Segundo:

LA SAGRADA FAMILIA

Las tradiciones de todas las generaciones pasadas

pesan, como una pesadilla, sobre el cerebro de

los vivos.

KARL MARX, El 18 Brumario de Luis Bonaparte


1

LUEGO VAN A salir del mar mi padre y mi madre y van a pegar la oreja a la arena, como para oír de lejos, vencer paredes, honduras, oír los temblores que se aproximan, oír el crecimiento de la hierba y el crujir de los camposantos, el rumor de El Niño moviéndose en el mar y el trote de los coyotes bajando desde los cerros.

Yo oigo ruidos desde el principio, suenan, sueño, dondequiera que esté estaré cubierto, enmascarado, pero sonando, oyendo, soñando, quizás un día dejándome escuchar, escuchándolos a ellos a través de mis filtros prenatales, a saber:

—Ésta es mi segunda pregunta: Cómo se va a llamar el niño?

—Cristóbal.

—No seas burro. Eso ya lo sé, qué más?, apellidos!

—Palomar.

—Qué más?

—No sé cómo te llamas tú. Yo te puse Ángeles. Ángel y Ángeles: suena bonito.

—Descríbeme hoy.

Una llama verde a la que me hubiera gustado tocar de niña, antes de y antes de y antes de, llama verde me parece ahora, esmeralda líquida, hija del amanecer (bueno, de este amanecer: el que nos tocó), mi peoresnada. Alta, espigada, blanca pero quemada por el sol, insistentemente buscando un color moreno. Pelo negro, corto, rasurado en la nuca, ala de cuervo y kissmequick sobre el ojo: muy veintes. Los dos nos vestimos muy veintes. La jipiza pasó de moda. La rebeldía de la moda es hoy un reto muy serio: yo uso trajes oscuros, polainas, sombreros, fistoles, corbatas, cuellos duros. Ella usa bandós negros sobre la frente, medias de seda gris, zapatos para bailar el charleston. Ahora la obligué a vestirse de tehuana para engañar al tío Homero: ella de tehuana y yo de jipi; folklor y revolución, cosas que no asustan a nuestro pariente, ni a nadie.

Ángeles: tan dura a veces en su expresión, siendo su carne tan suave y blanda. Me encantan su nuca perfumada, sus axilas ácidas, sus pies desnudos. Ángeles que me dice: Dame cosas de qué pensar en las noches. Mi Engelschen de pierna larga y busto que parece inmóvil de tan chiquito y bien puesto en su lugar. Pálida y lacia y blanca (ahora tostándose bajo el sol de Acapulco en enero) que conmemoró su ausencia de pasado así como su llegada a la ciudad de México yendo solita al atardecer al Monumento de la Revolución a hacer pipí sobre la llama eterna y después declarando en la comisaría cuando la arrestaron por desacato:

—Esa llama no le cuesta un quinto al gobierno. Por eso la apagué.

Luego le confesó a Ángel que sólo lo hizo por vengarse, para demostrar llena de muina que una mujer no sólo puede orinar de pie si se lo propone, hasta puede apagar así la sagrada llama de la revolución mexicana. El tío Fernando Benítez le dio protección a Ángeles cuando la muchacha se le presentó un buen día a principios del año noventa y uno, después de los desastres nacionales del 90 que nos dejaron sin la mitad de la mitad del territorio que nos quedaba, y mucha gente de la provincia optó por huir de Chitacam, de Yucatán, de Mexamérica, de la costa al norte de Ixtapa-Zihuatanejo, para seguir siendo gente mexicana. Ángeles se le presentó a Benítez sin una maleta, sin una muda siquiera, cosa que le gustó a don Fernando porque él no quería averiguar más; dijo que a él le gustaba convencerse de las cosas de un golpe, convencerse del amor o de la amistad o la justicia sin pruebas ni explicaciones. De todos modos, ella le dijo que lo había visto de lejos en la plaza de su pueblo natal y le había gustado cómo se acercaba a la gente, le hablaba a gente a la que nadie se le acercaba a hablar nunca: eso le gustó y por eso vino aquí. Lo había leído.

Él la proclamó su sobrina y la defendió con argucias de buen abogado mexicano, pues aunque no se recibió, Fernando Benítez trae, como todos los mexicanos letrados, a un jurista encerrado en el pecho y angustiado por salir al mundo. Mientras Ángeles estaba detenida, don Fernando Benítez mandó a su ágil aliado juvenil, el Huérfano Huerta, a prender de nuevo la llama; cuando Ángeles llegó ante el juez, fue imposible probar que la llama jamás se hubiese apagado y Benítez pudo declarar lo que sigue: pretende usted, señor juez, que la llama de la revolución mexicana puede apagarse así nomás —como lo han descrito dos tecolotes seguramente mordelones, probablemente beodos y probadamente concupiscentes, unos miserables cualesquiera!, ésta es la verdad, mi sobrina sintió urgencias, es cierto, fue vista y perseguida por los agentes de la justicia, esto animó aún más el nerviosismo y sus consecuencias sobre la vejiga, ella hizo donde pudo —pero apagar la llama de nuestra revolución permanente? con un chisguetazo de pipí? eso quién? ni ella, ni yo, ni usted mismo, señor juez!

Y Ángel? Lo describes, mamá?

Verde también, muy gitano, alto, un muchacho de esta nueva generación de mexicanos flacos y altos, morenos verdes los dos, yo de ojo negro y él de ojo verde limón: nos miramos: es miope, sabe chiflar Don Giovanni completa y dice que yo hubiera sido una perfecta cortesana tuberculosa de ópera si hubiera nacido hace cien años, y no me embarco a leer a Platón de cabo a rabo. La colección de tapas verdes de los clásicos. Vasconcelos. La Universidad Nacional Autónoma de México. Caray, es lo único que me permite mirarme al espejo y decirme: Ahí estás. Te llamas Ángeles. Amas a Ángel. Vas a tener un hijo. Cómo crees que no me voy a leer completito el Cratilo, que es un libro sobre los nombres: Ángel, Ángeles, Cristóbal: son los nombres que nos corresponden (mi amor, mi hombre, ni nombre, mi hijo)? los nombres son nosotros, o somos nosotros los nombres, nombramos o somos nombrados?, son nuestros nombres una pura convención? nos dieron los dioses nuestros nombres pero al decirlos (nosotros y los otros) los desgastamos y pervertimos? al llamarnos nos incendiamos? Nada de eso me importa: intuyo que si tengo un nombre y te nombro a ti (Ángel/Ángeles) es para descubrir poco a poco tu naturaleza y la mía. No es esto lo más importante? Qué importancia tiene entonces que yo no tenga pasado, o no lo recuerde, que es lo mismo. Tómame como soy, Ángel y no me hagas más preguntas. Éste es nuestro pacto. Nómbrame. Descúbreme. Voy a tener un hijo y voy a leer a Platón. Cómo crees que no, a pesar de todos los accidentes que en México hacen imposible una empresa intelectual, todas las distracciones, el buen clima, el ambiente deteriorado, vamos de paseo, las tertulias, los chismes, las fiestas, no hay verano verdadero, el invierno es invisible, la política nos la resuelven cada seis años, nada funciona pero todo sobrevive, nacites, te morites, no leítes, no escribites. Cómo crees? Entiendes por qué me aprendo de memoria a Platón? Esos libros son ellos, Ángel, los demás, la gente, los que hicieron algo, leyeron, hablaron, escucharon: Ángel, no tengo otra liga con los demás, ni con un pasado, ni con una familia, ni con nadie. No tengo pasado, Ángel mi amor, por eso se me pegan todas las cosas que me caen encima, todas las causas, todas las ideas, feminismo, izquierda, tercer mundo, ecología, banabomba, Karl und Sigi, teología de la liberación, hasta catolicismo tradicional con tal de ir contra la conformidad, todo se me pega y todo lo que se me pega ha de ser bueno, mi amor, porque lo único que no se me pega es el respeto a la autoridad, la fe en el jefe, las razas superiores, la muerte y la opresión de nadie en nombre de la idea, la historia, la nación o el líder, eso sí que no. Soy un receptáculo bueno, Ángel, un muro blanco sin recuerdos ni pasado propios mi amor, pero donde sólo se escriben cosas bonitas y lo feo no tiene lugar. Ahora te dejo a ti escribir allí conmigo, pero no me fuerces a nada, mi amor; te necesito, pero no me pongas cadenas; te sigo, pero no me digas sígueme; déjame hacer la vida que no tuve ni recuerdo contigo Ángel y un día podremos recordar juntos, pero yo no tendré más memoria que la de mi vida contigo: por favor vamos a compartirlo todo. Perdona mi silencio habitual. No estoy ausente. Observo y absorbo, mi amor. Éste es nuestro pacto.

ÁNGEL tu padre dice que me siento superior a él porque como no tengo pasado he debido entrar de sopetón a la universalidad actual, que es la universalidad de la violencia, la prisa, la crueldad y la muerte, nada más. En cambio sus padres murieron cómicamente comiendo unos tacos.

Qué hacían mis abuelitos, papá?

Tus abuelos Diego e Isabela Palomar eran inventores, Cristobalito: en los tabloides de la época los llamaban los Curie de Tlalpan. Te digo para que lo sepas en seguida que en este país todo le es perdonado al que de una manera o de otra sirve para justificar y legitimar el estado de cosas. Tus tíos Homero y Fernando, que tanto se detestan, tienen por lo menos esto en común. A don Homero se le perdonan sus trafiques ilegales porque cumple la función de ser el Defensor de la Lengua Castellana. A don Fernando se le perdonan sus ex-abruptos críticos porque es el Defensor de los Indios. A mi abuelito el general Rigoberto Palomar se le perdonan sus excentricidades porque es la única persona que cree a pies juntillas que La Revolución Mexicana Triunfó. Y a mis padres se les dio protección oficial para sus inventos porque eran los Curie de Tlalpan: dos científicos inventivos y audaces en la época, mi hijito, en que México se imaginó que podía ser independiente tecnológicamente. Una ilusión menos! Durante treinta años, estuvimos recibiendo técnicas obsoletas a altos precios; cada cinco o seis años, teníamos que cambiar todo el equipo envejecido por nuevo equipo obsoleto y así y así y así… Y así nos pasaron de lado las técnicas de la robótica y la criogenética, de la biomedicina y la óptica de fibras, de las computadoras interactivas y de la industria aeroespacial: un día cuando seas grande te llevaré a ver las ruinas de las inversiones del boom petrolero, hijito mío, cuando nos gastamos cuarenta mil millones de dólares en comprar chatarra. Te llevaré a ver las ruinas de la planta nuclear de Palo Verde, junto a las cuales Chichén-Itzá parece una flamante lonchería de cocacolas y hotdogs. Te llevaré a ver, hijito querido, la maquinaria costosa y herrumbrosa en los inservibles puertos industriales del Golfo. Y si quieres darte un paseo ultramoderno en ferrocarril bala japonés, mejor diviértete en el trenecito de niños de Chapultepec que no en la paralizada vía del tren interoceánico que iba a darle en la madre, según los planificadores mexicanos, al canal de Panamá: busca en vano, hijo mío, el acelerado traslado de barriles de petróleo de Coatzacoalcos a Salina Cruz, la ruta más corta de Abu Dabi a San Francisco y Yokohama: busca, hijito, y sólo verás los rieles fríos y las ilusiones calientes de la enloquecida grandeza petrolífera mexicana: ninguna primavera inmortal, sólo estas Fabio ay dolor: el mustio collado entre el Golfo de México y el Pacífico mexicano. Montañas de arena y el cadáver de un mono araña. Viva la Generación Opepsycola!

Pero a ti, papá, a ti cuándo te hicieron?

(Sus padres concibieron a mi padre la noche del 2 de octubre de 1968, como una respuesta contra la muerte. Alguna vez pensaron no tener hijos y dedicarse por entero a la ciencia. Pero la noche de Tlatelolco, se dijeron que si en ese instante no afirmaban los derechos a la vida tan brutalmente pisoteados por un poder arrogante, enloquecido y ciego, jamás habría ciencia en nuestro país: habían visto a la tropa destruir laboratorios enteros en la Ciudad Universitaria, robarse máquinas de escribir, desmantelar la labor de cuatro generaciones de universitarios. Mis abuelos hicieron el amor sin aislarse del rumor de sirenas, ambulancias, metralla y fuego.

Mi padre nació el 14 de julio de 1969. Su vida intrauterina se desarrolló, así, entre dos fechas simbólicas. En ello ve un augurio bueno para mi propia concepción: entre el Día de Reyes y el Día de la Raza. Pero mi madre compensa esta abundancia de símbolos: ella no sabe ni cuándo nació, mucho menos cuándo fue gestada.)

Pero los abuelos, papá, cuéntamente de los abuelos.

Yo no sé si lo que inventaban mis papás en el sótano de su casa de Tlalpan (donde yo nací) era útil o no. En todo caso, las invenciones de mis padres Diego e Isabela no le hacían daño a nadie sino, como resultó ser, a ellos mismos. Ellos creían en la ciencia con toda la novedad y furia de su emancipación liberal mexicana y su rechazo de las sombras inquisitoriales y gazmoñas del pasado. En consecuencia lo primero que inventaron fue un aparato expulsador de supersticiones. Concebido a escala doméstica y tan fácil de manipular como una aspiradora, este aparato manual y fotostático permitía, por ejemplo, transformar a un gato negro en gato blanco en el instante en que el felino cruzaba frente a uno.

Otras hazañas del aparato eran éstas, mi hijito:

Lograron reconstituir de inmediato un espejo roto, magnetizando los pedazos para reintegrarlos a su unidad, utilidad y reflejo anteriores. Luego aprendieron a saltarse con gracia los martes 13 en los calendarios y a cerrar automáticamente las escaleras portátiles bajo las cuales se podría pasar en las calles (un movimiento auxiliar desviaba los botes de pintura que pudiesen, por ello mismo, caerle a uno sobre la cabeza). Acabaron por hacer levitar indefinidamente los sombreros arrojados, con descuido, sobre las camas. E inventaron la sal-saltán, que al derramarse del salero, inmediatamente rebotaba sobre el hombro del autor del desaguisado.

La más bella de sus invenciones fue sin duda la que creaba un precioso espacio en el cielo y nubes sobre cualquier paraguas abierto dentro de una casa. Y la más controvertida, la que permitía a una dueña de casa convocar instantáneamente a un decimocuarto invitado cuando, a última hora, la anfitriona se encontraba con trece en la mesa. Mis propios padres nunca entendieron si ese invitado salvador era un mero espectro fabricado de rayos láser, o si su invención, realmente, creaba a un nuevo comensal, de carne y hueso cuya única función vital era comer esa comida particular y luego desaparecer para siempre sin dejar traza de sí, o si, en fin, existía una complicidad inasible entre el aparato y ciertos seres vivos y hambrientos que, al saber de este dilema protocolario y supersticioso, se presentaban a recibir una comida gratis, convocados por algún mensaje entre computadora y comensal que escapaba al dominio o intención de mis hacendosos padres.

La invención del Invitado Catorce condujo, a su vez, a dos inventos más, uno metafísico y el otro, ay!, demasiado físico. Mi madre Isabela, por muy moderna y científica que fuese, sobre todo porque estaba en rebelión contra su familia, los Fagoaga, no lograba librarse de un terror femenino antiquísimo: al ver a un ratón, gritaba y se subía a una silla. Por una parte, se accidentó varias veces trepando a endebles taburetes e improvisadas tarimas, rompiendo probetas y a veces frustrando experimentos en camino. Por la otra, semejante actitud no se avenía con el propósito declarado de mis padres: convertir la superstición en ciencia. El hecho es que el sótano de la casa de Tacubaya estaba lleno de roedores; pero también lo estaba el resto de la ciudad, caviló mi padre Diego Palomar, y si Diego e Isabela tenían el dinero necesario para invertir en trozos y hasta rebanadas de queso para poner en sus ratoneras, qué podía hacer el arenero o el pepenador en las suyas?

Movidos por este afán científico y humanitario que tanto les alejaba de la familia de mi madre, Isabela y Diego procedieron a inventar una ratonera para los pobres en la cual, en vez de un pedacito de queso auténtico, era preciso poner solamente la fotografía de un pedacito de queso. Esta fotografía era parte integral del invento, que se vendería (o distribuiría) con su foto a colores de un maravilloso pedazo de queso Roquefort ensartado verticalmente en la ratonera. Excitados, tus abuelos empezaron, como siempre, por hacer la prueba en casa. Dejaron la ratonera en el sótano una noche y regresaron, ávidamente, de mañana, a ver los resultados.

La trampa había funcionado. La foto del queso había desaparecido. Pero en su lugar, mis abuelos encontraron la foto de un ratón.

No supieron si considerar este resultado un éxito o un fracaso. De todas maneras, no se desanimaron, sino que derivaron el siguiente corolario: si la representación de la materia, al reproducirse, se repite y se complementa con su término opuesto, debe ser posible intentar esta relación dentro de la materia misma, buscando en cada objeto del universo el principio de la antimateria que es como el gemelo potencial del objeto. Actualizar la antimateria en el instante de la desaparición de la materia se convirtió en la avenida concentrada y obsesiva del genio de tus abuelitos, Cristóbal.

Empezaron por tomar objetos muy simples pero orgánicos —un frijol, una rebanada de cebolla, una hoja de lechuga, un chile jalapeño— y someterlos a una especie de infinita carrera entre Aquiles y la tortuga. Manteniendo cada uno de esos objetos unidos a su principio vital —la raíz nutriente— mis padres buscaron acelerar el proceso por el cual el frijol, la lechuga, el chile y la cebolla eran ingeridos al tiempo que eran reemplazados por una reproducción acelerada de otros objetos idénticos. De allí a integrar el proceso de crecimiento al proceso del consumo medió sólo un paso revolucionario: introducir dentro de cada chile, lechuga, frijol o cebolla un principio de reproducción inherente pero separado del objeto en cuestión: el Aquiles del consumo sería alcanzado cada vez, y cada vez más, por la tortuga de la reproducción, actuando como principio activo de la antimateria.

Qué les faltaba a mis padres Isabela y Diego sino aplicar este descubrimiento al sobre natural de esos ingredientes: la tortilla, nuestro alimento nacional y sobrenatural, y proclamar el descubrimiento del Taco Inconsumible: un Taco que crece cada vez que se come, mientras más se come: la solución de los problemas de la nutrición mexicana! la más grande idea nacional —se rió cuando se enteró el tío Homero Fagoaga— desde que el mole fue inventado en Puebla de los Ángeles por dispéptica monjita!

Se rieron, Ángeles, el tío Homero y sus horrendas hermanas Capitolina y Farnesia (edades inconfesables) mientras tomaban detallado inventario de la casa que fue de mis padres y mía en la vecindad de la iglesia de San Pedro Apóstol en Tlalpan: una casa de colorines amarillos, azules, verdes, sin ventanas al exterior, pero llena de patios interiores, situada entre un hospital porfiriano y una bomba de aguas: tomando inventario de lo que un día, por voluntad específica de mis padres, debía ser mío, junto con una herencia de cuarenta millones de pesos oro. Al cumplir veintiún años de edad.

—Puedo quedarme a vivir solo aquí, dije, terco de mí y lleno de la suficiencia de mis once años.

—Jesús mil veces! exclamó Farnesia. En este adefesio!

—Muy adefesio, hermanita, pero el terreno aquí va a subir dada la cercanía de la fábrica de papel, los merenderos y la salida a la carretera de Cuernavaca, calculó rápido don Homero, que sería muy académico de la lengua, pero también era muy académico de los negocios.

—En todo caso, el niño debe venir con nosotras para ser educado: tiene nuestro nombre y por ello debemos sacrificarnos, opinó Capitolina. Pobrecito huerfanito!

—Ay hermanita, corroboró Farnesia, hablando de sacrificios, cómo me pagará este escuincle ingrato el sacrificio de haber salido de mi casa para enterrar a sus padres y recogerlo a él, cuando tú sabes que para mí salir a la calle es un pecado!

—Y el niño luego se ve que no cree en Dios.

—Prueba de su mala educación, Capitolina.

Te entiendo Ángel cuando me cuentas que de chiquito lo primero que te dijeron tus tías Capitolina y Farnesia cuando te recogieron huerfanito fue que nunca mencionaras la razón de tu orfandad, era demasiado ridícula, todo el mundo se reiría de ti, qué dirán si dicen que dijeron que eres el huérfano de los tacos o queseyóoalgo así? Qué quedará del pundonor familiar? Los vestigios, contestóle Capitolina a Farnesia; Jesús mil veces Jesús!

Fuiste a la tumba de tus padres violentando tu propia memoria, imaginando todo el tiempo que habían muerto de otra cosa, de cualquier cosa, tuberculosis o cáncer, duelo al amanecer, ahogados en una tormenta en alta mar, estrellados en una curva, romántico pacto suicida, cirrosis hepática simultánea, pero no de indigestión por tacos.

Como tuviste que imaginar la muerte como una mentira, sentiste que cuanto rodeaba a la muerte también era una mentira. Si no podías recordar la muerte de tus padres, cómo ibas a recordar la promesa de la resurrección de los cuerpos? Cómo ibas a creer en la existencia de un alma? Enterrados en una mentira, jamás resucitarían de verdad. Faltaban causa y efecto. Muerte por Taco: Alma Inmortal: Resurrección de la carne. Muerte por Cero: Alma Cero: Carne Cero. Almaceno carnicero?

Le comunicaste tus dudas a tus tías y hubo consejo familiar con tu tutor el tío Homero: niño hereje, te regañó la tía Capitolina aunque no creas en Dios como tus palabras lo indican, di que crees o qué será de ti, te irás al infierno; peor, interrumpió Farnesia, nadie te va a invitar a sus fiestas ni te van a dar las manos de sus hijas, hereje y rejego, y en segundo lugar… Ve a la iglesia, añadió Capitolina, aunque no creas, para que todos te vean allí y de más grande, observó juiciosamente Farnesia, ve a la universidad o nadie sabrá cómo llamarte si no eres señor doctor o señor licenciado: nunca ha habido un Fagoaga que sea sólo un señor a secas, vive Dios! y de más grande aún, concluyó políticamente el tío Homero, ve a las asambleas del Partido aunque te duermas oyendo los discursos nomás para que te vean allí; dormido, tío Homero?; bah, mira las fotos de los diputados oyendo dormidos el informe presidencial: luego su sacrificio hasta compasión les merece, les merece respeto y ascendentes caminos en la política nacional, faltaba más; malo sería un diputado alerta y respondón, como el barbado tribuno don Aurelio Manrique quien desde su potosino escaño le gritase “Farsante!” al Jefe Máximo de la Revolución Señor General Don Plutarco Elías Calles quien peroraba con sonorense timbre desde la augusta tribuna de Donceles; pero un diputado dormido pronto pasa a ministro despierto, mira nomás el deslumbrante ascenso del dinámico hombre público guerrerense don Ulises López, sobrinito, continuó don Homero Fagoaga, ajeno el tío a las tormentas internas de su niño sobrino, no lo dudes y aprende, sobrinito: cómo vas a hacer carrera, Angelito inocente?

—Tres siglos de Fagoagas mexicanos hemos hecho carrera en las armas y en las letras, en la iglesia y el gobierno, adaptándonos siempre a las condiciones del tiempo: un día con el virreinato, al siguiente con la independencia; acostados con Santa Anna y los conservadores, despertados con Comonfort y los liberales; allegados al imperio, abogados del lerdismo; con Porfirio por la no-reelección, con Porfirio por la re-elección perpetua; pasajeramente con Madero, incondicionales con Huerta, a las órdenes de Carranza, adictos a Calles, enemigos de Cárdenas, ah eso sí, allí sí ni modo, hasta nuestro altísimo y generoso vaso de agua familiar puede ser colmado, faltaba más; y disciplinados y entusiastas partidarios de la revolución a partir de Ávila Camacho, cuando el Presidente, general revolucionario, se declaró creyente y amigo del capitalismo y resolvió así todas nuestras contradicciones: aprende niño.

Le dice mi padre a mi madre.

Mis ojos infantiles Ángeles, miraban a esa presencia redonda y redundante —mi tío Homero Fagoaga— con la que tuve que coexistir durante los años de mi infancia y adolescencia como Juan Goytisolo con el caudillo Francisco Franco: hasta lo inconcebible, hasta no poder imaginar la vida sin mi opresor, sin sus sentencias y órdenes y concesiones y reglas. El tío Homero engordaba como si alimentara a otro. Era imposible imaginarlo niño. Seguro que desde que nació tuvo cara de viejo. Todo lo sabe. Con todos queda bien. La activa organización dialéctica de todos los opuestos es inmediatamente perceptible entre los dos hemisferios cerebrales, concebiblemente tan vastos como todas las otras parejas carnosas de la abominable anatomía de mi tío Homero Fagoaga.

Miradlo mientras avanza imperioso por los salones y las antesalas, los despachos y los auditorios, las iglesias y las discotecas de moda: corre la tesis arcaizante desde el suelo totémico de sus pies planos debidamente protegidos de mínimo contacto con la suciedad mexicana por blancas suelas Gucci hasta la coronilla involuntariamente tonsurada por el tiempo y las friegas de Pantene; la tesis modernizante desde las hebras grasosas y bien untadas del cráneo (esa cabeza que es cima de la pirámide corpórea de don Homero): allí, en la mirada del eminente personaje (ya llegó! ya está aquí! dejadlo pasar! todos de pie! ha entrado don Homero Fagoaga!) encontrarían las masas analfabetas que el Siglo de las Luces enterito, del espíritu de las leyes al cultivo del propio jardín, se pasea por el claro mirador de unos ojos, ahora, es preciso admitirlo, a menudo encapotados por las pestañas cada día más cortas y pegajosas, las legañas cada día más abundantes, las cejas cada día más largas, los párpados vencidos, arrugados y adelgazados y otras desgracias del otoño de la vida; pero la Contra Reforma española, con todas sus inquisiciones, expulsiones, prohibiciones y certificados de pureza, dura como los duros callos de don Homero y rasga como las intonsas uñas de sus patitas de mandarín: Torquemada habita uno de sus testículos probadamente activos (a pesar de las maledicencias de nuestro liberal tío don Fernando) y Rousseau el otro: nacido libre, su segundo huevo no conoce más cadena que la de un coqueto slip de Pierre Cardin; bajo una axila guarda a la monja, la madre, la santa noviecita santa mía; bajo la otra a la rumbera, la puta, la santa huila santa mía: no hay en México admirador más devoto, por ello, ni más apasionado, de la singular síntesis obtenida en Mamadoc; pólvora tiene don Homero en media nariz, e incienso en la otra mitad; con una oreja escucha el Alabado y con la otra la Valentina; con una nalga se sienta en la mesa de la reacción, con la otra en los escaños de la revolución; y sólo en los hoyos y centros impares, en las singularidades de su cuerpo tan vasto que es dual, blanco y fofo dos veces, fundilloso y tembloroso en cada binomio, fervoroso y oloroso en cada cotiledón de su gardenia, dos veces ambicioso, dos veces hipócrita, dos veces necio, dos veces intuitivo, dos veces malicioso, dos veces inocente, dos veces lambiscón, dos veces arrogante, dos veces provinciano, dos veces resentido, dos veces improvisado, dos veces todo, dos veces nada, mexicano hasta las cachas, a ninguna nación le tocó tanto de nada y nada de tanto salvo el espejismo barroco de un altar dorado para una virgen descalza (piensa don Homero Fagoaga clavándose un clavel en la solapa frente al espejo y soñando con seducir a Mamadoc): sólo en los hoyos y centros sin pareja se conjugan, dice mi padre Ángel, las síntesis vitales de tantísima paradoja: su ombligo es como una honda veta argentina que dice escárbame y encontrarás plata; su culo un remolino de espesos lingotes áureos que dice espera y recibirás oro, no te dejes engañar por las apariencias (nuestro tío Fernando Benítez cierra los ojos volando sobre los precipicios de la Sierra Madre rumbo al último lacandón y huele la vecindad de una montaña de oro ciego): inagotable combustible verbal en su lengua.

Porque su renombre lo debe, ante todo, a su dominio del lenguaje, al exquisito uso de las fórmulas de cortesía (“No ofendo con las que me siento, señora marquesa, si le digo que la siguiente flatulencia de su merced corre por mi cuenta; usted siga nomás comiendo este platillo excelso de la cocina nacional, los frijoles refritos con sus rajas y su queso manchego y sus chicharrones, no faltaba más”) y a su sublime utilización del subjuntivo (“Si me plugiera or plugiese, no dudase, exquisito amigo, en proceder acaso, si para ello no tuvieseis o tuvierais inconveniente, a mentaros la progenitora, pero sólo si para ello obrasen pruebas inapelables de vuestra bastardía”), sin olvidar su incomparable empleo del lenguaje de la política nacional (“Después de la proclamación de la Independencia por el cura Hidalgo y la expropiación del petróleo por el señor general Cárdenas, la inauguración de los Ejes Viales en Chilpancingo es el acto más trascendente de la Historia Patria, señor gobernador”) y aun de la internacional (“Desde el balcón cósmico del Tepeyac, escúchanse vicarios, Santo Padre, los aleluyas del genial sordo de Bonn!”). A cada palabra le otorga don Homero Fagoaga doce sílabas, aunque sólo tenga tres: oro en sus labios se convierte en ho-rro-oooh-orr y Góngora suena a gonorrea.

“Aprende, niño, los Fagoagas nunca pierden, y lo que pierden lo arrancan!”

Columnas del Gobierno, de la Iglesia y del Comercio, perdidos en la inmensidad del tiempo is pánico,

Quién derrotó al moro en Granada?

Fagoaga!

Y a Castilla, quién fastidia?

Fagoaga!

De aquellas aguas, Fagoagas.

De aquellos fueros, Homeros,

tal y como está escrito en el escudo familiar. Ángel miró al producto final de esa línea: su tío Homero y dijo no.

—Si exprimo como limones a todititos los Fagoagas que en trece siglos han sido, Ángeles, te juro que no obtengo más que una burbuja de hiel amarga y otra de flatulencia, como él dice. Perdón, chata; exceptúo a mi mamacita muerta la inventora que demostró su inteligencia casándose con un científico chambeador y sin palabrería como mi papá.


2

MI PADRE SE DESPIDIÓ de la casa de su infancia —la casa de los colorines— recorriendo en silencio la galería de luz perlada —como si aquí se filtrasen y reuniesen dos luces distintas, la del nuevo mundo y la de otro mundo, si no viejo, cada vez más lejano para la América de los noventas— donde colgaban los retratos, cuidadosamente enmarcados, de los héroes de mis abuelos.

Allí estaba Ernest Rutherford, con su aspecto de oso marino, alto y bigotón, canoso, como si saliera siempre del fondo de la cueva, deslumbrado al salir de la oscuridad, viendo en los cielos una duplicación del mundo del átomo.

Estaba Max Planck con su alta calvicie de pintura flamenca y sus hombros estrechos y bigote caído, y Niels Bohr con su aspecto de capitán ballenero bondadoso, paseándose para siempre, con sus gruesos labios protuberantes, por las cubiertas de un universo a punto de amotinarse y lanzar al sabio al mar abierto en una lancha sin remos, y Wolfgang Pauli con su consumado aspecto de burgués de Viena, retacado de pastelería y violines.

Quizás Wolfgang Pauli resucitó en su constante ir y venir en los ferrys de Copenhague el diálogo de los hombres con las palabras olvidadas. Como Rimbaud, dijo mi padre (me dicen mis genes), como Pound, como Paz: resurrección de las palabras.

—Qué lengua hablará mi hijo?

—En qué mundo vivirá mi hijo?

—Qué país es éste?

—Quién es la Madre y Doctora de los Mexicanos?

—Por qué corrieron y mataron a los habitantes de los cerros de Acapulco?

—Qué hace el Jipi Toltec rodeado de coyotes amigos en el centro de un cocotal seco?

Los ojos de mi padre niño educado por mis abuelos científicos en la casa de los colorines de Tlalpan reservaban, sin embargo, su interés más grande, su cariño mayor, para la fotografía de un joven sabio, rubio, risueño, a punto de lanzarse por las pendientes más arduas en el gran slalom científico. Mi padre siempre pensó que si alguien tenía una respuesta para todos los acertijos del día de mi concepción cristobalera, era este muchacho: su nombre, inscrito en una plaquita de cobre al pie de la foto, era Werner Heisenberg, y nada afectó tanto la joven imaginación de mi padre como la certeza de su incertidumbre: la lógica del símbolo no expresa al experimento; es el experimento. El lenguaje es el fenómeno y la observación del fenómeno cambia la naturaleza del mismo.

Gracias, papá, por entender esto, asimilarlo a tus genes que vienen de mis abuelos y que tú me transmites. Una nube bondadosa de lluvia tibia me baña y me cubre desde la melena y los bigotes y los ojos de ternero de Albert Einstein y con él vivo, desde antes de mi concepción, nadando en el río del cuándo y los tres dóndes de mi dimensión actual y eterna; pero cuando salgo del río interminable para ver un tiempo y un lugar (que son los míos) quien me acompaña es el joven alpinista: gracias, Werner y por ti y para ti formó ya, en el útero de mi madre Ángeles, mi muy personal Sociedad Heisenberg, el primer club al que pertenezco y desde cuyos mullidos (placenteros!) sillones observo ya el mundo que me gesta y al cual yo gesto, observándolo.

Gracias a ellos entiendo que cuanto es, es provisional porque el tiempo y el espacio me preceden y cuanto conozco de ellos lo conozco sólo fugazmente, al transitar casualmente por esta hora y este lugar. Lo importante es que la síntesis nunca termine, que nadie pueda salvarse, nunca, de la contradicción de estar en un lugar y tiempo precisos y sin embargo pensar en un tiempo y un lugar infinitos, negando el fin de la experiencia, manteniendo abiertas las posibilidades infinitas de observar los infinitos acaeceres del mundo inacabado y transformarlos al observarlos: cambiarlos en historia, narración, lenguaje, experiencia, lectura sin fin…

Pobre padre mío: creció en este mundo, lo perdió, y tardaría años en regresar a él, por las vías más laberínticas: su suave patria, mutilada y corrompida, tenía que volver a la promesa universal de la sabiduría física propia de los hombres retratados en la galería perlada de la casa de Tlalpan y a la razón del sueño de los mexicanos heroicos, capaces de ser biólogos, químicos, físicos, hombres y mujeres creadores, productores, productivos, no sólo consumidores, lapas, zánganos, en una sociedad que sólo recompensaba al pícaro. La razón del sueño y no sólo el sueño de la razón: hombres y mujeres devorados y devoradores, cronófagos, heliófagos, caníbales de su propia patria. Esto es lo que querían superar Isabel y Diego, mis abuelos. Pero ahora su hijo, mi padre, había perdido la casa de la inteligencia.

Cuánto tardaríamos en regresar a los retratos de esta galería!

Es tiempo de descubrirme ante sus mercedes los Electores y decirles que yo ya regresé, por la vía de mis genes que todo lo saben, todo lo recuerdan, y si más adelante, como ustedes, todo lo olvido al nacer y todo debo aprenderlo de nuevo antes de morir, quién se atreverá a negarme que en este instante de mi gestación todo lo sé porque estoy aquí adentro y tú, Elector, estás allá afuera?


3

DE MODO QUE MI PADRE, a la muerte de los suyos, fue llevado a vivir con sus tías Capitolina y Farnesia Fagoaga, hermanas de su madre (y difunta abuela mía) Isabel Fagoaga de Palomar y de su poderoso supérstite, mi avuncular oh-ho-rrr-horrr don Homero Fagoaga. Aunque don Homero no habitaba con sus hermanitas, sí las visitaba cotidianamente, con ellas hacía la mayor parte de las comidas y en la casa de ellas en la avenida Durango afinaba su retórica moralista y daba sus lecciones más puntillosas de buena conducta cristiana. Mi padre fue, entre los once y los quince años, el objeto principal de esta evangelización fagoaguiana.

No es posible (me informan mis genes) dar las edades precisas de Capitolina y Farnesia. En primer lugar, las tías se han situado a sí mismas en un ambiente que les niega contemporaneidad y les facilita el verse siempre más jóvenes que cuanto las rodea. Mientras otras señoras de su generación, menos astutas, han ido vendiendo todos los muebles, bibelots, cuadros y demás decorados que en un momento dado se consideran pasados de moda, Capitolina y Farnesia jamás han accedido a deshacerse de lo que heredaron y, lo que es más, a usar y habitar su herencia. Envueltas en sus antiguallas, siempre se ven más jóvenes de lo que son.

La casa de la avenida Durango es la última reminiscencia de esa arquitectura levantada durante la revolución mexicana, precisamente en los años de guerra civil, entre 1911 y 1921: en la transición entre los hoteles franceses del porfiriato y los horrores indigenistas y colonialistas del maximato. Don Porfirio y los suyos coronaron de mansardas sus versiones nativas del Faubourg St. Honoré; Obregón, Calles y los suyos primero construyeron edificios públicos en forma de templos aztecas y luego habitaron versiones domésticas de iglesias churriguerescas pasadas por el cedazo californiano de las estrellas de Hollywood: los guerrilleros acabaron viviendo como Mary Pickford y Rodolfo Valentino. La gente que se quedó en la ciudad de México durante la lucha armada con oro en el colchón y capacidades infinitas de acaparamiento de víveres y remate de inmuebles, como los Fagoaga, construyeron estas mansiones de piedra, generalmente de un piso, rodeadas de jardines con senderos de tierra apisonada, fuentes y palmeras, fachadas ornamentadas de urnas, vides y máscaras impasibles, techos coronados de balaustradas y balcones con altas puertas francesas pintadas de blanco: adentro, retacaron sus villas con toda la herencia mobiliaria y pictórica de la vuelta del siglo, la belle epoque nacional y sus paisajes del valle de México, sus retratos de sociedad a la moda de Whistler y Sargent, sus vitrinas llenas de minucias, condecoraciones y tacitas miniatura; sus pedestales con vasos de Sèvres y bustos blancos de Dante y Beatriz. Pesados sofás de terciopelo, mesas de caoba labrada, cortinajes rojos con abundantes borlas, emplomados en los baños, escaleras con tapete rojo y varilla dorada, parquets y camas de baldaquín; aguamaniles en cada recámara, roperos gigantescos, gigantescos espejos, bacinicas y escupideras estratégicas; sofoco de porcelana, polvo, barniz y laca, terror de la minucia quebradiza: casa de mírame y no me toques, en ellas preservaron las hermanitas Fagoaga un estilo de vida, de habla, de secreteo y de excitación, totalmente ajeno a la urbe circundante.

Dentro del estilo que compartían, ambas eran muy disímiles, Farnesia era alta, delgada, oscura, lánguida; Capitolina, bajita, regordeta, blanca, y chatita y febril. Capitolina hablaba con acentos inapelables; Farnesia dejaba todas las frases en el aire. Capitolina habla en primera persona del singular; su hermana, en un vago aunque imperial “nosotros”. Pero ambas practicaban la piedad a todas horas, cayendo repentinamente de rodillas frente a los crucifijos y abriendo los brazos en cruz en los lugares y en los momentos menos propicios. La muerte las obsesionaba, y pasaban noches eternas en camisón y trenza larga recordando cómo murieron Fulano y Mengana, Zutano y Perengana. Leían los periódicos sólo para consultar las esquelas fúnebres con un consternado regocijo. Pero si para Capitolina esta actividad se traducía en la satisfacción de saber de un mal para sentirse bien, para Farnesia se reducía a la convicción de que la santidad consistía en hacerse más mal a una misma que a las demás y ello les abriría a las inseparables hermanas las puertas del cielo. Porque Farnesia estaba absolutamente convencida de que las dos morirían al mismo tiempo; Capitolina no compartía (ni deseaba) semejante calamidad, pero le daba por su lado a su nerviosísima hermanita.

Salir o no salir: ésta era su cuestión. La casa de la avenida Durango era para las hermanas un convento a la medida de sus necesidades. Abandonarlo era un pecado y sólo las ocasiones más terribles —como la muerte de un pariente o la obligación de recoger a un niño y traerlo a vivir con ellas— las impulsaban fuera del hogar. Pero había salidas que ellas consideraban, con todo el dolor de sus almas, impostergables. Pues Capitolina y Farnesia tenían una pasión: averiguar qué descreídos se estaban muriendo para llegar a convertirlos a última hora, arrastrando con ellas a un cura vecino de la iglesia de la Sagrada Familia.

Ninguna voluntad hereje, ninguna indiferencia atea, ningún prejuicio laico, podía interponerse entonces entre su voluntad de cruzadas y el lecho agónico. Se abrían paso a paraguazos, Capitolina bufando, Farnesia desvaneciéndose, ambas avanzando con su cura de almas hasta la cama donde, la mayoría de las veces, las señoritas Fagoaga eran aceptadas con un suspiro de resignación o una alabanza de salvación por el moribundo, quien así encontraba un pretexto fatal para admitir que era católico de closet y ponerse bien, por si las moscas, con La Otra Vida.

ESTA cruzada de las hermanas Fagoaga por salvar almas fue puesta a prueba por el más acérrimo agnóstico entre sus parientes políticos, el general don Rigoberto Palomar, padre del difunto inventor Diego Palomar, marido de Isabel Fagoaga y abuelo de mi padre Ángel. El general Palomar, cuya vida corría con el siglo, había sido niño trompetero del Ejército Constitucionalista de don Venustiano Carranza y, a los dieciocho años de edad, el general más joven de la Revolución Mexicana. Su mérito consistió en recuperar el brazo de mi general Álvaro Obregón cuando el futuro presidente lo perdió de un cañonazo en la batalla de Celaya contra Pancho Villa. Cuentan las malas lenguas que la extremidad perdida del valiente y malicioso divisionario sonorense fue recuperada cuando el propio general Obregón tiró al aire un centenario de oro y el brazo perdido surgió trémulo de entre los cadáveres de la batalla y, con codicia inmutilable, se apropió de la moneda.

La modesta verdad es que el niño trompeta, Rigoberto Palomar, acompañado de su fiel mascota, el perro de aguas llamado Moisés, halló el brazo que el can husmeó y cogió entre sus fauces. Rigo evitó que el perro se comiera el hueso. La carne blanca y el vello rubio de Álvaro Obregón distinguían al famoso brazo; el trompeta lo entregó personalmente a Obregón; fue ascendido de un golpe a general; en agradecimiento el flamante niño brigadier mató de un tiro a Moisés para que no quedara ni un testigo, así fuera mudo, de que un perro estuvo a punto de merendarse la extremidad que acabó, como todos saben, consagrada en un frasco de formol en el sitio donde mi general fue enterrado después de su alevosa muerte en julio de 1928, reelecto presidente, a manos de un fanático religioso durante un banquete en el restorán de “La Bombilla”. Sólo el general Palomar se guardaba el secreto de las últimas palabras del presidente-electo Obregón al morir, arrastrando la única mano por el mantel del banquete, el ojo azul apagándose y la voz implorando: —Más totopos, más totopos —antes de que el cuerpo se derrumbara, inerte. Hoy, un monumento en su memoria se levanta en la Avenida de los Insurgentes, en el lugar mismo de su muerte. Los novios se juntan allí de día, y los motos de noche.

Guardián de todas estas escenas, públicas o secretas, mi general Rigoberto Palomar era un tesoro nacional: el último superviviente de la Revolución en un orden político de desaforado afán de legitimación. Todo ello contribuyó a que don Rigo, un hombre cuerdo en todo lo demás, enloqueciera respecto al tema de la Revolución Mexicana, convenciéndose de dos cosas simultánea y contradictoriamente: 1) la Revolución no había terminado y 2) la Revolución había triunfado y cumplido todas sus promesas.

Entre éstas, don Rigo, formado en el ciclón anticlerical de los gobernantes de Agua Prieta, daba rango primordial al laicismo. Que no se le acercara un sacerdote: entonces don Rigo demostraba que la Revolución estaba en marcha con alguna atrocidad indescriptible, que podía ir de encuerar al cura, montarlo en burro y sacarlo a pasear por las calles, hasta formarle cuadro en el patio de su casa de la calle de Génova y fingir un fusilamiento en regla.

De tarde en tarde, acompañado de su mujer doña Susana Rentería, el abuelo Palomar subía a la punta de un cerro con una piedra en la mano, la tiraba cuesta abajo y le decía a su esposa:

—Mira esa piedra cómo ya no se para.

Esta locura del general Palomar lo convirtió en patrimonio de la patria: el gobierno lo declaró Héroe Epónimo de la República y el PRI dio órdenes de que no se le tocara o molestara en lo más mínimo, requisito indispensable en un régimen donde la ley no escrita, como siempre, era el capricho personal del gobernante. Lo cierto es que este mi bisabuelo vivió una vida tranquila, se dedicó a administrar con cordura sus bienes bien habidos y cuerdamente vivió su vida, con excepción de su locura revolucionaria y de su extraño amor por doña Susana, quien le fue entregada por el legado de un terrateniente cristero de Jalisco, de nombre Páramo, secuestrado y muerto por la tropa de mi general Palomar, cuya última voluntad fue que don Rigo tomara a su cargo a su hijita Susana Rentería, se casara simbólicamente con ella, la criara y consumase las nupcias al cumplir la nena dieciséis años. Pues la niña Susana Rentería, cuando murió su padre el hacendado cristero, tenía sólo cinco años de edad pero don Rigo respetaba la voluntad mortal, sobre todo la de un enemigo, y aceptó la herencia de Pedro Páramo.

Se trajo a Susy (como dio en llamarla) a su casa de la ciudad de México, donde el general la cuidó, vistiéndola de muñeca, con ropones antiguos y zapatitos de raso, mientras cumplía los dieciséis y se casaba con él. La diferencia de edad entre ambos era de veinte años, de manera que cuando Susy se casó con Rigo éste ya andaba por los 36 y Cárdenas acababa de correr de México al Jefe Máximo Plutarco Elías Calles.

Nadie que los conoció, conoció, dicen, pareja más enamorada, solícita y tierna. Susy aprendió muy pronto que su marido era la razón misma en todo menos lo que tocaba a la Revolución, y aprendió con los años a llevarle la corriente y decirle sí, Rigo, tienes razón, no queda un cura vivo en México, ni un pedazo de tierra que no se le haya devuelto al campesino, ni un ejido que no sea un éxito, ni un arzobispo que no ande de paisano, ni una monja que se vista con hábitos ni una compañía gringa que no haya sido nacionalizada ni un obrero que no haya sido sindicalizado. Las elecciones son libres, el congreso interpela al señor presidente, la prensa es independiente y responsable, la democracia brilla, el ingreso se reparte con justicia pero hay corrupción, Rigo, hay corrupción y es deber revolucionario acabar con ella. Contra la corrupción, contra Roma y contra Washington enfocó mi general las baterías de su revolución a la vez triunfante y permanente. Imaginaos, genes alborotados y electivos, el soponcio de mi bisabuelo don Rigoberto cuando nadie pudo ocultarle que el Santo Padre, el Vicario de Cristo, el mismísimo Papa, y polaco por añadidura, estaba en México, vestido de pontífice y no de oficinista, paseándose con pompa eclesiástica por las calles, recibido por millones y millones de ciudadanos de la República, oficiando y bendiciendo en público… Derrumbóse don Rigoberto, cayó en cama clamando contra la traición, prefería morirse que admitir la violación del artículo 3º constitucional, para qué todos los muertos de la Cristiada?, por qué te nos moriste, mi general Obregón?, dónde andas cuando más te necesitamos, mi general Calles? dispara ya, mi general Cruz!

Susy llamó a los doctores, avisó a la familia y las hermanas Capitolina y Farnesia vieron su oportunidad dorada: la caridad empieza por casa. Arrastraron con ellas al cura de la Sagrada Familia y a mi pobre padre de doce años, para que se fuera enterando de la dura realidad de la vida. Entraron regando incienso y agua bendita, reclamando la salvación del alma del descarriado general Palomar y advirtiéndole a mi joven papá que no se asustara si al Rigoberto ése, si no se arrepentía de sus pecados, le salían cuernos allí mismo y el propio Satanás se lo llevaba jalado de las patas al infierno.

El general Rigoberto Palomar, hundido en su mullido aunque revuelto lecho, daba las últimas boqueadas cuando entraron las Fagoaga con el cura y el niño. Sus ojos agitados e inyectados de sangre, su nariz adelgazada y trémula, su gaznate palpitante, su boca entreabierta, su cara toda de chayote amoratado, no eran aliviadas por el gorro frigio con escarapela tricolor (verde, blanco y rojo) que, a guisa de gorro de dormir, cubría la cabeza rapada del abuelo.

Mas ocurrió que a mi general le bastó ver a las hermanitas y al cura con el Santísimo en alto, y al niño agitando el incensario como un balero, para recuperarse de su ataque, brincar sobre la cama, ladearse coquetamente el gorro frigio, levantarse el camisón de dormir y mostrarles una verga bien tiesa a las señoritas Fagoaga, al niño y al cura.

—Éste es el sacramento que les voy a dar si se me acercan un paso más!

Atarantada, Farnesia avanzó hacia el lecho del abuelo murmurando frases vagas pero con las manos tendidas, como quien espera que le caiga una fruta madura, o se le imponga un sacramento.

—Por lo demás… En primer lugar… finalmente… y en segundo lugar… Nosotras…

Pero su dominante hermana alargó la sombrilla y con el mango agarró del cuello a su extraviada sorella, a la vez que determinaba:

—Al infierno te irás, Rigoberto Palomar, pero antes sufrirás los tormentos de la muerte: Te lo digo yo! Ahora esconde tus vergüenzas, que no tienes nada de qué presumir!

El viejo miró al niño, le guiñó el ojo y le dijo: —Aprende, chamaco. Lo que les falta a este par de brujas es sentir el rigor del pene. Ya sé quién eres. Cuando ya no puedas más con estas viejas, aquí tienes tu casa.

—Te vas a morir, canalla!, gritó Capitolina.

—Y en tercer lugar, logró decir Farnesia.

El general Rigoberto Palomar jamás volvió a tener un día de enfermedad después de ése: compensó la impresión de la visita de Juan Pablo II con la vocación de la revolución permanente: había mucho que hacer aún!

MI PADRE Ángel ya no fue el mismo después de esta experiencia. Empezó a darse cuenta de cosas, algunas muy pequeñas. Por ejemplo, al besar cada mañana la mano de la tía Capitolina, descubrió que siempre tenía masa de harina y chile jalapeño en las yemas y en las uñas, en tanto que la mano de la tía Farnesia olía intensamente a pescado. Las señoritas Fagoaga ordenaban su vida social con propósitos que mi padre no entendía muy bien. Sus manías le llamaron la atención. Los sirvientes de las señoritas cambiaban con rapidez y por motivos que Ángel desconocía. Pero a todas las criadas ellas las llamaban por el mismo nombre: Servilia; Servilia hazme esto, Servilia hazme lo otro, Servilia de rodillas s.v.p., Servilia quiero mi atole a las tres de la mañana, Servilia no uses trapos para lavar mi bacinica que es muy delicada y se puede romper, usa tus suaves manitas indígenas mejor. Eran más finas en esto que su hermano don Homero, aunque todos compartían el vicio criollo: necesitaban alguien a quien humillar todos los días. Las hermanas a veces cumplían este propósito organizando cenitas íntimas en las cuales se dedicaban a confundir, molestar o insultar a sus huéspedes. No les importaba que no regresaran nunca, pero de hecho la mayoría, observaron, volvían encantados por más, creciéndose al castigo.

La señorita Capitolina disparaba sus argumentos inapelables:

—Dudó usted alguna vez de la probidad del virrey Revillagigedo? Malagradecido!

Estos argumentos eran recibidos con estupefacción por los invitados que nunca habían dicho nada sobre el tal virrey, pero Capitolina ya arremetía de nuevo:

—Hacen cajeta en Celaya y panochitas en Puebla. Niégueme usted eso! Atrévase!

El asombro de los huéspedes no era consolado por Farnesia, quien alternaba la conversación de su hermana con inconsecuencias verbales de todo género:

—No importa. Jamás aceptaremos una invitación suya, caballero, pero le daremos el gusto de recibirlo en nuestro salón. No somos crueles.

—Ya que hablas de tacos, sentenciaba Capitolina, no puedo hablar de tacos sin pensar en tortillas.

—Pero yo…, decía el invitado.

—Nada, nada, que usted es judío y búlgaro por más señas, no me lo niegue, afirmaba Capitolina, una de cuyas manías era atribuirles a los demás la religión y la nacionalidad que a ella se le ocurrieran.

—No, la verdad es que…

—Ay!, suspiraba Farnesia, a punto de desmayarse sobre el hombro de su vecino en la mesa. Nos damos cuenta del placer que debe darle a usted el hecho de conocernos.

—Quién es esa vieja fea y tonta que trajo usted, señor ingeniero?, continuaba Capitolina.

—Señorita Fagoaga! Es mi esposa.

—Vaya con la pelusa. Quién la invitó a mi casa?

—Usted, señorita!

—Gorrona, le digo a usted y se lo digo yo, colada, gorrona, cursi y cómo fue a casarse con ella!

—Ay, Mauricio, llévame a casa…

—Entre paréntesis, comentaba Farnesia, y en tercer lugar, nosotras nunca…

—Señorita: su actitud es sumamente grosera.

—Sí, es verdad, abría tremendos ojos doña Capitolina.

—Mauricio, que me desmayo…

—Y no se imaginan ustedes lo que ocurrió ayer, decía en seguida Farnesia, otra de cuyas especialidades era acumular información inconsecuente y comunicarla sin aliento, cuando iban a dar las seis de la tarde y nosotras naturalmente nos disponíamos a atender a nuestras obligaciones que nunca debe dejarse para hoy lo que se puede hacer mañana, sonando el timbre con tal insistencia y nosotras que nos acordamos de la ventana abierta y subimos corriendo a ver si desde la azotea se puede ver lo que pasa nuestro gato se cruza y nos llega de la cocina un olor de coles que ay, Dios, no está una para esos sustos y al cabo la educación se mama, o la mamá se educa, nunca sabemos y estamos a punto de volvernos locas!

Estas cenas eran comentadas por las hermanitas con satisfacción. Uno de sus ideales era que en México sólo viviese gente de la misma clase que ellas. Acariciaban la idea de que todos los pobres fueran corridos de México, y toda la gente de medio pelo encarcelada.

—Ay Farnecita, je veux un Mexique plus cossu, decía Capitolina en el francés que reservaba para las grandes ocasiones.

—Cozy, cozy, a cozy little country, le complementaba en inglés su hermana y las dos se sentían reconfortadas, calientitas, seguras de sí, como la acolchada cubretetera, al decir estas cositas.

Estos intermedios amables, sin embargo, cedieron cada vez más el lugar a tensiones que mi padre fue descubriendo a medida que se hacía adolescente: las tías lo miraban distinto, cuchicheaban entre ellas y en vez de arrodillarse solas, lo tomaba cada una de un brazo en los momentos más inesperados y lo obligaban a hincarse con ellas y darse golpes de pecho.

Una noche, lo despertaron unos gritos espantosos y mi padre acudió, aturdido, a buscar el origen del escándalo. Tropezó contra innumerables bibelots y vitrinas, tumbando y quebrando cosas, y se detuvo ante la puerta cerrada de la recámara de Capitolina. Trató de mirar por la cerradura, pero estaba obturada por un pañuelo oloroso a clavo. Sólo escuchó los gritos terribles de las dos hermanas:

—Cristo, cuerpo amado!

—Novias del Señor, Farnesia, somos noviecitas del Señor!

—Esposo!

—Tú eres virgen pero yo no!

—Isabel nuestra hermana parió contenta!

—Rodeada de respeto!

—Nosotras parimos en secreto!

—Llenas de vergüenza!

—Qué edad tendría hoy el niño?

—La misma edad que él!

—Ay Señor Mío! Mi novio santo!

Mi padre se retiró espantado y ya no pudo dormir bien ni esa noche ni ninguna más bajo el techo de las hermanitas Fagoaga. A los catorce años, sintió urgencias sexuales y las cumplió frente a un cromo de la virgen ofreciéndole la teta al niño Jesús. Repetía estos ejercicios un par de veces por semana y llegó a admirarse de que durante ellos, un rayo súbito iluminara su recámara, como si la virgen le mandase destellos de gratitud por el sacrificio.

“Pocos meses más tarde, el tío Homero entró a la casa de Durango en toda su insolente prepotencia, llamó ‘naca obscena’ a Servilia y me juntó con ella en el salón de la casa de las hermanas en presencia de ambas, acusándonos a la criada y a mí de hacer el amor a escondidas. Servilia lloró y juró que no era cierto mientras Capitolina y Farnesia nos denunciaban a voces y don Homero me acusaba de rebajarme con la servidumbre y trataban los tres hermanos a la criada de igualada, ya se le subió, las criadas siempre nos odian, siempre quisieran ser y tener lo que somos y es un milagro que no acaben asesinándonos mientras dormimos.

“Servilia fue corrida, a mí el tío Hache me hizo bajarme los calzones y tras de acariciarme las nalgas me pegó con un zapato de la tía Capitolina sobre ellas, advirtiéndome que me descontaría de mis domingos los vidrios y los trastos rotos.

“Todo esto me parecía tolerable y hasta divertido, pues ponía a prueba mi fe cristiana y me obligaba a pensar: cómo puedo seguir siendo católico después de mi vida con los Fagoaga? Hay que tener fe!”

—Eres un romántico incorregible. Mira que tener fe!

—Qué me cuentas!

—Que todo lo racionalizas, tú.

—Al contrario, sólo repito la frase más vieja de la fe. Es cierto porque es absurdo.

“Pero, lo que me estaba devorando era mi curiosidad. Cada noche iba a espiar por la cerradura de las tías, a ver si en una de ésas se les olvidaba obturar la cerradura de la puerta.”

—Qué pasó?

—Gritaban lo que te dije, parimos en secreto, el niño perdido, la edad de Angelito, el niño perdido. Una noche no pusieron el pañuelo.

La cerradura era como el ojo de Dios. Una pirámide aérea grabada en la puerta. Un triángulo ansioso de contar una historia. Como una de esas aperturas inesperadas de los viejos cuentos infantiles: la cocina da al mar da a la montaña da a la alcoba. Olía intensamente a clavo. Él imaginó el pañuelo sangrante, bordado, con orillas de plata.

—No lo pusieron a propósito, o se olvidaron?

Mi padre no quisiera haber visto lo que vio esa noche a través de la cerradura en el cuarto iluminado sólo por veladoras.

—Qué pasó, te digo? No me la hagas de emoción!

No quisiera haber visto lo que vio, pero no podía contárselo a nadie.

—Ni a mí?

—Ni a nadie.

—Dices que la curiosidad te devoraba.

—Imagínate nada más.

Embriagado por el olor a clavo, cegado por la teología fantástica de las veladoras consumiéndose, diciéndose tengo miedo de mí mismo, se escapó de la casa de la avenida Durango, se fue a vivir con los abuelos Rigoberto Palomar y Susana Rentería en la casa de Génova, pero a ellos tampoco les contó lo que vio. Lo juró: se moriría sin decir palabra, era la prueba de que ya era hombre; cerró los ojos y dejó la boca abierta: una mosca se le paró en la punta de la lengua; escupió, estornudó.


4

PERO NO TE VAYAS, MAMI; quiero conocer cómo se conocieron mi papi y tú y así termino de saber lo de la santa familia.

—Lo siento, angelito, pero apenas estamos en los eneros y eso ocurrió en los abriles; tendrás que esperar el turno del mes.

—El mes más cruel.

—Quién habló?

—T. S. Shandy, nativo de San Luis.

—Potosí?

—Misuri: T. S. Elote. Arregla tus circuitos de informagenética o no nos vamos a entender, hijo. Lo cual me lleva rectamente a terminar la historia de la fuente de toda confusión en esta historia y en el mundo: tu tío Homero Fagoaga, que te bautizó desde el aire en el instante de tu concepción.

—Mierda!

LAS INTRIGAS CONTRA EL TÍO HOMERO comenzaron un día de octubre hace más de seis años y él no lo sabía, dijo mi padre que él, el más interesado, lo ignoraba y se lo dijo a mi madre cuando los dos entraron al mar Pacífico para lavarse la mierda que les llovió del cielo aquel mediodía de mi concepción, cuando yo acababa de ser admitido en el parador supremo, bombardeado por voces y recuerdos, lugares y épocas, nombres y canciones, comidas y cogidas, memorias y olvidos, yo que acababa de abandonar mi metafísica situación de El Niño para adquirir mi nombre YO CRISTÓBAL pero de todas maneras, aunque con nombre propio, El Niño tenía que ser, miren bien susmercedes, si iba a ganar el Concurso del V Centenario del Descubrimiento de América el próximo 12 de octubre de 1992, dijeron si es vieja ya perdimos o sea la amolamos and company porque aquí no se trata de ganar el Concurso Coatlicue o Malinche o Guadalupe o Sor Juna o Adelita que son nuestras viejas nacionales ya mencionadas y ahora para gloria y beneficio patrios encarnadas en Nuestra Señora Mamadoc, sino el Concurso Colón

COLÓN CRISTÓBAL

CRISTÓFORO

CHRISTOPHER COLUMBUS

COLOMBO

COLOMB CHRISTOPHE

igual en todas las lenguas y ya ves chata: Portador de Cristo y Paloma o sea las dos personas que faltan de la Trinidad, el Hijo y el Espíritu Santo, nuestro Descubridor, el santo que se mojó las patiux para cruzar los mares y la paloma que llegó con una ramita en el pico a anunciar la proximidad de la Tierra Nueva y el que se estrelló un huevo para inventarnos, pero toda esta historia y esta nomenclatura dependen, ya van viendo ustedes, de algo sobre lo cual ni Ángel ni Ángeles mis padres tienen control alguno, o sea que la información del espermatozoide de mi padre y la información de las células reproductivas de mi madre se escindan, se separen, se despojen de la mitad de sí mismos, acepten este fatal sacrificio para poder recomponer una nueva unidad hecha de dos mitades retenidas (pero también de las dos mitades perdidas) en las que yo nunca seré idéntico a mi padre o a mi madre, a pesar de que todos mis genes vienen de ellos, pero para mí, sólo para mí y para nadie más que YO, se han combinado de una manera irrepetible que determinará también mi sexo: este único YO CRISTÓBAL y lo que ellos llaman GENES:

—La culpa de todo la tienen los genes, dijo el tío Fernando Benítez.

—Cierto, asintió el tío Homero Fagoaga, la culpa de todo la tienen los Hegels.

Con lo cual el tío Fernando, cansado de que su pariente político se hiciera el sordo por conveniencia y lo confundiera siempre todo a fin de escabullirse de las definiciones morales propuestas por el robusto liberalismo del tío mayor, decidió no hablar más con Homero y en cambio organizar a la banda de los Four Jodiditos que entonces dice mi papá tendrían entre quince y dieciocho años a fin de fregarse al tío Homero, acecharlo de día y de noche, no dejarlo en paz, seguirlo por las calles de Makesicko City a sol y a sombra, de puerta en puerta, de su pendejaus en la Mel O’Field Road a su oficina en la Frank Wood Avenue, como si me lo anduvieran cazando, no se priven de nada chamaquitos, muy abusados, pónganle trampas y cepos, persíganlo.

Don Homero Fagoaga insistía en habitar este incómodo edificio de la Mel O’Field Road por una razón muy simple: todos los edificios alrededor del suyo se habían desplomado durante los terremotos consecutivos del año 85, de manera que el condo del tío H. estaba rodeado de campos de soledad, mustio collado: lotes arrasados, potreros allanados por la lluvia ácida de la ciudad, pero su edificio de pie, diciéndole al mundo que donde habitaba Homero los temblores pintaban violines. Esta lección sublime y sublimada no pasaba desapercibida, le aseguraban sus expertos en relaciones públicas, para quienes adquirían a precios desorbitantes los terrenos del centro que el gobierno quiso convertir en jardines pero que Ulises López comercializó a través de su hombre de paja el licenciado Fagoaga.

—Soy veinte años mayor que tú, le dijo el tío Fernando, pero no me ganas a templar.

—Va a temblar?, otra vez?, inquirió el tío Homero, corriendo a apostarse en el quicio de la puerta más cercana.

—Veinte años mayor que vos, pero te gano en el rigor del pene, dijo con acento gauchesco don Fernando.

—Admiras las pinturas de Pene du Bois? Qué exquisito!

—A templar…

—Los templarios tenían plumas de madera?

—No, Shirley Templa, viejo idiota, exclamó desesperado el tío Fer: y le ordenó a sus muchachos: —Persíganlo como en la caza, con el rigor de la montería, el rigor del pene, faltaba más, viejo hipopotámico!: atisbándolo, mis Jodiditos, burlándose de él. Sacarlo de quicio al viejo miserable.

Todo empezó cuando el más chaparrito (aunque el mayor de edad) de los Four Jodiditos, el llamado Huérfano Huerta, se instaló con su puesto de frutas mayugadas a la puerta del condo militarizado del tío Homero en la calzada O’Field dándole duro de día y de noche a su voz tipluda y gangosa. De día y de noche una vocecita penetrante de hijo de las barriadas más tristes.

—Naranjas, peras y higos, canturreaba el Huérfano Huerta con su voz insoportable cada vez que el tío Homero salía por la puerta giratoria del bildín, hecho milagroso en sí, opina mi papá, porque la mole del tío Homero no debería en principio pasar por ninguna puerta giratoria o inmóvil, abierta o cerrada, con cancel o sin él:

—Puerta canchelada.

—Poerta cuntdenada?

—Edgaralanpoerta cerrada sin libertad la marca.

—Ya entiendo, cómo no.

—No entiendes nada, pinche gordo, no te hagas.

El hecho es que ya no las hacen (las puertas) así de grandotas; el tío Homero sólo puede pasar por una puerta giratoria como una gelatina entra a un vaso, o sea adaptándose, digo yo.

—Yo prefiero a las hembras latinas, dijo el tío Fernando.

—Prefieres a las gelatinas?, comentó bufando el tío Homero.

—No, gordo miserable, serán las hegelatinas, contestó el tío Fernando y se levantó tirando la silla al suelo.

O quizás el tío Homero hace un ensayo para entrar al cielo por el ojo de una aguja cada vez que entra y sale de su casa, dice mi mamá bañándose en el mar como yo floto en el mar fetal dentro de ella.

—Por la aguja de un ojo?, se hizo el sorprendido don Homero.

El Huérfano Huerta nunca se dejó intimidar por el contraste entre la estrechez de la puerta y la holgada dimensión del señor licenciado don Homero Fagoaga, y apenas lo divisó entonó de nuevo su espantosa cantinela que sonaba a plato rayado por un cuchillo chimuelo:

—Naranjas, peras y higos; naranjas, peras y higos.

El tío Homero se estremece definitivamente (como jellotina) y le ofrece al pobre Huérfano un quinto de tiempos de Ruiz Cortines, corrigiéndolo:

—Naranjas, peras e higos, niño.

Ofreciéndole algo más que un quinto de los cincuentas, época inestimable en que la revolución mexicana iba a ser quincagenaria y el peso fue devaluado a docecincuenta y sin embargo se siguieron amando un ratito más (la revolución y el peso): algo más que un quinto le ofrece el tío Homero al pobre Huérfano, le otorga a su madre y a su padre verbales, le ofrece la educación sin la cual (le dice don Homero al niño Huerta) no hay progreso ni felicidad sino estancamiento, barbarie y desgracia.

—Naranjas, peras e higos, hijito.

El buen decir, esto le ofrece, la lengua castellana en toda su prístina pureza puritana, la virgen goda y su gordo acólito: La Lengua Castellana y el Licenciado Homero Fagoaga: la Pareja: don Homero nada más que un servidor de la Lengua Española, Hispaniae Lingua, él la pule él la fija él le da esplendor y le ofrece al futuro, al potencial, al posible señor licenciado don Huérfano Huerta la posibilidad de ser, finalmente, en ese orden, poeta del Día de las Madres, declamador de las Fiestas Patrias, orador de la Campaña Sexenal, legislador de perdida, tribuno popular a la vez que Demóstenes elitista, dueño de La Lengua: el tío Homero se lame los labios imaginando el destino del Huérfano Huerta si el niño sólo le entregara su lengua al viejo, le permitiese educarla, frasearla, diptonguizarla, bocalizarla, hiperbatonizarla.

El tío deja caer La Lengua Clásica como una pastilla de oro en la lengua salvaje del Huérfano Huerta pasmado allí con la boca abierta como buzón, chamagoso el pobrecito, con la cara más prieta por la mugre que por los genes tan mentados, la mugre y el polvo y el lodo de la tierra de nadie de donde salió el chamaco con la cabeza coronada por un casquete de fieltro gris, ruina de un antiguo borsalino incrustado con corcholatas de cerveza y refrescos. El Huérfano Huerta.

—Naranjas, peras y higos.

El tío Homero se acomodó los pantalones balún sostenidos por tirantes amarillos (una tira con la imagen del Santo Padre repetida en serie y así serenando la blandura blancuzca del seno derecho del licenciado; la otra con la imagen de Emiliano Zapata alternando sobresaltos y taquicardias sobre el izquierdo), se cerró el único botón de su barrosajarpa (como llama a los sacos de ceremonia, enigmáticamente, nuestra amiga la chilena) y dejó caer la moneda de oro verbal sobre la cabeza encorcholatada del Huérfano Huerta.

—Se dice naranjas, peras e higos, niño.

Dijo esto como Dios dijo hágase la luz y como su Hijo (oh-Diosoh) dijo en verdad os digo dejad que los niños vengan a mí. Así de sospechoso lo miró el Huérfano Huerta.

Pero el tío Homero era en ese instante el magister que no el nalgister: —O como escribiese en fausta ocasión esa cima de la gramática española que fue el ilustre venezolano don Andrés Bello, la conjunción copulativa vuélvese e antes de la vocal i, como en españoles e italianos, pero no antes del diptongo ie, ni antes de la consonante y: corta y hiere, niño, tú y yo.

El Huérfano Huerta dejó de sospechar. El tío Homero culminó la lección de gramática con mirada de borrego ahorcado. Así de tiernos los ojos de la gorda ternera. Así de inflados sus pantalones balún por la pedofilia.

—Corta y hiere, niño, tú y yo, dijo tiernamente Homero acariciando la cabeza encorcholatada del niño y el Huérfano Huerta cuenta hasta hoy cómo extrajo del fondo de su alma chamagosa toda la venganza hundida en el fondo de lago de Texcoconut que cada makesicka trae guardada en medio del lodazal de sus tripas y junto a los tesoros de Whatamock padre de la patria o sea tostadas de pata para las tostadas de patria dijo my daddy-oh el muy vacilador lavándose la mierda mientras yo nadaba muy orondo en el océano dentro de mi madre donde no me toca (oh, aún no) la caca de este mundo.

Corta y hiere, hijo: el tío Homero se cortó e hirió un dedo con las corcholatas de la gorra del muchacho. Se llevó el dedo maltratado a la lengua (Su Lengua, la protagonista, la estrella de su portentoso cuerpo, llena ahora de la sangre acre de un chamagoso chamaco de Atlampa) y miró intencionadamente al Huérfano, pero como no encontró reacción a esa dialéctica entre gramática y corcholata y dedo y sangre y lengua, terminó repitiendo:

—Naranjas, peras e higos.

Y el Huérfano contestó:

—Viejo gordo, antipático y hijo de la chingada.

Sólo fue el principio. El Huérfano le sacó la lengua horriblemente al tío Homero y huyó. El agilísimo gramático, con su aspecto de hipopótamo danzarín, globo cautivo, elefante sentimental y demás fantasías de Waltdysneykov o sea el Hermano Grimm de nuestras in-fancys dijo mi padre mientras se lavaba la cagadiza del pelo, intentó perseguirlo, pero el Huérfano se metió por un lote vacío vecino al condo del tío H y se juntó con otros niños —sus hermanos, sus semejantes?— que también podían correr con los pies ardientes sobre las piedras incendiadas por el detritus industrial.

El licenciado Fagoaga sabía que ellos estaban acostumbrados; los cuatemoquitos, les decía, ancianos niños, únicos héroes a la altura del parto, les decía, enfureciendo secretamente a mi lopezvelardiano padre; se habían sonado con el gran pañuelo negro del ecocidio de Anáhuac. Les habían salido huaraches de nacimiento, como diría don Lucas Lizaur, fundador del prestigioso emporio de calzado El Borceguí (antes Bolívar y Carranza hoy Bully Bar corner of Car Answer de donde los borrachos pedían sus taxis al salir del bar-discoteca-boite de nuestra amiga la chilena, ya verá Elector): nacieron con una costra de cuero capaz de hacerlos caminar las calzadas calientes de la capital conquistada esta vez por sus propios hijos, los conquistadores industriales, comerciales, oficiales.

—Oh México, hija preferida del Apocalipsis!, suspiró el tío Homero mientras miró al Huérfano perderse en la bruma ardiente del potrero y juntarse con sus amigos. Los perros tienen la nariz sangrante de olfatear pavimentos, dice mi madre, y los pies duros como suelas.

—Qué va a respirar mi niño cuando nazca?


5. QUÉ VA A RESPIRAR MI NIÑO CUANDO NAZCA?

LA MIERDA pulverizada de tres millones de seres humanos que carecen de letrinas.

El excremento en polvo de diez millones de animales que defecan al aire libre.

Once mil toneladas diarias de desperdicios químicos.

El aliento mortal de tres millones de motores vomitando sin límites bocanadas de veneno puro, halitosis negra, camiones y taxis y materialistas y particulares, todos contribuyendo su flátula a la extinción del árbol, el pulmón, la garganta, los ojos.

—Control de la polución?, exclamó con sorna el ministro Robles Chacón. Eso, cuando seamos una gran metrópoli con siglos de experiencia. Ahora estamos creciendo, no podemos parar, estamos debutando como gran ciudad, ya regularemos en el futuro.

(HABRÁ FUTURO?, léese en la nueva pancarta que mi padre Ángel pasea por el Paseo)

(SOMOS UNA GRAN METRÓPOLI DESDE 1325, dice la siguiente pancarta que exhibe, ufano, por los callejones de la Zona Rosa)

—Aparatos contra la polución en los autos y camiones?, exclamó indignado el ministro vitalicio Ulises López. Y quién va a pagarlos? El gobierno? Quebramos. La i.p.? Qué nos queda para invertir? O quieren que esos lujos también nos los paguen los inversionistas gringos? Bah, entonces mejor van a invertir a Singapur o Colombia!

(INVIERTA EN SEÚL ASFIXIE AL REVERENDO MOON dice la enésima pancarta de mi tesonero padre, piqueteando en esta ocasión la embajada de Corea).

—Qué va a respirar mi hijo?

Mierda machada.

Gas carbónico.

Polvo metálico.

Y todo ello a 2300 metros de altura, aplastado bajo una capa de aire helado y rodeado de una cárcel de montañas circulares: la basura prisionera.

Los ojos de su niño, señora, podrán contemplar asimismo otro círculo de basura rodeando a la ciudad: bastaría un cerillo arrojado con descuido sobre la masa circular de pelo, cartón, plástico, trapo, papel, pata de pollo y tripa de cerdo, para crear una reacción en cadena, una combustión generalizada, rodeando a la ciudad con el fuego de los sacrificios, desatando a las Valkirias emplumadas con nombres de luna y jade, consumiendo en unos cuantos minutos todo el oxígeno disponible.

Vomitado por la ciudad, ciego, cegado por la luz repentina, por las legañas acumuladas, por la amenaza de herpes visual, alimentado por la basura, hinchado por las aguas negras, la cabeza hirsuta coronada por un fieltro sin alas decorado de corcholatas, la piel decolorada por el mal del pinto, el Huérfano Huerta salió disparado, como un pedazo de caca mal digerida, por la salida del metro de Insurgentes a la calle de Génova en la Zona Rosa, por donde mi padre se paseaba muy tranquilo y seguro de sí con su pancarta HABRÁ FUTURO? y el Huérfano corrió cegado, como un feto prematuramente arrojado al mundo, su útero una escalera, redrojo y pedo el escuincle, su cordón, umbilical la misma línea

INSURGENTES

que lo aventó a toparse contra la espalda del hombre pequeño y elegante, vestido de shantung gris, a la salida del restorán El Estoril y el mocoso (literalmente moquiento) alargó, ciego pero instintivo, la mano hacia la bolsa del pantalón y hacia el vientre del personaje calvo, miope, bigotón, que exclamó miserable! y agarró al chamaquito por la muñeca, lo hizo gritar (bien girito nuestro tío Fernando) y le dobló rápidamente el brazo ladrón contra la espalda.

Don Fernando Benítez usaba viborilla para guardar el dinero alrededor de la cintura, como todo aquel que salía a caminar por Makesicko City, pero no podía dejar de lucir el reloj de leontina que colgaba a la mitad de su chaleco, pues éste era un regalo de su más antigua a su más joven amante, que ésta le heredó a Benítez cuando murió, como todas, antes que él, subvirtiendo la regla de la supervivencia femenina y que él consideraba parte legítima de su cosecha vital histórica: a sus ochenta años, el eminente periodista e historiador criollo estimaba que el sexo era arte e historia: sus ojos azules, penetrantes, quisieron penetrar también el velo de mugre y sofoco del rostro del niño caco, el niño caca, y leer allí algo, algo, lo que fuese: no iba a condenarlo sin darle antes el derecho a una lectura.

Leyó en la mirada del niño: —Quiéreme. Quiero que me quieran.

Esto le bastó para llevarlo a su casa de Coyoacán, cambiarle de ropa (el Huérfano se aferró a su borsalino acorcholatado, como para recordarse siempre a sí mismo de dónde venía y quién era) y ningún zapato pudo entrarle en sus pies calcinados por el detritus industrial, sus pies de suela de hule natural: tostadas de pies, cuates moquitos!

—Hasta guapo te ves, cabrón, le dijo Benítez al escuintle una vez que lo bañó.

Sabía su nombre. —Siempre me llamaron el Huérfano Huerta.

De dónde venía?

Agitó la cabeza, negando. Las ciudades perdidas eran ciudades anónimas: más grandes que París o Roma, seis, siete, ocho millones, pero sin nombre. El Huérfano Huerta, al menos él sí tenía un nombre pero de la ciudad sin nombre (Cratilo lee mi madre los nombres son intrínsecos o son convencionales o los dispensa un legislador onomástico?) nada se sabía.

Benítez entendía que un lenguaje se escondiese para no ser conocido sino por los iniciados de una cábala, un grupo social o una casta de criminales, pero ocultar ciudades enteras, sin enterrarlas siquiera, sin esconderlas en los olvidos líquidos de una alcantarilla, esto sólo podía ocurrir en una ciudad, precisamente, sin drenaje!

—Hay que darle un origen a este niño, no puede andar suelto por el mundo sin un lugar de origen, dijo con buen sentido la esposa de Benítez, y los dos señalaron al azar, tapándose los ojos con la mano libre, un punto del mapa de la ciudad que colgaba en la cocina: Atlampa. Desde ese momento, se dijo que el Huérfano Huerta venía de Atlampa, su patria era Atlampa. Atlampa por aquí y Atlampa por allá. Pero un día don Fernando sacó al Huérfano a pasear por las Lomas y el niño primero se alborotó, luego se puso triste, Benítez le preguntó que qué tenía y el niño dijo: —Me hubiera gustado ser de aquí.

De aquí: miró con ensoñación los prados verdes, las celosías y los altos muros, los árboles y las flores, sobre todo los muros, la protección, el signo de la seguridad y el poder en México: una pared alrededor de la casa.

Este niño tuvo un hermano —logró entender Benítez, descifrando la media lengua del Huérfano— pero se fue hace un año, dijo que la cosa era clara, quién le había hecho más daño a México, el General Negro Durazo que era jefe de la policía encargado del orden y la justicia en tiempos de López Portillo, o Caro Quintero que era un badulaque inmoral que se dedicó con gran éxito a traficar con drogas, conquistar viejas y asesinar gente con tanta displicencia como el jefe de la policía. La diferencia era que el traficante no engañó a nadie, actuó siempre fuera de la ley, no se disfrazó detrás de la ley. El traficante, concluyó el hermano del Huérfano, no le hizo al país el daño que el policía que corrompió la justicia y desalentó a la gente: dijo esto una tarde después de vomitar negra la comida del día, escasa y enferma: —Me voy de aquí mano y voy a ver si soy como Caro Quintero que era un tipo muy a todo dar que se hizo harto bien a sí mismo sin joder de paso al país y luego regreso por ti manito un día te lo juro por ésta.

Se besó la cruz del pulgar y el índice. Pero ese día nunca llegó (el Huérfano cuenta el tiempo en diarreas y golpizas ciegas, descontones inesperados, quién te madreó así, huerfanito?: el sol no, tampoco la noche que es eterna, sirven ya de referencias: horas huérfanas del “día”, huérfano) y el hermano presente se refirió al hermano ausente como “el niño perdido” y que era él mismo?: un día se metió como rata al metro, recién inaugurado, antes no había más que patacarril o camión, un día fue posible colarse a un tren oloroso a cosas limpias y nuevas, entrar por el polvo de la ciudad anónima y salir disparado como corcho entre las boutiques y restorantes y hoteles de la Zona Rosa:

No, le dijo Benítez, no quiero que seas un joven cadáver: uno más en este país de hombres tristes y niños alegres. Tienes mucha energía, huerfanito, quiero decir que si te sientes muy fuerte? sí, señor Benítez, entonces déjame encauzarte por la broma, la broma mejor que el crimen, no? tienes (tenemos) derecho a reír, huerfanito, por lo menos a eso tendrían derecho todos ustedes, a una carcajada, aunque hasta su risa sea mortal: agota tu fuerza en la broma y acaso allí encuentres tu vocación; yo no te la voy a imponer; quién sabe qué genio hayan gestado todos los niños como tú allá en los infiernos del mundo, tú sabes?

El niño preguntó si algún día iba a encontrar a su hermano perdido y Benítez le quitó el borsalino sin alas, le acarició la cabeza de escobillón y le dijo claro que sí, tú pierde cuidado, los niños perdidos acabarán por encontrarse, claro que sí.

Sabio el tío Fer: lo encauzó con humor, sin tiranías teutónicas, esperando ver de qué estaba hecho el chamaco disparado entre sus manos por el metro que transformó la zona rosa de oasis elitista en corte de milagros lumpen. Con quién se juntaba, hacia dónde apuntaban sus talentos? Tráeme a tus amigos a casa, le dijo, siéntanse a gusto aquí, y así un día apareció con el Huérfano un muchacho blanco y gordo, con patas planas y pelo negro abrillantinado, dijo que era cácaro de un cine, huérfano como el Huérfano, proyeccionista en un cine de clásicos, donde se veían películas antiguas, se conoció con el huerfanito a la salida del hotel Aristos, le digo a tu padrino lo que hacías, huerfa? El muchacho de la pelambre de escoba asintió y el muchacho redondito dijo: —Tocaba un ritmo con su sombrero de corcholatas, le sacaba ritmo a las corcholatas, imagínese qué talento señor.

—Y tú, preguntó Benítez.

—Pues me le junté, señor. Bueno, me da pena. Quiero decir, no sé si usted… Caray, esta moda del pelo largo… Se me ha ido quedando, ya sé que pasó de moda, pero yo… Bueno, el hecho es que uso horquillas para tener en su lugar, usted sabe?, mis rizos negros, jaja, bueno, con la horquilla yo también saqué ritmo y me uní al de su ahijado…

Los dos dieron una demostración y ya quedaron en verse seguido y venir juntos a practicar música a la casa de don Fernando. El gordito, que nunca dio su nombre y evadió toda pregunta respecto a su familia, se expresaba con dificultad, pero ahora se despidió de don Fernando con las cejas preocupadas y una voz de cansancio mundano y extrema precisión:

—Don Fernando, creo que éste es el comienzo de una larga amistad.

Se puso su trinchera blanca chorreada y salió abrazando al Huérfano. Dos días más tarde, los dos regresaron con un tercer amigo: un muchacho moreno, despellejado, greñudo, descalzo y con cinturón de piel de víbora amarrado a la cintura: se caía a pedazos, el Huérfano y el gordito lo presentaron como el Jipi Toltec pero el muchacho sólo dijo en francés:

—La serpent à plumes, c’est moi.

Hacía resonar unas cajitas de fósforos y los tres se entregaron a su música, empezaron a ensayar juntos, Don Fernando pasaba y los miraba satisfecho, pero pronto se le ocurrieron dos cosas: con cada nueva reunión, la armonía musical de los tres chamacos se iba afirmando y afinando; y él, Benítez, al filo de sus ochenta años, aún no agotaba su diseño vital, su lucha por los indios y la democracia y la justicia, pero las fuerzas físicas sí se le agotaban. Quizás estos chamacos… quizás ellos serían su falange, sus adelantados, sus cómplices… ellos lo ayudarían a cumplir su programa revolucionario.

Les regaló un sábado tres instrumentos: un juego de atabales para el Jipi, una guitarra eléctrica para el Huérfano y un piano para el gordito melenudo. No hubo necesidad de cerrar trato formal. Todos entendieron que se debían algo.

—Un hombre no es nada sin su socio, enunció claramente el gordito, jalándose hacia las cejas el fedora gris.

Pero en el acto volvió a su personalidad habitual y le dijo al tío Fernando: —Bueno… es que falta… quiero decir, no somos tres…

Benítez se extrañó en voz alta: Hasta contó con los dedos.

—No… es que… bueno… este… falta la niña…

—La niña?

—Sí, sí, la niña Ba… Ella, quiero decir, ella toca el pícolo, espetó de un golpe, suspirando al cabo, el gordito.

Benítez prefirió no pedir explicaciones, seguir la corriente y aceptar el trato tácito. Compró la flautita y se la entregó al gordito. Esa noche, desde su recámara, los escuchó practicar y distinguió perfectamente los instrumentos, el piano, la guitarra, los atabales y la flauta.

Se bautizaron a sí mismos los Four Jodiditos.

Benítez no pudo averiguar nada acerca de los orígenes del Jipi Toltec; aceptó la existencia invisible de la Niña Ba y todo lo escuchó de labios del gordito, tan trabado para hablar cotidianamente, pero tan seguro de sí mismo cuando aplicaba a la vida diaria diálogos aprendidos en el cine.

En cambio, nuestro tío, al cabo periodista, no cejó en sus pesquisas acerca del Huérfano Huerta, de dónde venía?, escapó de su ciudad perdida sólo porque se abrió la nueva línea del metro?, cuánto era capaz este muchacho de contar sobre sí mismo?

Con una suerte de paralelismo azaroso —comentaba don Fernando— el detestado Homero Fagoaga también tenía a un muchachillo, éste filipino de origen y llamado Tomasito, sólo que mientras Benítez le daba al Huérfano y sus cuates aliento y libertad para ser independientes, Fagoaga tenía al filipino a su servicio como recamarero y chofer.

Se contaba una historia que Benítez le repitió una noche a mi padre y a mi madre, para que ellos vieran que a él no le dolían prendas cuando don Homero se las merecía: Homero salvó al joven Tomasito de una matanza de despedida ordenada por los dictadores filipinos, Ferdinando e Imelda Marcos, antes de su caída. Lo dejó en su patria, según parece a cargo de un oficial norteamericano en la base naval de Subic, y ahora lo trajo a servirle de mozo en México.

—Pero no se me reblandezcan con Homero, advirtió en seguida Benítez, meneando el dedo severamente: —Sepan ustedes que su relación con Filipinas se debe a que actúa allí como hombre de paja de Ulises López, exportando trigo que no se puede vender en los Estados Unidos por estar envenenado por un agente químico, es exportado a México donde lo almacena Ulises López y luego, a través de Homero, lo exporta a su vez a Filipinas: donde lo recibe, acapara y distribuye el monopolio de los inaplazables cuates de Marcos. Parece muy complicado, pero no lo es en las concepciones económicas globales de Ulises López.

Al nombre del cual, el Huérfano Huerta brincó desde atrás de un sillón de terciopelo verde donde se hallaba agazapado y con furia inaudita repitió el nombre, López, López, Ulises López, Lucha López, como si fueran los nombres del mismísimo Diablo y su Consorte, ellos quemaron las casas, ellos dijeron que los terrenos eran suyos, ellos mataron a mis papás, por ellos huimos mi hermano perdido y yo!

Mi madre instintivamente abrazó al Huérfano y mi padre recitó una de sus líneas preferidas de López Velarde —el niño Dios te escrituró un establo— y Benítez asintió que la imagen de la ciudad es su destino, pero Ulises López que no, no había destino, había voluntad y acción, nada más, le repetía a su mujer Lucha Plancarte de López: dondequiera que una banda de paracaidistas se instalara en sus terrenos, ellos los sacarían a sangre y fuego, sin miramientos. Total, vivían en chozas miserables de cartón, como animales, en establos.


6. PATRIA, TU SUPERFICIE ES EL MAÍZ

LA SEGUNDA venganza del tío Fernando fue ordenarle a la banda de los Four Jodiditos colocarse frente al Shogun Limousin del licenciado Fagoaga a la hora de su salida a comer.

Don Homero había pasado una mañana activísima en sus oficinas, que le ofrecían un frente perfecto para sus actividades: anticuadillas y humildonas, en un tercer piso de la Frank Wood Avenue, secretarias viejas, fodongas y cegatonas que escucharon su último piropo durante la presidencia de López Mateos, fojas y más fojas de empolvados trámites judiciales, escondido detrás de ellos un notario oaxaqueño de visera verde y ligas en las mangas, en el teléfono don Homero con su socio gringo Mr. Kirkpatrick, accediendo (Homero) a importarle al socio (Kirkpatrick) todos los pesticidas prohibidos por ley en Norteamérica, mandarlos de México a Filipinas como exportación mexicana (muy aplaudidas nuestras exportaciones porque nos traen divisas, jajá) aunque yo le pague más a usted de lo que cualquier filipino me puede pagar a mí, jaja, no sea usted bromista, Mr. Kirkpatrick, yo nunca comeré una tortilla nacida de un grano de maíz regado con su pesticida, yo mis baguettes me las mando traer por Air France desde esa panadería tan cuca en la Rue du Cherche Midi y aquí por fortuna no se imponen todavía normas en defensa del consumidor! es preferible tener inversiones y empleo, aunque sea con cáncer y enfisema!

Ahora, el licenciado descendió de sus tradicionales oficinas en la Frank Wood Avenue poniéndose los guantes de cabritillo y el fedora color palomino y se abrió paso entre las masas que a las tres de la tarde transitan por esta calle central que en otras, más castizas épocas se llamó San Francisco, Plateros y Francisco Madero, para entrar a su ancho automóvil a través de la puerta obsequiosamente abierta por el chofer filipino Tomasito, a la sazón sumamente joven pero siniestro en su aspecto oriental y al acomodarse en mullidos asientos vio que la multitud callejera se agolpó con los ojos desorbitados, mirándole a él, don Homero Fagoaga, abogado y lingüista, como si fuese un becerro con dos cabezas o un millonario que le hizo caso al presidente y devolvió los dólares exportados en 1982.

El tío Homero le ordenó al chofer filipino avanzar, avanzar rápido, pero Tomasito dijo en inglés no can do master y la multitud crecía, pegando las narices a los vidrios de la limo japonesa del señor Fagoaga, embarrando salivas y mocos, huellas digitales y vahos cegatones en parabrisas, vidrios, puertas, tal era la curiosidad masiva que el licenciado Fagoaga provocó sin poderla explicar, amedrentado y sojuzgado en toda su obesidad dentro de este baño turco en el que se le convertía su automóvil con las ventanas cerradas para impedir una muerte que el ilustre académico de la lengua no sabía si prever por odio excesivo como las de Moctezuma y Mussolini, o por excesivo amor, como la de cualquier ídolo del rockaztec de nuestros días, encuerado y desmembrado por sus grupis:

—Abre las ventanas, manilesco auriga!, le gritó el tío H. a su chofer.

—Is danger master, me no likey lookey!

—Pues a mí empiezas a disgustarme tú, rechazo del requezón, exclamó el tío H. y abrió valerosamente su ventana sobre la excitada turba, sólo para distinguir en ese instante al chamaquillo con la cabeza de corcholatas gritando urbi et orbi, acérquense, diversión gratis, el chamaquillo de los pies vulcanizados mantenido en alto por sus secuaces, un gordo de pelo negro lacio y un flaco con hocico de coyote y melena desgreñada, gritando miren el coche con ventanas de aumento, levantado en vilo por el horrible despellejado hocicón y ese gordito blando y melenudo que pudo ser, ay!, el propio Homero quinceañero, gritando miren el coche japonés último modelo con vidrios de aumento y miren aumentado al gordo que viaja adentro, ora o nunca, señoras y señores:

—Arranca, peligro amarillo!, le dijo el tío Homero con furia a Tomasito cerrando velozmente la ventana, arranca, no te preocupes, aplástalos si hace falta, ya te lo he dicho, ya conoces la disposición oficial del Departamento del Distrito: Si Atropella Usted a un Peatón, No Se Detenga, adelante Tomasito, las averiguaciones empapelan las delegaciones y luego los tribunales, arranca, aunque pases encima de ellos y los mates, estás autorizado, cuesta más interrumpir el tránsito, levantar actas, iniciar procesos: mata al machucado, Tomasito, en bien de la Ciudad y de la República: mátalos, dijo Homero, pero en sus ojos enloquecidos temblaba el deseo, los quería y los odiaba, los veía correr por los potreros, descalzos, inermes pero acostumbrados ya a las llagas de dióxidos, fosfatos, monóxidos: se asomó a la ventana cerrada, chorreada, del limo nipón y los miró con rencor, corriendo por Frank Wood detrás de él, frente a la turba curiosa: el encorcholatado, el despellejado, el gordito; observó los tres pares de piernas, a ver cuáles le gustaban más, y los seis pies que corrían detrás de su automóvil eran pies de alguna manera deformes, eddypiés pues Eddy Poe dice ahora mi papá el punditero, pies deformados por esa costra protectora de caucho humano que les ha venido saliendo a los niños citadinos y que da fe de que pasaron sus in-fancies en las calles potreros lotes lechos basureros del Defe da fe: eddypiés de niños perdidos, corriendo detrás de la limo del tío Homero Fagoaga, Niños Perdidos, Huérfano Huerta, Orphée Orphelin, David Copperfield, Oliver Twist, Little Dorrit pedorrito del Defé:

—Ándale, horda de oro!, cerró los ojos el tío Homero mientras el fiel filipino le obedecía y tiraba mirones al aire a diestra y siniestra como en un grabado de Posada; por los aires y de posaderas voló más de un curioso (papanatas!, exultó don Homero) pero el tío sólo tenía ojos para ese niño de aspecto chamagosamente feroz, el del casquete de corcholatas, y sus dos compañeros… Sin embargo, como le sucede a las obsesiones más fidedignas, dejó de pensar en ellos y en el incidente, exhausto; llegó a su casa, subió a su apartamento pidiendo un baño, Tomasito corrió a prepararlo y luego regresó encantado:

—Ready master.

Homero le pellizcó entonces un cachete, por eso te perdono todo, cuando eres eficiente eres un mago, mi fumanchú, se desnudó en el baño de mármol negro, imaginando coquetamente en los espejos otra forma para su cuerpo que siendo la misma volviese locos a los oscuros objetos de sus deseos, él Homero un Ronald Colman con bigotito Paramount, suspiró, agradeció el intenso verdor líquido del agua en su popesca tina de emperatriz romana, pensó deliberada aunque fugazmente que en México, D. F. sólo existía ya el confort privado, no sólo exclusivo, sino secreto, porque ya todo lo compartido era feo, calles, parques, edificios, transportes, comercios, cines, todo, pero adentro, en los rincones de la riqueza, se podía vivir con lujo, secretamente, porque no se trataba de violar la solidaridad nacional o de regresar tlacolines mal habidos o de renunciar a pisos de cinco millones de dólares en Park Avenue o de andar malvendiendo chalets de ski en Vail, no, no se trataba de ofender a los desafortunados que… Miró con un sentimiento de maravilla el color verde intenso, líquidamente transparente aunque hermosamente sólido (como el mármol, diríase) de su agua de baño y no la resistió más.

Se dejó caer de un alegre y despreocupado sentón en la tina, pero en vez de ser recibido por la fluidez acariciante y tibia del agua verde, fue abrazado por un pulpo frío y pegajoso: mil tentáculos se apoderaron de sus nalgas, su espalda, sus rodillas, sus codos, sus lonjas, su cogote: el licenciado Homero Fagoaga se hundía en algo peor que arenas movedizas, fango o acuario tiburonesco: incapaz de mover un dedo, una pierna, la cabeza agitándose como la de un títere, Homero era succionado por una tina llena de gelatina verde, un dulce estanque de viscoso Lime Jello en el que el tío H. parecía una gigantesca fresa conservada en el centro de la jalea.

—Conque gelatinas, señor licenciado, dijo carcajeándose desde la puerta el tío don Fernando Benítez, vestido con cuello almidonado de palomita, corbata de moño y traje de claro shantung cruzado.

—Tomasito!, alcanzó a gritar Homero Fagoaga instantes escasos antes de hundirse en el horror, la sorpresa, la cólera, más pegajosas que los litros de gelatina puestos allí por la banda de los jodidos: —Tomasito! Au secours! Au secours!

—Tu patrón sabe francés o es sólo un detestable snob?, preguntó el tío Fernando al tomar el bastón y el sombrero que Tomasito, perfecto aunque perplejo servidor, le entregó antes de acudir al socorro de su amo, quien gritaba a Benítez rusófilo!, marxista de café!, comunista de salón! y otras extravagancias, comentó mi madre, que fechaban fatalmente la educación política de nuestro pariente.

Tomasito, en cambio, después de salvar con succiones y empujones y tirabuzones a su amo, se retiró a rezarle a una palma en maceta que traía a cuestas y pidió a los dioses de su patria que nunca más le sucediera que confundiese a su patrón con los parientes, allegados o amigos de su patrón, les diese libre entrada a las mansiones de su patrón o sirviese a más de un patrón.

Luego regresó sollozando a pedir perdón y a exprimir aún más a don Homero Fagoaga, postrado sobre su cama de baldaquín.

—Creo que la gelatina aún no acaba de salirle por las narices y las orejas, dijo mi padre Ángel, pero mi madre sólo repitió estas palabras: —Qué va a respirar mi hijo cuando nazca?

—Mejor te voy a contestar lo que va a hablar el niño. No me preguntas también eso?

—Está bien, que va a hablar el niño?

Ésa es mi tercera pregunta.


7. DE AVES QUE HABLAN NUESTRO MISMO IDIOMA

HACE tiempo (una eternidad para el que crece) Ángel mi padre decidió que nadie hablaba español ya; porque creer lo contrario era privarse del deleite máximo de la lengua, que es inventarla porque tenemos la impresión de que se nos muere entre los labios y depende de nosotros resucitarla.

No sé si mi padre me comunica esto inmediatamente al crearme y destinarme (lo primero se lo agradeceré siempre; lo segundo, no te hagas pendejo, Daddy-Oh) o si yo lo aprendo a través de la cadena genética tan larga como la cuaresma opaca, que dice mi padre en seguida, adjetivándolo todo: la lengua se nos muere y sólo porque saben esto mi padre y mi madre terminan por perdonarle la vida al tío Homero o más bien tienen que sobreponerse a esa simpatía lingüística para armarse de voluntad y proclamar: delendo serás, avúnculo!

El hecho es que aquí están los tres cenando juntos en Acapulco una tibia noche de los diciembres antes de los eneros de mi concepción (mi padre Ángel, mi madre Ángeles y el reverendo tío Homero), este último secreto y enamorado y agradeciéndole a Mamadoc la recuperación de una lengua vernácula tan amenazada por el peso específico de la vecindad norteamericana y tan defendida por su Cid Lenguador nuestro tío don Homero, quien no acaba de comprender por qué un hombre dedicado a la más ingente tarea nacionalista como es la defensa de la lengua, puede ser atacado y burlado simplemente porque de paso hace su luchita en terrenos económicos que a nadie le han sido, qué va!, vedados, y la mejor prueba es que sus propios sobrinos, Ángel y Ángeles Palomar y Fagoaga, han dejado atrás amargas rencillas y estériles resquemores para venir a pasar las fiestas de fin de año con él en Acapulco, donde yo voy a ser concebido el lunes 6 de enero de 1992, con la venia de susmercedes los Electores, sin saber a ciencia cierta qué idioma voy a hablar, aunque mis genes palpiten en latín y español y mis cromosomas tiemblen ya, alterados, en los testículos de mi padre y el ovario de mi madre mientras cenan con el tío Homero Fagoaga en la fortaleza que se ha mandado construir en la antigua playa de Pichilingue ahora conocida, dice él, como la Peachytongue Beach.

Ay, suspira el tío Homero cuando Tomasito, su mozo diametralmente filipino, enciende las antorchas del patio tropical y las luces encontradas del fuego y el sol poniente combaten en los grandes cachetes del personaje como si disputasen el calor orotundo de la lengua muelle, salivosa, acolchonada que se abre camino entre mejilla y mejilla, labio y labio, muela y muela:

—Ay, cuánto sinsabor para la lengua de Lope, Lara y Miguel N. Lira! Pensar que un día ésta fue la lengua universal, la heredera imperial del latín, la lengua empleada por el genovés Colón en sus escritos prehispánicos! Porque no hay que olvidar que Colón también tuvo su época prehispánica.

Ahora, contiende el pobre tío Homero, él debe aceptar que la dirección de su condo militarizado esté en la Mel O’Field Road aunque el prócer liberal don Melchor Ocampo dé de tumbos en su michoacana tumba (está en la Rotonda de los Hombres Ilustres o lo que de ella queda, cretino, creo; sólo los huesos, huesuda, hueles a los fantasmas?, no, verdad?, ónde andará el fantasma del prócer liberal don Melchor?) y que su oficina está en la Frank Wood Avenue por más que le pese a don Panchito Madero en la suya y además quién se acuerda ya de ellos, están muertos, dicen mis papis tubí, verdaderamente muertos, Ángel, porque ya nadie los recuerda, nadie recuerda quiénes eran o qué hubo detrás de los nombres, eso es estar muerto, nada más eso, tú no crees?

Pero por otra parte nuestro tío endulza sus venganzas castizas, mandando las cartas que está obligado a redactar en su calidad de Presidente de la Academia Mexicana de la Lengua Correspondiente de la Real Academia de Madrid (o lo que de ambas ruinas resta) a las editoriales anglas con direcciones como Cafecito y Compañía de Boston, Doble Día y Arpista y Crujía de Nueva York, y también Casa Casual, y el Chato Ventanas en Londres. Mas como las cartas parecen llegar, eventual aunque lentamente, a Little Brown, Doubleday, Harper & Row, Random House y Chatto & Windus, el tío Homero llega a su vez a la conclusión, característicamente, de que en efecto vivimos en la Aldea Global y que si el idioma de la Pérfida Albión y sus perversas colonias trasatlánticas contamina la pureza de nuestra heredad verbal castellana, no es menos cierto que sesenta millones de inmigrados aztecas, guajiros y borinqueños terminarán por envenenar las tradiciones del idioma inglés y ya se sabe de modas impuestas por la reconquista mexicana del sureste norteamericano, como ponerle prefijo santo a todos los lugares Santo Bosque donde se hacen las películas de cine, en California, Santa Bruja a los emparedados, San Borns a los cafés y Misión del Jaguar Johnson a los moteles y admite, why not?, que Pichilingue puede llamarse, en el accidentado curso de las cosas mas sin perder sus esencias nativas y como aguardando, en reserva, el día siempre aplazado de la gran vendetta mediterránea contra la arrogancia nórdica, Peachy Tongue.

De esta manera, como siempre, confiesa mi padre, el tío Homero Fagoaga concilia la aparente contradicción de su ánimo: ser simultáneamente el más intolerable chovinista y el más ferviente entreguista.

—Pero esto no contesta mi pregunta, insiste mi mamá, qué lengua va a hablar el niño cuando nazca?

Mi padre sólo puede contestarle con su biografía: él creció en la Colonia Juárez antes/después de que el terremoto la devastara y en la Colonia Cuauhtémoc a medida que se transformaban oficialmente en su pronunciación fonética inglesa escrita primero parentéticamente para guiar a los turistas antes de que, insensiblemente, la fonetización se convirtiese en el nombre y éste en aquélla:

COLONIA WHATAMOCK

AVENIDA WAREHZ

JARDINES FLOTANTES DE SUCHAMILKSHAKE

CALLES DE BUCK O’REILLY

y otras nomenclaturas dadas por el distinguido crítico irlandés Leopoldo Boom, también conocido como L. Boom, durante su visita a México en los retardados ochentas cuando el Instituto Nacional de Bellas Artes organizó el concurso literario-oscular. J’AIME JOYCE O GÓCELA CON JOYCE: lo cierto es que Leopoldo Boom sustituyó al desgastado astro del auge de la novela latinoamericana, Marcelo Chiriboga, como principal bautizador de las calles de la ciudad que crecía tan rápido y tan vastamente rebasaba la capacidad nominativa de sus propios habitantes, que fue necesario importar a este novelista precariamente detenido en uno de estos países que en el Ecuador se devoran entre sí para añadir dos metros más al se los tragó la selva de sus geografías: Chiriboga, sobra decirlo (y con ello, murmura mi madre, está dicho todo: DICHO? DICHOSO JOYCE DIXIT) suramericanizó velozmente predios enteros de la todavía entonces ciudad de México, quiso convertir Ixquitécatl en Iquitos, Ixcateopan en Iquique, Cuitláhuac en Cundinamarca, Santiago Tlatelolco en Santiago del Estero, Chalco en Chaco y Texcoco en Titicaca.

Esto no funcionó; para devaluados, nos valíamos solos. No hacía falta añadir depreciación a la disminución. Marcelo Chiriboga propuso públicamente que la elegante colonia Cuauhtémoc, puesto que sus calles tenían todas nombres de ríos —Sena y Támesis, Ganges y Guadalquivir, Amazonas y Danubio— debería llamarse la Colonia Entre Ríos para el vulgo, y para los iniciados, la Mesopotamia Mexicana. Fue expulsado por decreto presidencial rumbo a Lima la Horrible, de donde nunca debió salir en primer lugar, pues bien sabido es

—Que mono, perico y peruano, no debes darle la mano…

—Que es ecuatoriano, interrumpió mi madre.

—Naciones subalternas, dijo el pedante de mi papá, que se han pasado pretendiendo ser primeros en todo lo que, obviamente, los mexicanos tuvimos antes: civilizaciones indias, universidades españolas, catedrales católicas, colegios pontificios, democracias dirigidas y poetas populistas.

Pero de esto se hablará más tarde; basta enunciarlo una vez: (—África empieza en los Andes, le contestó mi padre como si no la oyera esa tarde de mi creación) y continuar con el tema que nos ocupa, o sea La Lengua, toda vez que en ella estoy inmerso tanto como en el líquido del vientre materno y en él ya sé que yo desarrollo un lenguaje; los símbolos de ese lenguaje son privativos del niño que yo seré; mi lenguaje y sus símbolos se desarrollan muchísimo antes de que yo tenga que hacer uso práctico de la lengua para comunicarme; mi actual vida intrauterina ya es parte de ese largo desarrollo del lenguaje y sus signos; mis genes han propuesto un cimiento nervioso que asegura este hecho: yo voy a comunicarme independientemente del vocabulario, la sintaxis y los símbolos del mundo que me espera al nacer:

—La culpa de todo lo tienen los genes, dijo el tío Fernando.

—Claro que sí: la culpa de todo lo tienen los Hegels, contestó el tío Homero.

—Tartufo!, murmuró entre dientes mi madre durante la cena al fresco en la mansión acapulqueña del tío Homero y acto seguido salió de la cocina Tomasito trayendo de postre una tarta de trufas y el tío H. no se indignó con él porque no había escuchado el pie molieresco dado por mi mamá al criado y de Tartufo a tarta de trufas sólo mediaba, mi padre le dio la razón a Nuestro Pariente, toda una era llamada la Modernidad (igualmente opuesta a la Mothernidad de los orígenes y a la Modorridad del pasado) que ha significado individualizarse al extremo para el futuro extremo que nos aguarda, alejarse, horror, de las abstracciones colectivas de nuestros antepasados grecolatinos y medionavales y ser tú sólo tú, yo mero petatero caracterizado hasta la incomprensión: nombre y renombre, suspira mi madre lectora de Platón, renombre y nombre suspira mi padre lector de Montaigne, fama e infamia, se queja don Homero:

—Mi triste destino es que nadie comprenda nada de lo que digo, como si nadie entendiera ya el castellano, dice don Homero, vaso de piña colada en ristre.

—Qué lengua va a hablar el niño?, pregunta en corte súbito mi madre al entrar al mar la mañana de mi concepción.

Pero don Homero Fagoaga sabe hablar bien de una sola cosa, y ésta es La Lengua y La Comunicación. Mis padres admiten que hasta el hombre más estúpido o detestable tiene un destello de inteligencia, voluntad, o poesía que lo salvan, y éste era el caso de Homero Fagoaga cuando nos recordaba que Aquiles y Héctor sí que se comprendían, que Ulises entendió perfectamente a Circe, Cicerón a Catulo y Dante a Virgilio, hasta que nuestros antepasados los españoles, como para vengarse de tanto dogma y criterio unificado y aquí nadie piensa por su cuenta, mandaron a dos hombres de tinta, una exclamación alta y prolongada como un geyser y una afirmación redonda, rotunda como una oh!, lado a lado para siempre recorriendo los campos de Montiel descubriendo que el mundo ya no se parecía a sí mismo como se pareció a sí mismo todo el mundo anterior y en La Mancha ya no: qué dices, Sancho? qué dice sumerced don Quixote? Molinos? Gigantes? Princesas? Aldeanas? Castillos? Ventas? De qué estamos hablando? De qué estamos leyendo? Por qué no se parecen ya lo que leí y lo que viví? Ya no tenemos nada en común que decirnos? Ya se separó la palabra del acto? Qué dices Tristram? Hablas de caballos o de caballetes? Pobre Tristram condolido con tu página negra: escríbase en ella el nombre que no tuviste, Trismegistus, comunicado por tu atareado padre a una gatuperia pendeja y inglesa que corre de la biblioteca a la recámara del parto por escaleras y corredores, repitiendo Tris, Tris, Triste y al abrir la puerta donde tú llegas al mundo, exclama a doctores, pastores y parteras: —Pónganle Tristán al niño! Pónganle Caballero de la Triste Figura al niño! Nadie se entiende, todos se creen otros, Emma Bovary no se entiende con su marido, ni Anna Karenina con el suyo, castillos son posadas, molinos son gigantes, Aschenbach muere en Venecia creyendo que Europa muere con él y sólo muere Aschenbach, el nombre Guermantes pierde todo su prestigio apenas encarna en una señora gorda —era sólo eso!— y un insecto despertó una mañana convertido en Franz Kafka.

—Estoy de acuerdo, les dijo el tío Homero, en que defiendo lo indefensible. El libro es sólo un episodio fugaz en la historia de la historia. Digamos, jajá, de 1492 a 1992, cinco siglos redonditos de lectura, de Nebrija a Nabokov, de Gutenberg a Gunter Grass, un interregno impreso entre los mundos orales y visuales que siempre prefirió la humanidad.

Suspiró don Homero, levantó su copa y, con ella, recobró su habitual desplante.

—Permítanme, sobrinitos, que defienda, pues, a un cadáver, mientras retornamos al entretenimiento tradicional del canto, el discurso y la imagen. Dejemos que don Quijote se ahogue entre el polvo de sus libros y regresemos a beber y declamar y contar cuentos en la taberna de Rabelais.

—Rabble est?, interjectó el mozo filipino, no master, no rabble here, est or west! only very fine people, yes?

Palideció don Homero; sus ojos empezaron a girar en redondo como los de un muñeco; mis padres sintieron que en esa mirada ellos desaparecían mientras el tío Homero le hablaba al mundo en general.

—Ay, no por eso dejaré yo de mantener en alto los pendones del lenguaje, como proclamase, desde Bogotá, la Atenas de América, su ilustre valedictorio don Guillermo León Valencia.

Dicho lo cual, el gordo tío se durmió, quién sabe si vencido por el exceso de la ubicuidad, por la excitación sexual que a ojos vistas le provocaba mi madre, por la bilis que le hacía derramar a cada rato el tarugo servidor filipino, o por los alcoholes que ingería con cada brindis, aunque cuando se emborrachaba, don Homero se justificaba:

—No fue el tequila, fue el sol.

Entre los tres —mi padre, mi madre y el mozo— lo llevaron a acostar y más tarde mi madre se preguntó si este problema del lenguaje que los había ocupado toda la noche no era un problema secreto —una secreción, una secreación?— y su origen real era no la necesidad de comunicarse, sino la necesidad de no ser comprendido por los demás: de comunicarse en secreto con la secta y defenderse del extraño, ergo Babel.

—Babble? No babble here, missy, only champagne have babbles.

Desesperada, mi madre dijo que Platón tenía razón, la única razón de ser de los nombres era usarlos para llegar a la naturaleza de lo que indicaban (leyó meciéndose en la hamaca, mareada) y saltando de la hamaca sobre el cuerpo yacente de mi padre en la cama dijo cuando hablo en latín pienso en latín, cuando pienso en griego es que te hablo diego, y yo llevaría un diario en chichimeca antiguo si estuviera segura de que nadie lo entendería y pudiera confiarle todititos mis secretos, no crees? sin saber que en ese instante los Four Jodiditos sentados en la proa bamboleante de la discoteca Diván el Terrible comentaban que su empleadora la semiproxeneta francesa Ada Ching, que los había contratado para tocar en las fiestas de Año Nuevo, se defendía y defendía la legitimidad de su negocio gracias a una mezcla de desenfreno erótico y sentimentalismo ideológico, pero sobre todo porque el sexo y la ideología ella los expresaba en una jerga que nadie entendía, explicó el muchacho gordo (“estoy buleversada, los invito a bufear la noche del revellón, todo sobre cuenta propia para excusarnos de la blaga del garzón, no era malo, sólo juguetón, vendrían todos de vuelta a la disco, prometido y jurado?, los minetes de la banda que tocaban tan ravisantes iban a tocar más bonitamente que jamás y ahora todos a debrullarse solos!”) que se podría llamar el gabachototacho, igual que nadie entendía a los asesores económicos del ministro Robles Chacón porque hablaba otra jerga, el econotacho (“… y su incidencia en la demanda de bienes y servicios resulta sumamente fluctuante, toda vez que no coincide necesariamente con las necesidades de infraestructuras evaluadas en parámetros clásicos de/”) y ellos a poco se iban a quedar en el lenguaje retrasado de la clase media o de las barriadas, a ver suéltense les dijo al Huérfano Huerta y al Jipi Toltec, a ver chavos, éste es el aliviane, al fin aquí los tres —los cuatro, perdón niñita— nos llevamos chido, nadie se agandalla, nadie se achicala, la neta es que aquí nadie transa a nadie, nel?, ésta es la neta: estamos juntos los tres, digo, los cuatro y nadie va a desafanarse…?

Lo dijo bien aprendidito, sin sus tropiezos habituales, igual que repetía diálogos de películas aprendidas en su antiguo trabajo de proyeccionista, pero concluyó que cuanto había dicho podía aprenderse, la prueba era que él, un muchacho de clase media, había penetrado ese lenguaje y por lo tanto era inservible: no era secreto. El gordito se incorporó a pesar de la marea que agitaba la barca de placer, hizo un gesto típico de James Cagney (los codos acariciándole los riñones, los puños cerrados y nerviosos, dispuestos a combatir contra el mundo) y dijo que tenían que inventar un idioma nuevo, juntos, que sólo ellos entendieran.

—Sure, dijo el Huérfano que ahora se pasaba horas frente a la entrada de los hoteles de Acapulco, un poco para que los pasantes creyeran que vivía allí, otro poco para aprender inglés.

El gordito continuó diciendo que el problema de la banda (y esto lo decía, pues, le apenaba, pero, decía, él era el autor de las letras y eso estaba mal, tenían que nacer de una colaboración, colectiva, secreta, pero luego hacerse comunicables a todos, nacer del secreto pero entenderse en público, emocionar a los demás, era correcto, lo entendían?): los demás dijeron que sí, creían que sí, neto, nel?, nonono, se exasperó el gordito, miren yo he visto películas de todo el mundo, podemos poner a circular expresiones que nadie conoce aquí, saludos como en las películas checas, ahoy!, que es un saludo marinero en un país que no tiene costas, México tampico, dijo el Huérfano, y aquí, donde estamos, qué es esto, preguntó el gordo: acá es Aca, no es México, contestó el Huérfano con una sonrisa deslumbrante y así vencía sus derrotas el muchacho: estaba cambiado el buen Huerfanito, pensó el gordito. Y siguió: Serbus, es un saludo de película húngara: set, es un grupo de canciones para bailar en Nicaragua y búfala es como Omar Cabezas dice super en su libro guerrillero; y humungus es enorme en los USA y awesome es genial y sorprendente.

—Ozom?, repitió el Jipi.

—Eso mismo.

—Chécalo!

—Sure.

—In ixtli, in yollotl, dijo el Jipi llevándose sucesivamente una mano a la cabeza y al corazón.

—La niña Ba acaba de bautizar este lenguaje, concluyó el gordito.

Así nació la expresión secreta y vernácula del ánglatl, que tan de moda se puso entre los grupos juveniles de los noventas, destruyendo al cabo los motivos de los Four Jodiditos y obligándoles a buscar nuevas, más secretas voces.

Pero en cuestiones de lenguaje, comentó don Homero Fagoaga, más vale una larga paciencia. Quién entiende ahora las expresiones vernáculas de nuestra primera novela, El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi? En 1821 eran populares; ahora se requiere un glosario para entender qué cosa quiere decir “norabuena”, “hazañero” o “padre del yermo”. Lo que fue secreto se volvió público y ahora otra vez es secreto! Pero gracias a estas vueltas la lengua se renueva constantemente y mantiene a la comunidad!

—La lengua, dijo mi papá, eso es Engelschen mía de los Ángeles míos, di lo que quieras de uñas y pezuñas, de cocos y cacas, de la anatomía eterna interna y externa de mi muy venerado tío don Homero Fagoaga, divídelo como quieras, córtalo y destrípalo como un buey, sobre todo ahora que nos ha hecho esta desgracia de zurrarnos aviadoramente, pero nunca olvides para que lo sepa nuestro hijo que todas las contradicciones de nuestro pariente encontraron nido y asiento allí, en su lengua, que este viejo bufo, por lo que tú quieras, por la perversión máxima sí, la perversión, Ángeles, de infligir un mal estúpido, encontrar una disculpa y un disfraz para sus actos, mantuvo este bien y reveló esta realidad: la lengua castellana existe, él miente con ella, lame con ella, halaga con ella, desdeña con ella: oh Ángeles desde el precipicio en que estamos esta tarde, cagados por el cielo y lavados por el mar, en la orilla del firmamento y en la frontera del agua, te lo digo: nomás por eso le perdonaría la vida a nuestro pariente y haría coro a su lamentable vanidad y de ella me compadecería, mi muñeca, si no supiese que él no lo sabe y que debemos dejarle saber que lo sabe, sí Ángel, te entiendo, que él no lo sepa, carajo, que nos lleve el diablo, pero que nos lleve en español!