Capítulo VI

SECRETO ELECTRÓNICO

Kwan-Shang recordó unas palabras inquietantes del hombre asesinado, apenas se enfrentó a la siniestra figura de ropajes negros y casco de acero sobre el invisible rostro, erguida a la entrada del dojo de la muerte:

«Era el mismo diablo con ropas de kendo… No pude defenderme de él. Conocía de antemano todos mis golpes. Los preveía o los intuía…».

Estudió con sus oblicuos ojos astutos al monstruoso criminal, que ya mencionaran los Mortimer y su secretario. Había algo en aquella figura que inquietaba. Evidentemente, si alguien impartía órdenes, si de alguien brotaba autoridad, ése era el kendoka negro. Pero tratar de saber quién era él, resultaba tarea imposible. Sus prendas marciales, su máscara o Migi-Men, y el resto de sus protectores de cabeza, le enmascaraban perfectamente, haciendo de su diabólica identidad una perfecta incógnita.

De su interior, de aquella rejilla acerada que velaba su rostro en la sombra, brotó una voz dura, fría, metálica e incisiva. Una voz tajante, que tenía que ser obedecida:

—¡Mata! ¡Mata!

El monstruoso luchador de los brazos de acero afilado, caminó hacia Kwan con una estudiada, elástica lentitud, midiendo cada uno de sus pasos y movimientos. Los ojos eran brillantes y crueles. El rostro no revelaba la menor piedad o sentido humanitario. Era un luchador, sí. Pero de los que utilizaban el conocimiento de una noble ciencia, al servicio del crimen y del delito. En espíritu, jamás sería un luchador, sino un criminal, un delincuente vulgar, con unos conocimientos más o menos profundos de las Artes Marciales. Y dotado, pese a su invalidez, de dos armas terroríficas, como eran los dos sables ortopédicos.

Kwan se situó en guardia. Su mente, su cuerpo, formaron un todo armónico. Su naturaleza toda se concentró en el momento supremo del ataque y la defensa frente a tan poderoso adversario.

—¡KIAI!

El ronco sonido escalofriante brotó del interior de Kwan-Shang y restalló casi como algo material y devastador bajo la techumbre del dojo. Luego, cuando el ene migo se lanzaba al ataque con sus sables fulgurando en la penumbra, en una kata demoledora y capaz de cortar su cuerpo a tajos, Kwan se convirtió en el demonio del Kung-Fu que podía llegar a ser en los momentos decisivos de su vida.

Una mano en forma de Garra de Águila, fue directa a los ojos del adversario. La otra, jugando en forma de Hu-Chao, o Zarpa de Tigre, se disparó simultáneamente, para coger a su antagonista, en forma de zarpazo auténtico.

El luchador de los brazos de acero, vio zumbar sus temibles sables en el vacío, el cuerpo de Kwan-Shang trazó una cabriola elástica e increíble en el aire, y sus dedos se incrustaron en los ojos del terrible enemigo, cegándole. Aulló el otro, buscando el cuerpo de Kwan con sus sables ortopédicos.

El joven chino no le dio opción. Aferró por el cuello con su Zarpa de Tigre de la mano izquierda, uno de los temibles sables del rival, por su empuñadura o lugar al que se unía el brazo mutilado. Era tal la fuerza de aquellos garfios que Kwan tenía como dedos, que lo arrancó de cuajo, con el cuero protector, dejando el muñón del brazo derecho de su rival.

Éste rugió colérico, dando mandobles ciegos a diestro y siniestro con su otro sable. Entonces, las piernas de Kwan se alzaron, en un salto vertiginoso, y sus talones golpearon simultánea y mortalmente la nuez y el punto situado entre boca y nariz, en el rostro del monstruoso luchador.

Fue un doble impacto, seco y crujiente. Cualquiera de ellos podía matar. Ambos, unidos, eran devastadores. El mutilado criminal, se encogió, repentinamente inmóvil, crispado, sus ojos desorbitados. Se desplomó de bruces a los pies de Kwan.

Entonces, con rapidez, el kendoka negro se movió hacia él, con su katana en alto, a punto desatacar. Kwan pensó en dos formas de ataque, y observó que el misterioso personaje, con inconcebible intuición, se ponía en guardia con su sable, frente a ambas.

Por ello, renunció el joven chino inmediatamente. Y en vez de atacar con su técnica de Kung-Fu, aferró el desprendido cuchillo del brazo de su antagonista abatido, y lo utilizó con la técnica del shuriken.

El shuriken, en realidad, era un arma pequeña, de acero, por lo general en forma de estrella, de varias puntas, o en forma de disco de afilado borde. Su utilización era también fruto de larga práctica en la escuela de Artes Marciales, y formaba parte de los métodos de lucha en China. Ahora, Kwan no tenía un shuriken en sus manos, pero sí un sable sin mango. Lo tomó en la palma de su mano, sujetándolo con el dedo pulgar, como si fuese uno de aquellos pequeños instrumentos de acero de su aprendizaje en China, y lo lanzó con tremenda fuerza, poniendo la mano plana, con la palma hacia arriba…

El improvisado shuriken de gran tamaño y tremendo filo, salió disparado de forma sorprendente, hacia el kendoka negro. Que, pese a todo, también intuyó esa rara táctica de su rival muy a tiempo y evitó el que pudo ser un golpe mortal del acero en su cuerpo. Lo hizo, situando ante sí, a guisa de escudo, su propio sable. El impacto, no obstante, fue muy fuerte, porque fortísimo era el impulso dado por Kwan al arma blanca arrojadiza.

Y el kendoka negro perdió su sable, quedando desarmado ante el enemigo.

Kwan Shang lanzó un ronco grito de júbilo, precipitando su elástico y liviano cuerpo hacia adelante, dispuesto a un enfrentamiento decisivo con el misterioso personaje, autor de la muerte del infortunado Maestro Yokata.

En aquel momento, el enemigo se declaró en retirada sin pretender luchar. Se escurrió con rapidez hacia la salida. Kwan lo persiguió, dispuesto a no desaprovechar aquella ocasión.

Pero fuera del dojo, entre unos setos, aguardaba un automóvil oscuro, al que subió el kendoka de un salto, cerrándose la portezuela tras de sí, y arrancando con el motor a toda potencia.

Kwan se quedó clavado en tierra, con la decepción pintada en su semblante. Apenas unos segundos después, otro automóvil hacía su aparición por el lado opuesto de la calle. Y al detenerse, de él saltaban cuatro personas harto conocidas: sus amigos, Cole y Lena, con el magnate de la electrónica americana, Howard Mortimer, y su hija Georgia.

Corrió hacia ellos, señalando ante sí con energía:

—¡Por allí, Frank! —avisó—. ¡El kendoka negro escapa! ¡Asesinó al Maestro Yokata!

Cole no esperó a más. Saltó de nuevo al automóvil, y se alejó a toda velocidad, tras saber que se trataba de un coche negro, de marca norteamericana. Pero no tardó en regresar, con el desaliento reflejado en su rostro.

—Lo siento, Kwan —confesó, bajando del vehículo—. No pude ni siquiera dar con él. Tal vez algún camión esperaba cerca, y lo ocultó dentro de su cabina, o cosa parecida. Son muy listos… y muy ricos en recursos.

Mortimer, preocupado, pálido, se encaró con Kwan-Shang.

—¿Ha logrado descubrir algo positivo, amigo mío? —indagó.

—Sólo una cosa, señor Mortimer —confesó francamente Kwan, mirándole—. Que usted no puede ser el kendoka negro…

El gesto del millonario reveló auténtico asombro. Luego, enrojeció, como si se sintiera ofendido por semejante sospecha.

—De modo que piensan que el kendoka negro es el cerebro de la organización…

—Tiene que serlo —admitió Frank Cole, tras conocer la historia de Kwan—. Siempre aparece dirigiendo a los demás, y dando las órdenes precisas. Sólo actúa personalmente cuando se trata de algo trascendental para sus planes… Cuando sepamos qué rostro se oculta tras esa máscara de acero de la indumentaria kendo, sabremos sin duda quién es nuestro anónimo adversario, el que parece adelantarse a todos nuestros movimientos, no sé si intuyéndolos, como dice Kwan que intuía los recursos del Maestro Yokata, o siendo informado por alguien de quien no sospechamos en absoluto.

—¿Qué quiere decir? —se interesó Mortimer, arrugando el ceño.

—No sé… ¿Confía usted ciegamente en su secretario? —preguntó Cole bruscamente.

—¿En Cannon? —se sorprendió el magnate—. Cielos, claro que sí. Es de toda mi confianza… Él no podría traicionarme, estoy seguro. Además… estaba con Georgia y conmigo en Kamakura, cuando mataron a Fong y se llevaron su cuerpo. Y el kendoka negro estaba allí, dirigiendo la operación…

—Sí, es cierto —admitió pensativo Cole. Se volvió a Kwan bruscamente—. ¿Qué piensas tú sobre ese técnico inglés, el doctor Banning?

—Parece un hombre encantador y leal —se encogió de hombros Kwan-Shang—. Pero nunca se sabe lo que se oculta tras la máscara del rostro de una persona, Frank.

—Muy cierto. Luego, tenemos al propio profesor Tobatsu… —comentó Cole de repente.

—¿El profesor? —Pestañeó Mortimer, sin entender.

—Sí. Ha desaparecido. Pero nadie ha visto que fuese raptado. Tal vez pensó en utilizar su creación para algo mejor que entregarla oficialmente a su patria o comercializarla por sus utilidades técnicas y prácticas. Es un hombre rico y prestigioso, pero hay quien desea ser más rico. O alcanzar el poder… El ser humano es un enigma demasiado complejo, señor Mortimer. Y ni siquiera sabemos qué es, exactamente, lo que puede hacerse con el micromind. Aunque lo estoy imaginando…

—Pero, Cole, el profesor Tobatsu fue creador de ese ingenio, era suyo… No iba a hacer nada por robarlo, no mataría luego a su propio maestro y viejo amigo, a quien confió su fórmula secreta… No tiene sentido.

—No tiene sentido, suponiendo que el profesor no cambiase de idea. Pero recuerde que Yokata ha confesado a Kwan que logró borrar de la memoria de su discípulo todo conocimiento técnico de su propio invento, prefiriendo confiar en una fórmula. Luego, pudo suceder que el inventor cambiase de modo de pensar, pero no el Maestro de Zen, y… —Frank Cole hizo un gesto ambiguo—. En fin, no lo tome al pie de la letra. Sólo especulo con posibles complicados en el asunto, que pudieran ser… el kendoka negro.

—¿Y no podría ser… cualquier otra persona ajena a todo esto?

—No. Es alguien que conoce el asunto a fondo. Y que sabe dónde está cada elemento del caso. El secreto del micromind es vital para quien está actuando de este modo, señor Mortimer. Es mucha la gente que anda tras él. Usted mismo, ha vuelto a Tokio, con la esperanza de que Tobatsu reaparezca o que nosotros rescatemos esa mágica fórmula, y un laboratorio electrónico americano de su empresa pueda reproducir los circuitos especiales que ha creado Tobatsu en su micromind, ¿no es cierto?

—Sí, muy cierto —admitió el magnate—. Pero yo soy un hombre de negocios, la electrónica es mi industria, y está justificado que trate de obtener tal hallazgo…

—Por supuesto. Pero ya ha visto como nuestro misterioso kendoka sabía que el viejo Maestro de Zen poseía el secreto del profesor. Fue una sospecha que me asaltó cuando usted llegó al hotel y hablamos de todo ello… y por eso acudimos en busca de Kwan, buscando ese dojo donde me temía lo peor… Como así sucedió.

—¿Y qué sentido tendría en todo este misterio la muerte de nuestros amigos, los luchadores Fong y Tse Kunsi, o la muerte y desaparición, asimismo, de los hermanos Tomura, aquí en Tokio? —se interesó Lena, perpleja.

—Eso… creo que lo sabremos cuando lleguemos a la clave de este asunto.

—¿Qué clave? —preguntó Kwan.

—La utilidad auténtica del micromind del profesor Tobatsu —dijo Frank Cole, escueto—. Su utilidad, cuando menos, para un delincuente ambicioso y despiadado como pocos…