Cuarto:

INTERMEDIO FESTIVO


1. —YO NO QUIERO SERVIR MÁS!

ÁNGEL Y ÁNGELES llegaron cantando el John Donne One de Mao Tsar a la disco flotante de Ada Ching a eso de las diez de la noche, cuando la brisa agita las cúpulas bizantinas de goma inflada y Él —Don Homero Fagoaga Labastida y Montes de Oca— se plantó insolentemente en la cubierta como si el mar, la luna, la lejana playa y el orbe entero le debieran su existencia a Él, solo. Estaba de nuevo en público, en funciones, exhibido para deleite de las masas desafortunadas, perpetuamente abanicado por Tomasito: —Io non voglio più servir!

Pero entonces, con un terrible maleficio entre pestaña y pestaña, con un gesto de odio permanente, miró a los tres muchachos que lo ayudaron a subir desde la lancha mientras Ángel y Ángeles le empujaban las nalgas desde abajo. Los miró con rencor; primero observó los tres pares de piernas, a ver cuáles le gustaban y cuatro de los seis pies eran de alguna manera deformes, eddypies pues Eddy Poe dice ahora mi papá el punditero, pies deformados por esa costra protectora de caucho humano que le ha venido saliendo a los niños citadinos: unas piernas cayéndose a tirones como de tiñoso (el tío Homero apartó con asco la mirada); otras blancas y lechosas como las del propio tío H. (asco, asco!); otras esbeltas, doradas, firmes, bien torneadas, eddypolíneas pues y en ellas detuvo su mirada hambrienta el licenciado Fagoaga y la fue subiendo sin ver todo lo que quería, mis padres tarareaban para calmar al filipino el aire io non voglio più servir del criado de Don Joe Vanny el capo de la mafia sevillana y el licenciado Fagoaga absorbía la presencia detestable, hasta cuando era deseada, de esos fámulos de cabaré vestidos con extraordinarios bikinis estampados con las lamentadas efigies de José Stalin y Mao Zedong, calzados con huaraches, el de las piernas bonitas extrañamente conocido, pugnando por salirse de la gaveta de los olvidos voluntarios del tío Homero, con un borsalino sin alas y encorcholatado sobre la cabeza chamagosa, prieta y tiesa, como que lo había visto, fugazmente, antes, le sonaba, le sonaba, como que te chiflo y sales, David Campo de Cobre, Niño Perdido, Olivo Torcido nunca su tronco endereza, Pedorrito.

Miró homérico el rostro del Huérfano Huerta con un sentimiento turbio e inaplazable de deseo y de odio conjugados, sin ver siquiera las caras correspondientes a los otros dos pares de piernas, las gorditas y las deshilachadas, ni oír lo que uno le decía a otro, oye mano y la niña dónde quedó y el otro contestó que no la había visto y el encorcholatado que no se preocuparan, la niña Ba y viene a su gusto, lo importante es que nos acompañe al rato a tocar la flauta.

Estuvo Homero, inconsolable e incontinente, a punto de arrojarse sobre el Huérfano Huerta; los tres muchachos se dispersaron en torbellino y sólo dos pares de manos continuaron prendidas a las manos igualmente pequeñas del tío Homero. Ángeles las miró aún más pequeñas en proporción a la mole fagoaguina de ciento cuarenta y un kilos: las manos color de rosa, como salchichas vienesas, de mi tío Homero, unidas a las manos amarillas, color limón, del hombrecito que no se desprendía de él y le impedía seguir con pasión y odio al objeto de sus deseos y le miraba con una sonrisa tan tenaz como su apretón de manos.

—Soy pianista siquiatla Deng Chopin. Atiendo bajando pol escotillón junto a bodega de cocina. Dígoselo posi necesita mis shell-vicios.

—Como dijera en memorable ocasión el Procurador don Poncio P., dónde me lavo las manos?, y aléjate de mí, minihorda mongólica, dijo don Homero sin mirar siquiera al chaparrito.

Pero Deng Chopin (manos cortas, edad indefinida, dedos largos, sienes rapadas, ojos ojerosos, tufos de opio) obligó a nuestro pariente, sin desprenderse de sus manos, a doblegarse hasta que las mejillas de Homero rozaron los labios del chino polaco.

—Tonto o vicioso no vel agua cuando está en el mal, dijo Deng.

—Suéltame. No entiendo tu jerigonza, dijo don H., pero no pudo zafarse de la tenaza férrea.

—Oh, sonrió Deng Chopin, hay que salil afuela pala oíl luido de lluvia o voz de Dios. Lujulia es láglima y placel semilla de dolol polque dolol semilla de placel.

Don Homero, desde su inconfortable e indigna postura de elefante agachado para oír los consejos de un ratón, inquirió esta vez con la mirada llena de un brillo de comprensión anhelante: —Placer?, preguntó, afirmó, deseó, dolor?, dijo Usted?

—Oh sí, tú entendel. Boca puelta de toda desglacia. No hablal ya.

Deng se escurrió con pasos de Señorita Mariposa (Maid in Japan), convocando con gesto mandarinesco de la mano al azorrillado, jadeante, tío Homero, que vio pasar de nuevo al Huérfano Huerta, esta vez con una balalaika eléctrica entre las manos:

—Cuidado, murmuró Deng. Hasta Diablo fue bonito a los quince años. Mejol ven conmigo, Omelo. Lecuelda. Buenas acciones no pasan de la puelta. Malas acciones viajan mil leguas.

Siguió Homero a Deng por un escotillón y Ángel y Ángeles se miraron fosforescentes en la noche tropical, mirando desde la cubierta de la discoteca flotante el mundo nocturno de Atracapulco, dominado por este símbolo tétrico: una gigantesca balsa de placer, cuatro cúpulas de cebollas bizantinas hechas de hule e infladas con gas, flotando sobre un mar de aceite (no metan las manos al mar, papis; toda el agua de Neptuno no les lavará las manos negras del petróleo) (WELCOME TO BLACKAPULCO GOLD) batido sobre la mierda licuada de un País Imaginario: Oil of Olé! Bienvenidos! Aquí desembocan todos los oleoductos, los pozos, las refinerías, el motor del progreso, la circulación de la riqueza, el fin de las manos muertas: en una discoteca de Acapulco! Bienvenidos! TENEMOS ENERGÍA PARA BOTAR y los desechos de cien hoteles, mierda, meadas, botellas, cáscaras de naranja, corazón de papaya putrefacta, huesos de pollo, kótex y condones, tubos de aceites varios, los aceites mismos, la espuma de las tinas de baño, las gárgaras de los lavabos, el equivalente líquido y fofo de lo que Ángel guardaba en su garaje de la calle de Génova, se batía entre el oleaje negro.

Bienvenidos! les gritó la propietaria Ada Ching (55 años) y mercí, mercí, agradeció Ada porque Ángel y Ángeles le mandaron recomendados a los Four Jodiditos, eran un suceso, gesticuló Ada, animó la llegada de los celebrantes del fin de año, las lanchas, las góndolas de moda y las humildes trajineras bamboleantes alrededor de la discoteca, vestida con túnica azul pizarra y pantalones de elefante que le ocultaban los pies imaginablemente diminutos, gentilísimos, les dijo sin aliento Ada Ching a Ángel y Ángeles, empujándolos suavemente hacia otro escotillón de la balsa cada vez más repleta de gente, unos chicos estupendos estos minetes, gracias por mandármelos, les iba diciendo Ada Ching, la última partidaria de la alianza sinosoviética en existencia, armada para ello de un portentoso acento francés con el cual se podía comunicar con los corresponsales de Le Monde, únicos interesados en su particular cuan peculiar caso y vengan mis infantes, les dijo a mis padres, saben ustedes sapristí sapristío que su tío mandó a su valet demandar si había un cabaret sadomasó aquí en Aca, y como aquí estamos para dar gusto porque el cliente siempre tiene razón, pues vean nomás, sagrado azul! Entren a la catedral del S & M! Etiqueta rigurosa: Hule, Cuero o Piel!

En la oscura cabina a la cual los condujo Ada Ching, del otro lado de un espejo que permitía ver sin ser vistos, mis papás vieron al tío Homero de rodillas, entrando por una puerta bajita que dio cómodo pasaje a su anfitrión el sinopolaco mas no así al gordo embutido, sudando por entrar de rodillas, Ángeles. Se levanta el tío Homero, sacudiéndose el aserrín de las rodillas; el cabaret sadomasó de Deng Chopin parece un establo, está lleno de vacas, Homero se lleva los dedos a la nariz fina y larga en medio de la cachetiza, se mira las rodillas embarradas de caca, se sienta en una mesa y Deng, con una servilleta sobre el brazo, le toma la orden, qué quieles Señol Omelo, quiero langosta dice don H, pues comerás bisté pendejo, le dice Deng y le da una sonora cachetada a nuestro embelesado tío y detrás de la cola de una vaca sale saltando un enano azul con una larga sudadera anaranjada de la Universidad de Princeton y se sienta en las gordas rodillas que dijimos de nuestro Pariente, y esto?, dice Homero con el enano pintado que le mancha de azul la blanca guerrera para el safari acapulqueño, es pala jodelte, pendejo, contesta Deng y junto a mis papás en la penumbra de los espejos Ada repite en su voz, mordiéndose las uñas de emoción.

—Pour t’embeter, pauvre con, admirando la performance de su amante el siquiatra y pianista.

Ahora Deng toma una collera y se la planta en la obesa nuca a don H. y Deng le ordena a Homero híncate goldo y le aprieta las aguaderas sobre el lomo, le amarra la barriguera, ágil el mandarín, dice mi papá, le ensarta el freno en las anchas aletas sudorosas a Nuestro Pariente, le ciñe la doble papada con ahogadero y le ensarta baticola en el batículo ofrecido y deleitado del Presidente de la Real que aún usa su lengua y gime de placer, Deng Chopin toma el bozal y la campana de vaca, le ata la campana al cuello a don Homero Fagoaga, Presidente de la etcétera y le ordena de rodillas a mugir y mu hace el tío, muuuuu, muuuuuuuuuuuu cada vez más largos, el chino le chicotea las nalgas y entonces aparece desnudo, como en un sueño demasiado tangible, el Huérfano Huerta, ya no prietito sino dorado, cubierto de polvo áureo, doradas sus nalgas y su pene paraditos que Homero de rodillas, batido de mierda de vaca, subyugado, alarga los brazos para tocar y muge, muge mientras el Huérfano encuerado canta con su voz característica, caga el buey, caga la vaca, y hasta la niña más guapa echa su bola de caca y deja caer un cerotito dorado también, redondo como una pepita de klondike frente a la cara embozada del tío Homero: alarga las manos, invicto tío H., toma el oro excremental del oscuro objeto de tu deseo, lo azuzan Ángel y Ángeles desde la inmovilidad del espejo, trata de comerlo, viejo coprodémico, embárralo en el bozal mientras el Huérfano pasa y desaparece como una libélula y con cada movimiento de su imposible y humillado deseo el tío hace sonar la campana y muge muuu y su voz trémula de ansiadas humillaciones y derrotas sube gimiente, a campanazos, por escotillones y entre tablones, hasta cubierta, a fundirse con la de los músicos, muuuuu, muuuuuuuuuusica, las lindas muchachas bailan al son de las campanas, For Whom the Belles Toil, muuuu, muuuuuusterio, muuuuerte, el rockaztec de la cubierta contrapunteado por un lejano, subterráneo mugido de Pariente humillado, batido, temblando de inconcluso placer, besando los pies del diminuto sicoanalista y en la cubierta el Huérfano Huerta ya en el estrado con la balalaika eléctrica, el Jipi Toltec con su batería de teponaxtlis y atabales, Huevo al sintetizador y un aire de flauta, Papá, Mamá, ahora que ustedes inconmovibles en su decisión de no confundir la humillación con la muerte, no le des prerrogativas a la humillación, Ángel, no la confundas con la inexistencia, no te dejes seducir, mi amor, por la crueldad que hace saber a la víctima quién es su verdugo y así satisfaría a verdugo y víctima: sólo la muerte, la desaparición radical, aunque él no sepa quién, merece Homero Fagoaga: ahora que suben Ángel y Ángeles y se unen a los bailarines de la discoteca flotante y el aire de flauta sola acompañado por la vocalización del conjunto de Los Four Jodiditos

Serpents are better

When feathered

—See their eggs fly!

And after they shed

Their skins

You can bake them

In a pie

Baby, baby, in a pie

Reptiles in the sky!

nononó háganme caso, por favor, no cambien de tema, díganme si no oyen esa musiquita dulce que es la única melodía de esta cacofonía del rockaztec, díganme antes de ser concebido siquiera si no hay una linda niñita con pelo castaño restirado y un par de trenzas y un traje de percal blanco que toca una flauta en el combo de Los Four Jodiditos, pero las miradas invisibles y apresuradas de mis padres no ven lo que sólo yo veo desde antes de nacer, no escuchan la flauta que yo escucho desde mi perfecto limbo,

oyen el rockaztec de la serpiente emplumada,

ven a Huevo y la cara que se le destiñe por minutos, se le va el rostro a nuestro queridísimo cuate, ya no tiene rostro, no es su culpa, vamos a devolverle su rostro a nuestro gran cuate Huevo al que tanto le debemos, la vida nomás, dice mi papi, nuestra vida, diré yo, porque si mi padre muere asfixiado en el huevo de metal por mano de Homero, no conoce a mi madre ni me fabrica a mí,

ven al Jipi Toltec cayéndose en trizas, pedacitos de piel que va regando mientras baila en la tarima con su cinturón de culebra y su concha de mar en los labios, una mezcla de Tezcatlipoca y Mick Jagger,

ven al Huérfano Huerta dirigiendo a la banda con un retrovisor amarrado al coco para ver lo que pasa atrás, verse por detrás, ver al mundo en redondo ah mi BARROCANROL, ah mi ROCKAZTEC, cómo gritan cuando el Huérfano canta

Reptiles in the sky!

con su voz chillona pero erótica y el Jipi con la suya apagada como un fantasma y Huevo sin rostro, mucho menos con voz

(y la flauta de la niña Ba: sólo yo)

Serpents are better

When feathered

el gran delirio dionisiaco en espacio abierto, Acapulco, bajo el cielo luminosamente enfermo, y Ángel y Ángeles se abren paso entre la multitud y distinguen a los que acaparan páginas a colores de periódicos cada vez más numerosos y rubros sociales de televisiones cada vez más esporádicas, Mariano Martínez Mercado el chico más guapo y elegante de los Sistemas Nacionales de Bancos Obreros (SINABOS), exportable, digo, criollo de mirada violeta y aura de elegancia beige: mess-jacket, mira nomás, para venir el Raj acapulqueño desde la metrópoli azufrosa del Defé, pechera y cuello de paloma hervida, corbata de moño negro, pantalón negro con lista roja y ahora con los pies descalzos para saludarse con la prietita modosa vestida de carmelita que parece bañada en té y que de otra manera jamás hubiera tocado la piel infinitamente quebradiza y adelgazada hasta el suspiro de Mariano M. M. el Chico Más Etcétera pero que no le mira a él, la muy alzada, brincos diera, pero que no lo mira a él, sólo le da su pie desnudo al pie desnudo de Mariano asombrado de esta luz y este contacto desnudo el blanco pie de él, acostumbrado a la desnudez descalza de niña perdida el de ella:

ella anónima y naturalmente descalza pues viste de carmelita aún te mira a ti, papá, mira detrás de Mariano y te mira a ti, más allá del gringo altísimo y delgadísimo y güerísimo y desdeñosísimo que tú mi mami reconoces, D. C. Buckley, el WASP más aclimatado en nuestros campos de himenópteros carnívoros, el emisario predilecto en México de la República Liberal e Independiente de Nueva Inglaterra e Islas Adyacentes, la formación autónoma que en los early noventas agrupa todas las tendencias libertarias, las protestas contra los abusos de los derechos humanos, derechos gayos y derechos lesbios, sin prensa amordazada o dirigida o desinformada, Nueva York y sus Islas Long Island Marthas Vineyard Nantucket donde el aborto es derecho pero ningún derecho aborta: el último refugio mundial del habeas corpus y el debido proceso legal representado aquí por el último Lector de Lawrence y Lowry que cree en la sensualidad mexicana aquí no en las borracheras incestuosas de las Cuatro Islas (Manhattan y), baila D. C. Buckley dándole el pie a la maría patarrajada, vendedora de panochitas y cajetas quemadas en el muelle de Acapulco, le dice Ada Ching la patrona a mis papás, eso me pidió él, una hija de la naturaleza para acompañarlo esta noche, pura, pizarrón sin gis, recámara sin muebles, intocada por los oráculos de la sybilización, una nobel sauvage, tú sabes, mon Ange?, que te limpie de la grima de Chicago aunque te pegue las ladillas de Chilpancingo

y ahora hace su entrada, eso entonces! el pie azul! muevan los reflectores sobre ella, idiotas, está entrando a mi disco la reina de la juventud dorada de la capital, mírala, Ángel, ah, la niña dorada, se desprendió del sol para venir a consolar a las estrellas, qué honor, qué privilegio, regada de lentejuelas, quince años nomás va a cumplir, es Penny López, la hija del ministro don Ulises Mentado, autor del slogan cumbre de la industrialización de México, el que ves escrito en todos los cerros, en todos los muros, en el cielo mismo, arrastrado por los dirigibles y grabado en las nubes por aviones de humo:

MEXICANO INDUSTRIALÍZATE:

VIVIRÁS MENOS PERO VIVIRÁS MEJOR

y pasa rozándote, acompañada de su gobernanta la señorita Ponderosa, sus dos guaruras guayaberos y su habitual escorte el joven diplomático brasileño Decio Tudela vestido igual que Tyrone Power de corta memoria en las lluvias de Ranchipur, oohlalá yo bailé con Tyrone Power en el cabaret La Perla, hace cuánto, Ángel, oohlalá las nieves de antaño y oohlalá Decio Tudela viene vestido igual que Mariano Martínez Mercado, pero Decio con turbante rojo, como mahrajado y una de dos: se van a pelear o van a poner de moda el mess-jacket para ir de noche a las discos, déjame animar a mis Jodiditos o va a haber pleito de popis.

Mis papis: yo les digo que la morenita bañada de té con hábito monjil y marrón que baila con Mariano Martínez Mercado mira a su compañero como si fuera el mero Licenciado Vidriera y sus ojos bajos y miedosos miran sólo a Ángel mi padre. La dorada señorita López posa los ojos como dos mariposas turbias sobre mi mismo progenitor por ser y luego mira a otra parte y no le hace caso. Pero Ángeles mi madre sí le hace caso a mi padre y lo mira a él. Yo todavía andaba entre las talegas hueveras de mi papá pero puedo decirle a Elector que así lo supe allá en el fondo de mis genes: neto. Como que de esa mirada iba a depender mi propia vida, miren nomás susmercedesbenz! Nunca lo olvidaré.

Ada Ching en la tarima, bañada de mercurio, pidiéndole a su público, qué quieren mis minetes, qué desean mis infantes, tú sabes Ada!, Ching! repiten todos a coro salvo los de a tiro nacos y cerriles que nunca han venido aquí antes como la morenita lavada de té que no le quita los ojos de encima a mi papá Ángel, qué quieren ver mis minetes y dejad caer sin fazones sus calzones y en ese delectable par de nalgas blancas lucen dos tatuajes: el cachete izquierdo, magdalena normanda, se adorna con la rubicunda efigie del Gran Timonero nadando a lo ancho del glúteo de Ada Ching como si fuese un Yang-Tzé lácteo; y el cachete derecho, galleta bretona, muestra descubierto al mundo la sonriente jeta del tío José Jugos Viles con su pipita en la boca señalando hacia los deliciosos recovecos de Ada Ching como si pidiese fuego: con un gesto coqueto heredado de la improbable memoria de Renée St. Cyr, Ada Ching tira de la blusa y se levanta los calzones; D. C. Buckley ya gritó Moon-Ah, Moon-ah, y los Four Jodiditos recogieron el ritmo de las EMES y total para eso están todos aquí y muuuuuuu gime Homero desde las entrañas del barrenado galeón de hule, muuuuuu Eme Mis Emes cantan ellos

Mi México Muerte Mía Marina Misterio Mordida y cada uno toma la Eme que los Músicos mandan y cada uno lanza una Eme propia hacia el altar de los múúúúúsicos, baterías del Jipi, sintetizador de Huevo, balalaika del Huérfano, Ada moviendo las tetas y jadeando el ritmo al micrófono, Mictlán dice Marianito y todos lo repiten con un rugido fúnebre y alegre a la vez, Maldición dice Decio y lo corean también, Marina Misterio Mordida Mamacita interpone Ada, Mierda los Jodiditos, Misterio Madre Malinche Muerte y Mustang Miramón Mariano mira con indiferencia a Decio necio recio y Mariano Morral Mendigo Metralla Emes de México, todos juntos nau

Mis Emes Monjas Mojadas Molidas Milagros cantan, contestan, gritan los muchachos y las muchachas mezclados mestizos mixtos todos juntos, nau

Metate Mesalina Monja Muerte Molcajete Mamá, Máaaaaamá, Mamad, Mamadó…

Los guaruras de Penny se llevaron las manos a las cinturas, un instante de terror pasó volando como un ángel de espuma sobre las cabezas bamboleantes de la discoteca Diván el Terrible, Penny misma no pareció enterarse de nada, bailaba con Decio el rockazteck de LAS EMES DE MÉXICO

el ritmo de moda de los Noventas, Penny López hace coro a las nuevas iniciativas Meseta Matraca Martirio Mixteca Matamoros Matamoros. Al escuchar este nombre gritado y cantado por la banda y los bailarines Ángel mi padre se detuvo, pensó algo (no sé, Elector: no soy omnisciente, sólo sé lo que mis genes me tienen reservado desde hace Mock the Suma de siglos), digo que algo le vino a la cabeza, ésta era la noche de los cabos sueltos, las sugerencias inacabadas, las promesas incumplidas: era su culpa, de él nada más, quería estar libre y disponible para el gran evento del día de Reyes y todo lo que no llevara a eso no le tocaba una campanita, su mente era un velo empañado For whom the veils soil con excepción de Lo Que Va a Pasar la Epifanía:

Miró a Penny: Penny era animada por el público a quitarse los zapatos, era la única que no lo había hecho, ahora lo hizo, sin manos, levantando la pierna, el muslo, mostrando el muslo bajo su falda de lentejuelas, y un repliegue de vello, un gajo de membrillo, una monedita de cobre húmedo. Mi padre la miró pero ella no le hizo caso. La muchacha bañada en té sí miró a mi madre, pero él no le hizo caso. Mi madre Ángeles miró a mi padre; él quiso hacerle caso pero pensó algo, algo le vino a la cabeza, Matamoros, una semilla de preocupación, hostilidad y enervamiento. Sintió el brazo y la mano de fierro deteniendo los suyos.

Bajó la mirada. Deng lo observaba impasiblemente triste. Mi bello padre, mi alto padre que no podía ser un gran poeta porque era demasiado guapo (dice mi madre olvidada de Lord B., de los jóvenes Percy B. S. y John K., del galán Alfred de M. y del anciano Ezra P.) tuvo la delicadeza de inclinarse mientras Deng Chopin se paraba de puntitas. Le dijo a mi padre sólo esto, pero sólo esto escuchó mi padre por debajo de las olas de la música y la gritería alegre:

—Usted ya estuvo en Pacífica?

La marea de gente separó a mi papá de las manos finas, largas y alargadas de Deng Chopin.

Es mi madre la que sólo tiene ojos para la dialéctica de la mirada. Mira a mi padre Ángel y se dice (le dice a mis genes) que para él habrá tres tipos de mujeres. Primero, las que como Penny, miran a otra parte y no te hacen caso. Segundo, las que, como mi madre Ángeles, te hacen caso y te miran a ti. Y tercero, las mujeres como esa muchachita morena vestida de carmelita descalza que te miran a ti pero en realidad miran a través de ti al que está detrás de ti: el demonio, el ángel. Penny no le dio envidia. Ella no sintió tristeza. La morenita bañada de té le dio miedo. Las tetitas le rebotaban bajo los escapularios.


2

DIGO QUE LOS OJOS NEGROS de mi madre son una playa que sólo cambia para parecerse más a sí misma.

Digo que los ojos miopes verdeamarillos de mi padre son un mar sin progreso ni ser: se transforma mi padre todo el tiempo sin dejar de ser el mismo.

Digo que se reúnen en el baile mi padre y mi madre pero saben que ésta es una ceremonia más para aplazar la muerte.

Digo que ella silenciosa y pasmada se siente de repente ligera, en otra parte, corriendo por un jardín de estatuas pudorosas y alamedas de humo, riendo mi madre, pisando delicadamente el césped con sus zapatillas de seda, levantando discretamente mi madre su crinolina, sintiendo mi madre el golpeteo cariñoso de su guardainfante sobre el pubis y el roce almidonado de su gorguera bajo la barbilla. Está ciega mi madre: un pañuelo verde cubre su mirada y ella ríe, sin saber si la persiguen o es perseguida: jácaras, galanteos, juegos antiguos.

Digo que ella no sabe cómo llegó hasta este jardín o por qué se desliza con tanta agilidad por el pasado, ella que no recuerda pasado alguno: entre los cipreses aparece y desaparece mi madre, alejada del bumbumbúm de su corazón en la noche de Acapulco y el Rockaztec y el Barrocanrol, pero los galanes de mirada vedada la escuchan mejor que ella a ellos: oyen el crujir de sus tafetas verdes, el juego de los dobles ciegos se consume torpe, rápidamente, topaborrego: dos frentones, él y ella, sin verse: vendados los dos, se abrazan, se besan los dos bajo un cielo de ráfagas verdosas en un antiguo jardín de humo y simetría:

Digo que él le arranca la venda de los ojos y ella lo mira y grita: vestido todo de negro mi padre con su gorguera y sus puños blancos culmina la ronda, el juego, con la captura, pero ella mira los ojos de mi padre y en ellos ve a un hombre que conoce y no conoce, lo conoce en el pasado, y lo desconoce en el presente, un hombre a la vez joven y viejo, inocente y corrupto, estrenando apenas amores y a punto de saciarse con ellos, un pie en la alcoba y el otro en el cementerio, caballero malvado, la abraza, le arranca la venda (es el baile de la San Silvestre en un puerto tropical; es el baile de la San Silvestre en un paisaje de Fragonard; es el baile de la San Silvestre en un patio andaluz) y ella mira aterrada a un hombre de mirada prohibida, cubierta por otra venda: no importa, por el puro movimiento mudo de sus labios ella sabe lo que dice: me amo a mí a través de ti, y a ti sólo podría amarte si al tocarte tocara a todas las mujeres del mundo en ti: puedes ofrecerme eso? puedes jurarme que eres todas las mujeres que deseo?, puedes convencerme de que eres Eva restituida para mí?, puedes jurarme que tu amor me enviará a donde quiero ir: al infierno?

Digo que ella le arranca el pañuelo de los ojos a él y él grita de espanto: ella tiene la frente marcada con hierro candente. La frente de ella se puede leer. La frente de ella dice: ESCLAVA DE DIOS.

Digo que ella no ha estado en el pasado. Pero ha estado en el juego.

Digo que él la toma de su nuca perfumada, le desnuda los hombros, la levanta de las caderas para que la crinolina se abra como un capullo crujiente y le toma los pies, la levanta de los pies, la muestra al baile entero, sostenida como una estatua de dulce.

Digo que ella está vestida de verde y él de negro.

Digo que están en una barcaza flotante sobre el Támesis y en una discoteca flotante en Acapulco. Estallan los cohetes.

Digo que ella está anonadada por esta aparición violenta de un pasado que no recuerda.

Digo que él está asustado porque ve el sello candente en la frente de mi madre.

Digo que él le pregunta, viste Ángeles? y cada vez que lo hace jura que ve cambiar los ojos de mi madre: cambian de color, o de lugar, o quizás sólo cambian de intención, que es como cambiar de color y de lugar: cada vez que la abraza, una marea de hielo, azul, clara, astilla espumosa, cruza la mirada de mi madre.

Digo que mi padre toma la mano de mi madre para resistir la tentación de besarle la nuca perfumada, la acidez de las axilas, el horno de los pies diminutos.

Digo que mi padre le dice Ángeles, dame tiempo de conocerte.

Digo que ella grita cuando él la toca: Tan largo me lo fiáis!


3

DETRÁS DE DENG CHOPIN él emergió, jejeante y hambriento, el tío Homero Fagoaga en el momento en el que el baile se disolvía exhausto; don Homero se dejó caer sin ánimo sobre una silla curul atornillada a la cubierta frente a la mesa drapeada con manteles de papel donde estaban sentados Ángel y Ángeles. Detrás de él se colocó, rígido como una estatua, Tomasito. El tío dirigió la mirada encapotada y febril, como de tortuga sagaz, hasta arriba, donde se agitaban en el silencio ominoso de la noche tropical los velámenes escarlata con ideogramas chinos y, entre mástil y mástil, las cúpulas bizantinas, de los dominios de la pareja Ada-Deng.

A servir!, ordenaba imperiosa la señora Ching a los músicos, les pago más que nadie y luego quieren descansar además entre tanda y tanda, eso nunca: a servir: no, un cuarto lugar no, dijo imperioso Homero al Jipi Toltec que disponía la mesa: tú no, Tomasito, abanica, Tomasito, tú comes cuando regresemos a casa.

—Yes master.

—Io non voglio più servir.

Nuestro cuate Huevo miró debajo de la mesa preguntando con una voz quejumbrosa: —Niña Ba, dónde estás, no te escondas más nenita, sal a que te demos golosinas, bebita…

Miró homérico al criado, rarísimo, blanco, como un huevo y, como un huevo, pelón hasta la avaricia, depilado hasta la sepultura y más allá, y miró al otro criado: se caía a jirones, se estaba despellejando a la vista de todos. El mesero de la pelambre de puercoespín y el gorrito de corcholatas se acercó a la mesa del sospechoso tío Homero y el tío Homero ya no lo miró: lo olió, lo olió tan sudoroso y chamagoso desde que tuvo la desgracia de nacer, dónde?, dínoslo tú, huerfanito, niño perdido, una marea incontenible de repulsión pareció ahogar la mirada de nuestro tío:

—Por qué siempre tienen que servirle a uno gentes apestosas e inferiores?, exclamó en la cima de la ofensa, excusa, acusa, hipotenusa de su cólera contenida—: Uno paga con dólares contantes y sonantes para comer bien, sí, pero también para ser bien servido por gente tan elegante como uno mismo! Por qué seguimos tolerando que nos sirvan nuestros inferiores? No tenemos poder suficiente para que nos sirvan nuestros pares?, exclamó en un delirio que musicalmente acompañaban los canturreos imperturbables del mesero con el gorrito de corcholatas, disponiendo la mesa el despellejado mientras el gordo buscaba en cuatro patas a la niña y el encorcholatado esperaba paciente a tomar la orden de la familia Palomar y Fagoaga.

A ver tú naco, dijo don Homero, arrellanándose en la silla curul entre mis padres, junto a la brisa nocturna abanicada por Tomasito y bajo las cúpulas de caucho en el océano bamboleante.

—Se le ofrece, caballero, dijo el mozo con la voz gangosa y chillona a la vez.

—“Se le ofrece caballero”, lo imitó con atroz desprecio el que a la lengua da pureza y esplendor. —A ver naco, tráeme un Dry, Straight up, twist of lemon.

—Oliver Twist?, inquirió mi padre.

—No es hora de bromas, dijo severo el Presidente de la Academia, mirando con sus ojos conflictivos al chamaco mesero y cantaor—: Y no te hagas bolas, pinche prietito (que claro, le trajo todo mal a propó, el meserito de ojos dormidos y cabeza de escobillón, una limonada con popote y Canada Dry en vez del ídem Martini que el tío Homero arrojó de un manotazo al suelo, regando de paso las cerezas y las aceitunas y le dijo al mesero híncate gato, recoge tu batea de babas, mono cerril, regresa, trata de pensar si puedes, cretinoide, y tráeme ahora, a ver si esta vez sí puedes, lo que te pedí, pobre burro analfabeto, aprende a servir a un señor!).

Se detuvo como para felicitarse a sí mismo —pocas veces has estado tan bien, Homero— y miró con redoblada furia al mesero que recogía hincado las cerezas y las aceitunas: Dónde metiste los dedos antes de meterme tus cerezas en mi limonada, chamagoso? Vaya, que como dijese implacablemente Hugo Wast al ingresar al gabinete militar argentino, la ocasión no es para pudibundeces, que seguramente, repito, se ha rascado los testículos o se ha sacado los mocos o se ha limpiado el funiculi-funiculá antes de tocar y servir mi comida. Nunca piensan en esto cuando comen en un restaurante?

Alzó la voz para que todos oyeran bien, sobre todo el chamagoso que ahora le traía sólo a él un sorbete de piña suntuosamente dispuesto.

—Se lo manda la patrona, dijo el muchacho tratando de vencer las poderosas carcajadas del robusto tío H. Obsequio de la casa, eso dijo.

—Aprende a servir a un señor, gato mugroso!, entonó el tío Homero, aguarda, siervo condón usado, pirulí demente!

Miró de arriba abajo al mesero que ahora no lucía su sombrero de corcholatas sino su pura mata cepillera, como para deslumbrar a la zoología con el erizo que se traía de copete, cruzado de brazos el chamaco después de servirle el sorbete al tío, mientras el tío paseaba la mirada por la abigarrada escena de la discoteca flotante la noche de Año Nuevo.

Levantó la cuchara para atacar el sorbete: —La gente como yo está acostumbrada a vivir con mendigos, no con pelados. No hay nada más digno que un mendigo mexicano. Cuando le ofreces un quinto a un auténtico limosnero, te contesta, negándose a tomarlo: “En mi hambre mando yo.” Un limosnero auténtico es un pobre como se debe, es decir sin petate donde caerse muerto pero con su hidalguía de pura savia hispanoamericana in-tac-ta.

Con sus uñas nerviosamente ávidas, don Homero arrugó el pobre mantel donde alternaban esos iconos pop, las efigies del Padrecito de los Pueblos y el Gran Timonero.

—Pero estos meseros, este mesero en particular, son rateros, cacos, que operan de noche y en la sombra, bandidos disfrazados de mozos, ellos no piden honradamente como lo hacen los pordioseros, qué va!, éstos te asaltan, sobrinita. Te dan gato por liebre, alborotan a la gente risueña y satisfecha con su digna pobreza y me la organizan en sindicatos, me la amargan con sus ideas utópicas y acaban robándose terrenos privados diciendo que fueron ejidos en tiempos del rey Cuauhtémoc, no producen, espantan a los turistas, arruinan a la nación y deben ser detenidos cuanto antes. He ahí mi filosofía social ahora que entramos, sobrinos, al que promete ser un muy movido año de 1992. Pues toda la vida la gente decente nos hemos defendido de los indios y los campesinos, y a esos sabemos manejarlos desde 1521. Pero a estos chamagosos salidos de la nada, cómo los vamos a dominar?, dijo con cierta angustia don H.

—Yo quiero decir —agarró aire— que a los escorpiones se los mata, como dijese Horacio el poeta, ab ovo, o sea en el huevo, antes de que puedan dañar, y a los cuervos en su nido, antes de que nos saquen los ojos: mirad ya en este niño perdido (señaló al Huérfano Huerta con el acero de su cuchara) al burócrata altanero, al redentor demagógico, al ideólogo implacable, al potencial Allende, qué esperas para abanicar, luzonesco poltrón?, miradlo y asfixiadlo, como dijese el marcial estadista chileno, señor general don Augusto Pinochet Ugarte, en ocasión no remota y quien, por la razón o la fuerza, aunque siempre para nuestro alivio, continúa ocupando la primera magistratura de aquella austral nación.

Dicho lo cual, el tío Homero al fin clavó la cuchara en su sorbete de piña como en un montículo de oro helado: hasta sus postres eran Potosíes a los que tenía patrimonial derecho de conquista; chupó y saboreó con ruidos, regüeldos y hasta se volvía simpático, pues quién que es comelón no cae bien?

Sin embargo, en su caso estos ruidos ahogaban la inocencia amable del tragón y sonaban a provocaciones eróticas en medio de toda clase de guiños y lengüeteadas incontrolables dirigidas a mi madre Ángeles o al taimado mocito de pelos enmarañados y piernas doradas, adoradas ya por Homericón nuestro tío. Pero qué carajos y qué confusión, dónde había visto a ese muchacho? Qué linda era su sobrina! Bah, de Ángeles no tenía nada, sino porque su sobrino Ángel decidió que los dos se llamaran igual, sonaba bonito, Ángel y Ángeles juntos, pero el gordo tío sabía algo mejor, de rodillas se acercaba de noche a la ventana del búngalo donde ellos dormían y los oía coger juntos y de Ángeles ella, qué va, pero para él era Diabla, Diablesa.

Ángeles Diabólica, gimió sin esperanza entrándole duro al helado y cuán deliciosamente suplió el aterciopelado sorbete otros placeres, otras lenguas!

Sólo en el instante de terminar la nieve, comiendo mecánicamente pero con la mirada puesta en sus sueños, miró don Homero hacia abajo y se percató de que el postre estaba montado sobre un artefacto que no era piña vaciada para recibir el frío regalo del paladar, ni recipiente de cristal cortado con elegantes aristas estrelladas en simulación de los capielos liquificados de la ambietácea fruta, ni siquiera vulgar barreño para fregar la losa (oh, don Homero quiso ardientemente salvar el desastre que sentía próximo mediante una apasionada adhesión al buen decir que era lengua, lengua divina, la razón de su existir) no, sino esto que ahora brilló metálico y supo acre y se desinfló mojado: había comido un helado de piña que recubría el fieltro sin alas e incrustado de corcholatas de, de, de ese mozo! de aquel niño cabrón que lo fregaba de día y de noche! El Huérfano Huerta salió triunfador del cajón de los olvidos donde el tío H. guardaba cuanto evento desagradable se cruzara en su excepcional destino, naranjas limas y limones, o era manzanas higos y peras?, se levantó don H. temblando pero el mesero del pelo de puercoespín ya huía hecho la mocha mientras Tomasito le recriminaba say yesmaster y el Huérfano Huerta gritaba desde lejos yesmother desmother y el licenciado Fagoaga se llevaba las manos a la garganta, auxilio, envenenado, atragantado, viejos corchos cocaculeados, metales oxidados, orange crotch, cerveza dos equis como mis genes potenciales, picas de frisa como las que tengo en mi playa para defenderme de los intrusos, los criados respondones, los nacos igualados, los indios alzados, Jesús mil veces, oh mi lengua taladrada de corcholatas, mi razón de ser y el ser de mi razón: lengua rayada!, mi paladar hendido por bajos metales que me harán hablar gangoso y pitudo como ese escuincle odioso, oh mi buen gusto mi savoir faire para siempre arruinado!

Tomasito abanicó con la misma tenaz paciencia a su amo, Deng Chopin se asomó inmutable por el escotillón, a ver qué pasaba, el tío Homero resbaló de su silla curul al suelo y la propietaria Ada Ching se acercó a calmar, agradecer, era un honor para la discoteca flotante Diván el Terrible recibir al señor presidente de la Academia de la Lengua y Ángel y Ángeles que eran clientes de selección y no era hora de enojarse sino de celebrar en un par de minutos el Año Nuevo de 1992, acaso el año escogido para la renovación de las alianzas, la Tercera Roma y el Imperio de Enmedio, la cultura imponiéndose sobre la ideología, já, sólo la cultura sobrevivía a los vaivenes de la política, y la cultura era baile, carnaval, saturnalia, también, era el momento de festejar, el tío Homero se quiso abalanzar a abrazar, a besar, a matar, a coger, a golpear al Huérfano Huerta de nuevo encaramado en la tarima musical con Huevo y el Jipi Toltec, pero D. C. Buckley borracho se sentó de repente en las rodillas de don Homero Fagoaga, Buckley argumentando con un acento altivo de Massachussetts, aggarrémonoss a los tablones del naufragio del Pequado anglosajón que nos arrastró con sus arpones ensangrentados a la caza de todas las ilusiones del siglo XX: imposible salvarse de esta carrera al desastre, im-posible ser modernos sin participar en la cultura popular annglosexona, mientras el tío Homero, bajo el peso del altísimo gringo, buscaba una servilleta de amplitud suficiente para su vientre y se conformaba, desesperado, con la cola del mantel: clavado ahora entre la guerrera de cazador africano borroneada de azul y su vientre de jamón güey.

—Be ernest about that, dijo D. C. Buckley/

o de cetáceo cazado implacablemente por el furibundo Ajab/

—Oh you movie dick, dijo Buckley haciéndole cosquillas al pajarito en reposo del impasible don Homero, cuyas querencias andaban por otros lados/

W. C. Fields forever, cantaba la banda de rockaztec de los Four Jodiditos.

—Excusado Campos!, se carcajeó borracho Buckley, embriagado de calambures ingleses y españoles, punish the spinning spunning spanish language!, mientras don Homero suspiraba resignado, diciéndoles a sus sobrinos que admitía todo el celaje de calambures que se sirviesen ordenar, con la esperanza de que la lengua castellana todo lo deglutirá y saldrá triunfante de esta prueba, llegará viva a la playa del siglo XXI, venciendo, comiendo, expulsando al universo anglosajón y se quedó mirando, abrazado al desconocido D. C. Buckley, los bikinis de los músicos meseros y las nalgas blancas de Ada Ching.

Nunca recordarían en qué momento feneció el triste año 91 y se deslizó desapercibido, indeseado, como ladrón en la noche que diría don Homero, el seguramente fatídico 92 de nuestros cinco siglos cristóforocolonizados:

Mi madre Ángeles miró con desazón a mi padre Ángel mirando a la muchachita color de canela que bailaba entre Decio y Marianito hermanados en su deseo de confusión clasista y riesgo racista y parranda popular, The Acapulco Slumming Party, deseando menaje tríptico con inocente y telúrica nena mexicana bañada en té,

quien sólo tenía ojos, empero para mi papá,

quien miró con un deseo que quería desviar (pero no podía) a mi madre, a la danzarina quinceañera Penny López,

quien no miraba a nadie: bailaba.


4

Y esa primera madrugada del nuevo año, llegado en medio de un silencio premonitorio, mientras el diminuto sinopolaco le lamía delicadamente la entrada a la vagina y con mordisqueos igualmente delicados le arrancaba uno que otro vello del pubis y luego caía como un gatito travieso a husmearle el clítoris, Ada Ching decía sí petiso, hora de hacer dodó juntos, quién sabe, el día menos pensado el mundo cambia para siempre, volvemos a celebrar juntitos la gran pascua rusa y el año nuevo chino, no quiero perder la ocasión mi chino cochino, sí chaparrito de oro, sí peligro amarillo, llevo treintydós años esperándola, imagínate, desde que era una muchachita de veintytrés años y nos cayó la terrible noticia, se separaron Moscú y Pekín, sí ama así a tu Ada Hada anda, eso hace largo tiempo, yo me haré una belleza para las suaréz por venir, ahora tú ves, nadie se acordó siquiera de celebrar el nuevo año, llegó sin que nadie se diera cuenta, pero tú anda, hazme recordar con tu lengua la mía, lengua de oca, tu Ada de Provenza el mar el sol, tu flor última del cátaro árbol, tu herética sobreviviente de las criminales cruzadas de Gaston de Foix Grasse, lámeme el culo, chino cochino, méteme tu lengua en el ano, varsoviano marrano, tú y yo sí que vamos a celebrar el Año Cuatro Veintes y Doce, para que me limpie de todo deseo mortal, me vacíe de toda lujuria y no quede nada de mi cuerpo drenado por tu lengua amarilla más que mi espíritu, mi verbo, mi ideología purificada y un cuerpo blanco al fin, limpio al fin, lavado de toda mácula, mi dengchopinga, toda mi basura barrida por el barreno de tu lengua, mi chino y yo al fin sin el pecado del Dios malo que me dio tripas y trompas y sangre y excremento y las lúbricas nalgas que les enseño allá arriba todas las noches a esa banda de conos, pero sin renunciar a mis principios políticos, todo eso para llegar gracias a ti y a tu sexo tan inmenso cuán pequeñín eres tú mi cupidón al Dios bueno de la justicia, nombre de un nombre de un Lenin, nombre de un nombre de un Chou, albigense de un Marx que me esperan al término del largo túnel de mi carne impaciente y hastiada, siglos y siglos reventados que al fin se juntan en el telescopio del placer, el caño del coño de la historia, milenarios de ayer y millonarios de hoy, apocalipsis del siglo diez y a poco a lápiz del siglo veinte, tú y yo los últimos cátaros, enano manolarga, sí, trata de joderme para estar puro y reconstruir tú y yo la última chance del proletariado que viene arrastrándose de milenio en milenio por el fango de la historia, así con tus manos y tu lengua nomás, me vengo, me vengo/

—Qué le dijiste al viejo gordo, mi repollo?

—Posible todos estemos dentlo de la pesadilla de mulciélago.

—Y a Ángeles?

—Ciego no temel selpiente.

—Y al garzón Ángel?

—Sabel dónde está Pacífica?

—Tú crees que eso les fue suficiente de ver humillado al tío gordo?

—No, no. Quelel matalo ellos, no suicidio, no.

—Entonces, mi pequeño Papa-God, no nos vamos a salvar tú y yo.

—Talea de sacel-dote es salval humanidá, no humilde piel.

Ada Ching se miró con desazón y extravío en el espejo de la cabina.

—Fui de veras bellísima. Cuando nadie me quería. No este adefesio pintarrajeado y cincuentón. Ooooh, de chica me llamaron La Fellini. Hasta que entendieron el papel que cumplo y me respetaron.

Deng Chopin la miró con ojos suplicantes. Ella pescó el reflejo de esa mirada y se cepilló enérgicamente el pelo rojo, casi carbonizado por toda una era de tenazas bretonas? normandas? provenzales?

—No me mires así. Toda mi infancia tuve que soportar la humillación de mis padres después del pacto Molotov-Ribbentrop. Luego yo misma tuve que decir en los sesenta no es cierto, Pekín y Moscú no se han peleado, son los bastiones de la revolución proletaria, si Pekín y Moscú se separan no habrá ni revolución ni proletariado, nadie puede sacrificar esa fuerza, sagrado azul!

Dejó el cepillo. Deng la miró intensamente.

—Qué me dices, mi chino?

Él negó con la cabeza y miró entristecido las sábanas.

—Y el mundo, qué le dices entonces al mundo, mi enano sublime?

—Cuando te lo platican, palaíso. Cuando lo vives, infielno. Te lo digo Mundo. Entiéndelo Univelso.

—Y a mí, qué me recuentas, mi rekekete adorado?

—Con un pelo de mujel puede levantalse un elefante.

—Papa-God!

—Papa-papa-papagoda!

—Ay, ahora sí, no quisieras que te dijera adentro, mi peligro amarillo, mi vida, mi buda, mi veda, mi boda?

—Sí, mehada, Ching.

—Pues te quedas con las ganas, te pones tus lunetas y lees los cuentos del Pabellón de Placer y te dejas de coñerías porque tú sabes muy bien que no entras en mi pussycat mientras no se restablezca la Alianza Sino-Soviética. Un punto y es todo.

—Mañana podemos molil, Ada.

—No es razón para renegar de los principios.

—Nada clece si semilla no se siembla, incluso muelte.

—Alors, capullo caído nunca regresa a la rama. Bon soir, mon Chou.


5

Pues bien decíamos que las células sexuales salen al mar a encontrarse, a fertilizarse, sin todas estas complicaciones que (mis genes llevan eternidades advirtiéndome) rodean la más simple concepción de un ser humano y la ceremonia filosófico​moral​histórico​rreligiosa de la cópula (conozco eras enteras de genes, sólo unos minutos de gentes, qué quieren ustedes): el coral y el aguamala salen a fertilizarse en el mar y a mirar a través del agua corrupta del desagüe hotelero y de las agitaciones de El Niño los montes donde la gente ya no puede vivir más, sólo los turistas, sólo los anuncios desvelados: todas las luces neón de Aca prendidas, desperdiciadas, en pleno sol

TENEMOS ENERGÍA PARA REGALAR!

Nadie más. Nunca más. Alrededor, sí, el coral y el aguamala se reproducen por fertilización externa (oiga Elector: voy a hablar de lo que sumerced ignora: de lo que yo soy: un esperma que dejó a sus antepasados y derrotó a sus hermanitos en las carreras charros of ire y ahora ha encontrado el huevo caliente y distribuye sus equis y sus zetas) y las células sexuales (hablo de mi historia de familia, viva ahora y sin duda afuera, que para mí es una historia corta y secreta salvo lo que susmercedes se sirvan informarme desde ahora y desde afuera para lo cual concedo exactamente una página para añadir lo que quieran ahora o nunca antes de reiniciar mi discurso, recapitulando y a saber):

LISTA DE ELECTOR LISTA DE CRISTÓBAL
  • (ellos en la playa de Pichipichi lavándose en la mar después de haberme creado)
  • (el tío Homero volando diarreico por los aires de Acapulco huyendo de las guerrillas)
  • el tío Fernando volando por los aires del Chitacam Trusteeship en helicóptero rumbo a la selva lacandona)
  • (Mamadoc echando espuma por la boca y escupiendo a los espejos porque ha entendido la razón del Concurso de los Cristobalitos, privarla de descendencia, inventar una dinastía artificial para México)
  • (Federico Robles Chacón recordando cómo vio a su creación la Madre y Doctora conquistar al pueblo y
  • él viéndola desde un balcón oscuro, sin atreverse a pensar siquiera en ella como un ser humano: su estatua, su Galatea de bronce y peluca y cohete tricolor)
  • (mis padres en la playa recordando lo que pasó días antes durante las fiestas de fin de año que condujeron a mi concepción)
  • (Ulises López inquieto entre consultar por larga distancia a su gurú indostánico de la Universidad de Oxford o defenderse de las estrategias simbólicas del secretario Robles Chacón su rival político que le privarían quizás de llegar a la presidencia y optando finalmente por olvidarse de economía y política y pensar sólo en el trinquete)
  • (yo exigiendo desde mi nueva existencia que ellos ni se huelen que me expliquen bien el cómo y el cuándo, el lugar y el tiempo en que todo esto sucede, qué es el tiempo, qué es el espacio, qué sucede adentro de adentro y afuera de afuera y adentro de afuera y afuera de adentro)
  • (ellos contestando a mi exigencia anticipadamente, por pura intuición, los adoro ya!)
  • (En el antiguo hotel El Mirador: su forma de terrazas escalonadas:
  • LO PRIMERO QUE NOTÓ EL PROFESOR Will Gingerich al llegar al coctel de año nuevo en la

terraza del hotel The Sightseer

(antes El Mirador) es que todos

los invitados eran de vidrio. No cul-

pó a su dolor de cabeza de esta ilusión.

El sol de Acapulco debía llegar acompañado

de aspirinas. Pero ahora no había sol. La noche

había caído. Su rebaño de gringos se había reunido

para conocerse antes de iniciar mañana el Fun & Sun Tol-

tec Tour. Cada uno se había pegado una etiqueta en el pecho con

nombre y provenencia. Maldición! Entonces por qué no se miraban entre

sí? Los observó mirando la etiqueta del vecino como el vecino miraba la eti-

queta del que lo miraba a él, sonreír de una manera alegre pero ausente y buscar

ávidamente la etiqueta del siguiente invitado. Las miradas traspasaban los cuerpos como si fueran los vidrios de una ventana enmarcada para ver el paisaje de Vermont en invierno. Pero aquí, detrás del vidrio, sólo había más vidrio. Todos tenían ansias de dejar atrás al siguiente compañero de excursión y conocer a otro más que también era de vidrio: otro, otras, todos esperaban, inocentes y cristalinos.

Un mozo acapulqueño le ofreció un Scarlett O’Hara. Will Gingerich tomó la copa de pistilo quebradizo y sintió náuseas al probar el licor dulzón nadando en fresas borrachas. Miró los ojos espesos, bovinos, impenetrables del servidor mexicano. Su cuerpo espeso de dado no se dejaba traspasar por ninguna mirada de vidrio. El profesor Gingerich respiró hondo y se dijo que su deber era presentarse y atender a sus ovejas. Se paseó lentamente por la terraza encaramada en las alturas sobre el mar rocalloso y sonoro de esa noche.

—Hola, yo soy su guía profesional.

No tuvo que decir su nombre porque él también lo traía escrito en el pecho de la playera desteñida que decía Dartmouth College Vox Clamantis in Deserto 1769. Eso nadie lo iba a leer. Podía apostarlo. Nadie miró su cara. Nadie leyó la inscripción desvaída del Colegio. Y él a nadie le iba a decir que andaba de guía de turistas en Acapulco porque Ronald Ranger destruyó la educación superior en los Estados Unidos con la presteza de la pistola más veloz del Oeste. El Presidente seguramente leyó en su lista de cortes presupuestales en la ayuda federal a la educación enunciados exóticos como “Literatura Hispanoamericana” y “Mitología Comparada”, se preguntó para qué servía eso y lo rayó de la lista. Gingerich se consoló pensando que a los locos les fue peor. El Presidente también suprimió la ayuda federal para la salud mental presentándose ante la televisión con un chart estadístico en el que se demostraba palmariamente que los casos de desequilibrio mental habían descendido abruptamente en los Estados Unidos durante los pasados veinte años. En consecuencia, la ayuda para una enfermedad declinante ya no era necesaria.

Will Gingerich no quería considerarse una víctima de la América de los Ochentas, ni anunciárselo a su grey disímbola. Además, las parejas sesentonas que la integraban no lo miraban aunque sí exclamaban, Oh qué excitante!, al leer sus señas en el rotulito de la t-shirt. Ojalá se refirieran a la antigüedad y prestigio de Dartmouth College. Pero ese escudo nunca lo leyeron. Nadie le pidió que tradujera el latín.

—Voz clamando en el desierto, lo detuvo suavemente un dedo índice acompañado de una voz modulada y grave.

Will Gingerich frenó su mirada errante para darle cuerpo a su interlocutor. Seguramente era algo más que un dedo y una voz. Gingerich sacudió la cabeza prematuramente desguarecida de pelo. Temió caer en el mismo mal de sus ovejas. Tenía frente a él a una persona que no era invisible. Will estuvo a punto de presentarse afirmativamente. —Sí, soy profesor de Mitología y Literatura en Dartmouth College. Pero le pareció una injuria a la institución.

No tuvo que decir nada, porque su interlocutor ya evocaba por su cuenta: —Ah, esos inviernos blancos de Dartmouth. Más bien, un infierno blanco, dijo José Clemente Orozco cuando fue a pintar los frescos de Baker Library en los treintas. Los conoce usted?

Gingerich dijo que sí. Se dio cuenta de que quien le hablaba no lo hacía porque creyese que Gingerich había comprado su playera en alguna tienda de excedentes universitarios por nostalgia o simplemente para apantallar.

—Por eso fui a enseñar a Dartmouth. Esos murales son una extraña presencia en medio del frío y las montañas de Nueva Inglaterra. Orozco es normal en California porque California se parece cada vez más a un mural de Orozco. Pero en Nueva Inglaterra, para mí era agradable leer y escribir protegido por los murales.

—Lo dices como si fueran un guardaespaldas de lujo.

—Sí, rió el profesor, Orozco es un guarura artístico.

No dejó de observar al hombre alto y delgado, vestido con un pulcro atuendo de camisa abierta, saco y pantalón blancos, un cinturón café oscuro de hebilla gruesa y mocasines Blucher seguramente adquiridos por correo a la tienda L. L. Bean de Freeport, Maine. En una mano, sin nerviosismo, el hombre que se presentó como D. C. Buckley mantenía un sombrero panamá y a veces lo hacía girar graciosamente alrededor del puño.

Buckley se llevó la otra mano a una cara delgada y afilada, como de antiguo anuncio de las camisas Arrow, y agitó su melena de miel envejecida. No tendría más de treinta y cinco años, calculó Gingerich que se sentía viejo a los cuarenta y dos, pero su pelo era viejo, profético, como si se lo hubiera prestado un antiguo jefe de los seminoles.

—Mira, viejo sal, le dijo con inmediatez de fronterizo eterno al profesor Gingerich, sospecho que ya cumpliste con tus obligaciones primarias. Aunque preferiría ser no-alusivo, no te parecerá, por lo menos, iliberal de mi parte que te asegure que tus fieles no se ocuparán más de ti.

Posó y pausó mirando a los acantilados de La Quebrada, que de tan iluminados por spots y antorchas, acababan pareciendo de cartón.

—Primero se quemarán la lengua y el paladar con estos atroces cocteles hasta inmunizarse contra cualquier ofrecimiento culinario. Más tarde comerán —porque así lo habrán exigido ellos y por ende sus organizadores— comida de niño —papillas, salsas embotelladas, helados de vainilla y agua fría— y al cabo estarán listos para fijar sus distraídas miradas en los clavadistas que se arrojan de lo alto. Esta estadística será el evento, no lo que sucede en el pecho del muchachito acapulqueño que, como tú, sólo hace lo que hace para comer. Cierto?

Gingerich dijo que no era difícil adivinar que un profesor universitario metido a guía de turistas en México lo hacía por necesidad. Pero —se apresuró a añadir— por lo menos él pretendía matar dos pájaros de una pedrada.

—Busqué venir aquí porque estoy terminando un estudio sobre el mito universal de la vagina indentada.

—Si es universal, por qué sólo aquí, ruego?, dijo estudiosamente Buckley.

—Porque aquí tiene su sede el Instituto Acapulco, dijo Will, como si éste también fuese un mito universal. Se dio cuenta, con un leve rubor, de su excesiva presunción profesional y añadió:

—El Instituto Acapulco ha recabado toda la documentación pertinente sobre este mito, señor Buckley.

—Por Dios, llámeme D.C.

—Claro. D. C. No son, me entiendes, estudios que oficialmente puedan prosperar. El gobierno se opone. Es más: las mujeres que aún lo practican te mandarían matar por insinuar siquiera que…

—Mi detective favorito Sam Spade dice que sólo un loco se atrevería a dañar los sentimientos de una mujer mexicana. Las consecuencias, por así decirlo, pueden ser dañinas; iliberales, por lo menos.

Dio a entender que concluía ya con un ligero florilegio de su sombrero panamá: —Si te parece, mi querido profesor, podemos matar una pedrada con dos pájaros, jajá. Yo te acompaño al Instituto Acapulco; tú me acompañas a investigar vaginas, indentadas o no, pero decididamente acapulqueñas, jajá!

Y se coronó con el sombrero ladeado.

Descendieron en el veloz Akutagawa de D. C. Buckley por las empinadas y torcidas cuestas de La Quebrada hasta la peste aplatanada del Malecón y Gingerich consultó su fiel agenda con el sello de Dartmouth impreso en la tapa: el Instituto Acapulco se situaba en la calle de Cristóbal Colón, entre Enrique el Navegante y Reyes Católicos, en la Colonia —nada más faltaba— Magallanes: los mexicanos aprovechaban didácticamente su nomenclatura urbana, dijo el profesor, y se atrevió a preguntarle a D. C. Buckley el motivo de su visita a este país.

—Sabes, viejo sal. Se puede ser, como escribiese Henry James, fiel sin ser recíproco.

Buckley dijo esto sin apartar la mirada, angosta y siempre impertérrita, de los accidentes de la carretera.

—No, no, meneó la cabeza amablemente Gingerich. No creas que soy un gringo romántico en busca de la edad de oro y el buen salvaje.

—Sería iliberal de mi parte, viejo sal, dijo Buckley. Soy habitante de Nueva York y las Islas Adyacentes. Soy miembro del Anar Chic Party of the North American Nations. Y aunque tú no creas en el hombre primitivo, eso busco yo aquí: un baño de primigenias sensaciones, pero con la mujer primitiva, jajá. Y tú, a cuál de las Naciones perteneces?

—Salí de Mexamérica cuando se independizó. Soy demasiado frugal para pertenecer a Nueva York y las Islas, demasiado liberal para ser Dixiecrata, creo tener demasiada imaginación para integrarme al Eje Siderúrgico Chicago-Filadelfia y demasiado humor para hundirme en la hipérbole de la República de Texas, de manera que pasé a ser parte de Nueva Inglaterra.

—Has oído hablar de Pacífica?, torció la boca Buckley.

—No sé si tengo derecho. En todo caso, tengo miedo.

—Pues aquí estamos. Pero tu Instituto Acapulco no se ve anunciado.

—No, hay que entrar sin más.

—Y está abierto de noche?

—Sólo se abre de noche. Eso dice el folleto. Yo no he estado antes.

Descendieron del Akutagawa. La noche acapulqueña olía a frutas muertas. Se detuvieron frente a un edificio descascarado. Subieron por escaleras de pasamanos herrumbrosos.

—Por lo menos están bien aireadas, dijo Buckley limpiándose el fierro marrón de la mano.

Se refería a que las escaleras subían entre pilastras de estuco despintado y ventanas sin vidrios; pero luego los vidrios azulencos ensombrecieron la noche. Se detuvieron en un corredor oscuro. Apenas lo iluminaba un foco solitario e inmóvil frente a una puerta indescriptible.

—Nada que vale la pena en México se anuncia ya, explicó Will Gingerich: —Pero el Instituto envía folletitos al extranjero.

Tocó con los nudillos, involuntariamente, dejándose llevar por un ritmo de jazz olvidado.

—Prueba de que no vale la pena?, insistió, cortés D.C.

La puerta se abrió y un hombre de unos treinta y dos años, alto, fornido, prieto, bigotón, con ojos de jefe de tribu invicta fotografiado por Matthew Brady circa 1867, los miró sin expresión alguna. Debido al calor, usaba Bermuda shorts. A pesar del calor, usaba una gruesa sudadera con cuello de tortuga. El profesor dio su nombre y a D. C. Buckley lo presentó como su asistente.

—Matamoros Moreno, para servir a Quetzalcóatl y a ustedes, inclinó su cabezota el individuo y D. C. Buckley sintió un estremecimiento en la columna dorsal: él, que había venido a México tras las huellas de D. H. Lawrence, recibir este regalo… imprevisto! Agradeció con la mirada la liberalidad del profesor, gracias, viejo sal.

Pero no tuvo tiempo de decir nada porque Matamoros Moreno les abría paso con un gesto de hospitalidad, cerraba la raquítica puerta del Instituto Acapulco y se adentraba en la desnudez de éste con un paso arrastrado, pesado, de prisionero encadenado. Dejó caer sus hombros gorilescos y se sentó en una silla de fierro frente a una mesa de ocote pintada de laca roja.

—Como ustedes saben, dijo sin mayores preámbulos Moreno apenas tomó asiento el profesor en la otra silla de fierro, mientras D. C. asumía sin pretensiones su papel de asistente, detenido de pie detrás de Gingerich, alto y lejano a la mirada terrestre de Matamoros, quien hasta sentado parecía estar empujando un cañón cuesta arriba: —Como ustedes saben, el antiguo mito de la vagina indentada sólo sobrevivió en textos del siglo XVI gracias a los misioneros que se tomaron el trabajo de escuchar las historias orales de los vencidos y redactarlas para uso en los colegios de indígenas. Pero estos textos pronto fueron destruidos por lascivos e impuros, según órdenes de las autoridades civiles y eclesiásticas de la colonia.

Hizo una pausa, acaso para dejarse ver bajo la luz de otro foco singular que ahondaba las sombras de su rostro, amenazante en su simplicidad inmóvil. Ese rostro, se dijo D. C. Buckley, sólo anuncia el peligro del cuerpo: el que no evita esa mirada corre el riesgo de no evitar el paso del cuerpo y ser demolido por él. Buckley decidió evitar una y otro.

—El texto y la ilustración que tengo en mi poder (ahora miró sólo y terriblemente a Gingerich) son los únicos sobre el mito vaginal salvados de la herencia de don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el príncipe indio convertido en escritor de lengua española, aunque descendido del príncipe Nezahualpilli de Texcoco.

Matamoros miró fijamente, como una cobra maligna, a Will Gingerich. El profesor puso una cara que sólo se recordaba poniéndoles a los muggers de las oscuras calles residenciales de Cambridge, Mass. cuando lo asaltaron allá por el ochenta y cinco. La cara de Matamoros Moreno sólo indicaba una cosa: que su información tenía precio. Pero Gingerich no dijo nada. El pez por la boca muere. Buckley tampoco habló. Su mirada llevaba unos minutos ya alejada de la del señor Moreno y buscando, en cambio, los ojos veloces escondidos en la penumbra del Instituto Acapulco.

—Mis condiciones para mostrarle los documentos son dos, señor profesor, dijo con empaque muy mexicano el presidente del susodicho Instituto.

Gingerich no preguntó. Esperó.

—La primera es que procure usted publicar mis escritos en alguna prestigiada revista de las vecinas repúblicas del Norte.

Los ojos de Matamoros Moreno no eran nada comparados con los tremendos dientes que ahora mostró. Buckley no los vio porque mejor vio los ojos de venado de una mujer en la oscuridad, detrás de una puerta de vidrios opacos que conducía a?

—En efecto, dijo Gingerich, lo procuraré, señor Moreno.

El profesor carraspeó y continuó ante el tozudo silencio de don Matamoros: —Porque la crisis de la edición en Norteamérica afecta aun a las casas editoriales más poderosas, sabe usted? Es muy difícil…

—Eso me importa una puritita chingada, dijo el temible Matamoros. Usted ve cómo le hace para publicarme en las casas editoriales, poderosas o débiles, eso me tiene sin cuidado. Usted jura que me publica, señor profesor, o no se entera del mito de la vagina indentada en la prístina versión de don Fernando Ixtlilxóchitl.

—Juro pues, dijo serenamente Gingerich.

—Y si no, sonrió con su dentadura de navajas Matamoros Moreno, que la Patria se lo demande.

Se sonó estruendosamente. Miró a Gingerich con el pañuelo cubriéndole la nariz y la boca.

—Y si no la patria, su servidor. Téngalo por seguro, amigo profesor.

Ahora Gingerich tragó grueso para poder decir en seguida: —Y la segunda consideración, señor Matamoros?

—No, mi amigo, consideración no, sino condición.

Gingerich no pudo sostener la mirada de Matamoros Moreno. Se fijó mejor en los bigotes del director del Instituto Acapulco. Esos bigotes no eran de aguacero. Eran un aguacero: Matamoros empapaba sus bigotes y taponeaba sus orejas. Sólo así pudo pasar por alto —se dijo el profesor— los ruidos que ahora provenían de la terraza. Estaba ciego también? Gingerich se dio cuenta de que Buckley ya no estaba en la pieza.

El ciudadano de Nueva York e Islas Adyacentes tampoco miraba o escuchaba a los supuestos canjeadores de mitos. Buckley había seguido los ojos de venado que se retiraron poco a poco, con paso leve, de la puerta de cristales.

—Condición, seguro, señor Moreno, afirmó, tragando de nuevo, el profesor.

—Es ésta: una vez que mis escritos sean publicados en Norteamérica, usted personalmente tomará un ejemplar donde esté bien claro el título THE MYTH OF THE NOTCHED CUNT by Matamoros Moreno y buscará en donde quiera que esté a un tal Ángel Palomar y Fagoaga, ciudadano mexicano y residente del Distrito Federal. Lo encontrará usted, señor profesor, a como dé lugar y lo obligará, en presencia suya, a comerse el papel en el que estarán impresas mis cosillas.

—Hoja por hoja?, tragó grueso Gingerich.

—Picado como confetti, contestó con gesto truculento Matamoros.

—No conozco a este señor Ángel Palomar.

—Lo encontrará.

—No puedo delegar mis funciones?, eeeh, en mi asistente, por ejemplo? (Dónde estás cuando me haces falta, bastardo Gothamita!)

—Personalmente. En presencia suya.

—Y si no?

—No faltarán investigadores dispuestos a aceptar mis condiciones. Aquí está una carta de la Universidad de El Paso, por ejemplo…

—Acepto, dijo precipitada, aunque académicamente, el profesor Gingerich.

D. C. Buckley siguió a la venadita a oscuras, oliéndola, pisando la ropa café que la muchacha iba dejando regada sobre los azulejos mientras Will Gingerich leía ávidamente el documento que como botana le ofreció Matamoros Moreno. Matamoros miraba a Gingerich con impaciencia. Pero no apartaba la mirada del profesor. Buckley tocó el hombro de la muchacha. Era una piel suave como un vaso de rompope con canela. Tocó su rostro. Se atrevió a acercar el dedo a la boca de la muchacha. Ella mordisqueó el dedo de Buckley y rió. El neoyorquino se acostumbró a la oscuridad. La muchacha desnuda se metió en un barril. Lo invitó a acercarse a ella. Abrió la boca, desmesuradamente, hasta limpiar el cielo de nubarrones. Buckley se dejó caer en el pozo del barril junto con ella.

—“Y eres como el maguey aburrido; eres como el maguey; pronto ya no tendrás jugos”, leyó apresuradamente Gingerich. “Ustedes los hombres se han arruinado impetuosamente; están vacíos. En nosotras las mujeres hay una cueva, una barranca, cuya única función es esperar lo que nos es dado. Nosotras sólo recibimos. Ustedes, qué nos van a dar?”

—Está bien, interrumpió Matamoros Moreno. Eso es sólo un anticipo. Ahora lea mis cosas. Pero ha de pensar usted que soy un majadero. Colasa! Sírvele su café de olla al señor!

Pero Colasa no contestó y Matamoros rió y dijo que de noche a la niña le gustaba salir a contar las estrellas. Gingerich buscó con la mirada a D. C. Buckley sin decir nada sobre su ausencia; Matamoros Moreno había olvidado al asistente. Lo había olvidado?, se preguntó el profesor cuando bajó a la calle Cristóbal Colón con el anticipo documental del mito en una bolsa trasera del pantalón y el manuscrito de Matamoros Moreno en la otra. El Akutagawa de D. C. Buckley seguía allí.

—Te vi bailando anoche en el Diván, le dijo Buckley en la oreja a la muchacha. —Parecías bañada en té.

Colasa Sánchez acercó el cuerpo tibio y oscuro al cuerpo blanco y frío del gringo.

—Por qué no dices nada?, preguntó D.C.

La muchacha cantó Mi querencia es este rancho / donde vivo tan feliz / escondida entre montañas / de color azul añil y miró largo rato a D. C. y al fin le dijo que anoche había un muchacho en la disco, uno alto y de ojos verdes, vestido de jipiteca con su mujer de tehuana y un tío gordo, no los vio?

—Tengo la vaga impresión de que había, por decirlo así, mucha gente allí.

Ah, ella creía que ese lugar era uno como club; los dueños la gabacha y el chale distribuían boletos gratis a muchachas y muchachos pobretones para promover la confrontación de clases, así le explicaron a ella para que fuera: qué bueno que el gringo se fijó en ella, estaba ahora encima de ella, qué bueno que ella podía contar las estrellas, él no, él le daba la espalda al cielo en el fondo de este barril: no podían juntos buscar a ese muchacho que decía ella?

—Qué quieres decirle? Qué quieres darle, entonces?

Lo mismo que a ti, dijo muy seria Colasa Sánchez, ven ya gringuito, estoy fresca y mojadita para ti, entra ya en tu muchachita linda, que acabo de cumplir trece tropicales años sólo para ti.

D. C. Buckley se desabotonó la bragueta y Colasa abrió como hojas de té las piernas y lo miró con ojos de venado azorado. El miembro de D. C. Buckley tanteó insensiblemente la entrada al cuerpo de Colasa Sánchez, se centró como un diestro para matar y empujó fuerte y con un solo movimiento brutal. Los dientes blancos de la vagina de Colasa Sánchez se estrellaron alrededor del pene infinitamente duro de D. C. Buckley. El gringo comenzó a reír de placer y Colasa a llorar de lo mismo.

Luego él la tomó bruscamente de la nuca, le atornilló la cabellera negra y le dijo ahora sí, cuenta todas las estrellas del cielo, no te quedes sin contar ninguna.


6

ÉSTA ES LA NOVELA que estoy imaginando dentro del huevo de mi madre. No iba a ser menos que Huevo el cuate de mis padres. Faltaba más, Cristobalito: si la tierra es redonda, por qué no ha de serlo una narración? La línea recta es la distancia más larga entre dos palabras. Pero sé que soy una voz clamante en el desierto y que la voz de la historia siempre está a punto de silenciar la mía. Por esfuerzo no queda, sin embargo, y el que quiera puede pensar que todo esto lo estoy contando veinte años después de mi nacimiento. Pero si Elector es mi amigo y colaborador, como quiero y confío que / no se detendrá a examinar si esta novela es narrada por mí ab ovo o veinte años después (a la Horacio o a la Dumas) sino que, sea cual sea la premisa, pondrá algo de su parte, será un auxiliar, un cronista externo respetuoso de la concienzuda indagación de mi gestación interna y de lo que aconteció antes de ella, porque no hay evento que no llegue acompañado de sus recuerdos: en esto nos parecemos tú y yo, Elector, ambos recordamos, yo con la sintonía que es la de mi cadena genética y mi natación uterina, tú con la de tu presencia, vieja o reciente, en el mundo exterior al mío: lo que yo no sepa recordar, tú lo puedes recordar por mí; tú sabes lo que pasó, tú no me dejarás mentir, tú te acuerdas y me cuentas que /


7

GINGERICH REGRESÓ A PIE al Hotel The Sightseer y todavía encontró a un pequeño grupo de su rebaño bebiendo en la barra de timones y delfines junto al despeñadero del mar. Se veían más desteñidos que nunca; con la vejez, el color huye de los norteamericanos, hasta los de origen mediterráneo parecen deslavarse, blanquearse como polvos de arroz y quedarse con caras de sábana hasta la muerte.

—De dónde eres?

—Cuánto ganas al año?

—Cuándo te mudaste por última vez?

Estaba cansado, sudoroso, y no quería contestar las preguntas indiscretas de los viejillos alegres y borrachos. No, la filantropía no había acudido a salvar a la educación superior, les dijo Gingerich. El presidente Ronald Ranger merecía pasarse el resto de sus días obligado a ver películas de Robert Bresson o a que le leyeran en voz alta pasajes selectos del Quijote. Nadie entendió lo que dijo y alguien hasta hizo la señal del tornillito en la sien.

Lo salvó Buckley. Entró saludándolo, hola Pastor Gingerich, qué dicen las ovejitas?, y ordenó un escocés doble. Se desplomó en el sofá-mecedora junto al profesor. En la mano traía un artefacto de madera en forma de pene. El pene estaba maltratado, mordisqueado, erizado de astillas, pero bien erecto.

—Nunca salga usted de viaje sin su pene de bois, dijo muy serio el neoyorquino, imitando la voz televisiva de Karl Malden, el dueño (Homero Dixit) de la más capital fábrica de sombreritos del Noreste Norteamericano.

Buckley se bebió la mitad del whisky mirando entre los vidrios y los hielos del vaso, como en un prisma sin simetría, el rostro submarino de Gingerich.

Abandonó la reserva y le contó que durante la depresión de los mediochentas que acabó con la Unión Americana él vio a su padre perder su negocio de láminas en Trenton; el déficit se infló a cuatrocientos mil millones de dólares anuales, y la deuda exterior a un trillón, la deuda del consumo a otro trillón, la deuda hipotecaria a tres trillones y la deuda para adquirir compañías a medio trillón, y ni siquiera las importaciones de capital de México, Argentina y Brasil combinadas alcanzaron para financiar el déficit de los Estados Unidos, los países deudores ya no pudieron pagarles a los bancos norteamericanos, éstos ya no pudieron prestarle un décimo a nadie, las deudas se acumularon de la noche a la mañana y el banco local quebró no sin antes correrlos de su casa porque ellos no habían leído la letra pequeña de la hipoteca y los cuatro —su padre, su madre, su hermana y él— tuvieron que vivir una semana dentro de lo último que les quedaba, su Chrysler 58 con aletas ictiológicas, faros especiales y un consumo de 18 galones de gas por día; su hermana Lucy Mae pescó una pulmonía pero les arrebataron el automóvil también y durmieron una semana más detrás de los almacenes de la Sears Roebuck que tenía paredes calientes, hasta que el Ejército de Salvación les dio albergue. Lucy Mae que era como un trigal de rubia se murió allí y D. C. Buckley, que entonces se llamaba Sam Pulaski, buscó desesperadamente trabajo, como lo aconsejaba el presidente Donald Dinger, en las columnas de ofrecimiento de empleo del Washington Post; pero él sólo era un buen soldador de láminas de veinticuatro años, no era experto en los únicos empleos que encontró en el periódico:

optoelectrónica

bloques constitutivos de partículas subatómicas

escaneo helicoide de azimutes

fenómenos de tuneleo

procesos paralelos

criogenética

y quinta generación de computadores

y su padre tampoco. El viejo se tiró al río desde un puente que dice

TRENTON MAKES THE WORLD TAKES

una mañana helada de febrero después de oír un discurso televisado del presidente Arnold Anger en el que retiraba los beneficios legales al desempleo para desanimar a los holgazanes que no trabajaban por puro gusto personal de no hacer nada y D. C. —perdón, quiero decir Sam— dejó a su madre al cuidado del Ejército de Salvación donde una negra bondadosa llevaba, quién sabe cómo, un pavo relleno todos los domingos (nadie admitió que lo robaba, aunque esto hubiera aumentado su valor) y se fue de aventón a Nueva York, se unió a Anar Chic Party que luchaba clandestinamente por la desintegración de la Unión a favor de la libre expresión de las nuevas tendencias locales y centrífugas que por entonces se manifestaron tan poderosamente principiando por la zona fronteriza que hoy es Mexamérica.

La primera república que se independizó de los Estados Unidos y de México, suspiró el profesor Gingerich, que de allí venía, aceptando el daiquiri de banana que en medio de la plática cada vez más embriagadora le ordenó su guía? su némesis? su camarada? su Vautrin tropical? D. C. Buckley, hoy del Anar Chic Party ayer Sam Pulaski de TRENTON MAKES THE WORLD TAKES.

De allí eres tú, dijo reiterativo Buckley, contemplando con melancolía colérica digna de Burt Lancaster el fondo de su vaso de whisky. Qué se siente haber empleado tanta mano de obra barata para inundar los mercados mundiales de acero, zapatos, ropa de playa y loros bien pedos pero bien tranquilos? rió liberal, acusativamente, Buckley.

Lo demás se desintegró, le contestó con un dejo de su propia melancolía, ésta más bien bucólica (mirada de utopías perdidas) el profesor Gingerich, por cuya voz aterciopelada por el ron rodaron las sílabas de la Unión dispersa: lucha por el agua…

—Gluú-glú.

—Lucha por la energía…

—Brr-rip-zip-bang…

—Lucha por la alta tecnología y deja de hacer onomatopeyas de cartón cómico, D.C.

—Profesor, es que no hay un norteamericano que al cabo no vea los mensajes del mundo envueltos en globitos de historieta cómica. No puedes seguirme repitiendo como en clase profesor la lucha por los derechos civiles…

—Y la lucha por el empleo que los derechos civiles no aseguraron, añadió muy serio Gingerich a quien el alcohol solemnizaba por instantes.

—…si no pones todo esto en una nubecita que vuela por encima de personajes reconocibles identificables entretenidos! Tienes que entretenerme profesor o no te escucho, no puedes decirme que la gente se larga de las grandes ciudades y que la federación quiso imponerle más y más tributos a los nuevos estados tecnológicos del Sur si no me dramatizas el asunto en una sitcom casera en la que un matrimonio progresista del norte negro, Nell Carter y Bill Cosby, se van al Sur huyendo del deterioro urbano y primero en Texas se oponen a su presencia, ya no quieren más gente en el Cinturón del Sol pero cuando Bill y Nell se unen a la lucha contra los impuestos federales los blancos se dan cuenta de que aunque negros, tienen el corazón en su lugar… Eso es entretenimiento!

—Pero eso es lo que condujo a la bancarrota de la Unión y su balcanización en las cinco republiquetas!

—No bebas más profe o te me vas a morir de tristeza, suspiró Buckley. Dale gracias a Dios que tú y yo optamos por afiliarnos a la República Liberal de Nueva Inglaterra e Islas Adyacentes.

—Mantuve mi posición académica, se encogió de hombros Gingerich, se corrigió a sí mismo y exclamó con entusiasmo y gratitud:

—Mantuve mi posición académica!

Miró con cierta envidia a Buckley:

—Tú hasta ganaste un nuevo nombre. Por qué te cambiaste tu buen nombre de inmigrante polaco?, dijo ahora el profesor presa de las turbulentas y contradictorias emociones que embargan a un norteamericano cuando abandona por más de diez minutos su optimismo nativo, la seguridad que le da sentirse a gusto en su piel, seguro sobre todo de la ubicación respectiva del bien y el mal:

—Porque nadie elige a nadie que se llame Pulaski. Lyndon Larouche se apoderó del Partido Demócrata presentando candidatos llamados Harrington contra candidatos étnicos llamados… Bueno, llámate Kucenik y no te eligen para perrero municipal! Oye profe, yo gané algo más que un nuevo nombre: gané una nueva personalidad forjada a base de lecturas intensas de Henry James, Edith Wharton y Louis Auchincloss, está bien, una imitación, una personificación si quieres, una impostura está bien, pero en el reino de Rambo Ranger quién no interpretaba un papel y leía frases escritas por otros? El mundo era un enorme apuntador electrónico en el que tú mirabas al ojo del público mientras decías con aplomo las frases que leías en tu pantalla invisible; por qué Sam Pulaski no iba a ser D. C. Buckley, la impostura de una impostura? Hay que hacer el juego profesor, los Estados Unidos no tienen memoria porque tienen medios de información. Los media son nuestra historia: identifican a nuestro adversario y los Estados Unidos, sin adversario reconocible dejan de reconocerse a sí mismos: joder profesor, qué sería de nosotros sin un Malo en frente? Nazi comunista chino coreano búlgaro cubano vietnamita palestino nicaragüense: no podemos vivir sin nuestro enemigo profe! Hay que remontarse a la fuente del mal: Rusia! El Imperio Maligno!

—Pero la URSS tampoco existe! se balcanizó igual que nosotros!, arguyó débilmente Gingerich mirándose en la estepa helada de su daiquiri tropical, la URSS nunca pudo modernizarse porque se prohibieron los automóviles particulares que permitían a las jóvenes parejas huir de la promiscuidad familiar y la observancia del partido y besuquearse la noche entera; y luego se prohibieron las computadoras personales que hubieran transformado a cada ciudadano soviético en autor y actor de su propio samizdat. Sin autos y sin computadoras la URSS dejó de ser moderna para siempre!, brindó el profesor Gingerich en la tibia noche del derretido daiquiri, orgulloso de su información y ebriamente condescendiente: —Quién te entregó los ejemplares de La princesa Casamassima y de La edad de la inocencia, profesor Pulaski? En todas partes la información es el poder!

—El Anar Chic Party me dio los libros, dijo con sincera aunque etílica humildad D. C. Buckley. A un soldador de Jersey no se le permiten coqueterías comunistoides; un intelectual del Anar Chic Party puede mostrar en cambio veleidades socialistas y hasta establecer contacto con nuestro correspondiente antagónico ruso, el Partido Ortodoxo de la Tercera Roma que no es exactamente el Back to Bakhunin ni el Nova Vovgorod popularizados por la televisión norteamericana (vació Buckley toda esta información sobre la testa cada vez más humillada del profesor) sino un movimiento de regreso a los orígenes sagrados de la Santa Rusia pura ortodoxa encerrada autoritaria heredera de Roma y Bizancio indiferente a la detestada mascarilla germánica de Marx y Engels: el POTERO está dispuesto a reducir a Rusia a las dimensiones de la antigua Moscovia, entregarle Asia a los asiáticos y el Sur a los musulmanes a fin de concentrarse en su alma eslava pura!

—Mañana será otro nevsky!, bebió Gingerich.

—Lo malo es que nadie cree en nuestra información!, sonrió autoflagelante Buckley.

Todo esto se comunicaron con alegre y ebria camaradería el antiguo soldador Sam Pulaski y el mítico profesor Will Gingerich al debutar el año de 1992 en Acapulco. El ahora D. C. Buckley, quien lo había estado acariciando a lo largo de esta rememoración mítica de la historia reciente, le entregó la verga de madera astillada al profesor:

—El mito vive, señor chamán. Tómalo. Es un recuerdo. Y ahora vamos a dormir que mañana quiero ir a la playa.


8

A LAS NUEVE DE LA MAÑANA del lunes 6 de enero de 1992, quejándose de las obligaciones impuestas por este tipo de encuentros, comparables a un adiestramiento militar o a una zafra forzada, el crítico antillano Emilio Domínguez del Tamal, conocido como El Sargento debido a su largo historial de denuncias, detectivescos husmeos y tronantes excomunicaciones, se limpió cuidadosamente los delgados labios manchados de salsa verde y se vio pálidamente reflejado en las azulencas ventanas del comedor tropical, imitación de un acuario de vidrios espesos y ahumados.

El Sargento, con los colores de la pasión chorreándole por la boca (antigua esperanza, eterna envidia) hizo una sonriente mueca al verse, se alisó la guayabera sobre el cuerpo tan delgado que sólo era visible de frente, esfumándose en el perfil. Se dispuso a pronunciar su consabido discurso sobre la responsabilidad del escritor en la América Latina, joya retórica que fuese su caballito de escalada burocrática y en el que primero enunciaba abstractas filantropías y utópicas metas ligables por cierto a materialistas e históricas concreciones y a agoreras advertencias contra quienes no escribían para el pueblo y por consiguiente no eran comprensibles para el partido y así ridiculizaban a los representantes del pueblo encarnado en su élite dirigente más que en su élite artística, cómo iba a ser eso?, preguntaría con asombro retórico el Sargento ante la nutrida concurrencia del Primer Congreso de la Novísima Última y Reciente Literatura, de cuando acá la élite artística le ha pagado a los burócratas, eso cuándo!, se demandaría realista aunque honradamente, dejados al garete del mercado de la edición no sobrevivirían quienes, como él, sacrificaron su estro poético a la Revolución, dejaron de escribir para aconsejar, influir, acaso gobernar, no, viva la élite gobernante porque ésta le paga un sueldo al poeta y no el público y la gente que es incapaz de comprenderlo, qué digo, en cambio el partido y el Estado comprenden su silencio, lo aprecian, lo pagan y lo premian: porque aunque Domínguez del Tamal no escriba una línea, sí es capaz de exigir conminatoriamente a todos los demás que sólo escriban de tal suerte que el partido y los gobernantes los comprendan: aquí va pues, para probar mi responsabilidad hacia el pueblo a la vez que mi fidelidad a la Revolución, la lista de artepuristas, agentes de la CIA disfrazados de poetas líricos, formalistas descastados que han dado la espalda a la nación, afrancesados! estructuralistas!, aaaah, el placer de la denuncia suple los de la fama, la carne, el dinero: me sacrificaré por la verdad y que no se me acuse de pobreza imaginativa: en nueve meses, el tiempo exacto de la gestación, el Sargento del Tamal pasó del Vademecum del opus dei que mira hacia el cielo a falangista que mira hacia Madrid a democristiano que mira hacia Roma a socialdemócrata que mira hacia Bonn a no alineado que mira hacia Delhi a demócrata dirigido que mira hacia Jakarta a titocomunista que mira hacia Belgrado a marxistaleninista que mira hacia Moscú: todo en nueve meses, digo! imaginación! imaginación! y protección! protección!: el Sargento se quedó un instante mirando el bolillo con el que se disponía a sopear sus huevos rancheros y en ese pan encontró el recuerdo estremecedor de su origen católico latinoamericano: oh, sacramento indivisible, qué falta me haces, se confesó ante el bolillo esta mañana, oh prostitución divina, posesión del cuerpo de la verdad y el verbo en mi boca hambrienta de seguridad dogmática, oh latinoamericano con cinco siglos de iglesia católica, inquisición y dogma detrás de mí, cómo abandonaros para ser moderno, cómo negaros sin quedarme a la intemperie, oh Santísima Trinidad, oh Santísima Dialéctica, oh Infalibilidad Papal, oh Directiva del Politburó, oh Purísima Concepción, oh Proletariado Fuente de la Historia, oh Camino de Santidad, oh Lucha de Clases, oh Vicario de Cristo, oh Líder Máximo, oh Santa Inquisición, oh Unión de Escritores, oh herejes cismáticos arrianos gnósticos maniqueos, oh herejes trotskos maos pequeñoburgueses luxemburguistas, oh escala mística, oh centralismo democrático, oh cúpula protectora oh protectora cúpula, oh escolástica tomista, oh realismo socialista, oh pan de mi alma, oh materia de mi pan, oh oh oh.

Y ENFRENTE DEL SARGENTO terminaba su desayuno de waffles con pecanes el eminente crítico sudamericano Egberto Jiménez-Chicharra, gordo y olivo, barbudo y aceite, mirada melancólica. Miraba hacia la playa acapulqueña y repasaba mentalmente los dardos estructuralistas que esa mañana mandaría, acertadamente, contra Domínguez del Tamal: pero el discurso de la sincronía que se derramaba entre sus hemiciclos cerebrales como la miel de maple Log Cabin sobre sus helados waffles, duros y embarrados de una margarina inderretible, no lograba borrar la sensación de la deliciosa obligación nocturna de escoger entre el bello poeta jamaiquino y el tosco novelista argentino que lo sedujeron, literalmente, con un discurso cuyo referente estaba, d’ailleurs, ailleurs, en la otredad de una literatura que se hacía, metonímicamente, al nivel de la estructura sintagmática pero también, semánticamente, en pretericiones sucesivas que constituyen constelaciones sustantivadoras sin sacrificio de la indicada preterición. Dibujó un diagramita en la miel derramada sobre el plato de waffles, pronto desvanecida, otros palindromas palpitantes pasaron por su mente afiebrada.

Se miraron Emilio y Egberto. Aquél fue el primero en desviar la mirada, buscar la salida hacia la sala de convenciones del Primer Congreso de la Novísima Última y Reciente Literatura Hispanoamericana que Nunca Envejece y Siempre Sorprende y encontrar con disgusto, en cambio, del otro lado de los vitrales azulosos, a la fila de cariátides al viento, las mujeres tan esbeltas como el Sargento censor, con los largos cuellos blancos, tuércele el cuello al cisne del sexo, no hay socialismo con sexo, se dijo como artículo de fe Emilio, no hay capitalismo sin decadencia, sonrió el fofo Egberto, incómodo con su corset en el trópico, Deo Gratias ambos, católicos al fin ambos, creyentes ambos asustados de quedarse sin iglesia o sin pecado es la sal de la vida, mirando los dos a las modelos gringas con cuellos de cisnes, en falange de la arena al mar, drapeadas en organdíes azules, rojos, lilas, pistaches, deteniéndose con el brazo levantado y las axilas limpias como el marfil y los sombreros de paja, the Acapulco touch, ellas sin el menor asomo de pesadas tradiciones religiosas, los sombreros detenidos con las manos y el viento, de dónde?, se preguntaron los dos críticos literarios, si este calor de enero te baja la presión arterial y te condena a tomar cafecitos (Emilio) o a esperar en una tina con l’aguafría y la puerta abierta y un viejo tomo de Madame Kristeva apoyado contra la barra de Palmolive que venido el caso (Egberto), pero ellas eran agitadas por un viento que hizo temblar a los padres de familia que circulaban por la playa con sus niños rumbo al parque de recreo hasta que Pepito el travieso que perseguía a toallazos a un loro tropical dijo miren, les están echando viento a las gringas, jajajá, me hubieran mejor contratado a mí con mi pistolita frijolera, cállese escuincle cabrón para eso lo trae uno de vacaciones a estos lugares donde la cuesta de enero se sigue en la cuesta de febrero y cuesta que te cuesta y ay ya no te quejes viejo, vamos a pasarla bien y mira qué bonita brisa les hacen a las gringuitas tan bonitas esos aparatos para hacer viento y agitar la ropa, cuándo me compras unos tacuches así viejo, por qué yo siempre vestida con Salinas y Rocha cuando las demás señoras de la colonia logran darse sus vueltecitas a Mexamérica y comprar sus trapos en los Laredos y el Juarazo, por fayuqueras y cabronas, dijo su esposo y a mí lo que me jode vieja es ver a esas modelos rodeadas de mendigos, mancos, ciegos, vendedores de jícaras y blusas bordadas, como si éste fuera todavía país de indios, míralas, fotografiadas para el Vogue recibiendo sarapes y burritos de ónix y ceniceros de sombrerudos dormidos, eso lo van a ver en todo el mundo, Matildona, van a creer que así somos todos, luego tú quieres darte tu vuelta a Mexamérica a comprar atuendos y por eso te ven de arriba abajo como si te hicieran el gran favor, porque creen que eres fugitiva del metate, vieja, casada con un güevón que duerme siestas debajo de su sombrero en una calle llena de burros perdidos y nopales, de plano, para eso hemos progresado tanto?, para eso somos clase media digna y pulcra?, tú me dirás me lleva la.

—Cálmate, Rey, le dijo Matilde a su marido y los tres —padre, madre e hijo— entraron al vasto parque de recreaciones acapulqueñas pero en la reja le dijeron a Pepito que el loro no entraba, era peligroso, animal insano, y el cabrón escuincle le pintó un violín al guardia y entró corriendo aunque Matilde y Reynaldo se detuvieron un instante a contemplar la entrada al parque, unas gigantescas ballenas de yeso tridimensionales que formaban el arco de entrada, unas Mobydicks bailarinas que Matilde llamó muy monas y Reynaldo que lo asombraba su falta de ignorancia cuando toda la gente sabía que ésta era la obra póstuma del maestro David Alfaro Siqueiros, su poliforum acapulqueño de 3D pues, ah dijo doña Matilde y entraron al paraíso implacable, sin sombra de sombra, todo cemento y agua dormida, dedicado todo entero al culto de la insolación.

Se acercaron a las islas de yeso con los barcos piratas, los chisguetes y las mangueras, los toboganes selváticos a los que se llegaba por rampas de bambú y arena, a la altura tarzanesca desde donde arrojarse de nalgas por el latón ardiente, ya viene tobogán abajo el nene, a gritar una leperada al dar con las nalgas ardidas en el estanque donde lo espera un guardavidas jovencito, flaco, prieto, con calzón bikini y una como gorra de corcholatas en la cabeza hirsuta, defendiéndose del sol el pobrecito, aquí bajo el pleno rayo todo el santo día para asistir a los niños que se tiran por el tobogán pero Pepito ya corre seguido de sus padres sin aliento a la gigantesca piscina, el mar en miniatura, el Pacífico Pediátrico que un minuto es un remanso y al siguiente, bocina de bombardeo de blitz mediante, se agita mecánicamente, se encrespa, levanta su oleaje más arriba de las cabezas y Pepito feliz, para esto vino, Mati, sí mi Rey, míralo qué gusto se está dando nuestro heredero, valieron la pena los sacrificios, no me digas que no, no fuiste a los Laredos para que el Chamaco viniera a Aca, no te parece?, ay Rey, no me hagas moquear, hasta me pones a lagrimear tantito, perdóname mi papacito, tienes razón como siempre, no te apures mi Matildona, vamos parriba, contadores siempre harán falta, unos porque tienen, otros porque no tienen, unos porque ganan, otros porque pierden, pero contadores te digo que siempre habrá. Y qué es eso? Rey? Qué, mi vieja? Ese ruido, digo, no es normal.

LO MISMO SE PREGUNTARON —continúe usted cooperando desde afuera, Elector— los integrantes del Sun & Fun Toltec Tour que desayunaban a esa hora en el Burger Boy de la Costera, cuyas luces de mercurio parpadearon y luego se empardecieron con el color, otra vez, de la omnipresente miel de maple Log Cabin: ese ruido no es normal, se dijo el profesor Will Gingerich, conferenciante adjunto al tour, joven y nervioso y ávido de comunicar sus tesis hasta a la hora de los sonrientes panqués de la sonriente tía Jemima: los norteamericanos buscamos siempre la frontera, el oeste, tal fue el origen de nuestro enérgico optimismo, siempre habrá una nueva frontera, la buscamos con alegría dentro del continente americano, con tristeza fuera de él, con terror cuando uno y otro se nos acaban: ya no hay otra parte? todo el mundo es California, el fin de la tierra, el declive tembloroso hacia el mar, la falla de San Andrés? y el suelo de Acapulco temblando también, pero con un frisson no registrable en la escala de Richter: así suenan las manadas de búfalos, dijo un viejo soñoliento venido desde los témpanos de Wisconsin, encendiendo su pipa de mazorca vieja: pero por la costera lo que pasó primero fueron tres camellos veloces con sendos jinetes, un viejo, un negro, un chino, derramando pepitas áureas y espesos perfumes: oh, México típico, la fiesta, el carnaval, la alegría, pero la modelo de Vogue pidió permiso para lavarse las manos después de cuatro horas de posar y al jalar la cadena del club de playa una marea de mierda salió a borbotones de la taza del excusado, la modelo se envolvió en sus tules verdes, se tocó el estómago inexistente, plano, esa caca no era de ella, de ella no; trató de abrir la puerta, la cerradura, naturalmente, no funcionó, un beachboy extraño, gordo y pelón, había retirado la manija, la marea de caca creció, se comió las zapatillas plateadas, los ribetes del modelo de Adolfo, le mojó el discretísimo kótex lunar, el vientre plano, le hizo remolino en el ombligo y el culo fruncido, no tuvo tiempo de gritar, escapar.

Mariano Martínez Mercado despertó en su cuarto del Hotel Mister President en brazos de su rival Decio Tudela, consoladísimos los dos de una dulce noche de mariguana compartida que compensó la negativa de la heredera Penny López a acompañar a uno u otro. Pero Marianito se preguntó por la incomodidad de su pesadilla, el atufamiento letárgico de su recámara, que no era sólo el olor de petate quemado de la hierba; se levantó mareado, acomodándose entre las piernas los calzones del piyama tropical brasileño que le prestó Decio, insinuante, taparrabos apenas, para manipular a ciegas el ordenador del aire acondicionado: —Carajo, se dijo, está crevado y fue hasta la ventana; pero la ventana tampoco abría y un aviso pegado sobre el vidrio verdoso le indicaba

ESTA RECÁMARA HA SIDO ACONDICIONADA PARA SU

COMODIDAD

No   intente   abrirla:   está   herméticamente   sellada

y en medio de los vapores crecientes que se colaban por las rendijas del aire con olorcillo a mostaza achicharrada tan insinuante como su topless carioca Marianito cayó de rodillas arañando el vidrio y recordando muy muy lejos su infancia, como si hubiera pasado hace mil años y no sólo quince: unas ventanas de tren europeo selladas herméticamente, sus magdalenas calcomaniacas

E PERICOLOSO SPORGERSI

NICHT HINAUSLEHNEN

INTERDIT DE PENCHER EN DEHORS:

prohibido pensar como Eugenio d’Ors?, se dijo inexplicablemente mirando desde la ventana la extensión de la mancha café sobre la bahía, como la salida del Amazonas al Atlántico, le dijo al brasileño, pero Decio Tudela ya no se movía, Decio Tudela estaba muerto, asfixiado y Marianito pegó un grito de horror y de placer al tocarlo, tibio aún, y decidió morir hedónicamente, por lo menos eso, viendo el cuerpo muerto y desnudo de Decio en la cama le apartó suavemente las piernas, Marianito dijo que iba a darle sentido a su vida con un acto de placer mortal, una culminación erótica gratuita, toda su vida vana y frívola quedó atrás en ese instante: él iba a afirmar el sexo hasta en la muerte, por encima y más allá de: habría testigos, sí señor, porque los encontrarían así, muertos, unidos como perros, así, en un éxtasis perpetuo, oh: una gran tina parda invadía la pureza del mar, un chorro color café, un vómito de toda la basura de los hoteles y restoranes de la media luna lunera entre Lopez Matthews Avenue y Witch Point y joggeando por la playa popular de Little Sunday donde estaba seguro de encontrar una máxima justificación para las mexicanísimas recetas de Lawrence & Lowry, D. C. Buckley no pudo apreciar lo mismo que Marianito en su agonía, pero sí fue el primero en ver y sufrir lo peor.

El trote parejo, dominado, no rápido pero peor que rápido por lo parejo, como un tambor infernal, lejano primero: D. C. dejó de joggear, paró la orejota colorada, ese ruido venía de los cerros, cruzaba la avenida costera, ahora era trote sobre arena, horripilante, insólito; no se iba a salvar D. C. Buckley gracias a su comunión yanqui con la naturaleza salvaje, el paisaje del mal, según los preceptos de Larry & Lowry?, se preguntó con un fugaz presentimiento el largo y rubio y cromomacarrónico seudo-WASP y pensó en el grupo de funcionarios y militares norteamericanos vacacionando en Last Breezes y en ese momento —informó imperturbable esa noche la cadena ABC— tomando su dip preprandial en la piscina de agua de mar del Beach Club The Shell y haciendo pattyicakes con sus patitas y viendo que entre patita y patita no había sólo lúdica voluntad y extraño amor sino tortita de mierda y luego, por encima de sus cabezas, por encima de las murallas del mar, por encima de las sombrillas de sol, indiferentes a la contención, tan feroz como una defoliación kampuchea, tan inapelable como un putsch chileno, la gran ola de caca enviada con impar energía por las corrientes trastocadas de El Niño desde las costas de Chile y el Perú sepultó al profesor Vasilis Vóngoles experto rumano en asuntos mexicanos del Departamento de Estado, al general Phil O’Goreman comandante de la zona de defensa del Canal de Panamá, al embajador Lon Biancoforte representante norteamericano en la vecina república de Costaguana y a la señora Tootsie Churchdean, embajadora norteamericana ante el Ministerio de las Colonias en Washington: los sorprendió a todos con su cocoloco en las manos y sus popotes perfumados de gardenias: los sepultó en las honduras, las guatemalas y las nicaraguas de su fabricación: la marea se llevó los anteojos del profesor Vóngoles y D. C. Buckley los vio desde lejos, antes que nadie, en la niebla arrepentida de esa mañana, los anteojos diplomáticos derelictos en el mar y en la playa el trote disciplinado, los ojos pardos, los hocicos mojados, la piel color de cobre: callaron todos los perros de Acapulco: iban a oír a sus amos, sus padres atávicos: D. C. Buckley, née Sam Pulaski, pensó rápido, en California le dijeron nunca los mires de frente, hipnotizan, finge indiferencia, camina despacio, entra al mar, quizás no se atrevan a seguirte.

No tuvo tiempo: los coyotes se fueron directo contra él, todos contra un punto de su cuerpo, cuidadosamente protegido mas también exhibido en su elocuencia dormida a la admiración de las playas y de las morenazas salvajes de las playas: la jauría de coyotes contra el sexo de Buckley detrás de la cortina de una malla Speedo de satín azul; devoraron satín, devoraron klínex acomodados con los que Buckley aumentaba sus admirables volúmenes priápicos, merendaron la carne nerviosa y retraída, de un gajo la arrancaron y Buckley cayó de bruces contra el mar de Little Sunday Beach, pensando que unos días antes se había salvado de la vagina indentada de Colasa Sánchez y sus nalguitas estrechas y delgadas fueron un torbellino de espuma y sangre.


9

CORRIERON LOS COYOTES por todas las playas, de Little Sunday a Tamarind a Califurnace a El Ledge a La Countess, pero no siempre atacaron, ni se detuvieron en cada punto: parecían adiestrados, sabían a dónde ir, uno era el más viejo y los demás lo imitaban, pero todos seguían al coyote viejo porque el viejo seguía al muchacho deshilachado que con tanto cariño los había criado y entrenado todos estos meses: plantado como un banderilla de piel rasgada en el centro de un cocotal rojo en las alturas del ejido de la Holy Cross, con los ojos cerrados el muchacho, invocando las genealogías más secretas y los más perversos atavismos de los hijos del lobo: río de lobos, Guadalupe, masculló entre dientes Matamoros Moreno, caminando por las playas a grandes trancos, como si empujara todo un tren de artillería, seguido por la primaveral Colasa Sánchez, buscando al enemigo: mi padre, Ángel Palomar y Fagoaga, visto la noche anterior por Colasa en la disco, pero más veloces los coyotes que las piernas de Matamoros, más veloces que los autos, cuando se tiraron de la playa a la avenida para evitar la marea gigantesca que se comía las uñas de la arena y el gordito pelón en la planta de bombeo municipal dándole la orden a todos los aliados de los Four Jodiditos, los despojados de los cerros, y sus parientes y sus amigos, bombeen las aguas negras hacia los excusados, devuélvanlas a los lugares de donde salieron, las tinas de baño y las cocinas de los hoteles, obstruyan los cauces, que la mierda regrese a la mierda.

Más veloces que los autos los coyotes: pánico al verlos y comprenderlo, los autos detenidos, copados, rodeados de bestias feroces, las ventanillas cerradas, los claxons mudos de miedo como los perros que miraban en silencio el regreso de sus abuelos salvajes; la manada entró al hotel El Grizzly como esa mañana entraron por los escotillones de servicio a cada hotel de la Costera, aventadas como pelotas de futbol americano en cadena, de mano en mano desde los camiones de carga, las papayas inyectadas de ácido prúsico, las piñas injertas de sulfato de cobre, las limonadas de Mirinda remojadas en santonín y el señor presidente municipal de Acapulco, don Noel Guiridí, se detiene en el calor a saborear una botella de tal refresco, saca la mano desde su LTD azul marino y recibe la botella destapada sin mirar la Mirinda siquiera, embobado mientras bebe revisando su discurso inaugural de la Conferencia Literaria, pues don Noel no sólo es portaestandarte de las reivindicaciones priistas en el Puerto de Acapulco, sino ameritado crítico literario, demostrando así que las bellas letras no están reñidas con la grilla política y quien se traslada en la lujosa limusín vestido (de allí su sed fatal) con bufanda, orejeras y abrigo de pelo de camello, dada su manía singular de hacer creer que Acapulco no está en el trópico, sino que es un spa de clima invernal donde las mentes se mantienen despiertas para la creación literaria: su figura, más que su discurso, pretendía añadir un capítulo inédito a la historia del Hielo en los Ecuadores (tal era la monomanía de la monografía que se proponía leer esa mañana: Rómulo Gallegos mandó un indio río abajo por el Orinoco a Ciudad Bolívar a comer por primera vez un helado; Gabriel García Márquez llevó a un niño a conocer el hielo en Macondo; Sergio Ramírez Mercado hizo que nevara en Managua para que las damas somocistas pudieran lucir sus abrigos de piel; y llovieron copitos nevados de algodón sobre los espectadores al son de Para Vigo me voy en la película de Carlos Diéguez, Bye Bye Brasil) y en vez empezó a gritar ay que todo lo veo verde; empezó a orinar, incontinente, un líquido color morado; deliró, sacudióse, cayó en la inconciencia y la muerte. El aterrado chofer subió rápidamente los vidrios color azabache del automóvil. Los coyotes cayeron encima del auto blindado, burlados en esta ocasión.

En cambio, dentro del hotel un coyote saltó hacia la garganta del eminente crítico antillano Emilio Domínguez del Tamal en el momento en que terminaba su discurso habitual con las palabras los pueblos le demandarán este compromiso revolucionario al escritor y esperaba la acostumbrada impugnación del no menos celebrado crítico suramericano Egberto Jiménez-Chicharra con las palabras de y la preterición? y la diacronía? y la epanidiplosis?, pero sólo las palabras del Sargento Literario fueron probadas mortales por los caninos aserrados del coyote, toda vez que Chicharra decidió despreciar a Del Tamal absteniéndose de escucharle y hundiéndose, en cambio, en su tina de baño burbujeante con efervescencias de Badedás color limón dejando el libro de crítica estructuralista abierto sobre un atril al lado de la tina y la puerta del apartamento abierta también, abierta al azar, al peligro, al pecado, se dijo el crítico eminente, francamente lo fastidiaba que la homosexualidad para nadie fuese ya un pecado, sino una simple práctica entre otras, por todos tolerada, por nadie denunciada: él quería que éste volviese a ser un pecado, que fuese el vicio que no se atreve a decir su nombre, no una costumbre tan indiferente como cepillarse los dientes, por qué a él podía excitarle tanto la idea de la sodomía como pecado y a los jóvenes ya no?, se preguntaba desilusionado cuando por su puerta de baño, como un sueño milagroso, penetró fugaz y atareado un jovencito desnudo, polveado de oro, con pelo de escobillón cubierto por horrendo borsalino sin alas decorado de corcholatas viejas pero ooooooh con un pene y unas nalguitas paradas que… El Huérfano Huerta no dijo palabra; dejó caer un secador de pelo eléctrico, una radio de frecuencia modulada eléctrica y una batidora eléctrica, las tres juntas y las tres enchufadas a un transformador, a la tina de Chicharra quien así pereció, achicharrado y sin darle respuesta a Del Tamal: crítico silencioso, respiraría agradecido Ángel pero no Matamoros Moreno que se encaminaba con violencia desesperada al congreso, seguido de su hija Colasa, en espera de hacerse publicar sus textos por alguno de los concurrentes, quizás con prólogo del Sargento del Tamal y acaso con epílogo de Jiménez-Chicharra: oyeron padre e hija el sonido repetido de la canción Para Vigo me voy desde un fonógrafo roto pero no llovían copitos de algodón, aquí llovía oscuridad, se helaron las sangres y Matamoros le dijo a Colasa:

—Si averiguo que también esta oportunidad me la robó ese sinvergüenza de Palomar, te juro, Colasa, te juro que…

No tuvo tiempo de terminar; afuera la falange de coyotes avanzaba de nuevo hacia el mar, empujaba hacia el mar a la falange de modelos de Vogue; aullaron los coyotes, las modelos gritaron, hacia el mar, hacia el mar y ya no había fotógrafos en su contorno.

Los síntomas de la muerte por arsénico son retortijones y calambres en las piernas, vómitos y diarrea; gargantas secas y cerradas; insoportables dolores en la frente; colapso del pulso, colapso de la respiración, colapso al fin de los cuerpos helados (nieve en Managua, hielo en Macondo, refrigeradores en Ciudad Bolívar, Para Vigo Me Voy, Forever, Vi-Go-Go-Go Forever!) y los desplegaban en abundancia los integrantes del Fun & Sun Toltec Tour yacentes sobre los contadores, bocarriba sobre el piso de losetas agarrados a un manojo de popotes en el Burger Boy de la Costera; el profesor Gingerich, demasiado absorto en su teoría de las fronteras, no había comido nada y salió temblando a la avenida, abandonando la muerte injerta en botellas de plástico de la miel de maple Log Cabin: miró la desolación en torno al Tastee-Freeze, el Kentucky Fried Chicken, el Dennys, el Vips, los Sanborns, los Pizza Hut, que eran presas de un silencio sobrecogedor mientras sus insignias luminosas se apagaban al fin y los aullidos de los coyotes eran seguidos por sus risas casi humanas, cruce de hiena y de anciano, risas de payaso y bruja.

La risa del coyote para quien jamás la ha escuchado antes es la única risa digna de pavor: Gingerich vio algunos grupos de bestias en los montes, reunidos en círculos, como si conferenciaran antes de atacar a los turistas gringos despistados y desamparados en sus jeeps color de rosa: desde este peñasco, desde aquella ladera, saltaron los coyotes y nadie podía moverse ya en la Costera, los animales eran más rápidos que cualquier viejo taxi o moderno mustang: un nudo de silencio, nadie se atrevió a sonar la bocina por temor de atraerlos y el atorón del tránsito se extendió del nuevo hotel Señorita Mariposa en la antigua base naval de Icacos a la punta de Elephant Stone en la península de Caleta y en el parque de recreo el rumor de los chisguetes y las mangueras y las olas artificiales aislaba a las satisfechas familias del horror circundante y no me digas que no es más chulo todo esto que la playa, más cómodo y moderno, dijo Reynaldo, que se imaginaba en la Catedral de la Diversión para el Hombre de Narvarte y su Familia, la Disneylandia para los Desplazados de los Doctores, Las Vegas de los Viandantes de los Viaductos: Edén Restaurado! y Matilde que era muy católica lo seguía intuitivamente porque la naturaleza así, pues como que no, ahí pecaron Adán y Eva, no?, de allí los sacaron a toallazos a nuestros Primeros Padres, como Pepito a su periquito que ahora reapareció como ave de mal agüero, cacareando en la cima del tobogán, Cabrones, Se Acabó, Se Acabó, Cabrones, lo que le enseñaba Pepito a su Periquito de noche y encapotado, A Mojarse el Culo por Última Vez, A Tomar por el Culo luego, qué horror, hazlo callarse Rey, qué dirán, menos mal que nadie sabe que es nuestro hijo nuestro perico tampoco, dijo Matilde y prefirió mirar hacia la piscina donde las olas empezaban a agitarse de nuevo y su Reynaldo que no? porque el perico desde su selvático barandal cacatuaba Matilde Rebollo es Puta y Reynaldo Rebollo es Maricón, ay ay ay, empezó a desvanecerse Matilde, ora sí todos se enteraron, la detuvo su marido, la gorda señora se le escapó, cayó en la piscina, allí se confundió con esos cuerpos inseguros de su pertenencia a la vacación tropical, a la diversión pagada con ahorros y en atención a anuncios y sugestiones de prestigio: los dos, Reynaldo y Matilde Rebollo, se abrazaron en la piscina, en medio de ciento treinta y dos cuerpos definidos por siglos de palidez conventual o de tiña cañaveral y nuestro Pepito dónde, por Dios? por qué no lo vemos?, por qué no podemos salir de aquí?, qué resbaloso se está poniendo esto, mi Rey, crecen las olas, que no es mucho ya?, por qué no le paran ya?, contéstame ya mi Rey, pero Reynaldo era arrastrado al ojo del ciclón junto con los otros ciento treinta cuerpos sumergidos por las olas artificiales que impiden moverse libremente, agitados como corchos, menos que corchos, qué!, el puñetazo de agua en la cabeza, una vez, otra vez, interminable, las máquinas movidas por el Huérfano Huerta desde los sótanos mecánicos, las cascadas de vidrio roto escondidas entre el agua de los toboganes, los gritos, el asombro y otra vez el silencio.

SALIERON LAS CUCARACHAS de los hoteles de Acapulco esa mañana, entraron los coyotes a devorar los cadáveres asfixiados y los cadáveres de pupilas dilatadas, dientes apretados, bocas espumosas y olor a almendras; y los cadáveres de entrañas ácidas, tripas ardientes, lenguas metálicas y vómito azul, y detrás de ellos los desposeídos de las laderas de los cerros a los que los Four Jodiditos y Ángel y Ángeles reunieron, les dijeron, hagan contra ellos lo que ellos hicieron contra ustedes: Acapulco le pertenece a dos naciones, el turismo abajo y los paracaidistas arriba, okey, ahora bajen y aquí este joven el Jipi Toltec ha estado adiestrando los mismos coyotes que ellos usaron contra ustedes.

—El coyote es animal miedoso. Por eso no se acerca a los lugares civilizados. Hay que entrenarlo. Aquí el Jipi les va a quitar el miedo con la ayuda de todos ustedes. Denles de comer. Déjenles cazuelitas de comida afuera. Primero no se van a acercar. Luego van a perder el cuidado. Tóquenles los claxons cerca de las orejas. Tóquenles sinfonolas a todas horas. Que se les quite el susto. Luego denles a oler todo esto para que lo distingan.

Ángel, viejo conocedor de desperdicios, puso en el suelo como en un tianguis las botellas de Ketchup Heinz, los cartones de Captain Crunch y Cournt Chocula Cereals, las botellas de relish y mostaza rancia, los panes de goma y los pollos de hule, las hamburguesas mortales de MacDonald’s, las concocciones enfermizas de las heladerías gringas, las bolsas abiertas de la comida basura del Norte, los chips y los fritos y los poptarts y gobstoppers y smurfberrycrunch y pizza-to-blow y las melazas derramadas de Cocas y Sevens y Dr Pepper y lado a lado con lo más grotesco de esta anticomida de la locura suicida, la comida globo y pedo y lonja y corazón grasosos del Norte, puso los desodorantes de Right Guard, los jabones y champús de Alberto V05, los fijadores de pelo Glamor y Dippity-Doo-Gel y las tinturas capilares Sun In y los bronceadores de Sea & Ski y lo más secreto, los untos vaginales con olor a limón, fresa y frambuesa, los condones untados de mentol, los supositorios de eucaliptina, para que los coyotes los olfatearan, los distinguieran, se fueran contra quienes usaban, digerían, sudaban, portaban o soportaban o eran todo esto, visto desde la recámara sellada de los fugaces amantes motos y muertos Marianito y Decio, desde la sangrienta playa donde se desangraba D. C. Buckley, desde los desolados quicklunches por donde deambulaba, trotando él también como un coyote, respetado por los coyotes porque no olía a nada de esto, el profesor Will Gingerich, desde la silenciosa tumba y los micrófonos muertos del Primer Congreso de la Novísima Literatura, sobre los cadáveres inflados bajo el sol del Destino Manifiesto en The Shell, todo esto que salió de sus receptáculos exclusivos a unirse a la mierda del mar y a los despojos nacionales de fritangas y Guadalupitas de plástico, suntuosas cáscaras de zapote y botellas de gaseosas anidadas de pequeños ratones y huevos de culebra; la basura del Norte salió a encontrar la basura del Sur y los coyotes fueron adiestrados y alimentados por el Jipi Toltec con jirones de su piel. Huevo se encargó del problema del veneno y los gases y el Huérfano Huerta de los drenajes y bombeos y, por especial inclinación, de la destrucción del parque de recreo: pasó media hora mirando el cadáver castrado del niño Pepito, sus huevitos rebanados por el vidrio del tobogán y el Huérfano con una sonrisa chueca mirándolo: conque tú sí tuviste papá y mamá, cabrón, conque mucha colonia Narvarte y mucha vacación en Aca, conque mucho calzoncito de baño OP y pelotas de hule, pos ora pelotas de vidrio, cabrón!

Todo el espectáculo fue ideado y supervisado por Ángel y Ángeles Palomar, así como los lemas y en particular el gigantesco anuncio que ahora al mediodía se enciende desde las murallas temblorosas del Último Sanborns de Acapulco:

SHIT MEETS SHIT

SHEET MEATS SHEET

SHIT MEATS SHIT

VIVA LA SUAVE PATRIA!

VIVA LA REVOLUCIÓN CONSERVADORA!