CAPÍTULO V

VUELO AL MISTERIO

La sombra del avión se dibujaba en las laderas blancas y en las crestas de hielo de aquellas primeras estribaciones montañosas, en la región norte de Nepal. Allá, en la distancia, recortándose en un celaje de un azul límpido, salpicado de altas nubes blancas, se silueteaban las grandes cumbres, como siluetas borrosas, casi cristalinas. Era el macizo central del Himalaya.

—A la izquierda, Katmandú —sentenció Dirk Kennedy, inclinado sobre los mandos gemelos de los que empuñaba el piloto indio Rahmi Chandra—. Y a la derecha, el Monte Everest… La cima del mundo.

El piloto asintió. Sus manos sostenían firmemente el timón. Giró el rostro moreno, curtido y hosco, hacia el joven Kennedy. Sus ojos oscuros tenían un leve rasgo oblicuo, como si alguna influencia ajena a la raza puramente india actuase sobre su sangre.

—Y entre ambos puntos, el lugar que quieren ustedes recorrer —añadió él, conciso—. Poco más o menos, trescientas millas a lo largo y casi cincuenta a lo ancho. No demasiado, ¿no le parece?

Dirk le miró, preguntándose sin duda si bromeaba. Yo sonreí en mi asiento posterior, en tanto atendía los servicios de radio a bordo, que hasta entonces sólo nos habían servido para captar boletines meteorológicos y advertir a determinados aeródromos de nuestra ruta y de las circunstancias, bastante favorables por cierto, de aquel vuelo hacia el norte de Nepal, sobre la frontera chino-india, tan compleja y peligrosa en los últimos años.

—Podría ser peor —comentó mi compañero—. Desde el aire, esas trescientas millas pueden cubrirse con relativa facilidad. ¿No ha oído nunca hablar realmente de Woonye?

—En absoluto —negó el piloto—. Yo soy indio, señor Kennedy, no nepalí o tibetano. Nací en Bengala, ciertamente, pero desconozco la totalidad de la geografía del Tibet. Esas montañas son como un fantástico laberinto de hielo donde extraviarse, significa la muerte cierta. Piense que habrá cientos de poblados, acaso miles como ese Woonye de que habló el señor Sothern. Y todos tienen nombres muy similares, especialmente en la fonética de los nativos del Tibet. Es una dura tarea hallarlo, ya se lo dije, pese a las indicaciones que nos facilitó el propio señor Sothern.

Miré a mis espaldas. Sobre dos asientos de la cabina de pasaje del bimotor, dormía profundamente Lionel Sothern, ajeno a la conversación de Dirk y el piloto. Tal vez era mejor así. Lo que se estaba diciendo en la cabina de mandos no era lo más adecuado para levantar su optimismo.

Me incorporé, haciendo una seña a Dirk, para que se ocupase de la radio. Acudió a suplirme, y yo caminé hasta el asiento vecino al de Rahmi Chandra. Él giró levemente la cabeza y me miró, sin hacer ningún comentario. Luego centró de nuevo la mirada en el impresionante paisaje que desfilaba a nuestros pies. El suave ronroneo del avión invitaba al sueño, quizá casi tanto como las drogas que, según se decía, constituían su ruta prohibida hacia Katmandú, el paraíso de los narcóticos, allá en el interior del Nepal, justo al sitio donde repostaríamos combustible y haríamos nuestra última parada, antes de continuar viaje hacia el corazón del Tibet y su misterio latente, y quizá sin respuesta: la desaparición de dos mujeres, Shelley y Rachel Sothern.

Y la sombra fantasmal de un ser casi imposible: el yeti.

—¿Pesimista? —pregunté de repente.

Rahmi Chandra volvió a mirarme fugazmente. Luego, asintió.

—Sí —dijo—. ¿Usted no?

—Debo sentirme optimista siempre —sonreí, de forma vaga—. O no tendría clientela.

—Usted no me parece de los que gustan de dorar la píldora a sus clientes.

—Es cierto. Pero existe una posibilidad entre cien o entre mil, de que esas mujeres sean halladas. Vivas o muertas. Eso quitará la obsesión de ese hombre. Es lo que busco.

—Contamos con muy poca cosa para buscar, señor Jeffries —me recordó nuestro piloto—. Sólo unos datos confusos, el hecho de que los soldados chinos le encontraran en las proximidades de las ruinas de un viejo templo de los lamas, en Moh-Li-Waah… Pero se probó luego, según me ha permitido usted leer en aquel informe de Tas autoridades consulares británicas, que el señor Sothern había viajado hasta entonces durante semanas enteras, no se sabe en qué dirección, medio enloquecido, huyendo de los nativos, tras ser atendido por éstos durante unos días. Todo es muy confuso.

—Lo sé. Pero no hay otra cosa.

—Además, está esa parte de la historia, el ataque a los sherpas, la muerte de uno de ellos, la presencia de un animal que nadie ha visto aún.

—¿El yeti? —Sonreí.

—Sí. Él yeti. ¿Usted cree realmente en él?

—No sé qué pensar —sacudí la cabeza—. Me pregunto qué hay de realidad y qué de imaginación febril en la historia vivida por ese pobre hombre en las heladas cumbres. Es algo para enloquecer a cualquiera.

—Por supuesto —siguió el curso del vuelo, mirando abajo los contrastes maravillosos entre la vegetación nepalí, las montañas nevadas y los pueblos y templos de aquel país de ensueño, situado como un umbral fabuloso entre la realidad y lo imposible. Luego, dijo con firmeza—: No tardaremos en llegar a Katmandú, señor Jeffries. Allí trataré de averiguar algo, a través de algunos buenos amigos tibetanos que tengo en la ciudad. Si ellos conocen la situación de Woonye, estaríamos muy adelantados en la búsqueda, aunque ello no signifique que lleguemos a encontrar nada. Si esas pobres mujeres encontraron la muerte, estos meses han sido tiempo suficiente para que sus cuerpos congelados hayan quedado cubiertos por pies de nieve, o sepultados entre hielos impenetrables y eternos.

—Lo sé —asentí—. Lo sé tan bien como usted. Pero he aceptado ayudar a ese hombre. Y es lo que estoy haciendo. Ojalá en Katmandú, como usted dice, encontremos algo que facilite las cosas. Sobrevolar casi quince mil millas cuadradas de cumbres y abismos nevados, no resultará una tarea divertida, y mucho menos sencilla. La blancura de la nieve acabará por cegarnos totalmente, impidiéndonos ver un elefante en una llanura blanca, aunque llevemos las gafas especiales contra el reverbero solar.

Rahmi Chandra asintió. En el fondo se sentía tan poco animado como yo mismo sobre el resultado final de aquella expedición en busca de un imposible. Pero como yo mismo, estaba decidido a llegar hasta el final. Un final del cual Katmandú era solamente un jalón más en la ruta.

Cuando el avión tomó tierra en un pequeño y destartalado aeropuerto civil, en las afueras de Katmandú, despertó de su sueño Lionel Sothern, que hacía aquel viaje como en trance hipnótico. Lo mismo que si una extraña fuerza desconocida, de raro magnetismo, le estuviera guiando, atrayendo hacia la gran trampa blanca de muerte y de silencio que era el Himalaya.

Hubo algo en su modo de mirar las lejanas cumbres heladas y las nubes que envolvían sus picachos ingentes que no me gustó. Y me hubiera complacido saber la razón de esa sensación instintiva.

Poco después nos llevábamos la primera gran sorpresa de nuestro viaje hacia el Tibet. Fue cuando al entrar en el Club Británico de Nepal, para descansar un poco y tomar algo que nos recordase la ya lejana Inglaterra, una voz sonó a espaldas nuestras, jovialmente:

—Les estaba esperando. ¿Cómo va el viaje?

Giramos todos la cabeza. Miré, sorprendido, a la mujer que nos había dirigido aquellas curiosas palabras. Luego aún me sorprendí más cuando exclamó Lionel Sothern, con voz áspera y tono agrio:

—¡Judy! ¿Qué mil diablos haces tú en el Nepal?

Así conocimos a Judy Sothern, la sobrina de nuestro cliente. En realidad valía la pena conocer a aquella criatura.

* * *

Era pelirroja y encantadora, al menos físicamente hablando. Confieso que ni siquiera entre las frívolas starletts del cine y de las publicaciones ilustradas, me había sido fácil encontrar semejante sinfonía de curvas repletas, ni mayor desenvoltura en exhibirlas con plena conciencia de que así quitaba toda posible duda sobre su legitimidad.

Joven y esbelta, mostraba con sus ropas hindúes, un poco en la línea hippy, la prominencia de un busto espléndido y agresivo, la turgencia de sus caderas sinuosas y la longitud turbadora de unos muslos bien torneados y unas pantorrillas perfectas. Además de todo eso, era bonita, tenía los ojos maliciosos y la boca gordezuela y entreabierta seductoramente. Su blusa y su pantalón hindú eran translúcidos y no ocultaban gran cosa.

Así era Judy Sothern. Dirk no pudo evitar un silbido de admiración entre dientes… y yo recorrí con mis ojos todas y cada una de sus deliciosas curvas, preguntándome cómo era posible que la madre naturaleza fuese tan generosa con determinadas criaturas.

—Judy, esto no tiene sentido —murmuró Lionel Sothern, yendo hacia ella y tomándola entre sus brazos, aunque parecía vivamente contrariado—. Supe en Londres que estabas por Oriente Medio viajando. Traté de comunicarme contigo en Líbano y Egipto, pero fracasé.

—No del todo, tío Lionel. Me dieron tu mensaje, aunque algo retrasado, cuando llegué a Beirut, y comprendí que ya no te encontraría en Inglaterra. De modo que tomé un avión para Katmandú y te esperé aquí, segura de coincidir contigo en el Club.

—Judy, es una locura. Un viaje tan largo sólo para vernos antes de emprender la última etapa del viaje… Siempre has sido el miembro alocado de la familia, muchacha…

—Nada de eso, tío Lionel —rió ella, entre dientes, mirándonos uno a uno con malicia, y dándome la impresión de que detenía en mí sus ojos con más fijeza que en los demás—. Si estoy aquí, no es para desearte suerte y buen viaje en la búsqueda de tía Shelley y prima Rachel, sino para cooperar en ello.

—Judy, estás perdiendo el tiempo. No pienso llevarte conmigo en este Viaje. Es demasiado peligroso. Ya tuve bastante con ver a dos mujeres en el Tibet. —Y bajó la mirada, con expresión dolorida.

—Tío, son circunstancias totalmente distintas. Ésta es una expedición de rescate, no unos viajeros extraviados tras un accidente ferroviario desgraciado. Lleváis medios para luchar con los elementos… y yo también. No tendrás que gastar nada en mi equipo. Lo tengo todo a punto.

—Pues ya puedes ir deshaciendo tu equipaje. No pienso admitirte en la expedición.

—Tendrás que hacerlo —rió ella—. O yo sola alquilaré una avioneta y partiré con mis solos medios hacia el Tibet. Una mujer sola sí puede peligrar, ¿no crees?

—¡Tú no harás eso, Judy!

—Vaya si lo haré —dijo ella, con una carcajada—. Y sabes muy bien que será así, tío Lionel. Soy mayor de edad, estoy emancipada hace tiempo y no pienso obedecerte en absoluto…, a menos que me integre en vuestro equipo.

—Señorita, su tío tiene razón —tercié con sequedad en su conversación—. Esto no es para mujeres. Hay muchos riesgos en el camino: nuestro desconocimiento exacto de los lugares que debemos registrar, las tormentas de nieve en las alturas, los aludes, los soldados chinos…

—Y el yeti —completó ella, con una sonrisa burlona, mirándome agresivamente a la cara—. Se ha olvidado del yeti, señor…

—Jeffries —dijo su tío—. Es Brad Jeffries, el explorador profesional. Y su compañero es Dirk Kennedy. Amigos míos, les presento a mi díscola sobrina Judy, ya la única familia que tengo en el mundo…, aunque sólo la vea cada dos o tres años una vez.

—Es un placer, señorita —dijo Kennedy, fascinado por su físico.

—Lo mismo digo —sonreí—. Pero insisto: no puede venir con nosotros. Es un riesgo muy serio.

—Señor Jeffries, si no voy con ustedes, iré sola —sostuvo ella con energía—. Y serán responsables de lo que pueda sucederme. Tío Lionel sabe muy bien que no puede dominarme.

—Tienes razón, maldita sea —se quejó Sothern. Me miró, preocupado—. ¿Qué hacemos?

—Allá usted. Y allá ella —objeté bruscamente, encogiéndome de hombros—. No me gusta en absoluto que venga ninguna mujer en semejante viaje. Pero usted es el responsable de esta expedición… y el tío de esa obstinada jovencita. Resuelva por sí mismo.

Hice una inclinación brusca ante la muchacha, sin dejarme impresionar por todo lo que su translúcido atavío indio permitía descubrir, y me alejé hacia el bar. Estaba seguro de que la escaramuza sería un total fracaso para Lionel Sothern, y que Judy vendría con nosotros, nos gustara o no.

Así fue. Cuando despegamos nuevamente de Katmandú, ya rumbo al Himalaya, Judy Sothern venía con nosotros a bordo, aunque había sustituido sus ropas livianas y provocativas por unas recias pieles que, cuando menos, disfrazaban un poco sus lascivas formas. A nuestro piloto bengalí, parecía disgustarle tanto la presencia de una mujer en el avión, como a mí mismo.

—Ahora… rumbo a lo desconocido —dijo melodramáticamente la jovencita, con su tono risueño y lleno de ironía, clavados sus ojos en la distancia, en las grandes cimas nevadas que se recortaban en el horizonte, difuminándose en el cielo—. Tío Lionel, me fascinaría realmente encontrarme con el yeti.

—¡Calla, Judy! —la cortó él con brusquedad casi violenta; Sus ojos centellearon—. No sabes lo que dices. Vale más que nunca lo llegues a ver. Nunca…

Le estudié de soslayo, intrigado, tratando de advertir en su gesto si vivía preso de una alucinación o de una increíble realidad. Capté aquel miedo latente en sus ojos, en su gesto hosco, en lo incierto y tembloroso de sus movimientos de manos…

Ciertamente, mi cliente parecía haber visto en realidad al «abominable hombre de las nieves» por el que suspiraban los científicos de todo el mundo. Y su visión no parecía dejar una huella tranquilizadora en el privilegiado que tuviera esa oportunidad.

De nuevo tuve la rara, increíble sensación de que me vigilaban. Aquello, a bordo del avión donde sólo nos hallábamos cinco personas ahora, carecía de sentido. Sin embargo, giré la cabeza, molesto, buscando algo a mis espaldas. Algo o alguien que, por un fugaz instante, me había dado la sensación de estar taladrando mi cerebro con su mirada, fija en mí.

Naturalmente, la cola del avión estaba totalmente vacía, y los asientos desiertos se alineaban a ambos lados del aparato.

* * *

El ronroneo del avión era perezoso. Una vaga somnolencia nos invadía a todos. Abajo, a nuestros pies, el paisaje se hacía por momentos más blanco y abrupto. La temperatura descendía gradualmente en el indicador del clima exterior, y el hielo comenzaba a formarse en las alas, aunque el sol brillaba débilmente en el cielo brumoso.

—Nos acercamos —musitó Dirk, bostezando.

Paseó por entre los asientos, quizá para alejar de sí toda huella de sopor. Estamos sobrevolando ya territorio tibetano.

El Nepal había quedado atrás definitivamente. Estábamos sobre la gran cadena montañosa, aunque eran sólo las primeras estribaciones del coloso blanco. Increíbles formas de hielo y rocas trazaban allá abajo parajes de pura fantasía. Como si un artista demente y maravilloso hubiera ideado un lugar de fábula. Pero ningún artista era capaz de imitar una obra semejante.

Yo no admiraba ahora sus bellezas plásticas. Ni tan siquiera me sentía animado a contemplar aquellos paisajes que posiblemente en pocos días llegarían a hacérsenos monótonos e irritantes. Estaba situando ante mis ojos los cristales de color de mis gafas especiales para la nieve. Fijar la mirada durante horas enteras en aquella blancura eterna, significaba la ceguera para el imprudente que no adoptara las debidas precauciones.

—¿Cree que será posible ver algo desde el avión?

Me volví. Era Judy quien hacía la pregunta. Salía ahora del lavabo del avión, abotonando la camisa de franela bajo su abierto chaquetón de pieles. No sé si lo hizo intencionadamente, pero la firmeza juvenil de sus poderosos senos destacó visiblemente, hasta que el último botón cerró aquella turbadora visión.

—No lo sé —respondí, procurando ignorar su maliciosa sonrisa—. Es lo primero que debemos intentar, una vez localizado el paraje. Si no es así, habrá que recurrir a otros medios.

—¿Por ejemplo…?

—Buscar una planicie helada donde posarnos. El avión necesita espacio suficiente para la maniobra. Y, sobre todo, para despegar con ciertas garantías. Entonces iniciaríamos una búsqueda sobre el propio terreno.

—Eso puede ser peligroso.

—Muy peligroso, señorita Sothern —asentí secamente, mirándola acusador—. Pero eso ya lo sabía usted antes de unirse a nosotros.

—No estoy quejándome, señor Jeffries —me replicó, irritada—. Sólo comentaba una circunstancia. Si existe realmente ese monstruo que vio tío Lionel, ¿cómo lo combatiríamos?

—Llevamos rifles de gran calibre, esenciales para caza mayor —repliqué. Golpeé mi bolsillo, en el chaquetón de pieles—. Y pistolas automáticas de calibre 45. Pueden bastar para abatir a cualquier animal, siempre que se dispare a un punto vital.

—¿Incluso a un yeti? —dudó ella, enarcando sus cejas color caoba.

—Incluso a un yeti en el supuesto de que existiera semejante criatura —repliqué, con acritud.

—Usted no cree en cosas así, ¿no es cierto? —me preguntó, acercándose más. Tanto, que rozó mi cuerpo con el suyo y no se desvió una pulgada, a pesar de ello.

—No sé si creer o no —me encogí de hombros—. Lo importante es encontrar a su tía o a su prima; lo demás, es simplemente anecdótico. Un oso blanco pudo ser confundido perfectamente con otra clase de monstruo, en plena noche y con el estado de excitación de su tío en aquel terrible trance. Luego, la imaginación y la angustia hacen el resto.

—Tal vez, pero… —Ella se quedó callada. Miró fijamente a Lionel Sothern, que hablaba con Dirk y con Rahmi Chandra en la cabina de mandos—. Pero usted no conoce a tío Lionel.

—¿Conocerle? —La miré, pensativo—. No, no mucho. ¿Qué pretende decirme?

—Nunca se dejó impresionar por nada. Es un hombre muy frío, muy sereno.

—Nadie puede seguirlo siendo en determinados momentos de su vida.

—No es eso. No le hablo de… de entonces cuando todo sucedió. Le hablo de ahora. De este preciso momento, señor Jeffries.

—¿Qué le ocurre a su tío en este momento? —indagué.

—Me gustaría podérselo explicar. Yo diría que está… raro.

—¿Raro? —repetí, sin entender del todo el significado de esa palabra—. ¿En qué sentido, señorita Sothern?

—No sé… Le encuentro distinto. Es como… como si no fuera él.

La estudié, perplejo y sorprendido. Su comentario era realmente inesperado. No parecía bromear, sin embargo. Su expresión era seria y preocupada. Miré de soslayo hacia Lionel Sothern.

—Pero es él —dije.

—Sí. Eso es lo raro —se encogió de hombros, lanzando un suspiro—. En fin, tal vez sea yo quien tiene ahora demasiada imaginación, señor Jeffries, pero… pero hay algo en todo este viaje que no me gusta. Algo que me inquieta y me desagrada…

—En eso estamos ambos de acuerdo —asentí, confuso, extrañándome que alguien más tuviera esa misma sensación que yo había notado desde que saliéramos de Londres.

Luego, súbitamente, captamos el ruido en la parte posterior del avión, justo detrás de la cerrada puerta de la cabina de equipajes. Ambos lo oímos perfectamente, al mismo tiempo. Judy giró la cabeza, asustada, mirando hacia allá con aprensión. No sé si instintivamente o no, se aferró a mi brazo, pegándose endiabladamente a mí, para murmurar:

—¿Ha… ha oído eso?

Asentí. Miré a la puerta herméticamente ajustada. Todos los pasajeros del avión estábamos allí ahora. Sin embargo, se había producido un ruido en la cabina de carga. El ruido de algo o alguien que se arrastrase.

—Vamos —dije, extrayendo mi pistola automática, con decisión—. Hay que averiguar lo que sucede ahí dentro.

Eché a andar hacia la cola del aparato. Con rara decisión, Judy Sothern me siguió.

En ese momento, el ruido se repitió en la cabina de equipajes. Justo al lado de la puerta…

—Ya no hay duda —susurró ella—. Hay alguien ahí dentro…

—Sí —afirmé secamente, sintiendo un leve estremecimiento—. Hay alguien más a bordo.