Capítulo VII
¡ROBOTS!
—¿Por qué no les has revelado a Mortimer que poseemos la mitad de la fórmula del profesor Tobatsu, Frank?
Cole, tras examinar los caracteres japoneses, microscópicos, trazados a pincel, con increíble celo y paciencia en su diminuta forma actual, dentro de aquel pequeño disco de seda, con el auxilio de una potente lente de aumento, sonrió enigmáticamente a sus amigos.
—No podernos mostrar todas nuestras cartas, ni siquiera a los que creemos nuestros amigos, Kwan —confesó—. Están sucediendo demasiadas cosas raras para confiar en nadie. O nos vigilan por medio de ingenios electrónicos, o alguien que está cerca de nosotros tiene contacto con los delincuentes. Esto debe permanecer secreto. De todos modos, si el kendoka negro regresó al dojo de Yokata, sorprendiéndote allí, es porque descubrió que sólo se había apoderado de media fórmula y buscaba la otra mitad. Es posible que Imagine ya a estas horas que nosotros tenemos esa mitad que le es vital. Unidas ambas, pueden facilitar la fabricación en serie de algo que ignoramos aún para lo que sirve: el micromind.
—Pero el profesor tenía unas muestras de su invento…
—Sí. Exactamente cuatro —afirmó despacio Cole con ojos centelleantes—. Eso confirma mi teoría, me temo.
—¿Qué teoría? —se interesó Lena, enarcando las cejas.
—Es demasiado fantástica para exponerla sin una base sólida en que apoyarme. Prefiero esperar aún, a ver qué sucede… Pero es obvio que los cuatro micromind, o microcerebros electrónicos, creación del profesor Tobatsu, están en poder de los supercriminales que estamos combatiendo ahora. Sin embargo, no le bastan para sus planes. Necesita más. Y ni aún desmontando y examinando uno de esos microcerebros, puede ser reconstruido otro, evidentemente. El procedimiento utilizado es arduo y dificultoso Incluso para un experto, como debe serlo nuestro enigmático kendoka. Necesita la fórmula que le permita fabricar nuevos elementos electrónicos de los utilizados en ese Ingenio, y que parecen ser exclusiva Invención del profesor Tobatsu.
—De modo que, sin ese pequeño disco de seda con media fórmula escrita… nuestros enemigos no pueden hacer nada —señaló Kwan, esperanzado.
—NI nosotros tampoco —sentenció Cole tristemente, volviendo a situar el pequeño disco en el Interior del medallón con el dragón y los símbolos del Bien y del Mal. Tras un momento de duda, Cole colgó esa pequeña joya del cuello de Lena Tiger, que le miró, sorprendida. El joven americano añadió, sonriente—: Es un pequeño regalo, Lena.
—Oh, eres muy amable —suspiró ella—. No se puede decir que no me obsequies con algo valioso…
—MI obsequio se limita solamente a la cinta y al medallón. Su contenido no nos pertenece. Alguna vez, tendremos que entregarlo a su legítimo propietario, sea éste el profesor, el Gobierno japonés… o el propio Howard Mortimer, si llega a adquirir los derechos de ese descubrimiento para su Industria. Pero de momento, estará más seguro en torno a tu cuello, que en cualquier otro lugar. Lo que está muy a la vista, rara vez hace pensar en un secreto bien guardado. El viejo Maestro de Zen sabía eso. Y, por suerte, nuestro admirable Kwan captó su mensaje…
—Lograréis ruborizarme —confesó riendo el joven chino.
El doctor Roger Banning terminó de recoger sus cosas. Apagó la luz de la lámpara de su despacho, y tomó la chaqueta de la percha, para sustituir por ella su bata de técnico en los laboratorios electrónicos de Tokio.
Se encaminó a la salida. Ya las luces de la empresa estaban casi todas apagadas, salvo las de los corredores y las deslumbrantes de las plantas destinadas a las computadoras y programadores de servicio. El inglés de rostro afable y cabellos blancos, descendió en uno de los ascensores rápidos y silenciosos del alto edificio, hasta la planta baja. Una vez allí, se despidió del conserje, marcó su hora de salida y pisó la calle, bajo la persistente llovizna que aquella noche caía sobre Tokio.
El raudal de luces de la gran urbe quedaba tamizado por el tiempo lluvioso y algo brumoso de la desapacible noche. El doctor Banning se encaminó resueltamente al cercano parking, donde dejaba habitualmente su coche.
Abrió la portezuela, y se situó al volante con un suspiro de alivio. Siempre terminaba tarde su trabajo, pero aquella noche aún había permanecido más tiempo en los laboratorios, y se sentía fatigado, deseando hallarse de nuevo en su domicilio, para cenar algo frugal, ver un poco la televisión y acostarse, tras leer los diarios un poco por encima.
Sus planes se vieron bruscamente alterados por un hecho insólito. Apenas puesto en marcha el automóvil, y habiendo dejado atrás el parking, una voz glacial sonó a su espalda, en las sombras del vehículo:
—Siga adelante sin alterar su marcha. Pero obedezca al pie de la letra mis instrucciones, si quiere seguir con vida, doctor Banning.
Con un escalofrío, el técnico electrónico inglés contempló aterrado el rostro que se reflejaba en el espejo retrovisor de su coche. Ni siquiera era un rostro. Sólo una rejilla de acero, con sombras oscuras e insondables detrás, a las que no llegaba el ojo humano. Un extraño ropaje de otros tiempos, envolvía a su misterioso y amenazador viajero. Recordó vagamente que eran las ropas de un arte marcial, el kendo. Ropas negras.
—¿Qué… qué significa esto? —jadeó, muy pálido.
—Significa que su vida pende de un hilo, doctor Banning —una mano enguantada con un recio guante de cuero o kate de larga manopla, asomó una acerada hoja de filo cortante, que se apoyó sobre la nuca del doctor, haciéndole sentir su frío mortal—. Siga adelante, y tome por las calles que le iré indicando, hasta que encontremos un camión con su puerta trasera abierta y una rampa de subida al mismo. Entre en él sin intentar nada. Es todo lo que le exijo.
—¿Y… si obedezco en todo… no va a matarme? —gimió Banning, lívido.
—Si obedece, es posible que no —admitió el kendoka fríamente, con aquella voz suya que brotaba de debajo de la máscara de acero enrejada, con matices helados, metálicos y duros. Una voz que no se podía desobedecer bajo ningún pretexto—. De usted depende…
Roger Banning optó por elegir el camino de la obediencia. No le hacía ninguna gracia ser decapitado allí mismo por su siniestro viajero. De ese modo, tras rodear muchas calles de la ciudad, alejándose del centro urbano, terminó por llegar hasta el camión citado, a cuyo interior subió el coche, por una rampa de madera dispuesta al efecto.
Inmediatamente, se cerraron tras él las puertas, la oscuridad le rodeó totalmente… y algo, un vapor dulzón, invadió su nariz y su boca, mezclándose con su aliento. Presa de una fuerte somnolencia, se desplomó sobre el volante, quedando inmóvil.
El camión rodaba ya por Tokio, hacia las afueras, hacia Shiba Park, al sur de la capital, quizá en busca de alguna carretera suburbana. El kendoka negro salió silenciosamente del coche, y abrió un panel delantero, entrando en una cámara especial, situada entre la cabina de carga y la del conductor. Allí se acomodó, calmadamente, en espera de la llegada del término de su viaje.
El doctor Roger Banning negó una vez más, con gesto cansado y aire patético:
—¡Lo juro! ¡No sé nada! ¡Absolutamente nada sobre esa fórmula!
Le miraron los personajes situados ante él. Se estremeció. Todo aquello no le inspiraba ninguna confianza. Especialmente, el siniestro personaje que presidía la mesa, en su centro, entre dos herméticos orientales de rostro inescrutable. Era el kendoka negro, una vez más.
—Doctor Banning, usted colaboró eficazmente con el profesor Tobatsu durante muchos años —dijo fríamente la voz de uno de los japoneses allí sentados—. Él no guardaba secretos para usted… Tuvo que ver cómo creaba esos nuevos circuitos, esos transistores de especial diseño, y cuál era la sustancia que creó en su laboratorio, para reducir a tan diminuto volumen un mecanismo electrónico tan complejo… Esa sustancia no es ninguna de las utilizadas en electrónica hasta hoy, ni nos ha sido posible analizarla. Pero usted ha de conocer detalles de su fabricación, de su proceso. A cambio de esos informes, saldrá con vida de aquí. Si no… jamás verá la luz del sol. Tenemos medios persuasores para convencerle, doctor. Conocemos torturas que ninguna mente humana ni ningún cuerpo son capaces de soportar…
—¡Pero si es que no sé nada de todo eso! —dijo Banning, desesperado—. ¡Fue todo un trabajo de Tobatsu, estrictamente secreto! ¡No quería que nadie, ni yo mismo, conociera en qué estaba trabajando y cuáles eran sus elementos secretos! ¡Lo juro, lo juro una y mil veces! Si lo supiera se lo diría, pueden creerme.
—Hay cosas que a veces se saben sin darse uno cuenta —señaló el kendoka negro con su voz monocorde y cruel—. Subconscientemente, tal vez usted sí sabe algo, doctor Banning. Algo que, sin duda, recordará si le reactivamos sus ideas por medios adecuados… Pasará a una celda especial, donde unas ondas electrónicas, algo dolorosas, eso sí, rastrearán su mente. Incluso es posible que llegue a morir bajo sus efectos…, pero no nos queda ya otra solución con usted.
—¡No, no! ¡Esperen, por el amor de Dios! —gimió el inglés—. ¡Deben creerme! ¡Ni consciente ni subconscientemente pueden arrancarme nada, porque nada sé! ¡No comentan un error que me costaría inútilmente la vida!
—Una vida humana vale bien poco, doctor Banning —declaró con brutalidad el siniestro personaje—. Lo siento. Si no habla ahora… su destino está decidido.
—¡No puedo hablar! ¡No tengo nada que decir, lo juro! —exclamó él, con angustia.
Se incorporaron los tres personajes del tétrico tribunal. Banning, demudado, les contempló con terror, así como al formidable, gigantesco luchador de músculos abultados y poderosos que, con una careta de acero sobre el gigantesco rostro de cráneo rapado, cubría la única salida de la cámara en que se hallaban. No había evasión posible, ahora lo comprendía. Si no había información, era la muerte cierta. Una muerte lenta y dolorosa, sometido a tortura mental. Y nada les podría decir. Porque nada sabía…
—Llevadlo —ordenó el kendoka negro con frialdad—. Empezad por ondas de baja tensión. E id aumentando hasta el tope. Si no recuerda nada, es que nada sabe, y entonces no nos sirve en absoluto. En ese momento, una vez seguros de ello… detened su cerebro con una última descarga. Es todo.
Asintieron mudamente sus dos servidores orientales. Los chillidos de Banning parecían inútiles en aquel recinto hermético. Todos le miraban con indiferencia. Brazos poderosos le sujetaron, conduciéndole por un corredor iluminado crudamente. El kendoka negro quedaba atrás, cruzado de brazos, siempre inmutable, siempre hermético, como si detrás de aquellos ropajes y aquella rejilla de metal no hubiera un rostro, ni un cuerpo, ni un solo sentimiento humano.
En ese preciso instante, sonó la voz acerada, incisiva, al final del corredor:
—Os devolvemos la visita. También nosotros sabemos entrar en los santuarios ajenos, burlando los circuitos de seguridad…
Con estupor, los dos orientales que conducían a Banning, se volvieron sin dar crédito a sus oídos. El gigantesco luchador de careta de metal, se volvió estupefacto.
Y el implacable kendoka negro, aun siendo el único inmutable, bajó sus brazos, empuñando con rapidez su sable de kendo.
—¡Los Dragones de Oro! —Sonó su chirriante voz tras la máscara.
Era cierto. Frank Cole, Lena Tiger y Kwan-Shang habían aparecido en el fondo del corredor. Su postura agazapada, tensa, era la de tres luchadores en guardia, a punto de defenderse. Y también de atacar…
—No sé cómo lo hicisteis, pero éste es vuestro fin —sentenció la voz del kendoka negro con frialdad deshumanizada—. Nadie que entra aquí, sale con vida jamás…
—Lo veremos, fantasmón —dijo Lena Tiger con acento de ironía—. De momento, estamos ante vosotros… ¡y dispuestos a vencer!
El gigantesco luchador de la carátula de acero, con quien Lena ya se enfrentara una vez en las callejuelas de los muelles de San Francisco exhaló un rugido, y a un gesto del brazo de su anónimo jefe, avanzó decidido hacia ellos, enarbolando sus colosales puños de titán. Luego, saltó sobre los tres, como una mole colosal, en tanto Banning forcejeaba, esperanzado, entre sus dos captores.
Kwan y Lena se apartaron. Frank Cole recibió al coloso. El cuerpo del karateka americano se desplazó, eludiendo el impacto. Su mano derecha describió un gran círculo y vino a pasar debajo de la axila izquierda, regresando luego delante del pecho, en el momento del encuentro, en un potentísimo, devastador golpe Uchi-Ude-Uke.
Rugió la mole de carne, sacudida por el mazazo brutal en un punto vital de su poderosa anatomía, pero intentó rehacerse. Entonces, un Mae-Geri-Jodan, o disparo violento de la pierna y pie derechos de Cole, alcanzó con ese pie al gigante en la base de la nariz, quebrando ésta en medio de un crujido de huesos brutal, con abundante hemorragia. Vaciló el coloso, y Cole remachó su victoria fulminante sobre tan enorme adversario, con otro veloz giro de su cuerpo, eludiendo la desesperada carga de los brazos enemigos, para golpear de nuevo en sentido opuesto, con Uchi-Ude-Uke de su puño izquierdo, y un impacto mortal de su pie zurdo, en otro Mae-Geri-Jodan que, definitivamente, abatió al gigante, herido de muerte por el puntapié demoledor en el mentón.
Sin vida, rodó a sus pies, haciendo temblar el suelo con su mole. Un silencio de muerte, siguió a la acción del karateka americano. Lena y Kwan ya atacaban, victoriosamente también, con sus katas de Aikido y Kung-Fu, a sus respectivos enemigos, los dos japoneses que llevaban cautivo al doctor Banning.
Entonces, el kendoka negro emitió una orden gutural, brotando aquella voz impresionante de las sombras de su rostro oculto por la rejilla de su atavío.
Y a esa orden, se deslizó un panel en el corredor, y emergieron hasta cuatro figuras.
Cuatro nuevos luchadores que, con rígidos movimientos, pero perfectamente delimitadas sus posiciones de ataque, avanzaron hacia los Tres Dragones de Oro. Éstos, asombrados, contemplaron a los recién aparecidos. Fue Cole quien lanzó la exclamación, con ojos centelleantes:
—¡Dios del cielo! —rugió—. ¡Es lo que imaginaba! ¡Miradles! ¡Son ellos! ¡Los luchadores MUERTOS, LOS CADÁVERES ROBADOS!
Era cierto. Se trataba de los hermanos Tomura, Tse Kunsi, el luchador coreano, y Martin Fong, el joven americano adscrito al Servicio Secreto de su país…
Cuatro luchadores prácticamente Invencibles, tan perfectos como los tres camaradas, iban a enfrentarse a ellos en duelo mortal.
—¡Cielos!; ¿qué va a ocurrir ahora? —jadeó Kwan—. Nunca he luchado con los muertos…
—Sí, Kwan —afirmó roncamente Cole, contemplando a los cuatro seres de pesadilla que, sin expresión en sus lívidos rostros, venían hacia ellos, inexorables—. Están muertos. Los cuatro… ¿Te das cuenta? Ni siquiera son ellos ya… Sólo son… robots. Autómatas humanos, al servicio de un criminal inhumano… ¡Ahora sabemos para lo que sirve el invento del profesor Tobatsu…!
Pero lo cierto es que los cuatro poderosos luchadores, cuatro cuerpos perfectos, hechos para las Artes Marciales, cuatro cerebros que sabían ordenar a sus músculos una forma de lucha invulnerable, estaban ya sobre ellos virtualmente…
Por vez primera, los tres jóvenes amigos se enfrentaban a un poder tan grande como el suyo propio. Quizá, los cuatro únicos luchadores en el mundo que podían vencerles…