CAPÍTULO III
HORROR
Estaban solos. Los tres solos.
Los últimos gritos desesperados de Lionel Sothern retumbaban en la noche gélida, como ecos perdidos de un pigmeo rodeado de enormes cíclopes blancos:
—¡Venid, cobardes! ¡Volved, estúpidos, malditos seáis! ¡Volved, por todos los diablos! ¡No podéis dejarnos ahora! ¡No podéis hacer esto con nosotros! ¡Volved, os pagaré lo que sea preciso, pero venid a ayudarnos…! ¡No existe el yeti, no hay monstruos en este lugar! ¡No hay nada que temer, necios! ¡Volved ya…!
Inútil. Todo inútil. Se habían ido ya. Sus pisadas, primero blandas y crujientes sobre el blanco elemento, habían dejado ya de sonar de un modo definitivo, perdidas en la noche sin fin de las cumbres tibetanas, donde el mundo parecía ser otro, y donde tierra y cielo daban la impresión de fundirse en nubes de blanco polvo de nieve y grises masas de celaje sombrío, precursor de tormentas alucinantes.
Solos. Se habían quedado solos los tres. Lionel Sothern, su esposa y su hija…
Un silencio profundo, sin principio ni fin, como debe ser el silencio mismo de la muerte, se extendía sobre sus cabezas y formaba un cerco intangible pero angustioso en torno suyo. La vida parecía no existir ya, fuera de ellos tres, solos y perdidos en el ventisquero de nieves perpetuas, a la claridad de la antorcha hincada en unas piedras, con el hielo derretido en torno, goteando sebo caliente sobre las pieles y mantas.
Lionel giró la cabeza. Miró, angustiado, a su mujer Luego, a Rachel, su joven hija recientemente convertida en profesora de antropología, por la Universidad de Londres.
—Dios mío —susurró—. Y ahora…, ahora ¿qué vamos a hacer?
El nuevo silencio era aún peor que el otro. Peor que ninguno. Era el silencio mortal de personas que no sabían qué decir, ni qué pensar siquiera. Personas rotas, hundidas en una súbita desesperanza, en un abandono absoluto y demoledor. Más allá de los hielos iluminados por la antorcha solitaria, reinaba la noche, el frío glacial, lo desconocido. Y, acaso… el yeti. El mítico, imposible yeti de las leyendas tibetanas. Un absurdo aireado por el sensacionalismo de todo el mundo. Algo que no podía existir. Pero que había provocado la fuga de los dos nativos. Los únicos que conocían el camino. Los únicos que podían llevarles a puerto seguro en un océano fantástico, de nieve y de oscuridad, de frío y de muerte.
—Calma —habló Rachel, incorporándose—. Esperemos al nuevo día, papá. Cuando haya luz, intentaremos algo. Con cautela, podemos llegar. El pueblo está cerca…
—Además, tienes un arma de fuego —dijo Shelley—. Disparando al aire, podemos atraer a los nativos y…
—No —negó Sothern—. Disparar traería efectos contrarios. Les asustaría. Creerían que se acerca una patrulla china… y dejarían vacío el pueblo. Nunca encontraríamos nada. Ni a la gente… ni al propio pueblo. Es mejor intentarlo… tratando de orientarse. Pero para eso, hace falta que llegue mañana…
—Claro —suspiró su hija, animosa—. El mañana siempre llega, papá.
—No siempre, hija —la miró, sombrío—. No siempre…
—¿Qué quieres decir, papá? —Se asustó ella, parándose en seco y mirándole.
—No…, no sé… —Se frotó el rostro, bañado en sudor, pese al frío glacial. Era un sudor helado, pegajoso e incómodo. Sacudió la cabeza, mirando en derredor, hacia las sombras cada vez más espesas, allá detrás de los perfiles blancos del ventisquero—. Es…, es como si supiera que hay algo ahí fuera… no lejos de… de nosotros. Vigilándonos, acechándonos desde la oscuridad…
—¡Lionel! —se exaltó su mujer, irguiéndose alarmada, muy pálida. Sus ojos se dilataron, al buscar en torno, con terror—. ¿Qué pretendes decirnos con eso?
—Quisiera saberlo yo mismo… Quizá sea mejor… ignorarlo. Pero ese rugido, esa voz animal y terrible que captamos antes… ¿qué puede ser, Dios mío? ¿Una bestia tibetana? En ese caso… ¿cuál? ¿Existe un animal en el mundo que emita ese… ese sonido horrible, que no sabe uno si es voz de animal o de hombre feroz y salvaje… de algo peor, de una criatura cuya especie se desconoce?
—Papá, hace un momento no podías creer en… en la existencia de esa «cosa»… Y ahora, pareces tenerle miedo… incluso… incluso terror…
—Entonces…, entonces no había escuchado aún esa voz… esos gritos, rugidos o lo que fuesen… No era lo mismo, Rachel… No era lo mismo…
—Pero, papá… En las nieves existen toda clase de animales feroces, como los osos de las cumbres… ¿Por qué cambiar de idea, sólo a causa de la fuga de esos sherpas medrosos? Y aunque existiera algún monstruo peligroso… ahí sí sirve el arma de fuego…
Lionel Sothern contempló el rifle de repetición que reposaba entre, las pieles, y dudó, sacudiendo la cabeza con pesimismo. Sus ojos, al otear recelosamente en derredor, revelaban algo más que inquietud.
—¿Será suficiente, llegado el caso? —dudó.
Hubo otra pausa larga y difícil entre los reunidos al amor del alto muro de hielo cristalino, duro y centelleante. De pronto, el refugio de hielo del ventisquero, se había convertido, sin saber la razón, en una especie de cepo, de rincón siniestro, donde cualquier fuerza desconocida podía acorralarles, cercarles inexorable, fatalmente, encarados a su propio destino final…
Enérgicamente, Sothern fue hasta el arma. Tomó el rifle con su mano enguantada, y caminó con paso rápido hacia el límite de la zona iluminada, clavando sus ojos excitados en la negra noche de sibilante viento huracanado. Lejanas ráfagas de nieve en torbellinos, fingían fantasmales formas de otros mundos, bailoteando en extraño aquelarre, allá entre las cimas nevadas y abruptas, erguidas al negro cielo helado.
—Cuidado, Lionel —le avisó su mujer, angustiada—. No te arriesgues… No debes hacerlo, recuerda que ahora dependemos enteramente de ti…
—Lo sé —musitó roncamente Sothern, mirándolas por encima de su hombro con una mezcla patética de angustia y de resolución—. Lo sé muy bien, querida… y trato de no olvidarlo en ningún momento…
Paseó por aquella línea, aquella especie de intangible divisoria entre lo conocido y lo ignoto, entre la luz y la sombra, entre el refugio y el exterior tenebroso, en el que cualquier forma de vida era posible. O, cuando menos, parecía posible.
El rugido misterioso no se había vuelto a repetir. El silencio continuaba allá, en las sombras, como en el interior del iluminado ventisquero, donde aún eran visibles las cuerdas enrolladas, las escarpias, picos y bastones de los aterrorizados sherpas tibetanos. Como si fuera en aquel viejo filme de Ronald Colman, sobre la novela de Hilton, los perdidos horizontes del Tibet habían llevado el miedo y la excitación histérica a los nativos. Pero esta vez no había un Shangri-Lah, ni unos monjes de extraña mística que les conducía a una longevidad fabulosa. No, nada de eso. Esta vez, el mito terrible y oculto del Tibet era algo más inquietante y pavoroso que un valle perdido, donde la vida feliz fuese una inconcebible realidad: era… un yeti. Un monstruo. Algo o alguien, conocido en todo el mundo por el nombre espectacular de «abominable hombre de las nieves»…
¿Existía ese yeti? ¿Fue su voz la que captó el oído de Lionel Sothern durante unos momentos tremendos e inolvidables?
No podía estar seguro de nada. Sólo sabía que ahora estaban solos ellos tres: él, su esposa y su hija. Y que tenía miedo. Mucho miedo. Por ellas dos. Por ellas, sobre todas las cosas.
Pero la noche en el Himalaya, sólo era una incógnita colosal, envolviéndoles en un velo sutil de fría brisa cortante. Nada sabían. Nada podían confirmar. Nada parecía seguro.
Pero Lionel Sothern seguía asustado. Y, cuando menos, le hubiera aliviado conocer la razón de ese miedo…
* * *
Rachel dormía. Shelley también.
Era un alivio, cuando menos. Sothern paseó rifle en mano, inquieto, nervioso, incapaz de acomodarse, de intentar dormir, de conciliar el sueño. Necesitaba velar, vigilar el reposo de sus seres queridos. No sabía si sería útil para ellas en un momento de peligro, pero le era necesario mantenerse así. Sólo de ese modo tendría seguridad en que las cosas iban a marchar bien. Al otro día, con la luz solar tras las espesas nubes de las cumbres, todo sería diferente. No le importaría la nieve, ni los hielos, ni siquiera el temporal, pese a sus terroríficas dimensiones en aquellas latitudes. Cuando menos, habría luz para ver. Quizá ningún ser capaz de emitir, aquel rugido fuese capaz de salir a esa claridad y hacerse visible a ojos de los perdidos expedicionarios que pugnaban por hallar el regreso a la civilización lejana, de la que un simple incidente, un descarrilamiento ferroviario en Nepal, con caída del viejo convoy de vía estrecha al fondo de un barranco helado, con cientos de víctimas y total abandono por parte de quienes pudieran ayudarles a salir de aquel infierno, les había distanciado de modo abismal, quizá para siempre infranqueable…
De pronto, se detuvo en seco. Sus pensamientos sufrieron una brusca interrupción. Miró en derredor, alarmado. Quiso saber de dónde venía aquel ruido.
Era escalofriante. Sintió que un frío mil veces mayor que el producido por los hielos, la ventisca y las alturas, se apoderaba de su ser. Pese a ello, notó transpiración entre los fragmentos de hielo cristalizados en sus cejas y bigote, e incluso en sus propias pestañas.
Era… un jadeo.
Un extraño, alargado, siniestro jadeo. Como un animal agonizante.
Alzó el arma. Dudó, entre avisar a su esposa e hija que dormían, o encarar por sí solo el peligro, si es que era un peligro, como presentía. Quizá era mejor dejarlas dormir. Si había ocasión, apretaría el gatillo. Tenía el rifle, en situación de disparó, el dedo temblaba en el gatillo. No haría falta mucho para hacer fuego, ocurriera lo que ocurriera. Y el estampido del arma despertaría a Shelley y a Rachel, con tanta o mayor seguridad que su grito de alarma.
Y si esa alarma era infundada, si el disparo no llegaba a producirse, por falta de motivo para ello, ¿a qué asustarlas inútilmente, tras las vicisitudes sufridas?
Avanzó unos pasos. Hacia la noche. Hacia las sombras. El arma apuntaba ante sí, a la oscuridad. Si algo se movía allí… dispararía. Seguro.
Otro paso más. Y otro. Aguzaba el oído. Apenas si su calzado crujía sobre la nieve endurecida, a causa de la envoltura de recias pieles que le aconsejaran usar los dos evadidos sherpas.
El jadeo se repitió de repente.
Y tan cercano, que ahora sí sintió Lionel Sothern que toda su cabellera se erizaba, como púas de alambre. Una corriente helada sacudió su epidermis, haciéndole temblar. Disparó, sin una sola vacilación, apuntando a la forma que se movía de repente delante de él, surgiendo de la oscura noche como una pesadilla.
El estampido primero. Seco, áspero estampido de rifle, que despertó ecos profundos y lejanos en las cumbres. Rodó algo en la distancia, con sordo rumor. Acaso bolas de nieve, movidas por la vibración. Otro peligro de las sendas siniestras del Himalaya.
Luego, los gritos. Los gritos de mujer: Shelley y Rachel, en primer lugar. El grito de hombre, en segundo. Grito humano, profundo y grave. Después, un rumor en la nieve. Algo rodó por el blanco situado ante él. Una forma oscura, que dejó tremendos regueros rojos, espesos, goteantes…
—¡Lionel! ¡Lionel, Dios mío! ¿Qué ocurre?
—¡Papá, papá! ¿Quién está ahí?
—Callad las dos —jadeó roncamente Lionel—. No sé lo que era… pero sea ello lo que sea, creo… creo que ha caído…
—¿Qué?
—Ha caído… Ya digo que no sé… no sé lo que ello sea. Venía… venía hacia acá, emitía unos jadeos extraños, horribles… Y ha caído. Logré… logré abatirlo de un disparo… Voy a ver lo que ello sea…
—¡No, no! —Chilló Shelley Sothern, alarmada—. ¡No vayas, no nos dejes solas! ¡No te aventures tú en la oscuridad, querido…!
—No temas. Llevo la lámpara eléctrica. Y el arma. Quienquiera que haya por ahí, no puede ser inmune a las balas, estoy seguro… Quedaos juntas, tal como estáis. Vuelvo inmediatamente. Veo ahí mismo la forma tendida… y no parece muy grande. No temáis nada…
Se adelantó unos pasos. Había extraído el arma. Proyectó un chorro de luz hacia la oscura noche. Una franja de claridad blanca, lechosa, centelleante y cegadora al reverberar en el hielo, recorrió un amplio semicírculo en torno de su figura. Para detenerse, finalmente, sobre el cuerpo oscuro, el bulto tendido en la nieve. Encima de un enorme charco de sangre…
Lionel Sothern se adelantó dos pasos más, para ver mejor. Sus ojos incrédulos se desorbitaron, bajo la caperuza de recias pieles. Su boca se abrió, emitiendo un tartajeante sonido ronco, inarticulado, casi inhumano.
Contempló aquel cuerpo atrozmente mutilado, que se había arrastrado sobre el hielo, en su dirección, dejando regueros de sangre cuajada, negruzca y espesa. Le faltaba una pierna. Y los dos brazos. Habían sido arrancados como de cuajo. Acaso a golpes de hacha. O peor aún: a dentelladas.
Era lo único que sugería la atroz escena. Y no era todo. El cuerpo ofrecía huellas de mordeduras voraces. La sangre le envolvía. Estaba desangrado virtualmente. Su bala, la bala disparada por el rifle de Lionel Sothern, solamente había agujereado la cabeza de un moribundo que se arrastraba en busca de algo, de no sabía quizá el qué…
Y ese moribundo, ese despojo humano, mutilado y sangrante… era Iglo-Waa, el primer sherpa de la expedición.
Luego, de repente… a sus espaldas sonó el alarido qué heló la sangre en sus venas.
Lionel Sothern se volvió, horrorizado, incluso separando con dificultad sus ojos de aquellas mutilaciones terribles, desgarradas, que parecían revelar la presencia de un devorador demoníaco, una especie de Saturno que hubiera elegido otro festín, a falta de sus míticos hijos…
La sombra enorme se interponía entre él y las dos mujeres. Borrosamente, como en una pesadilla, captó los movimientos de aquella forma inverosímil, recortada contra la luz, apenas identificable, pero evidentemente velluda, de un tono blanco sucio o grisáceo, a la claridad de la antorcha…
La mano le tembló de tal modo, que escapó de ella la lámpara eléctrica, rodando por el hielo, lejos de su alcance. El foco de luz pasó de modo fugaz sobre aquel cuerpo desgajado de extremidades tronchadas a mordiscos terroríficos, de alguna bestia increíble… Cuando él hirió de muerte al pobre sherpa, creyéndole un enemigo, lo único que hizo fue acelerar en unos escasos segundos la muerte de un ser desangrado y roto.
Pero detrás de él, ahora, ante sus propios ojos, asomaba ahora, amenazador sobre las dos mujeres, una masa informe, gigantesca, desorbitadamente agigantada por el juego de luces y sombras, que parecía cubrirlas con su masa velluda.
—¡Shelley! ¡Rachel, hija! —Llamó, desesperado—. ¡Escapad, pronto! ¡Huid, no perdáis tiempo…!
Los gritos de ellas eran la respuesta a sus demandas exasperadas. Pudo ver, borrosamente, que ambas corrían, alocadas, en dirección opuesta a la previsible: esto es, se alejaban hacia las sombras…, ¡pero en ruta opuesta a aquel lugar donde él se hallaba ahora!
—¡No, no! —aulló—. ¡Eso, no! ¡Venid hacia acá, por el amor de Dios!
Y alzó el arma, comenzando a disparar al aire, porque temía herir a ellas con sus balas, dada la proximidad del monstruo increíble. Éste, pesada pero resueltamente, las seguía, en todo momento dándole la espalda, sin permitir que él pudiera ver el rostro, la real apariencia de aquella especie de cuadrumano alucinante, surgido de la noche helada, de aquel auténtico yeti materializado como por arte de magia ante las mujeres indefensas…
La oscuridad engulló a todos. A ellas… y a él. Un grito ronco, exasperado, brotó de la boca de Lionel Sothern:
—¡Oh, no, no! ¡Eso, no…!
Y corrió en pos del monstruo y de las dos mujeres, su esposa e hija. La noche los absorbió a todos bruscamente. Sin luces, sin orientación Sothern localizó borrosamente ante él a su esposa e hija. Captó sus gritos agudos, terribles, acaso de simple terror. Pero él no podía saber qué era lo que los producía.
E indistintamente, con sus gritos, le llegó de nuevo aquel berrido extraño, ronco y escalofriante, la voz sorda y torpe de una bestia, de un animal extraño y pavoroso. Recordó de forma vaga a sus sherpas, uno de los cuales yacía cerca de aquel lugar, convertido en una horripilante masa de carne humana desgarrada, desmembrada, devorada por algo indescriptiblemente voraz y cruel…
¿El yeti? ¿El monstruo que perseguía a las dos mujeres?
Evidentemente, la respuesta sólo podía ser una: afirmativa. El mismo ser. El mismo culpable. Y si daba alcance a las dos mujeres… Lionel no quería ni siquiera imaginario. Era todo demasiado espantoso, demasiado aterrador…
—¡Shelley! —siguió gritando—. ¡Rachel! ¡Escuchadme, por Dios, escuchadme! ¡Huid, huid de ese ser, de ese monstruo abominable! ¡Sea el yeti o no, ha despedazado a un hombre mortalmente…! ¡Escapad a sus garras…!
No sabía si le escuchaban. Disparó alocadamente hacia la noche, hacia la nada. De súbito, su oído fue herido por un agudo, espantoso grito de dolor, de agonía, acaso de muerte…
Siguió otro grito similar. Pudo reconocer en ambos gritos el sonido de las voces, su inconfundible timbre familiar…
Eran ellas. ¡Ellas!
Y luego, aquel rugido atroz…, como modulando sonidos inarticulados, breves… Como palabras o monosílabos…
Después… silencio.
Un silencio largo, profundo, espantoso. El silencio de la muerte. De la nada.
—¡Nooooo! —rugió, enloquecido, Lionel Sothern.
Y disparó. Disparó una, dos, cuatro, diez veces. Hasta vaciar el rifle. Disparó al aire, alocadamente, moviéndose como un demente en la nieve, alejándose del ventisquero, iluminado de modo fantasmal a sus espaldas…
Por fin, rodó a una profunda sima negra. Sintió que era engullido por una nada formada de sombras y de vacío, de hielos y de soledad… Su cuerpo golpeó en muros helados, rebotó en masas de nieve quebradiza…
Y perdió toda noción de lo que le rodeaba. Dejó de ser, de pensar, de saber. Dejó de sentir. Dejó de ser algo o alguien. Se hundió en una negrura que era algo más que una simple grieta en cuyas paredes se golpeaba hasta el aturdimiento.
Aquella oscuridad penetró en su cerebro. Y lo borró totalmente.