CAPÍTULO IV

EXPEDICIÓN

—Una historia fantástica. Demasiado fantástica, diría yo.

Se puso hielo en su scotch. Agitó el brazo, con el alto vaso entre sus dedos, al compás de la música de la grabación. Le estudié, pensativo, desde mi propio asiento. Moví la cabeza de un lado a otro.

—Pensé lo mismo al escucharle —admití—. Pero luego, empecé a cambiar de idea.

—¿Cambiar de idea? —Dirk me miró, asombrado—. ¿Quieres decir que…, que creíste en el yeti?

—No es exactamente eso —suspiró—. Puede que el yeti sólo exista en la imaginación de ese hombre. Es lo más fácil de admitir, Dirk. Pero Lionel Sothern no es un hombre impresionable. He podido constatarlo en muchos aspectos. Sin embargo…, está muy asustado. Vio algo. Algo anormal. No sé lo que fue. Él no ha descrito a… al animal. Pudo ser un oso. Un oso gigantesco. Los hay en regiones heladas. También ellos pueden mutilar a un hombre.

—¿Entonces? ¿Qué piensas hacer? No me dirás que aceptaste el trabajo…

—Sí. Es lo que hice. Firmé mi contrato con Lionel Sothern. Pero no es sólo eso. Un contrato puede anularse. La palabra de honor, no.

—Cielos, Brad, me asombras. ¿Qué dirá Sue cuando sepa esto?

—No lo sé. Mi trabajo es explorar. Y a eso voy a dedicarme en los próximos meses. Es lo que quería decirte. También quería preguntarte si… si quieres formar parte de la expedición. Sabes que necesito un buen ayudante. Y tú lo eres.

Dirk Kennedy me estudió como hubiera podido mirar a un bicho raro, de desconocida especie. Había logrado sorprenderle y aturdirle. Bebió un trago antes de objetar:

—Brad, ese tipo te ha inculcado sus obsesiones. Si no hay yeti, habrá algo que terminó con su esposa e hija. O las perdió en la nieve, simplemente. Los tibetanos le encontraron un día, deambulando enfermo, medio chiflado, de pueblo en pueblo, como un pobre tonto… ¿Eso significa algo? ¿Hay pruebas de que sucedieran las cosas como él las ha referido?

—No, ninguna. Se trataba de creer o no creer en la palabra de un hombre. Yo he preferido creer.

—Ya. Los tibetanos dicen que estaba chiflado. Lo entregaron a los chinos de Mao como tal. Los soldados chinos lo enviaron a un hospital militar de China continental, y de allí, gentilmente, lo devolvieron, medio curado, a las autoridades consulares británicas. ¿Todo eso te mereció algún crédito, Brad?

—No sé… —Sonreí vagamente, entornando mis ojos soñadoramente casi—. Acaso me recordó la historia de Robert Conway… y pensé que también por él brindaron un día sus amigos… deseando que hallara su Shangri-Lah (Como habrá observado el lector, el autor hace numerosas alusiones al tema de Horizontes Pendidos, de Hilton, que quizá conozca en sus versiones cinematográficas —notable la primera, desgraciada por completa la segunda, hecha «pastiche» musical por Hollywood—, sobre el mito idealista de un monasterio y un valle en el Tibet, donde el hombre alcanzaba la longevidad por la ausencia de problemas y ambiciones). No me gustaría que, por mi culpa, Lionel Sothern no hallara nunca lo que está buscando…

—Eres un maldito romántico incorregible —se quejó amargamente Dirk—. Tú y tu Shangri-Lah… Es algo tan mítico como el yeti. Pero aquello, cuando menos, no pretendía ser real, sino solamente una novela. Esto es diferente. Te embarcas en un viaje peligroso. Nieves perpetuas, glaciares, tormentas de nieve… y chinos comunistas. Es una mala combinación, si las cosas salen mal dadas.

—Soy apolítico —reí—. He estado dos veces en Pekín. Espero que eso, y mis rudimentarios conocimientos de la lengua del Celeste Imperio, me sirvan de algo, llegado el caso. Después de todo, según tú…, ¿qué otra cosa podemos temer, sino a los invasores del Tibet y a los hielos y ventiscas? El yeti… no existe. ¿Temes venir conmigo?

—Sabes que no, maldita sea. Es más: conoces de antemano mi respuesta —me miró, enfurecido—. Llevo tiempo deseando volver a Asia. Ésta sería una buena ocasión.

—Ya sabes: el veinticinco por ciento de mis honorarios, como de costumbre. El señor Sothern paga muy bien. Podrás acrecentar tu fortuna personal considerablemente.

—Si volvemos de ese viaje —rezongó él.

—¿Por qué no vamos a volver? —dije, irónico—. Incluso es posible que traigamos con nosotros a un yeti para el Zoo de Londres…

—Vete al diablo —se irritó mi amigo. Apuró de un trago su vaso, y detuvo el magnetófono para cambiar por una vieja melodía de los Beatles—. ¿Y Sue?

—Sue… —Su insistencia en el tema, me hizo fruncir el ceño—. Es cierto… ¿Qué dirá ella a todo esto? Mucho me temo que no le guste demasiado la noticia de un largo viaje al Tibet… quedándose ella en Londres.

—Eso va a ser lo peor. No quisiera estar presente cuando lo sepa.

—Yo tampoco —suspiré—. Pero debo estar. Y ya me imagino lo primero que dirá en cuanto lo sepa; algo así como: «Brad Jeffries, ¿te imaginas acaso que Sue Warner va a ser tan estúpida de quedarse medio año en Londres, muerta de aburrimiento, esperando tu regreso para ver aplazada la boda una vez más?».

* * *

—Brad Jeffries, ¿te imaginas quizá que Sue Warner va a ser tan necia como para quedarse en Londres durante no sé cuántos meses, esperando aburridamente tu regreso del Tibet, y entonces ver aplazada una vez, más nuestra boda?

No me gusta dármelas de adivino, pero estuve seguro de que, poco más o menos, ésas fueron las palabras que yo, previamente, había pronosticado al bueno de Dirk en nuestra reunión previa. Palabras que ella ahora repetía aproximadamente iguales. O, cuando menos, idénticas en su intención.

Contemplé a Sue sin saber qué decirle. Era curioso, pero del mismo modo que predije su comentario inmediato, había especulado ya sobre una serie de excusas a presentarle en ese momento. Ahora, sin embargo, no me surgió ninguna que me pareciera medianamente convincente, y opté por salvar la situación con toda franqueza, abordando el problema por su lado más directo.

—Tienes toda la razón —admití, sacudiendo la cabeza—. No tenía la menor intención de abandonar Londres, cuando menos en un año, pero…

—Pero vas a hacerlo, porque te ha salido un cliente rico y caprichoso, que paga el viaje, los gastos y los altos honorarios del más famoso explorador de toda Inglaterra, ¿no es cierto? —se mofó ella, fríamente, contemplándome con sarcasmo.

Lo siento, pero si alguien es capaz de desarmarme y causarme más problemas que un rinoceronte en África o un tigre en la India —y quizá más que un yeti en el futuro, si es que el Tibet me reservaba tan extraño espécimen—, ese alguien es justamente Sue Warner, mi prometida. Y esta vez no era una excepción, ni mucho menos.

Por el momento, no supe qué responder. Luego argumenté con bastante debilidad.

—Es una causa digna, Sue. No se trata de cazar animales, muertos o vivos. Se trata de buscar a dos seres humanos. Dos mujeres. Una esposa y una hija. Piensa bien en ella, podría sucederle a cualquiera. Incluso… incluso a nosotros alguna vez, en el futuro…

—Mucho lo dudo, Brad Jeffries —me cortó secamente, haciéndome sentir muy frágil sobre el delgado hilo de aquella pobre coartada mía—. Porque no creo que nunca nos llevarás a mí ni a esa hipotética hija a lugar alguno del mundo, en tus correrías profesionales.

—Oh, Sue, eres cruel conmigo. Y con Lionel Sothern también —traté de mostrarme áspero con ella, como lleno de justos reproches—. Piensa que el suyo era un simple viaje de placer, la celebración alegre de un fin de carrera. Hubo un accidente de ferrocarril, un extravío en el Nepal, atravesaron la divisoria, se adentraron erróneamente en el Tibet, por el macizo montañoso del Himalaya. Unos sherpas iban a devolverles a la civilización… cuando una nueva desgracia le arrojó a la desgracia. Perdió a su esposa e hija, jamás pudo hallarlas. Y está seguro de haber visto a… a un «abominable hombre de las nieves», cerca de ellas, atacándolas… Pueden haber muerto. O huyeron, y están perdidas en el Himalaya.

Sue me contempló asombrada. En seguida supe por qué.

—Oh no, Brad. No puedes tragarte toda esa fantasía increíble… ¡Un hombre de las nieves, dos mujeres extraviadas durante meses enteros en la nieve… y a las que él espera hallar! ¿Cómo recorreréis todo el Himalaya, con sus miles y miles de millas? ¿En helicóptero o en automóvil?

—Sue, es tu día malvado —me quejé—. De todo te mofas. No tienes conciencia.

—¡No sé si tengo conciencia, Brad, pero sí tengo cerebro! ¡Y no puedo explicarme que nadie acepte semejante locura! Ese hombre, como padre y esposo, puede creer lo que quiera, pero tú no. Eres un profesional, sabes lo que es una misión lógica y lo que es una locura. No puedo imaginar que vendas tu honestidad de explorador a un pobre loco, sólo a cambio de un puñado de miles de libras.

—Sue, estás ofendiéndome —repliqué—. Yo no sé si viven esas dos mujeres. Es más: no puedo creer que existan aún, ni siquiera que podamos hallar sus cadáveres o sus huesos en la nieve, pero él tiene fe. Cree estar seguro de que hay una posibilidad, una sola, por remota que sea, de que viven, en algún perdido rincón de ese macizo montañoso que forma el techo del mundo. No se trata de ir desde Kabul hasta Chungking, o desde Lahore a Lhasa. Es sólo una parte del Himalaya, un recuadro de unas millas, acaso cien a la redonda, o quizá menos. Hay un pueblo cerca. Un lugar llamado Woonye. Eso es cuanto sé. Y puede que baste. No tengo derecho a matar en ese hombre toda esperanza. Porque estoy seguro de que Lionel Sothern dejaría de existir apenas supiera que no hay el menor resquicio de luz, la menor posibilidad de recuperar a quienes constituían toda su vida: su esposa e hija…

Hubo un silencio. Tal vez me había mostrado demasiado sentimental. Pero por una vez, mi sensiblería causó efecto en Sue. La vi vacilar. Inclinó su cabeza suavemente rubia. Cuando me contempló de nuevo, sus verdes ojos profundos tenían una curiosa luz de inteligencia y comprensión.

Vino a mí. Puso sus manos en las mías. Y me preguntó, sencilla y llanamente, dejándome tan sorprendido como aliviado:

—Está bien, querido. Vistas así las cosas, quiero comprenderte. Haz lo que te dicte tu conciencia. No voy a reprochártelo. Estaré esperándote, Brad. Sin un reproche. Sólo te pido que te cuides mucho. Que regreses, por Dios. Sólo eso…

—Soy duro de pelar —reí—. Regresaré, no lo dudes. Y tienes mi promesa formal: apenas nos veamos de nuevo, después de mi partida…, seremos marido y mujer. Justo en ese momento, Sue. Sin más demoras.

—Promete eso —sonrió ella, dulcemente—. Promételo, Brad.

—Lo juro —asentí—. Cuando volvamos a vernos, tras mi marcha hacia el Tibet, nos casaremos. Palabra, Sue. Sin más aplazamientos, sin excusa ni pretexto alguno.

—Muy bien —asintió ella—. Recordaré tus palabras… Y te las haré recordar, si tratas de faltar a esa promesa, no lo dudes.

—No hará falta —murmuré—. Es una promesa formal, indestructible, Sue. Sólo la muerte podría impedir que se cumpliera… y no espero morir aún.

—Suerte en ese viaje, Brad —me rodeó con sus brazos, y sentí su boca húmeda y palpitante buscando la mía. Cuando se apartó de mí, la miré profundamente a los ojos, cuyo verdor era casi el de las profundidades de unas aguas turbulentas y enigmáticas—. Y cuídate mucho. ¿Cuándo saldréis hacia tan lejanos lugares?

—Mañana mismo, Sue. Es un vuelo normal, desde Londres hasta Nueva Delhi. Desde allí, un avión especial privado nos llevará a Dirk, a Sothern, y a mí rumbo al Tibet.

—El Tibet… —Los ojos de Sue se entornaron, y sentí cómo escapaba un suspiro por entre sus labios carnosos y sensuales—. Suerte, Brad. Mucha suerte… Me temo que vas a necesitarla.

—Sí —admití—. La suerte siempre hace falta en mi trabajo, Sue, tú lo sabes. Pero hasta ahora nunca me faltó. ¿Por qué habría de ser diferente ahora?

No añadí más. Ella pareció satisfecha con ese comentario. Pero interiormente yo sabía que por alguna razón que no atinaba a concretar en mi mente, esta vez, más que nunca, iba a necesitar de esa suerte que ella me deseaba.

No sabía por qué. No quería pensar que fuese por aquella criatura horrible que mi nuevo cliente creyera vislumbrar en su delirante noche del ventisquero, allá en el Himalaya, pero quizá en el fondo sí era ésa la razón de mis ocultos temores.

Unos temores que Sue no llegó a conocer nunca, antes de mi partida hacia Asia, en compañía de mi compañero y más fiel colaborador, Dirk Kennedy, y de mi propio cliente, Lionel Sothern.

Nosotros tres emprendimos aquel día el vuelo, en el avión de la BEA que más tarde enlazaría con el de la Indian Lines, hacia Nueva Delhi.

La gran aventura había comenzado. Y yo sabía que en aquella expedición, una más en apariencia, dentro de la vida de un explorador profesional, había un cuarto viajero, un invitado intangible que nos escoltaría inexorablemente hasta el término de mi misión en tierras tibetanas. Un personaje al que ninguno podíamos ver físicamente, pero cuya presencia real íbamos a sentir muchas veces junto a nosotros, no tardando mucho tiempo, con toda su escalofriante significación.

El terror.

Ése era el cuarto viajero en nuestra expedición al lejano Himalaya: el terror.

* * *

Nueva Delhi era nuestro primer punto de destino. Atrás quedaba un viaje de miles y miles de millas devoradas por el reactor de línea regular. La India, abigarrada y multicolor, mezcla heterogénea de erotismo ancestral y de rituales puritanos, de grandeza y de miseria, de esplendor y de hambre, de lujo y de mendicidad, se mostraba ante nuestros ojos como un abanico policromado y fantástico, que en nada hacía pensar en futuros trances dramáticos o en horrores indescriptibles. Pero si Dirk ni yo acostumbrábamos a fiarnos de simples apariencias. En cuanto a Lionel Sothern, estaba por encima de todo eso.

Él buscaba algo muy lejos de todo tipismo o toda atracción exótica. Algo muy querido, perdido no a mucha distancia ya de aquella capital india, donde los grandes palacios y la historia se daban la mano con la explosión demográfica, los errores religiosos que conducían al hambre, por no sacrificar reses calificadas de sagradas, y por la sequía y la pobreza de las tierras de labranza.

Más allá, en los perfiles azules y blancos que se difuminaban en la distancia, donde el Nepal formaba divisoria con China continental, donde las tropas de Mao habían arrasado militarmente las ciudades sagradas de los lamas y de sus adeptos, borrando con la presencia de las armas y los uniformes el encanto hermético, milenario y esotérico de sus ciudades prohibidas, sus monasterios y monumentos, y sus extraños ritos, entre religiosos y mágicos… Mucho más allá, en la enorme cordillera que se alzaba hacia los cielos, como el desafío del planeta Tierra a los espacios celestes, estaba la clave de su gran pérdida humana.

Y hacia allá íbamos nosotros ahora. Tras la breve escala forzosa en Nueva Delhi, partiríamos hacia el Nepal, en vuelo charter, a bordo de un aparato fletado por Lionel Sothern para aquella expedición, en busca de la zona donde debía hallarse un pequeño pueblecillo tibetano, un villorrio llamado Woonye, la única pista real de que disponía él para localizar el Ventisquero Encantado… y la huella del yeti. Que era, en el fondo, la de su esposa e hija, perdidas quizá para siempre en el formidable macizo montañoso que arañaba los cielos, en la cumbre del mundo.

La compañía hindú que se encargaba de suministrarnos el avión para aquel vuelo, junto con un piloto experimentado en tales recorridos, se había cuidado ya de todos los detalles relativos a la segunda y decisiva parte de la expedición. Pero yo preferí supervisar por mí mismo cuanto estaba realizando, para evitar posibles olvidos o errores.

Un aeródromo civil, no lejos de la capital india, alojaba el avión que habíamos de tomar. No me convenció demasiado como tal, puesto que era solamente un bimotor de ocho plazas, con una carga considerable, pero no demasiado seguro a juicio mío, pese a estar cuidado en lo más importante: su motor y funcionamiento, así como la reserva de combustible.

—¿No hay mejores aviones para esta clase de vuelos? —pedí al funcionario indio del círculo de aviación civil.

—No, señor, y de veras lo siento —me respondieron—. Las condiciones actuales de vida en la frontera indio-china no son las más favorables. La aviación militar controla virtualmente todo, y solamente viejos aviones, completamente puestos al día, eso sí, pueden ser destinados a misiones privadas como ésta. Por otro lado, tampoco muchos pilotos se arriesgan a desafiar un posible ataque de los antiaéreos chinos, y eso dificultaba bastante nuestra tarea. Los pilotos de que disponemos no serían capaces hoy en día de tripular reactores, aunque se les pagase a peso de oro. Sin embargo, Rahmi Chandra es un buen piloto, seguro. Les llevará a buen fin, ya lo verán.

—¿Rahmi Chandra? —repetí—. ¿Es experto en recorrer el Himalaya?

—Lo es. No puede decirse que conozca la región como la palma de su mano, porque no creo que haya piloto capaz de tal proeza, a menos que lleve su avión el ministro del Aire del Gobierno indio —sonrió con buen sentido del humor mi interlocutor—. Pero Rahmi Chandra ha sobrevolado muchas veces el Himalaya, y conoce sus problemas. Estén seguros de que eludirá las tormentas, será capaz de llegar mucho más lejos que cualquier otro piloto, en habilidad y buen juicio… y hasta es posible que localice con más facilidad que muchos el lugar concreto que ustedes buscan. Rahmi Chandra ha sido durante años piloto de helicópteros en Nepal y el Tibet, tiene amigos tibetanos, algunos sherpas entre ellos, y se conoce gran parte de las regiones meridionales del Himalaya. Están en buenas manos, no lo dude, señor Jeffries.

No quise dudarlo. Parecían buenas credenciales aquéllas. Pero el avión seguía sin gustarme. Y tampoco los riegos adicionales que la presencia de patrullas chinas en el Tibet podía provocarnos, pese a lo apolítico de nuestra misión. Confiaba en que, llegado el caso, mis dotes de diplomático y mi vago conocimiento de China, sirvieran de algo, cara a cualquier problema.

Pero eso sí: mis temores continuaban extrañamente alojados en mi interior. Y aquel día, de modo sorprendente, se agudizaron aún más. Fue cuando en dos o tres ocasiones giré la cabeza, preocupado, mirando detrás de mí, en las concurridas calles a los abigarrados zocos de Nueva Delhi.

—¿Qué te ocurre, Brad? —me preguntó Dirk Kennedy, preocupado, arrugando el ceño y buscando en vano, a mis espaldas, la razón posible de aquella búsqueda mía anterior.

—No lo sé —confesé, inquieto—. Es… es como si en varias ocasiones hubiera notado una mirada fija en mi nuca. La mirada de alguien que me sigue, que me vigila…

—Eso es ridículo, Brad —rió entre dientes mi amigo—. Nadie puede seguirnos aquí, en esta ciudad. Nadie tiene por qué preocuparse de nosotros.

—Sí, en buena lógica así debe de ser —admití a regañadientes. Luego, moví la cabeza, nada convencido por ello—. Y sin embargo…

—Sin embargo, ¿qué, Brad? —Me interpeló enérgicamente Dirk—. Aunque existiera ese maldito yeti de las montañas… ¿ibas a encontrarlo aquí, en plena ciudad, siguiendo tus pasos?

—No, eso no —sacudí la cabeza, negando—. Pero puede haber en todo esto algo más que un yeti, Dirk.

—Como por ejemplo, ¿el qué? —me exigió mi amigo, con tono apremiante.

—Si lo supiera… —Miré en torno mío, a las gentes de la ciudad, a los turbantes, túnicas y mantos de los nativos, a sus nobles facciones, a sus rostros enjutos, alargados y terrosos, a sus profundos ojos oscuros, a los lunares rojos de las mujeres, sobre sus cejas arqueadas y enigmáticas, de tienda en tienda, de tenderete en tenderete o de templo en templo. Todo parecía perfectamente normal en derredor. Todo, menos yo. Y menos mis raros presentimientos actuales. Al final, suspiré, confesando entre dientes, mientras reanudaba la marcha—: Creo que estoy demasiado excitado por algo que no tiene sentido. Olvídalo, Dirk. Olvídalo…

Hizo un gesto, como admitiendo que así sería. Pero estuve seguro de que a Dirk le sorprendía tanto como a mí aquella rara susceptibilidad mía de los últimos tiempos. Y la sorprendí varias veces mirando atrás, como si también él temiera que alguien nos vigilase en las calles de Nueva Delhi.

Naturalmente, tampoco él descubrió razón alguna para aquellos recelos. Pero yo seguía pensando, a pesar de todo, que había algo fuera de lo común en aquel viaje. Algo que viajaba con nosotros, y que era algo más que el simple miedo a lo desconocido.