... o, simplemente, hacer otras cosas más agradables con su hija. Dedicar esas horas a contar cuentos, dibujar, hacer construcciones, jugar, ayudarla con los deberes... Si el experimento funciona, su vida, la de su hija y la de toda su familia van a cambiar.

En resumen, el experimento es el siguiente:

1. Pese a su hija en una báscula.

2. No la obligue a comer.

3. Vuelva a pesarla al cabo de un tiempo.

4. Si no ha perdido un kilo, siga sin obligarla a comer y vuelva al paso 2.

5. Si ha perdido un kilo, se acabó el experimento. Haga lo que quiera.

Algunas puntualizaciones importantes

La báscula

Una simple báscula de baño servirá, si funciona bien. También puede pesarla en la farmacia. Siempre en la misma báscula, y con la misma ropa (o sin ropa). Se ahorrará preocupaciones si la pesa a la misma hora del día, pero no es imprescindible. Puede pesar a su hija todas las veces que quiera. Yo la pesaría, como mucho, una vez por semana, pero si está usted muy preocupada, puede pesarla cada día. Pero no intente, bajo ningún concepto, obligar a comer a su hija si no ha perdido un kilo. Naturalmente, el experimento se hace cuando el niño está sano; si tiene una diarrea importante, la gripe o la varicela, es fácil que pierda un kilo, tanto si le obliga como si no.

No obligar a comer

Por ningún método, con ninguna estratagema, ni por las buenas ni por las malas. Ya sé que usted no ata a su hija a la silla ni le da latigazos. Al decir «no la obligue» queremos decir que no le haga «el avión» con la cuchara; que no la distraiga con canciones o con la tele; que no le prometa cosas si se lo acaba todo, ni la amenace con castigos; que no le ruegue ni suplique; que no apele a su amor filial o la intercesión de la abuelita; que no la compare con sus hermanos ni hable de niñas «buenas» y «malas»; que no condicione el postre a haberse acabado los otros platos...

Ejemplo práctico de cómo no obligar a comer a un niño

Supongamos que hoy hay macarrones, bistec con patatas y de postre, plátano.

«¿Quieres macarrones?» «Sí.» ¿Cuántos macarrones suele su hija comer antes de empezar la pelea? ¿Cinco? Pues póngale tres en su plato. ¡Tres! No tres cucharadas o tres montones, sino tres macarrones. Déjela que coma ella solita, con sus deditos o con su tenedor si sabe usarlo.

Si se los acaba, no hace falta que le pregunte: «¿Quieres más macarrones, mi vida?». No hace falta, si quiere más, los pedirá. Si al cabo de unos minutos no se los ha comido, le pregunta: «¿Ya está, no quieres más?». Si le dice que no, se lleva el plato sin hacer mala cara ni recriminaciones. Si le dice que sí, pero no se los come, adviértale amablemente que o se los come de una vez o se lleva el plato, y hágalo así si pasa un tiempo prudencial y no da signos de comérselos. Los primeros días, su hija estará tan acostumbrada a tardar dos horas en comer que el cambio puede cogerla por sorpresa; sea flexible y si insiste en que le vuelva a dar el plato, es mejor que ceda.

Si su hija estaba acostumbrada a que le metieran la comida en la boca, procure no dar pie a que el dejarla comer sola parezca un castigo o falta de cariño. Si ella le pide que le dé, puede darle. Si ve que no come, pero tampoco permite que le retire el plato, puede ofrecerse amablemente: «¿Quieres que te ayude a comer?». Pero no le dé usted de comer si ella no lo ha pedido o aceptado, y deje de darle tan pronto como empiece a negarse.

También puede ser que, de entrada, no quiera ni probar los macarrones. Pues sin inmutarse, sin una palabra más alta que otra, le ofrece el segundo plato.

Tanto si ha comido cinco macarrones como si no se ha comido ninguno, vuelta a empezar con el segundo plato: preguntarle si quiere, ponerle en el plato menos de lo que piensa (por su experiencia anterior) que va a comer sin rechistar. Recuerde que el trozo de bistec que comen algunos niños de dos o tres años es (si están realmente hambrientos) del tamaño de un sello de correos. Y si quiere solo patatas, pues solo patatas.

He puesto el ejemplo con dos platos porque en muchas familias es la costumbre. Pero en otras se suele comer un solo plato, y me parece perfecto, y en modo alguno estoy sugiriendo que tenga que preparar dos.

Cuando ya no quiere más del segundo plato, se pasa al postre. No intente sobornarla con el postre («si te acabas la carne, te doy helado de chocolate»), ni extorsionarla («hasta que no te acabes la carne no hay helado»); mucho menos ridiculizarla («bueno, aquí está el postre; pero si tanta hambre tenía la señorita, podía haber comido más carne») o culpabilizarla («claro, yo me mato en la cocina preparando la comida, pero la señora prefiere un yogur»). Si tampoco quiere postre, a jugar.

Recuerde que el tamaño de los postres industriales está pensado para un adulto. Cuando usted come un yogur, se come uno, no media docena. No puede esperar que su hija de tres años coma lo mismo. A lo mejor se lo come, y no hay problema (pero, claro, será plato único). Pero si antes ha comido otras cosas, es poco probable que se coma más de una cuarta parte del yogur. No es razonable esperar que se lo acabe todo. Que no le vengan con tonterías de «a mí me daban dos», porque no es cierto.

Del mismo modo, cuando usted come plátano, naranja o manzana, probablemente se come solo una fruta. Nadie coge el racimo de plátanos y va arrancando, como si fueran uvas. No es razonable pretender que su hija se coma un plátano o una manzana entera, a no ser que sea plato único.

No use tampoco el castigo de: «Pues ahora te guardo estos macarrones y hasta que no te los comas, fríos y secos o como estén, no comerás ninguna otra cosa». Para cenar, dele lo que haya de cena, como a todo el mundo. (Por supuesto, en muchos hogares se aprovechan los restos de la comida para cenar. Hágalo si es lo normal en su casa, pero no lo haga como castigo, ni lo presente como un castigo.)

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Un niño de nueve meses y un plátano, a la misma escala. ¿Dónde cree que lo mete?

Supongamos que su hija no desayuna nada, no come nada, no merienda nada, no cena nada. ¿Le preocupa lo que le pueda pasar? Pues pésela. Si no ha perdido un kilo, siga igual. Es buen momento para reflexionar sobre la marcha del experimento: ¿seguro que no hay otros miembros de la familia intentando obligar a su hija? ¿Seguro que no han cambiado la fuerza física por pullas, indirectas y otras presiones psicológicas?

Sin embargo, es muy poco probable que su hija realmente pase todo el día sin comer. Casi seguro que comerá algo; y casi seguro que ese algo vendrá a ser parecido a lo que comía antes del experimento. De modo que, si la pesa al día siguiente, probablemente no habrá ni ganado ni perdido.

También es posible que, sorprendida por la nueva libertad, su hija no coma nada a la hora de comer, y al cabo de un par de horas le entre hambre. Puede darle de comer «entre horas», siempre y cuando sean cosas «sanas»; desde la misma comida que antes rechazó (si es que ahora le apetece, nunca como castigo), hasta cualquier alimento normal que tenga a mano: un plátano, un yogur, un bocadillo... Procure evitar dos errores: el primero, cambiar los alimentos normales por golosinas. El segundo, convertirse en esclava de la cocina. Una cosa es no obligar a su hija a comer y otra muy distinta, después de pasar una hora preparando los macarrones, tener que pasar otra hora en la cocina porque su hija prefiere espaguetis. Si a un miembro de la familia, sea cual sea su edad, no le gusta el menú del día, no está obligado a comerlo, pero tendrá que conformarse con «comida rápida» (al menos hasta que aprenda a cocinar). Todo privilegio lleva aparejada una responsabilidad, y al privilegio de cocinar lo que uno quiere corresponde la responsabilidad de aguantar las protestas si el resto de la familia quiere otra cosa. Para no tener que preparar un doble menú y evitar peleas, muchos padres acabamos cocinando solo lo que a nuestros hijos les gusta. Los macarrones, el arroz con tomate y las patatas fritas se convierten así en los principales alimentos de las familias con hijos pequeños.

A estas alturas, tal vez esté preocupada por la educación y los buenos modales. La comida no se tira, me enseñaron de pequeño, y me parece razonable exigir que los niños se acaben lo que han pedido..., pero no lo que otros han pedido por ellos. Además, los niños pequeños pueden equivocarse y pedir más de lo que realmente iban a comer; con el tiempo ya irá afinando. También es habitual entre los adultos comerte lo que te den, aunque no te guste; y cuando comemos en casa de otra persona todos disimulamos y nos aguantamos (aunque muchos adultos no tienen ningún reparo en dejar el plato casi lleno en un restaurante). Pero ¿lo hacíamos a los cinco años? En algunas familias se exige que nadie se levante de la mesa hasta que los padres han acabado. Si alguna de estas normas de urbanidad le parece importante, por supuesto que debe enseñársela a su hija..., pero no ahora. Ahora se trata de solucionar un problema grave; tiempo habrá más adelante de enseñar, con cariño y paciencia, los buenos modales. No se puede esperar que un niño de tres años se comporte como una persona mayor.

¿Y qué puedo hacer mientras tanto para no tener que tirar la comida que sobra? Pues no ponerle tanta comida en el plato, es evidente. Su hijo no comerá cada día lo mismo, claro; pero si usted le pone una cantidad adecuada, solo sobrarán unas pocas cucharadas de vez en cuando, y se las puede comer usted misma si le da pena tirarlas. Pero si cada día le sobra medio plato, entonces es que le está poniendo el doble de lo que necesita su hijo. Es usted la que está tirando la comida, por empeñarse en servir unas raciones que ya sabe que su hijo no va a comer.

Pero ¿de verdad funciona esto?

La historia de Adriana y su hijo Juan es un perfecto ejemplo de la dimensión del sufrimiento a que puede llegar una familia cuando les dicen que han de obligar a comer a su hijo, y de lo fácilmente que se puede solucionar con un poco de sentido común.

Desde el principio le pusieron obstáculos para dar el pecho a su hijo; las mismas enfermeras que se negaron a llevarle el niño hasta seis horas después del parto, pese a sus peticiones, le dijeron después: «Si no te coge el pecho, no puede estar tantas horas sin comer»; y le dieron un biberón.

La típica historia: biberones, ictericia, pérdida de peso, grietas...

Me di por vencida después de que el pediatra y la enfermera se rieran de mí por seguir intentándolo.

Pero esta vez no fue tan fácil. Juan no se tomaba la cantidad de biberón que le «tocaba», no seguía la curva de peso, visitó a varios pediatras, probó todas las marcas de leche (incluyendo la leche antirreflujo y la antialérgica). Ingresó en el hospital, le hicieron dos gastroscopias, pruebas de alergia, enema opaco, análisis...

Y por fin encontraron una excusa y una patología, un mamelón pilórico, que al parecer le podría obstruir parcialmente la salida del estómago (pero no era totalmente seguro, era lo único que le encontraron). Aleluya, por fin nos decían algo.

Después vino el estreñimiento, los supositorios, las lavativas, los Micralax, le adelantaron las papillas para ver si le gustaban, potitos, sobres que eran purés, y un sinfín de comida tirada a la basura para nada.

El niño ha ido creciendo y engordando muy lentamente, vomitando cada día, regañándole, amenazándole, sobornándole, cantando, saliendo al balcón, azotes en el paquete, juguetes, teatro, cuentos, etc.

Con dos años y nueve meses, Juan pesaba 12 kilos, vomitaba, tenía «problemas de conducta», había ido al psicólogo, le seguían revisando en gastroenterología... Fue entonces cuando su madre leyó la primera edición de este libro.

Nuestra vida ha cambiado por completo, ahora come incluso más que antes, y al principio estaba un poco desorientado, como alucinado de que no le forzáramos a terminarse el plato, incluso parecía que lo sentía, como si nos hubiéramos vuelto locos o algo así. Come más, mejor, incluso me pide comida a deshora, el cambio fue fulminante, desde el mismo día de empezar a aplicarlo. [...]

El tema del carácter ha mejorado notablemente, pero queda mucho por hacer, por reparar, ahora está en una etapa difícil, pues también está un poco celoso de su hermana, pero supongo que es algo normal; pero una cosa sí que creo que le ayuda, cada día me saco leche para él y le doy un vasito de mi leche (70 o 90 ml) con cacao, y él ve que me la saco para él y que es la misma que toma su hermana, y creo que le reconforta. También he notado que desde que le doy mi leche no se ha resfriado ni una sola vez, ya hace más de un mes. [...]

Me parece indignante que tanto mi hijo como mi familia hayamos tenido que pasar por todo esto, siendo mi hijo completamente sano y normal.

Claro que leer este libro no siempre resulta tan efectivo, y si no que le pregunten a Aurora:

Justo fue terminar de leer el libro y dejar mi hija de comer. Sigue tan alegre y feliz.

Le juro que no fue culpa de mi libro. Lo que ocurre es que Aurora lo leyó precisamente cuando su hija tenía doce meses, y ya hemos explicado qué es lo que suele pasar a esa edad.