Capítulo Primero
EL «KENDOKA» NEGRO
Martin Fong señaló la enorme estatua del Gran Buda, en el centro de los jardines frondosos y bellísimos de Kamakura, rodeados por las pagodas y edificaciones japonesas de los siglos XII y XIII.
—Ahí tienen esa maravilla —dijo, sonriente—. La habrán visto muchas veces en el cine, incluso en color y en scope. Pero al natural es algo radicalmente diferente. Tiene una significación diferente. Es algo más que una visita turística, contra lo que opinan la mayoría de los extranjeros en este país. El Daibutsu tiene más de setecientos años de antigüedad, está totalmente modelado en bronce, y sobrepasa los trece metros de altura. Pero aparte esos datos de agenda turística, este Gran Buda es como el símbolo de la fe y del amor de los japoneses hacia su religión. Ante ese Buda, uno, aunque no sea budista, comprende lo que significa amar a Dios. A nuestro Dios o al de otros pueblos, que eso poco importa.
El vigoroso, atlético norteamericano de rostro eurásico, sonrió, al terminar su relato. A su lado, Howard Mortimer, su hija Georgia y su secretario y hombre de confianza, Ralph Cannon, contemplaban las bellezas naturales de la encantadora ciudad costera, situada a menos de cincuenta kilómetros de Tokio. Tenían un buen cicerone en el joven Martin Fong, el hombre en quien se mezclaba la combatividad americana de su sangre materna, con la ancestral serenidad de su rama paterna, la de su padre, de raza oriental.
Nadie, viendo a aquel hombre con aire de ejecutivo, hubiese podido imaginar que, en realidad, se tratara de uno de los más importantes elementos del Servicio de Inteligencia de Estados Unidos en el Japón. Y también uno de los más expertos luchadores de raza no enteramente oriental, en el país del Sol Naciente. Martin Fong era séptimo Dan de Aikido, octavo Dan de Karate y cuarto Dan de Judo. Artes marciales que le habían sido útiles más de una vez en el desempeño de su misión al servicio del Gobierno de Washington y sus aliados. Pero que también le habían dado prestigio y fama como simple Budoka.
—Ahora, entremos en el templete rojo —señaló Martin Fong hacia la edificación—. Es ya todo lo que nos queda por ver, antes de ir a cenar a un restaurante tradicional japonés, donde les será dado saborear los más exquisitos manjares del país, desde el sukiyaki, si prefieren la carne y las verduras, hasta la tempura, si sus gustos se inclinan por los mariscos y pescados frescos; para beber, podrán elegir entre la cerveza japonesa, que es de una calidad sorprendente, o el tradicional sake, o vino de arroz.
—Nos ha abierto usted el apetito terriblemente, mi querido Fong —señaló riendo el vigoroso y arrollador Howard Mortimer, hombre de empresa, magnate de la industria americana en su país y en el extranjero, dirigente de una famosa multinacional—. Pero eso tendrá que esperar. No quiero irme de esta ciudad sin ver todos sus encantos. A fin de cuentas, el regreso a Tokio será cosa de pocos minutos. Supongo que mi hija estará de completo acuerdo conmigo…
—Oh, sí, papá —asintió Georgia Mortimer, radiante, echando a andar hacia el templete rojo, de madera lacada en tornos escarlata, salpicada de dragones y motivos míticos japoneses—. Por nada del mundo, ni siquiera por esas exquisiteces culinarias, me perdonaría dejar de ver las maravillas de un sitio como éste. Japón me encanta. Kamakura me encanta… Y ese Buda gigantesco, me fascina. Parece tan… tan dulce, tan apacible, a pesar de su volumen…
—En Oriente, todo es dulce y apacible —comentó Ralph Cannon, frunciendo el ceño, y mirando en torno con su expresión habitualmente hosca, que hacía evocar inevitablemente a la vista de sus facciones y gesto, la imagen del mejor Humphrey Bogart de los años cuarenta—. Hasta que, de pronto, un día deja de serlo…
—Evidentemente, el señor Cannon no ha podido olvidar aún el Paralelo 38, el bombardeo de Pearl Harbor o el incidente del golfo de Tonkín —rió entre dientes Martin Fong—. Pero tenga usted en cuenta, querido señor Cannon… que ellos tampoco han podido olvidar aquí el bombardeo de Hiroshima o Nagasaki… Y, sin embargo, no culpan de ello a lodo Occidente, sino sólo a unos pocos…
Cannon pareció sorprendido de modo desagradable por lo que juzgaba dudoso americanismo de Martin Fong, en favor de alguna inocultable simpatía hacia los orientales. Pero ya el atlético agente especial, norteamericano, y los ilustres visitantes de Japón que estaban disfrutando de su hospitalidad amistosa, se adentraban por unos bellísimos y bien cuidados jardines, para entrar en la umbría y serena paz de un templete rodeado por canales de agua cristalina, entre crisantemos y cerezos, con puentecillos que parecían trazar su graciosa curva en dibujos de tapices y porcelanas, y no en el espacio tridimensional de la propia realidad.
Ya caía la tarde, y los visitantes eran escasos en el parque de Kamakura. Los últimos salían del templete, cuando Martin Fong y sus tres acompañantes penetraban bajo los tejadillos superpuestos, entre las doradas estatuas de los dragones sagrados. Alrededor de ellos, todo se difuminaba, en un mundo de paz, susurros, calma y penumbras azules.
—Estaba pensando si esta noche nos será posible ver al profesor en Tokio, amigo Fong —dijo de pronto el magnate americano, con cierta preocupación que el ambiente idílico del paraje no podía ahuyentar del todo.
—Tenemos su palabra, señor Mortimer —sonrió Fong, encogiéndose de hombros, con un destello de agudeza y de remota tensión en sus pupilas grises y sagaces—. No tema nada. Hoy mismo sabremos si, realmente, el profesor tiene aquello que usted ha venido a buscar… y que conviene esté en nuestro país antes que en ningún otro, si la realidad se aproxima siquiera remotamente a los informes ultrasecretos de que disponemos. Para eso está usted aquí en estos momentos… y para eso estoy yo en Tokio, representando a nuestro país. No tema. Todo saldrá bien, estoy seguro. El profesor es hombre de palabra. Y de honor.
Howard Mulligan pareció más tranquilo con las palabras pronunciadas firmemente por Martin Fong, su anfitrión y cicerone en aquella visita turística a los alrededores de Tokio, que había de preceder a otras tareas más serias y profesionales.
Sobre el parque de Kamakura, planeó con suave ronroneo un helicóptero, rompiendo en parte la calma del lugar. Luego, se alejó sobre la espesura, en el atardecer, perdiéndose en la distancia el ruido de su motor.
Georgia Mortimer contemplaba entusiasmada las estatuillas y tapices del templete escarlata. Ralph Cannon, más indiferente a las bellezas orientales, se asomaba a un balconcillo de madera lacada, contemplando unos cisnes que se deslizaban majestuosos sobre el agua del canalillo circundante. En la distancia, unas jóvenes niponas, con kimono y sombrilla, parecían dibujar un cuadro tradicional con policromas pinceladas.
—Ahora, ya está visto todo —sonrió Martin Fong risueñamente—. Vamos ya, si lo desean, y regresaremos a Tokio…
Miró con curiosidad al hombre que hacía ahora su entrada en el templete rojo. Parecía un visitante más. Un alto, fornido, casi gigantesco visitante, de músculos extraordinariamente desarrollados, sin duda alguna. Llevaba un kimono de amplias mangas, color rojo y negro.
Era un oriental de cráneo rapado y moño, como un luchador de Sumo.
Al llegar frente a Martin Fong, de súbito, hizo un gesto rápido, y se deshizo de su kimono sin llegar siquiera a tocarlo con sus manos. Luego, se encaró con el nipo-americano, y gritó guturalmente algo en japonés:
—¡KIAI! ¡MEN!
Y se precipitó sobre él, enarbolando los brazos que había dejado al descubierto su kimono, mientras Georgia Mortimer gritaba, aterrorizada, y su padre y Cannon no sabían qué hacer, petrificados por la inesperada situación.
Martin Fong se puso inmediatamente en guardia, como buen Budoka que era, apenas captó en la voz del adversario la doble advertencia: su grito de autoexaltación a la lucha, y aquella rara mención en japonés de la palabra men, que no era sino el aviso previo que, para un golpe de sable al rostro, lanzaría un kendoka, antes de atacar.
Pero ni aquel adversario vestía de kendoka, ni su arte era tal. Pero eso sí, sus brazos tampoco eran los de un budoka normal.
¡Los tenía amputados hasta el codo, y en lugar de antebrazos y manos, el enemigo que se le venía encima con un salto feroz, tenía DOS ANCHAS HOJAS DE ACERO AFILADO!
Dos mandobles centelleantes en vez de brazos…
Un siniestro budoka que no poseía manos, pero sí filos de acero, capaces de decapitar a un adversario o, como mínimo, mutilarle cualquier miembro que alcanzase con ¡sus temibles sables ortopédicos!
—¿Qué monstruosidad significa…? —comentó roncamente Martin Fong, al tiempo que tintaba con agilidad increíble el primero y terrible kihon, o golpe dado en el aire. Silbó la centelleante cuchilla en el vacío, rozando su chaqueta sin herirle.
Los sobrecogidos testigos de la escena, los Mortimer y Ralph Cannon, no sabían qué hacer en aquellos momentos. Eran como petrificadas estatuas formando parte de la decoración del templete escarlata, las miradas fijas, como hipnotizadas, en aquel increíble luchador rapado, de rostro brutal y ojos helados, que atacaba a su amigo y cicerone con las armas más inauditas imaginables…
Pronto comprendió Martin que se las había con un expertísimo karateka. Sólo que los golpes de aquel mutilado eran infinitamente más terribles y mortíferos que los del más consumado y poderoso budoka del mundo, ya que un simple kime o impacto poderoso, significaría un destrozo mortal, irremediable.
Aquello rompía todas las normas de las nobles Artes Marciales. En el rostro y en el gesto de su enemigo, no captó nobleza ni lealtad alguna. Su aviso, antes de lanzarle al rostro un impacto de sus hojas de acero en movimiento, no había sido sino puro instinto, un grito de autoconcentración, para disparar con más fuerza su energía vital:
Ahora, otro Intento rasgó su manga con un chirrido escalofriante. Vio colgar el tejido roto, y comprendió que aquellos filos eran como navajas de afeitar…, pero infinitamente más anchos, poderosos y largos. Movidos, además, con la destreza vertiginosa e Implacable de un luchador oriental. Un luchador que no hacía de su capacidad arte o competición de ningún tipo…, sino un modo de matar.
Mortimer, de pronto, pareció despertar de un letargo, tras ver cómo un Mate, o giro veloz del cuerpo de Fong, para evitar otro impacto, era seguido por un fallido Intento del americano nipón, para alcanzar a su terrorífico adversario, con doble Intento, primero de un Uraken-Shomen del puño derecho a la cara del contrario, y luego de una desesperada Mae-Geri-Chudan, o disparo del pie derecho con potencia, hacia la garganta del hombre de los brazos de acero.
Falló en ambas ocasiones, porque no era Igual chocar contra unos brazos humanos, que protegiesen un cuerpo, que contra filos de acero Incisivo, y hubo de recular velocísimamente, para impedir que esos filos se hincaran en sus manos y pies.
Cuando Howard Mortimer corrió hacia el exterior del templete para pedir socorro, fue a chocar con el nuevo peligro inesperado. Su hija gritó:
—¡Cuidado, papá!
El magnate se paró en seco, horrorizado. De la espesura de los jardines de Kamakura, brotó un personaje fantástico, como surgido de un viejo grabado de los samurais japoneses. Y no era un samurai, aunque a un profano pudiera parecérselo.
Martin Fong, enzarzado en la alucinante lucha con su rival de los brazos de acero, descubría en ese momento el nuevo acontecimiento y lanzaba un grito de asombro:
—¡Un kendoka! ¡Atención, señor Mulligan! ¡Su sable es de acero, no de bambú! ¡Cuidado!
Y así era. El kendoka de negros ropajes e Impenetrable Migi-Men (o Máscara), alzaba ante el magnate americano una katana afiladísima, no una Shinai de bambú…
Petrificado por el terror y la sorpresa, Mortimer ni siquiera se atrevió a dar un paso más. Mientras tanto, Martin Fong lograba dar al fin alcance a su enemigo, con un seco y certero Uchi-Ude-Uke, que hizo temblar a la temible mole del budoka del cráneo rapado.
Sin embargo, éste pudo replicar, con gran rapidez de reflejos, con un Zen-Kut-Su-Dachi casi Imprevisible para Fong. A pesar de ello, saltó atrás Fong, evitando la virulencia en el Impacto. Eso Impidió que el filo de uno de los estremecedores brazos ortopédicos del monstruo humano le degollara limpiamente. Pero no bastó para evitar el roce simple de aquella hoja fulgurante.
Un roce que bastó. Era la muerte.
Martin Fong lo Intuyó con una rapidez pasmosa. Se quedó como clavado en el suelo, miró hacia su antagonista, en cuyo rostro brutal se dibujaba la mueca cruel de una extraña helada sonrisa. Notó que goteaba sangre de su garganta, arañada superficialmente por el tremendo filo de acero.
Y comprendió. Comprendió inmediatamente.
De un modo borroso, a su mente acudió el recuerdo de un informe extraño, recibido aquella mañana en su oficina de la aparente empresa importadora de Tokio que servía de pantalla a sus actividades para el Servicio de Inteligencia norteamericano. Un informe escueto y sorprendente, alusivo a dos compañeros suyos de los dojos nipones, de práctica en Artes Marciales:
«Hermanos Toyo y Saki Tomura, desaparecidos después de ser atacados y picoteados por palomas que parecían tener pico cubierto de una sustancia venenosa desconocida. La policía de Tokio investiga el asunto».
Veneno… El pico de un pájaro… Y él… él había sufrido un leve corte. Eso parecía satisfacer a su peligroso rival. Se alejaba ya, para reunirse con el kendoka negro, no sin dejar de amenazar con sus filos ortopédicos a los demás componentes del grupo. Alrededor de ellos, en el escenario del drama, sólo había ya penumbras y soledad…
—Veneno… —jadeó, notando que se nublaba su vista y se entorpecían sus ideas. Miró con horror a Mortimer, a Georgia su hija, al secretario Cannon, a su asesino, al kendoka negro… A todos. Y susurró, tambaleante, notando el frío de la muerte en rápido avance hacia su corazón por el camino sanguíneo de sus arterias—: Esas cuchillas… están envenenadas… Es… es la muerte… Pero ¿Qué significa…? ¿Por qué…?
Se desplomó en el suelo de baldosas del templete escarlata. De los setos y arbustos surgían nuevos kendokas de ropajes grises y azules, rodeando al kendoka negro…
Todos con sables de acero. Todos con el rostro velado por sus cascos de acero enrejado. Todos amenazando a los ocupantes del templete, mientras se aproximaban al caído Martin Fong…
—Dios mío… Padre, ¿qué está ocurriendo? —gimió Georgia Mortimer, pálida y con el horror asomado a sus bellos ojos claros, dilatadamente fijos en las fantasmales figuras de arte marcial y rostro invisible, que parecían surgir de un túnel del tiempo, para poner una nota anacrónica y siniestra en el apacible lugar.
—Si lo supiera, hija… —jadeó el magnate, demudado, cambiando una mirada con su secretario, Cannon, cuyo gesto también denotaba perplejidad. Y miedo.
—No intentemos nada —silabeó el secretario roncamente—. Parecen dispuestos a todo…
En el profundo silencio que reinaba en el templete rodeado de idílicos parajes ajardinados, sólo el rumor de los pies descalzos de los kendokas, asomando por debajo de su negro faldón o hakama, era perceptible ahora.
Inmediatamente después, un ruido más potente lo invadió todo, y una sombra emergió tras los macizos de arbustos y las arboledas del parque, para planear inmóvil sobre el lugar exacto de la tragedia.
El helicóptero.
Había vuelto. Y era un helicóptero provisto de dos propulsores helicoidales, de los de gran tamaño, como aquellos destinados a cubrir líneas de viajeros regulares. No mostraba ningún distintivo especial, y de sus portezuelas laterales cayeron dos escalerillas plegables, por las que comenzaron a escalar los kendokas. Uno de ellos envainó su sable y cargó con el cuerpo inmóvil de Martin Fong, iniciando el ascenso.
Por otra escalerilla, con increíble agilidad simiesca, sin tocar las cuerdas con sus brazos de sable, ascendía ya el luchador mutilado, el hombre de las cuchillas de acero. En ese instante, Howard Mortimer tuvo un arranque de audacia y decisión.
—¡Esperen, malditos todos! —rugió, adelantando unos pasos, ante el asombro preocupado de su hija y su secretario—. ¿Adónde se llevan a ese hombre? ¿Qué significa todo esto?
El kendoka negro permanecía inmóvil, inmutable, fija en él su mirada invisible, en las sombra profunda que, sobre su rostro anónimo, proyectaba la rejilla de acero de su Migi-Men. Las manos engarfiadas sobre el ken o empuñadura de su sable, permanecían inmóviles bajo los pesados guantes de piel. Era el único personaje del misterioso grupo que iba calzado con una especie de mocasines de hule negro que cubrían por completo sus pies, desnudos en los demás miembros de la expedición. Pero aunque no se movió siquiera al escuchar las palabras imperiosas del industrial norteamericano, un sonido gutural escapó del interior de su máscara de acero. Algo que sólo uno de sus kendokas entendió.
Rápido, éste se volvió hacia Mortimer y sus acompañantes, y arrojó algo, con su mano zurda, a pies de los tres turistas. Estalló un óvalo de vidrio en el suelo, ante ellos. Un repentino nubarrón de vapor amarillento brotó de los fragmentos del objeto quebrado. Les envolvió.
Quisieron combatir contra aquel humo envolvente. Era imposible. Tosieron apenas durante un par de segundos. Luego, cayeron pesadamente al suelo brillante, embaldosado, del ahora solitario templete perdido en la umbría tarde de los jardines de Kamakura, a la sombra del Daibutsu o Gran Buda. Y en la soledad y silencio del atardecer, ya casi desierto el recinto sagrado…
El helicóptero recogió finalmente al kendoka negro, que fue el último en subir las escalerillas con rígida seguridad. Luego, sus hélices giraron con fuerza, resonaron sus motores, y la nave se alejó en la apacible tarde nipona, hacia las desiertas playas de las cercanías.
La tragedia había terminado en Kamakura. Todos los sucesos acaecidos en el templete, apenas si habían durado en realidad seis o siete minutos. Ahora, los tres americanos yacían inconscientes en sus espejeantes baldosas.
Y su anfitrión y amigo, Martin Fong, budoka americano y miembro del Servicio de Inteligencia de Estados Unidos en Japón, había muerto, envenenado por alguna sustancia aplicada al filo de los dos sables que un extraño luchador sin brazos tenía por extremidades.
Su cadáver, como el de sus compañeros de afición en las Artes Marciales, Toyo y Saki Tomura, había desaparecido. Se lo llevaron sus asesinos.
Y eso era sólo el principio.
Pocos días más tarde, en Seúl, el octavo Dan de Tae Kwon Do, el honorable Tse Kunsi, era víctima del ataque de una paloma misteriosamente enfurecida, que le picoteó, causándole la muerte. Esta vez, el luchador coreano pudo ser trasladado con urgencia a un hospital donde no se pudo hacer otra cosa que certificar su fallecimiento, y de allí se le condujo al depósito de cadáveres para su autopsia.
Jamás se le llegó a practicar. El cuerpo desapareció de la Morgue de Seúl, sin dejar el menor rastro. En el período de pocos días, era el cuarto luchador de prestigio que desaparecía en Asia. Pero eso es algo en lo que quizá nadie hubiera fijado su atención, de no ser porque alguien, un testigo de la súbita y trágica muerte del joven y vigoroso coreano, le oyó pronunciar unas palabras en su agonía. Unas palabras insistentes, que el infortunado repitió, antes de que la parálisis provocada por el veneno inoculado en sus heridas le produjese el mutismo total:
—Es preciso… avisar a mis amigos… de San Francisco… Mis amigos… están también… en peligro… Ellos son los mejores… Los tres mejores luchadores… Ellos… están en peligro… Hay que avisar a los tres… a los Tres Dragones de Oro… Pueden morir como los Tomura, como Fong, como yo… ¡Avisen a los Tres Dragones de Oro! Es… es la muerte cierta… y ahora les acecha a ellos. Lo… lo sé…
El testigo accidental de esas palabras, era el oficial de la policía surcoreana Ki Wang. Tomó nota de todo lo que escuchara, con fría eficiencia. Luego, averiguó una serie de datos procedentes de la policía japonesa, una vez en su despacho de Seúl. Y con todo ello, optó por ponerse en contacto con la policía de San Francisco de California, en Estados Unidos de América.
Sencillamente, remitió un télex informando de lo sucedido, y avisando del peligro que se cernía sobre ciertas personas de San Francisco, tres exactamente, que respondían al extraño nombre de los Tres Dragones de Oro.
El mensaje llegó a San Francisco. Pero llegó un poco tarde.
Cuando la Muerte ya había localizado a sus víctimas propiciatorias. Tres personajes llamados los Dragones de Oro…