Capítulo V

ZEN Y SANGRE

El avión se posó en el aeropuerto internacional de Tokio en la mañana lluviosa, de cielo plomizo y aire húmedo. El asfalto de las pistas de aterrizaje aparecía mojado y salpicado de charcos.

Descendieron los tres viajeros de San Francisco, mezclados con el resto de los pasajeros, por las escalerillas de aquel avión regular de la TWA que cubría la línea entre la dudad californiana y la capital japonesa. Al ver descender al alto y arrogante norteamericano de cabellos rubios y ojos acerados, a la hermosa mulata de cabello crespado y elástica figura, y al joven y esbelto oriental, nadie hubiera imaginado que se trataba de los mejores luchadores de Artes Marciales que era posible hallar en el mundo.

Ni tampoco era fácil creer que no viniesen a Tokio de turismo simplemente, con sus indumentarias jóvenes, deportivas, su aire joven, alegre y risueño, sus maletines livianos, y su aspecto de personas totalmente despreocupadas y sin problemas.

Pese a esas apariencias, no era turismo precisamente lo que llevaba a la capital nipona a los Tres Dragones de Oro. Ni sus mentes aparecían libres de hondas y graves preocupaciones, ciertamente. Pero su propia fuerza de voluntad, su espíritu de superación, su vitalidad interior, les hacía sobreponerse a todo. El resto, lo hacía su propia juventud, su jovialidad y su alegría de vivir. Para ellos, esto formaba parte ahora de su propia existencia, de su razón de ser.

Alguien, en el mundo, les necesitaba. Buenos amigos suyos habían sido asesinados por personas movidas por un designio oscuro y siniestro, en distintos lugares del planeta. Un hombre rico les pedía ayuda, pero ellos se la prestaban sin un solo dólar a cambio. Porque lo que contaba era hacer justicia. Y salvar vidas en peligro.

Frank Cole estaba seguro de que esas vidas peligraban ahora. En Estados Unidos, en el Japón y en muchos otros lugares quizá… había personas en peligro de muerte. Y ellos lo sabían.

Por eso estaban ahora en Tokio. Iban a luchar duramente por evitarlo. Si la sospecha de Cole era cierta, esa lucha no resultaría fácil. Ni victoriosa, quizá…

Pero allí estaban ya los tres. En un vuelo regular, mientras sus nuevos amigos, los Mortimer, y su secretario, Ralph Cannon, creían que ellos habían emprendido el viaje en un avión privado que era de su propiedad. Una avioneta de gran radio de acción y potencia suficiente para cruzar el Pacífico sin problemas, hasta las islas japonesas. Era una de las pertenencias de los Tres Dragones de Oro.

Y la noche antes, tras la experiencia desagradable y extraña frente a los cuatro kendokas electrocutados después de morir, Cole había tenido una idea repentina, anunciando a sus visitantes:

—Mis amigos y yo, haremos el viaje a Tokio en nuestro avión privado. Nos encontraremos allí, si ustedes van más tarde al Japón. Nos alojaremos en el Marunouchi Hotel.

Solamente más tarde, cuando los tres camaradas se quedaron solos, Cole había tomado un bloc de notas, escribiendo rápidamente en una hoja:

«Serán otros planes. No sé si alguien nos espía o nos escuchan las conversaciones. Todo es posible, si un genio de la Electrónica anda por medio. Viajaremos por vuelo regular. Enviad la avioneta a Tokio…, pero con tres maniquíes en nuestro lugar. Y un piloto de confianza, con sistema automático de seguridad para salir despedido en caso de peligro. No hablad nada de esto».

Asintieron con el gesto. Eso fue todo. Suficiente para ellos. Si Cole decía algo, es que algo sospechaba. Cada uno del trío confiaba ciegamente en los otros dos, llegado el caso. No eran nunca la fuerza bruta, sino inteligencia y sensibilidad, al servicio de unos postulados nobles y altruistas, en servicio de los demás. De esto habían hecho ya un símbolo de sus vidas cuando se dedicaron a las Artes Marciales. Pero después, incluso sus conocimientos del alma oriental y del Zen, habían sido puestos al servicio exclusivo de los demás.

No se habló ni se comentó nada sobre el extraño doble vuelo dispuesto por Cole. Tampoco hacía falta. Si él lo había dispuesto, bien hecho estaba. Es lo que pensaron Lena y Kwan. En el caso de que uno de ellos hubiera tomado alguna decisión, Cole también la hubiese respetado. El joven actor de cine y karateka americano, era el miembro con mayor autoridad en el trío, de un modo tácito y no establecido previamente. Pero eso no significaba que los demás no tuvieran igual derecho a tomar la iniciativa, llegado el caso.

El teniente Dobkin, de la policía de San Francisco, viejo conocido de todos ellos, especialmente de Lena Tiger, desde el caso de los Dragones de Oro, que fuera el inicio de su amistad y de su unión frente al crimen y el delito organizados, se ocupaba ahora de los cadáveres de los kendokas sin identificar —pero japoneses todos ellos, como la víctima carbonizada que Cole examinara ante sus visitantes—, en un estudio de los cuerpos en los laboratorios policiales, para detectar la causa de su muerte por electrocución.

Y mientras tanto, ellos llegaban a Tokio en aquel vuelo regular de TWA…

Hasta más tarde, una vez alojados en el Marunouchi Hotel del centro comercial de la gran capital nipona, no se enteraron, a través del boletín de noticias en inglés de un canal de la televisión local, de lo sucedido en alta mar, entre San Francisco y Tokio, pocas horas antes. Exactamente a unas ciento cincuenta millas de Honolulú.

—En un desgraciado accidente, una avioneta privada de gran radio de acción, procedente de San Francisco —comenzó informando el locutor—, se incendió en el aire, precipitándose hacia el mar, donde se hundió, poco después de estallar cuando aún no había tocado la superficie marítima. Afortunadamente, su piloto pudo salvarse, gracias a que funcionó oportunamente su asiento de emergencia, que salió disparado automáticamente, lanzándole al vacío, y abriéndose posteriormente su paracaídas de seguridad, que le depositó suavemente en el mar. El piloto llevaba chaleco salvavidas y flotó, hasta ser avistado y rescatado por unos pescadores hawaianos. La avioneta quedó totalmente destrozada, y no se sabe si viajaban en ella más pasajeros, aunque se habla de que tres ocupantes habrán hallado la muerte en el suceso…

Cole y sus amigos se miraron en silencio. Nadie comentó nada, pero todos tuvieron un mismo pensamiento: de haber viajado como calcularon, ahora podrían estar muertos los tres.

—¿Y ahora? —preguntó Lena, tras un largo silencio.

—Ahora, tendremos que buscar en Tokio al profesor Tobatsu —dijo Cole apaciblemente—. A eso hemos venido, ¿no es cierto?

—Sí, pero… —Kwan enarcó sus cejas sobre los ojos almendrados y astutos—. Del mismo modo que supieron lo de la avioneta, sabrán luego que estamos aquí, que Investigamos, que buscamos al profesor…

—Eso es inevitable, Kwan —suspiró Cole—. De todos modos, sigo pensando que conozco el nombre de Sado Tobatsu por algo más que por ser un genio de la Electrónica. Pero no sé aún por qué. Quizá acabe averiguándolo mientras tratamos de localizarle.

—¡Cielos, Frank! —murmuró Lena Tiger, apurando su zumo de frutas, sin moverse del asiento del bar del hotel, desde donde habían escuchado el boletín Informativo de la televisión japonesa. Aún pienso en ese vuelo que pudimos haber hecho…

—… Pero que no hicimos —sonrió Cole.

—Sí, es cierto. ¿Fue premonitorio?

—Fue una corazonada.

—¿Una sospecha, acaso? —sugirió Kwan, Insinuante.

—Tal vez. —Cole se encogió de hombros, pensativo.

—¿Alguno de los Mortimer? ¿El secretarlo Cannon? —apuntó Lena.

—Esto parece un Interrogatorio en toda regla —rió suavemente el joven americano con gesto de buen humor—. Lo cierto es que sí sospeché algo, pero… No puedo estar seguro si uno de ellos Informó a los asesinos, para disponer el atentado en la avioneta… o si es cierto que, del mismo modo que dispusieron un medio de neutralizar nuestras barreras electrónicas en casa, para meter allí a los cuatro kendokas asesinos, nuestros enemigos disponen de medios para espiarnos a distancia. Recordad que nos enfrentamos con una serie de prodigios electrónicos. Y con un mago de esa especialidad entre ellos.

—Un mago que ha desaparecido —le recordó Kwan-Shang, ceñudo—. ¿No pudo llevar sobre sí cualquiera de nuestros tres visitantes, el procedimiento electrónico para neutralizar nuestros propios circuitos y disponer la ejecución Inmediata de los kendokas derrotados, por electrocución?

—Es una posibilidad. Pero sólo una posibilidad, Kwan. No podemos acusar a un hombre como Howard Mortimer. Ni a su hija Georgia, una jovencita de la mejor sociedad. Ni a Ralph Cannon, que goza de su entera confianza.

—No acuso a nadie. Pero eso no significa que uno de ellos no pueda estar confabulado con nuestros propios enemigos, Frank —apuntó Lena.

—Claro que no. Ya lo he tomado en consideración. No pienso dejarme sorprender por nadie. Absolutamente por nadie, estad seguros. Ahora, vamos a ocuparnos de lo que nos trajo a Tokio, amigos míos. Y eso, recordadlo, es localizar al profesor Tobatsu, esté donde esté…

—Sí, cierto. Pero ¿por dónde empezamos? —preguntó Kwan.

—Muy sencillo: por su propio colega y ayudante de toda su confianza: el doctor Roger Banning. Es un técnico Inglés, especializado en electrónica, que trabajaba desde hace algunos años con el profesor Tobatsu, en la Tobatsu Electronic Company, de Tokio… Ése ha de ser nuestro principio, para bien o para mal… Y tú te ocuparás de ello, Kwan.

—Muy bien, Frank —se Incorporó el joven chino, con una sonrisa, echando a andar hacia la salida del bar. Antes, se Inclinó con una despedida cómicamente ceremoniosa—. Sayonara, amigos míos. Y deseadme suerte…

El doctor Roger Banning era un hombre de cabellos muy blancos, como nieve hilada, sobre un rostro rubicundo y redondo, de perfecto inglés habituado a la buena vida. Unos ojillos azules y pequeños, una nariz de halcón y una delgada boca apretada, formaban sus risueñas facciones.

La Tobatsu Electronic Company era un alto edificio en el centro mismo de Tokio, en su zona comercial más densa, entre la populosa Marunouchi y los jardines del Palacio Imperial. El doctor Banning, pese a ser un colaborador veterano en las actividades personales de investigación del profesor Tobatsu, director de la empresa, sólo ocupaba el cargo de jefe de personal en los laboratorios electrónicos de la entidad.

Sus declaraciones a Kwan Shang no podían resultar menos esperanzadoras de lo que realmente fueron:

—Lo siento, señor Shang —manifestó con acento dolorido—. Soy el primero en ignorar el paradero del pobre profesor… Todos estamos muy preocupados con ello. La policía de Tokio está investigando el asunto. Es un hombre solo, sin familia, y desapareció de su domicilio, en Surugadai, en una zona residencial muy apacible y tranquila… Nadie se explica cómo pudo suceder. Nadie ha visto nada. Ni una violencia, ni un indicio de lucha. Pero el profesor no está. Ni le vieron salir de su casa esa mañana, ni llegar aquí tampoco… Es como si se hubiera evaporado en el aire, en la nada… Pero eso no pudo ser. Algo ha debido ocurrirle. Sea lo que fuere, es seguro que no tardaremos en saberlo. Esperamos algo, lo que sea. Posiblemente una petición de rescate o algo así…

—Lástima… —se quejó Kwan-Shang—. Como representante de la Hong Kong New Electronic Society, estaba seguro de poder entrevistarme con él y llegar a un acuerdo para ciertas relaciones intercomerciales…

—Lo siento muy de veras, señor Shang —siguió el afable y locuaz caballero británico—. No estando él presenté, nadie puede tomar decisiones por su cuenta aquí. Pero de todos modos, puede visitar al señor Hayado, en Dirección. Él se ocupa de contratos normales de la empresa, y tal vez…

—Yo, señor Banning, no me refería a contratos normales, ni he viajado por esa razón desde Hong Kong hasta aquí —mintió Kwan, con toda frialdad—. Lo cierto es que me hablaron en voz baja de algo distinto.

—¿Distinto? —Pestañeó el doctor Banning, mirándole con ingenuas pupilas celestes—. No entiendo, mi querido amigo…

—Bueno, ciertas noticias corren como la pólvora hoy en día, doctor Banning. No se haga el inocente. En Hong Kong y en Macao, también hemos oído hablar de… de algo llamado micromind…

Banning enrojeció vivamente, y pareció a punto de estallar. Miró en derredor, haciendo vivos gestos de silencio, y su tono se hizo infinitamente más confidencial a partir de este momento.

—Por favor, señor Shang… —susurró rápidamente—. Todo eso no pasan de ser simples rumores, habladurías sin sentido… Sé a lo que se refiere, pero me consta que tal invento no existe…

—Y de existir, no estará en venta fácilmente… por menos de cien millones de dólares en efectivo, imagino —murmuró Kwan, tranquilo.

—Cien millones en efectivo… —Banning le miró, muy fijo—. ¿Es… es una oferta?

—Podría serlo —admitió Kwan, evasivo.

—Lo… lo siento —resopló el técnico inglés en electrónica—. El profesor no está. Es inútil hablar de todo esto. Pero si existiera ese micromind…

—Si existiera, ¿qué? —quiso saber Kwan—. Sólo el desaparecido profesor lo poseería, ¿no es cierto?

—Oh, claro, claro —se apresuró a afirmar el doctor Banning, sofocado—. Pero… pero ya sabe usted, como orientar que es, aunque no sea japonés precisamente, que en su raza no siempre se puede estar seguro de nada con las personas. El profesor, pese a ser buen amigo mío, y compañero de años, nunca se sinceró del todo… Personalmente, no creo en la prodigiosa existencia de algo parecido a ese micromind, pero… si sé algo, intentaré ponerme en contacto con usted. Cien millones supera en mucho la oferta que intentó hacernos un industrial americano hace poco…

—Tal vez podría llegar, incluso, a los ciento veinticinco millones. Tendría que consultar con mi empresa —aventuró Kwan astutamente. Miró al inglés como si desconfiara de él—. Pero no sé… No debo confiar en nadie que no sea el propio Tobatsu. Usted mismo, doctor Banning…, podría traicionar a un viejo amigo, habiendo tanto dinero por medio…

—Le juro que no. Jamás traicionaría a nadie —se sintió ofendido el científico británico—. Y menos aún a Sado Tobatsu… Hemos llegado incluso a practicar juntos el Zen, el Budo y todo eso… como hermanos.

—¿Es posible? —Los ojos de Kwan brillaron—. ¿El profesor es un budoka?

—Oh, y yo también —resopló el inglés, con cierto aire de orgullo—. Pero admito que no fui nunca constante, ni entendí el Zen ni nada de eso… El profesor sí. Es un buen budoka, pese a que lo dejó pronto… Nuestro profesor, el viejo Sesue… se sentía orgulloso de él. Y, desde luego, me censuraba a mí toda mi falta de voluntad y de interés.

—¿Quién es el viejo Sesue? —indagó Kwan, con tono indiferente.

—Un viejo Sensei o Maestro. Un Guru para seguir la filosofía del Zen y todo eso… Sesue Yokata, un admirable japonés que almacena toda la sabiduría del Oriente en su cuerpecillo anciano y rugoso… Aún vive, allá en su dojo de Ogawa-Machi, cerca de Surugadai. El profesor acostumbra a visitarle de cuando en cuando, como a un amigo entrañable… Si algo aprendí de ese viejo Sensei, es el sentido de la lealtad y la amistad. Nunca haría daño a nadie que confiase en mí, señor Shang…

—Sí, creo que dice la verdad —admitió Kwan, estrechando su mano con una amplia sonrisa—. Gracias por todo, señor Banning… Si volvemos a vernos, es posible que ese acuerdo se lleve a cabo, y usted pueda obtener una comisión. Llámeme si sabe algo nuevo del profesor… o de su micromind, sea ello lo que fuere. No se arrepentirá. Y no tendrá que ser desleal con nadie. Se lo prometo. Y yo también soy de los que saben ser fieles a sus promesas…

Le dejó una tarjeta en la que sólo figuraba su nombre. Escribió debajo el nombre del hotel y su número de habitación, y abandonó el edificio de la gran entidad electrónica de Tokio.

Desde una cabina pública, telefoneó al hotel, e informó escuetamente de todo a Frank Cole. Luego, le manifestó:

—Voy a ver a ese sensei japonés, a Sesue Yokata. Tal vez a través de él sepamos algo más del profesor Tobatsu.

—Muy bien —asintió Cole—. Estás manejando perfectamente el asunto. Si algo anda mal, llama inmediatamente. Yo acabo de saber algo, a través de la conferencia urgente, desde San Francisco.

—¿Qué es ello, Frank? —Sintió Kwan su curiosidad vivamente picada.

—El teniente Dobkin, de la policía. Tenía el informe del examen cerebral de los kendokas electrocutados. Estaba en lo cierto al sospechar algo así. Sufrieron una intervención quirúrgica en su cerebro. Les habían injertado en el cráneo unos receptores de energía eléctrica de alta tensión, a control remoto. En resumen: fueron ejecutados a distancia por alguien que controlaba sus movimientos minuciosamente. La caída de los cuatro, debía ser el mecanismo que accionaba lo programado…

—Es horrible —jadeó Kwan, estremeciéndose—. Inhumano, Frank…

—Lo sé. Y sospecho que no todo termina ahí. Vamos a encontrar cosas muchos más inhumanas y horribles en este asunto. Algo que está fuera de lo normal… Pero sigue con tu asunto. Visita a ese viejo sensei, y trata de saber algo más sobre el profesor Tobatsu y su posible paradero. Nosotros, Lena y yo, esperaremos aquí la llegada de Howard Mortimer a Tokio. Veremos si se sorprende demasiado al vernos con vida.

Kwan colgó, y se encaminó resueltamente a una parada de taxis. Indicó a uno que le dejase en Ogawa-Machi, cerca de Surugadai. Esperaba que ello fuera suficiente para localizar allí el dojo del maestro de Zen llamado Sesue Yokata, que tan bien conocía al profesor desaparecido.

No le costó ningún trabajo dar con el típico edificio japonés.

Era un dojo como cualquier otro de Tokio. Quizá de los más tradicionales imaginables. Un auténtico lugar recoleto y tranquilo, rodeado de zonas ajardinadas, donde el hombre pudiera meditar y aprender la verdad de las Artes Marciales.

El nombre del sensei o Maestro Sesue Yokata, aparecía grabado en la puerta, en una placa de bronce. La entrada era libre. Y Kwan-Shang entró resueltamente.

Los dojos le eran familiares. Muy familiares, ya fuesen de Japón o de China, de Estados Unidos o de Macao u Hong Kong. Su vida había sido una dedicación plena a las Artes Marciales, especialmente al Kung-Fu. Su existencia anterior era un profundo secreto para muchos. En parte, incluso para sus propios amigos. Lo único que Cole y Lena sabían realmente de su compañero Kwan, era que huía de algo. Algo implacable, que alguna vez le alcanzaría inexorablemente. Algo que había quedado atrás, en el corazón de China, cuando abandonó su existencia anterior, para buscar la liberación de su ser, de su espíritu, de todo él.

Kwan-Shang sabía que, en alguna parte de la inmensa China, un ser enigmático y terrible, al que se conocía con el nombre de Aquél a Quien Nadie Puede Ver, esperaba pacientemente a encontrarle, darle alcance… y ejecutarle de modo inexorable por lo que era una aparente traición a su raza y a su pasado.

Pero a Kwan no le importaba eso. Esperaba el momento en que ellos, los servidores fieles y despiadados del enemigo mortal, dieran con él, fuese donde fuese. Sabía que entonces tendría que luchar por su vida como jamás lo había hecho antes. Pero lo haría con la convicción de que hizo lo mejor. De que rompió con un pasado de infamias y de injusticias con el que no se sentía en modo alguno identificado.

Ahora, era él. Él mismo. Y servía a algo noble y digno. Eso era algo que Aquél a Quien Nadie Puede Ver, jamás perdonaría… Ni sus siervos tampoco.

Esas ideas pasaron fugazmente por su recuerdo cuando se enfrentó al silencioso, vacio dojo del distrito residencial de Tokio donde se hallaba ahora. Eran inevitables evocaciones, cuando se enfrentaba a ambientes como aquéllos en los que él, siendo niño, había aprendido, en remotos confines, de sus Maestros del Zen y del Kung-Fu. Aprendizaje que hizo de él, un vulgar discípulo con afán de saber, un auténtico maestro, a lo largo del tiempo. Pero entonces tuvo que hacer su esotérico juramento ante los oscuros poderes de una tiranía oculta en el interior de China —una tiranía que ni siquiera actualmente podía sospechar el gobierno de China Continental que existiera allí agazapada, latente, llena de fuerza y malignidad, por encima de tiempos y de civilizaciones—, y al ser un adulto consciente y rechazar ese juramento forzado, al elegir su propio camino en la vida, Kwan-Shang selló su destino con la condena inexorable de ellos…

Olvidóse de todo apenas unos momentos después, cuando en las penumbras del dojo nipón, captó unos murmullos apagados, tenues, procedentes de alguna parte de la amplia sala, sobre cuyo tatami pisaban suavemente sus cautelosos pies de oriental.

Eran quejas humanas. Gemidos de dolor. Acaso de agonía.

Kwan no extrajo arma alguna de sus ropas. No la llevaba nunca. Un luchador de Kung-Fu tiene en su cuerpo casi tantas armas como partes del mismo: frente y coronilla, hombros, codos, antebrazos, muñecas, talones de la palma de la mano, toda la mano, las rodillas, los pies en las más diversas formas… En el Kung-Fu, todo él era un arma viviente. Una armonía de fuerzas capaces de desencadenarse ante cualquier adversario, por fuerte que fuese.

Se limitó a caminar, con ese cuerpo alerta, sus manos adelantadas, en guardia, a la espera de cualquier peligro existente en la penumbra del dojo japonés.

Cuando se detuvo, comprendió que, al menos por el momento, no había peligro inminente alguno. Pero sí la huella de la violencia, una vez más. Había sangre. Y había agonía.

Un hombre estaba muriendo sobre el tatami, junto a una puerta de papel de la edificación japonesa donde se hallaba. Un hombre de avanzada edad, flaco y rugoso, de escasos cabellos canosos y rostro de japonés. Yacía sobre un charco de su propia sangre. Un tajo terrible le había hendido el costado, alcanzándole el torso. Era un golpe mortal de arma blanca. Kwan se estremeció, aunque se mantuvo sereno. Intuyó el arma utilizada: una katana de kendo…

Se inclinó sobre el moribundo. Unos ojos mortecinos, un gesto de cansancio y dolor, se encararon con él. Ambos hombres, el chino y el nipón, se miraron. Se comprendieron con esa sola mirada. El anciano era un maestro del Zen. Podía comprender muchas cosas que no estaban al alcance de los demás.

—Llegas tarde… —musitó, con espuma sanguinolenta en sus labios.

—Lo sé —asintió Kwan-Shang lentamente, apoyando la cabeza del viejo Maestro sobre su rodilla flexionada—. Y lo siento, Sesue Yokata.

—Él llegó antes… No pude vencerle…

—¿Él?

—El kendoka negro… Era el mismo diablo con ropas de kendo. No pude defenderme de él. Conocía de antemano todos mis golpes. Los intuía o los preveía… Me abatió. Y se llevó… lo que había venido a buscar.

—¿Qué era?

—Lo mismo que buscas tú, sin duda.

—Yo no vine en busca de nada material, maestro. Sólo información sobre un hombre.

—¿Información sobre el profesor Sado Tobatsu? —Una triste sonrisa iluminó el semblante convulsivo del anciano.

—Sí. —Kwan contempló admirado al Maestro de Zen—. A él buscaba. Nadie sabe dónde está.

—Yo lo sé. Tal vez esté muerto. Tal vez no. Pero sé que él lo tiene.

—¿El kendoka negro?

—Sí. Sólo que el profesor… no posee lo que yo poseía. El vino a buscarlo.

—¿Qué era?

—La fórmula…

—¿Qué fórmula?

—La de su invento… El ingenio electrónico capaz de… —Miró a Kwan tristemente, con una convulsión. De su boca escapó más sangre. Estaba muriendo. Y lo supo. Un Zen lo sabe todo—. Oh, no hay tiempo. Se llevó esa fórmula. O creyó llevarla…

—¿Creyó llevarla? ¿Qué significa?

—La fórmula de Tobatsu tiene… tiene dos partes. Él se llevó una sola, creyendo que era todo. Yo… yo aún poseo la otra parte. Sin una de ellas, la otra no vale nada… Y Tobatsu olvidó el proceso de creación de su pequeño ingenio electrónico. Usó un material y un circuito irrepetible, si no se conoce la fórmula. Tobatsu sabía que era peligroso recordar. Yo le enseñé a olvidar, a borrar de su memoria… Sólo con las dos partes de la fórmula, se pueden construir muchos ingenios iguales. Sin ellas… nadie lo hará.

—Pronto, Maestro… ¿Y dónde está esa otra parte? Prometo utilizarla sólo para el bien o… no utilizarla jamás, si es perjudicial para el hombre.

—Lo sé. Puedo leer en la conciencia de los hombres —suspiró el agonizante—. Tú eres digno de mi confianza. Esa segunda parte de la fórmula de Tobatsu… está… está…

Agitó su mano crispada, en forma angustiosa. Una bocanada de sangre ahogó todas sus palabras, y los ojos almendrados se vidriaron en el viejo rostro que parecía reproducido en un rugoso pergamino blancuzco. Sus dedos aferraron su garganta, el emblema del dragón que pendía de una cinta, de su flaco y huesudo cuello…

Y se quedó rígido. Sin vida.

—Descansa, Maestro —murmuró Kwan-Shang con voz dolorida.

Cerró los párpados del hombre sin vida con dedos delicados. Se irguió, pensativo, contemplando el flaco cuerpecillo inerte, sobre el tatami. Amargamente, lamentó no haber podido salvar una vida. Una más, brutalmente sacrificada…

Se preguntó dónde guardaría el infortunado Maestro de Zen el secreto de su discípulo. Su mente trabajó con rapidez. Trató de comprender la mentalidad del japonés asesinado, la sencillez profunda, elocuente y enigmática a la vez, de la doctrina Zen. Y tuvo en seguida la respuesta.

Tal vez el propio Sesue Yokata había muerto con la convicción de que él sabría la respuesta justo a tiempo.

Y era así.

Se inclinó. Desprendió suavemente del cuello del anciano su cinta de seda negra, con el pequeño medallón en el que aparecía grabado un dragón sobre los símbolos japoneses del Bien y del Mal. Guardóse con rapidez la pieza en un bolsillo.

Inmediatamente, giró la cabeza. Supo que unos ojos le vigilaban a su espalda. El peligro inminente se materializó. Pero ya antes, Kwan Shang había notado en su sensible cuerpo el escalofrío del presagio, la intuición del aviso.

Allí estaba. A la entrada del dojo. Cerrándole toda posible evasión. El asesino del Maestro Yokata.

El kendoka negro, con su temible katana afilada, presta a matar.

Y a su lado, el mismo increíble luchador que una vez atacó a Lena Tiger: ¡el hombre de los brazos de sable!