CAPITULO V
—Yvonne... ¡Yvonne!... ¡No es posible! ¡No puede ser tanto horror!...
Las amargas, desgarradas quejas de Nathan Queen, pronunciadas con tono exasperado, eran todo lo que se oía en el foso.
Allí, ante el cadáver ensangrentado de Yvonne Durand, el Doctor Mistery, como todos conocían a aquel hombre a partir de las candilejas del Morgue Hall, se hallaban reunidos los demás testigos del drama, silenciosos y horrorizados, mientras sonaban las palabras desgarradoras del compañero de trabajo de la muchacha muerta.
No lejos de todos ellos, la cesta conteniendo al poderoso reptil «Killer», colgaba de una chirriante polea, sobre uno de los practicables que eran luego subidos a escena con un sistema de montacargas, para el espectáculo teatral.
Tras el enrejado de mimbre, unos pequeños ojos, negros y malignos, brillaban cruelmente, fijos en la escena, acaso fijos también en la mujer que habitual- mente manipulaba aquel cuerpo largo, musculoso y reptante, recubierto de viscosas escamas. Ojos que, sin duda, habían sido, junto a los del propio asesino, los únicos testigos de los trágicos acontecimientos culminados en aquel lóbrego, húmedo lugar, bajo el suelo de madera polvorienta del escenario, con la terrible muerte de Yvonne.
Yvonne, la bella modelo del cuerpo escultural y los movimientos procaces. Yvonne, una mujer que parecía nacida para despenar deseos en los demás, sólo había provocado en alguien un deseo infinitamente más morboso y brutal; el de asesinarla.
Un hombre alto, con sobretodo negro y sombrero hongo de igual color, se apartó lentamente del cadáver, murmurando algo al oído de unos agentes de policía uniformados, que montaban guardia a la puerta del foso. Dos de ellos asintieron, abandonando el recinto.
Lentamente, se volvió el hombre a todos los demás. Su voz fue seca, autoritaria:
—Ya basta, señores. Pueden volver a sus lugares habituales. Nada pueden hacer aquí. Pero quería que viesen el cadáver y el lugar, por si les era posible prestarme alguna ayuda.
—Ninguna, inspector —dijo roncamente Nathan Queen, volviéndose hacia él, pálido y tambaleante—. Yvonne acostumbraba a bajar aquí para atender a «Killer»... a nuestra serpiente, en diversos momentos del día. Pero nunca tan tarde, tan avanzada la noche.
—Ya —el policía del abrigo negro con vueltas sobre los hombros, sacudió la cabeza, pensativo. Miró a los demás. Marjorie Maxwell también aparecía demudada ante la sangrienta escena, lo mismo que sus silenciosos Bugsy, Hockie y Moss, los tres enanos, el empresario Herbert Lee, el doctor Johnson y hasta el propio Yancy Carey, el viejo conserje, cuya arrugada faz mostraba su habitual palidez bajo los cabellos canosos, si bien los ojos tristes revelaban ahora un temor y una perplejidad que no eran habituales en él.
En silencio, fueron abandonando el foso, donde quedaron solamente la víctima, los dos agentes de uniforme, y... la jaula con la pitón removiéndose, inquieta, en su interior.
Emitió el reptil un poderoso bufido cuando el policía cruzaba ya la salida del foso, y éste giró la cabeza, contemplando con gesto profundamente intrigado la gran jaula de mimbre agitada por la vida del monstruo anillado que bullía dentro.
—La serpiente... —miró a sus subordinados, que cambiaban miradas inquietas entre sí—. Desagradable compañía, ¿eh, muchachos?
—Mucho peor que la del cadáver, inspector —confesó uno de los policías de azul, con tono inseguro, ajustándose mejor el casco sobre la cabeza— Ese bicho logra ponerme nervioso...
—No se preocupen por él. No es fácil que salga de esa cesta. He observado que tiene mimbres muy fuertes... y unos cierres muy seguros. De todos modos, es un testigo del crimen. El único que tenemos. Curioso, ¿no?
El comentario irónico del inspector Nick Blakely, de Scotland Yard, no logró tranquilizar a sus dos subordinados, aunque sí les pudo arrancar un amago de sonrisa, nada alentador.
El funcionario de policía se reunió en el desierto escenario, bajo la aislada luz de gas, con el resto de los personajes del espectáculo. Belinda Drake, la primera actriz, sollozaba allá, en un asiento. Había sido incapaz de bajar a ver el cuerpo de Yvonne Durand, quedándose en el escenario, presa de una crisis de nervios, que el doctor Cedric Johnson había atendido antes, y ahora volvía a preocuparse por ella.
—No es nada, señora Drake, por favor —rogaba el médico, con tono persuasivo—. Algún merodeador nocturno ha penetrado en el teatro, sin que Yancy lo advirtiese, y debió atacar a Yvonne, al verse descubierto. Son cosas que ocurren con frecuencia en este Londres de nuestros días... Debe serenarse, créame.
Pero Belinda Drake no se serenaba fácilmente, y era comprensible. Tampoco los demás, aun manteniéndose en silencio, estaban mucho más tranquilos que ella. Los rostros, todos, mostraban tonos desde la cera a la ceniza, en unas variantes agrias y muy poco animosas.
—Yo no creo en esa historia del merodeador —refunfuñó alguien sordamente.
El inspector Blakely se volvió vivamente hacia quien hablara. Escudriñó el rostro de Bugsy, el más cabezudo y feo de todos los enanos de la Maxwell.
—¿Por qué dijo eso? —quiso saber el policía.
—Bueno, todo el mundo lo sabe, inspector... —tartajeó el enano, tras una vacilación.
—Todo el mundo sabe... ¿qué? —insistió el policía.
—La historia del teatro.
—¿Historia?
—Bueno, la leyenda —rectificó Hockie, el enano más proporcionado de todos, sacudiendo la cabeza—. Es sólo una leyenda, después de todo, inspector.
—Leyenda o historia, me gustaría conocerla —observó Blakely secamente.
—Se refiere al hombre que murió en este teatro, inspector —tranquilamente, el empresario del Morgue Hall, Herbert Lee, avanzó hacia el policía, con paso firme—. Es una vieja y tenebrosa historia, a la que yo tampoco di jamás demasiado crédito.
—¿Quiere tener la bondad de explicármela, señor Lee ?
—Gustosamente —afirmó el empresario—. Un hombre acusado de matar a su mujer, fue condenado a la pena capital. Pero escapó de la prisión y volvió a este teatro, con la idea de matar a quien él suponía auténtico asesino de su esposa. Solamente logró desfigurar a! hombre, amante de la mujer muerta. Luego, él se ahorcó en este mismo lugar. Se dice que el desfigurado amante, culpable o inocente del crimen, se quedó en este teatro, porque él también quería probar su inocencia, y hallar a quien realmente mató a la mujer, si es que no fue el marido. Y que, desde entonces, vaga por este edificio, escondido en las sombras, esperando la ocasión de su venganza.
—Una historia fascinante. ¿Es cierta, además?
—Lo es hasta el momento de la muerte del evadido. Lo demás es pura fantasía.
—¿Desfiguró realmente a su rival?
—Sí. Pero éste desapareció, y posiblemente ya nunca más volvió por aquí, paseando por ahí su horrible fealdad.
—¿Qué clase de fealdad? ¿Cómo le desfiguró, señor Lee?
—Si he de serle sincero, no lo sé. Hay quien dice que con un frasco de ácido. Otros afirman que acuchilló el rostro del amante, dejándolo hecho un mapa de cicatrices... La verdad exacta, la ignoro. Tal vez usted tenga más facilidad, revisando sus archivos, para encontrar la respuesta a la cuestión, inspector.
—Sí, tal vez. ¿Cuándo sucedió eso?
—Hace quince años —expuso, con rapidez, Marjorie Maxwell.
El inspector escudriñó un momento a la rubia y opulenta matrona, sin comentar nada, y caminó hacia la salida del teatro.
—Lo miraré en los archivos, sí —afirmó—. ¿Cuál era el nombre del evadido de prisión, el hombre que debía ser colgado, y que prefirió ahorcarse en este teatro?
—Coole. Seymour Coole —fue el empresario Lee quien dio el informe. Tras una pausa, murmuró con tono preocupado—: ¿Podemos continuar las representaciones hoy, a pesar de lo sucedido?
—No creo que sea preciso cerrar el teatro para investigar el asunto, señor Lee —manifestó escuetamente el policía—. Enviaré una patrulla especial para que registre todo el local, por si pudiera haber todavía alguien oculto en el teatro. Pueden reanudar las representaciones, siempre que la muchacha muerta no sea insustituible...
—Procuraremos que no lo sea —suspiró Herbert Lee—. El espectáculo debe continuar siempre, ocurra lo que ocurra, inspector. Es una norma de la vida de teatro.
—El compañero de la mujer asesinada, no parece estar muy a punto para trabajar —hizo notar Blakely, señalando al gimoteante, excitado, Nathan Queen.
—Esperemos que se le pase —dijo Lee—. Si no, suprimiremos momentáneamente el número del reptil. Todo son complicaciones. Primero, la substitución de la dama joven, y ahora esto...
—¿La dama joven? —Blakely se detuvo, a punto de salir del teatro—. ¿Qué quiere decir con eso, señor Lee?
—Bueno, fue otro hecho desagradable, aunque imagino que de otro cariz, totalmente diferente. Una joven actriz nuestra vio cosas extrañas, alucinaciones... El doctor la hizo retirar a su domicilio para que se tomara unos días de descanso. El género de nuestro espectáculo altera mucho los nervios, y no sólo los de los espectadores...
—Sí, lo supongo —Blakely se tocó la barbilla, pensativo—. ¿Esa joven actriz no está ahora aquí?
—No, inspector —terció el doctor Johnson, dejando de atender a la primera actriz—. Se alojan en el 17 de Golden Lane, m una pensión. Opale Bentley es su nombre. La aconsejé que no viniera por aquí en unos días.
—Pues no pudo ser más oportuna su decisión, doctor —sonrió tristemente el policía—. Si está tan mal de los nervios, no sé cómo le hubiera sentado este suceso...
Estaba ya en el corredor de la salida del escenario, cuando se detuvo, preguntando como al azar:
—Por cierto... ¿Qué clase de alucinaciones eran las de esa muchacha?
—Algo muy desagradable y fantástico —dijo Herbert Lee, con tono penoso—. Veía a un hombre ahorcado y ensangrentado, por todas partes: en el escenario, en su propio camerino...
—¿Un hombre ahorcado? —repitió Blakely, con tono peculiar.
—Y ensangrentado —corroboró Yancy Carey, el conserje—. Pero sólo ella lo veía. Cuando acudíamos a sus gritos, nunca había nada...
—Ya —sin añadir más, el policía abandonó el teatro.
Los actores se miraron entre sí, en un silencio incómodo y amedrentado. A pesar de la presencia de otro policeman en el acceso al escenario, ninguno de ellos parecía realmente tranquilo ni seguro.
Belinda Drake seguía sollozando ahogadamente. Nathan Queen, anonadado, repetía el nombre de Yvonne entre dientes, de vez en cuando. Los enanos se agrupaban en torno a su patrona, la rubia Marjorie, y otros actores de la compañía deambulaban como espectros, en la fría mañana de aquel vacío teatro.
—Creo que aquí no hacemos ya nada —comentó el doctor Johnson—. Será mejor que nos marchemos todos a nuestros quehaceres.
—Sí, es una buena idea, doctor —asintió Lee, frotándose el mentón con gesto huraño. Miró a sus actores y preguntó—: ¿Qué les parece? ¿Damos hoy función normal?
Dudaron muchos de ellos, mirándose entre sí. Nathan Queen, el Doctor Mistery, el más afectado de todos, se incorporó lentamente, muy demacrado y tambaleante,
—Como usted opinó, señor Lee, el espectáculo debe continuar —dijo en un susurro—. Se trabajará. Yo trabajaré, con mi serpiente, como si estuviera Yvonne.
—Gracias, Queen —suspiró el empresario, con alivio—, No olvidaré esta acción suya. Ya lo saben. Habrá función normal. Buenos días, señores.
Se despidieron, todos, desganadamente de su empresario. El doctor Johnson se llevó consigo a Belinda Drake para atenderla mejor en su consulta del piso alto del teatro, y ella se dejó manejar dócilmente, bajo la depresión de sus nervios, poco antes exaltados.
Poco a poco, el escenario fue quedándose vacío, con la excepción del viejo Carey, que comenzó a barrer en silencio las tablas de la escena, mientras el policía de servicio mantenía su rígida inmovilidad, allá al fondo, entre los muebles y practicables de la escena, agrupados en el fondo.
Abajo, en la cesta de mimbre, se agitaba, sibilante, extrañamente inquieta, la formidable pitón del Doctor Mistery, mientras los dos policías de guardia dominaban del mejor modo posible su aprensión hacia el monstruo anillado encerrado en aquel recipiente oscilante.
Una vieja manta del teatro cubría el cuerpo ensangrentado de Yvonne Durand. Y sobre aquel bulto inmóvil era donde se posaban muchas veces la mirada de unos ojos negros, diminutos, fríos y crueles, desde más allá del muro de mimbre...
* * *
Opale Bentley miró con ojos tristes a su visitante.
—Pase, por favor, señor...
—Blakely. Inspector Nicholas Blakely, de Scotland Yard —se presentó el hombre del abrigo largo y negro, sosteniendo el sombrero hongo negro en sus manos pálidas. Unos ojos azules y penetrantes, se clavaron en ella—. ¿Puedo pasar, señorita Bentley?
—Claro —sonrió débilmente la joven—. Pase. Perdone si no puedo recibirle en un lugar mejor que esta antesala. Es una simple pensión económica, no un hotel... Los artistas que trabajamos en compañías de tercera o cuarta fila, no podemos permitirnos más lujos.
—No se preocupe —el policía entró, mirando en torno—. Es muy confortable y hogareño. Detesto la frialdad de los hoteles.
—Espero poder tener suficiente experiencia en ellos para poder decir alguna vez lo mismo que usted, inspector —dijo Opale con tono tibio—. Siéntese, se lo ruego. ¿Puedo pedirle algo a la señora Crisp para usted? ¿Un té, café acaso...?
—No, nada, gradas —el policía se acomodó ante ella, mirándola pensativo. Tenía un rostro fuerte, ancho, lleno de cordialidad, pero también de inteligencia—. Estaré muy poco tiempo molestándola. El doctor Johnson me ha contado ya que está usted algo nerviosa, a causa del género que debe interpretar habitualmente...
—No, no es sólo por el grand guignol y la sangre artificial en escena, inspector —negó Opale suavemente—. Hay otras cosas que me desequilibraron... Pero dígame, ¿a qué debo el honor de su visita? Un policía en la pensión, preguntando por mí... ¿Ocurre algo grave?
—No, no es nada —eludió con habilidad el policía—. Quería hablarle solamente de... de sus pretendidas alucinaciones.
—¿Pretendidas? —Opale le miró con ojos muy abiertos—. Todos dicen que son cosas que no existen... sino en mi imaginación.
—Quizá. Pero me gusta poner en claro las cosas que no entiendo. Por eso estoy aquí.
—¿Es realmente tan importante para Scotland Yard lo que imagine ver una actriz oscura y desconocida para que un inspector en persona venga a verme? —dudó Opale, mirándole preocupada y recelosa.
—Es usted muy inteligente, señorita Bentley —sonrió el inspector—. Y empiezo a dudar seriamente de su supuesta facilidad para las alucinaciones...
—¿Qué quiere decir?
—Verá. Estoy investigando rutinariamente un asunto relacionado con este teatro donde usted trabaja. Y« le hablaré más tarde de ello. Pero antes, quiero súber con exactitud qué es lo que usted vio, o creyó ver, y que forzó al doctor Johnson a enviarla aquí, de reposo.
—¿Es que... sucede algo en el teatro? —volvió la inquietud al tono de la joven.
—Por favor, es usted, quien me interesa —cortó suavemente Blakely—. ¿Qué vio, exactamente, y en qué ocasiones?
Tras una vacilación, Opale empezó a relatárselo al policía, esperando ver en su rostro la ya inevitable expresión de escepticismo e incredulidad que tan bien conocía en otras personas.
Para sorpresa suya, Nicholas Blakely, inspector de Scotland Yard, mantuvo su rostro inmutable, la mirada de sus ojos azules profundamente fija en ella, y sin que su gesto denotara en ningún momento la más leve sospecha sobre el equilibrio mental de la muchacha.
O el inspector Blakely era un hombre con perfecto dominio sobre su expresión... o realmente, daba crédito a su relato sobre los dos hallazgos macabros, sobre las flores extraviadas, el ramo de gladiolos desaparecidos, y cuanto recordaba sobre sus dos desagradables experiencias.
—Naturalmente —concluyó diciendo—, yo misma estoy en la duda de si, en realidad, vi lo que le he contado... o todo fue pura imaginación, una mala jugada de mis nervios, de mi imaginación... Es todo tan absurdo... tan sin sentido...
—Transcurrió algún tiempo entre su hallazgo macabra inicial, y el momento en que el viejo conserje fue a investigar, no es cierto —preguntó Blakely seriamente.
—Pues... sí —murmuró ella—. Pero no sé si alguien tendría tiempo...
—¿De ocultar el cadáver y las flores? Posiblemente. En cuanto a la segunda vez, parece más difícil sacar un cuerpo rígido de su camerino, esconderlo, y no dejar rastro. Al parecer, sus compañeros corrieron, al oírla gritar. Y si la escalera es angosta, y no hay otro medio de subir al piso de camerinos...
—En efecto —corroboró ella—. No hay otro medio.
—En tal caso, tuvo que ser metido ese cuerpo... en otro camerino, antes que subieran los demás. Por alguien que estaba también arriba...
—No creo —suspiró Opale, desilusionada—. No había nadie en el piso alto, excepto yo. Todos estaban abajo, en escena o entre cajas... en el escenario, quiero decir.
—No había nadie de la compañía —rectificó suavemente el policía—. Pero sí podía haber alguien ajeno a ella.
—¿Qué quiere decir? —abrió mucho sus ojos la joven actriz.
—Me han hablado de una vieja historia de ese tea- tío... De un hombre desfigurado que, tal vez, deambula por las sombras, como un fantasma...
—Oh... —Opale se estremeció—. Irwin Wallace...
—¿Conoce la historia?
—Sí, la conozco. Me la refirió ayer un amigo...
—¿Qué amigo? ¿Alguien del teatro?
—No, no. Un joven amigo, un escritor aficionado, llamado Jason Fry... Ajeno por completo al Morgue Hall, aunque confía en estrenar algún día una obra suya...
—Entiendo —Blakely se desinteresó por completo, al parecer, sobre Jason Fry, para centrar sus palabras en el otro tema—. Resumiendo, señorita Bentley: ¿sufrió usted alguna otra vez esa ciase de alucinaciones?
—No, inspector.
—¿Cree que todo fue real, y no fruto de su mente?
—No... no sé qué pensar. Me siento confusa... —se tocó la cabeza—. El doctor Johnson me ha medicado... Sus tabletas me hacen sentir aturdida, relajan mis nervios... No estoy segura de nada. Pero tengo sueños, pesadillas... Veo a ese horrible cadáver en esos sueños... Me tortura su recuerdo...
El inspector Blakely tendió la mano. Tomó de la mesita un frasco de tabletas, y leyó su etiqueta. Lo dejó de nuevo, ligeramente ensombrecido el semblante.
—No tome más esas tabletas, señorita Bentley —aconsejó.
—¿No? —Opale se mostró sorprendida—. ¿Por qué? ¿Son malas?
—No son buenas, en su caso. No pretendo enmendar la plana a los médicos, pero... ellos son médicos. Y yo soy policía. Nuestro diagnóstico sobre usted, no coincide en absoluto.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que, a mi juicio, usted no necesita medicinas. Sencillamente, creo que usted vio realmente ese cadáver... y que aún sigue en alguna parte del teatro.