Capitulo 15

 

 

 

Al día siguiente, Brigitte tuvo todo el día un «jefe» malhumorado y ceñudo que la trato despóticamente. Pero el corazón femenino es absurdo: cuanto más ce-ñudo y despótico se mostraba Frank, más feliz se sentía Brigitte.

Powell estuvo en la oficina con un pretexto, y la invitó a ir a bailar aquella tarde.

Brigitte estuvo tentada de abrir el dictáfono para que Frank oyera la conver-sación, y aceptar para mortificarlo y hacerle pagar su escapada con Fany.

Pero temió que sería demasiado, y Frank podía enfadarse en serio y cortar con ella radicalmente. Brigitte no se atrevió a hacer la prueba, y rehusó la invitación de Powell.

«Si Frank me invita esta tarde, seré buena y aceptaré», se dijo enternecida al verle más ceñudo y sombrío a medida que pase el día. Pero Frank no la invitó, y cuando Brigitte se marchó sola aquella tarde, se encontraba intranquila.

«¡No proponerme que fuéramos juntos a alguna parte, el muy miserable...!», rumió, indignada.

Decidió ir a ver a Norman para que le contase de su noviazgo, y estuvo con ella el resto de la tarde.

Luego, de muy mal humor, regresó a su casa. Al parar su coche ante el portal, vio aparcado enfrente el «Mercury» de Frank, y ello le calmó un poco.

«Bueno, está en su casa...», se dijo.

Subió en el ascensor, y con su propio llavín abrió la puerta del piso.

Oyó a su abuela hablar y dedujo que había alguna visita, pues Clara, la asistenta, no iba por las tardes.

«Alguna de las amigas de su "quinta" que ha venido a verla», pensó, entrando.

No pensaba quedarse a charlar con ellas, no le interesaban los chismes de principios de siglo.

Se asomó «por educación» a la sala, y saludó con una sonrisa:

— ¡Hola! Buenas tar...

La voz murió en su garganta, y su cara se transformó con asombro.

Frank charlaba amigablemente con su abuela, que parecía encantada.

—Pasa, Brigitte, ¿por qué te quedas ahí con esa cara de tonta? El señor Fagor ha sido tan amable, que ha venido a interesarse por mi salud.

«¡Mucho le interesa a él tu salud!», pensó Brigitte.

—Reconozco que me he sorprendido... —dijo entrando.

«¡Menudo fresco! ¡No se para por nada!»

—Es atentísimo, ¿verdad, abuela? —dijo con ironía.

—Tu abuela es muy amable y muy simpática. No todos los miembros de su familia son como usted, ¿verdad, señora? —preguntó Frank.

La abuela sonrió levemente.

—Mi única familia es mi nieta. Mi hija y mi hijo político murieron sin tener más hijos.

—Frank es muy ingenioso —desdeñó Brigitte sentándose en un sillón.

—No lo decía por ti —aseguró Frank, mirándola.

Brigitte tenía imán para él. No podía evitarlo, los ojos se le iban tras ella, y si Brigitte cruzaba las piernas, o movía un brazo, y hacía un ademán, Frank no podía, impedir sentirse tan hipnotizado como un toro ante el revuelo de un capote rojo.

—Ya me doy cuenta de que no lo decías por mí —repuso Brigitte sarcástica.

No estaba dispuesta a dejar adivinar la loca alegría que sentía al verlo allí.

«Cuando ha dado este paso, es que está loco por mí como yo por él», pensó.

— ¿Sabe usted lo que dice su nieta, señora? Dice que yo soy un viejo. ¿Cree usted que soy viejo?

— ¡Pero si es usted un niño!

—Bueno, un niño tampoco... —exclamó Frank, insatisfecho.

—Usted tendrá unos veintiocho años...

—Exactamente. Por lo visto, los llevo escritos en la cara —dijo Frank, recor-dando que las amigas de Brigitte también lo habían acertado con exactitud.

—Lleva usted diez justos a mi nieta. Mi marido me llevaba a mí doce, y gracias a eso fuimos un matrimonio perfecto y feliz.

—Entonces usted cree que, aunque un hombre lleve diez años a su mujer, no es una exageración, ¿verdad? —preguntó Frank satisfecho.

—Es una diferencia perfecta. Las mujeres evolucionamos de un modo muy dis-tinto a los hombres. Maduramos antes. Una muchacha a los diecisiete años es ya una mujer hecha. Esa edad tenía yo cuando me casé. En cambio, a los die-cisiete años, un hombre es sólo un muchacho sin granar. Esa precocidad en hacernos mujeres, influye en el otro extremo de la vida. A los cuarenta años, una mujer da el primer paso hacia su otoño, mientras que a esa misma edad un hombre está en todo su vigor. Por eso, el matrimonio entre una chica de diecisiete años y un hombre de veinticinco o veintiocho, es perfecto.

La satisfecha sonrisa de Frank se borró de golpe al oír a Brigitte:

—Eso será si él no está estragado por la vida de libertinaje, y no se está quedando calvo.

—Sí, claro —dijo su abuela.

—Fíjate en Frank, abuela, fíjate qué entradas tiene. Se está quedando calvo a marchas forzadas.

— ¿Yo calvo? ¿De dónde sacas eso? ¡No se me cae un pelo!

— ¡Pero si tiene un pelo espeso y magnífico! No sabes lo que dices.

Frank tenía una estupenda cabellera, pero Brigitte hizo caso omiso.

—Además, los rubios son siempre malos maridos —afirmó categórica.

— ¿Qué tiene que ver el color del pelo? —gruñó Frank.

—Eso es una tontería, niña —amonestó su abuela.

—Y no me gustan los hombres de ojos azules. Los ojos azules están bien para una mujer, pero no para un hombre —aseguró Brigitte desdeñosa.

—No sabes lo que dices, Brigitte —reprendió su abuela, severa—. Precisamen-te los rubios de ojos azules son los mejores maridos del mundo. No le haga caso, señor Fagor, habla por hablar.

Cuando Frank se marchó, la abuela arremetió contra su nieta.

— ¿Por qué has dicho esas simplezas? Me ha estado hablando de ti toda la tarde, y me ha confesado que te quiere. ¿No ves que es un magnífico marido? Muy simpático y... no es que yo sea materialista ni interesada, pero un hombre debe ganar para mantener su casa, y él gana, ¡ya lo creo que gana!

— ¡El dinero no me interesa! ¡Y Frank es un hombre abominable!

Se echó a reír, asombrando a su abuela que la creía enfadada

— ¿Por qué te ríes ahora?

— ¿Es que no puedo reírme? Me río... porque me río.

Reía porque era feliz.

Y al día siguiente, cuando llegó Clara, Brigitte no pudo seguir aguantando su secreto y se lo confesó:

— ¡Estoy enamorada, Clara! ¡Pero no se lo digas a mi abuela!

 

* * *

 

 

Cindy, monísima con su delantalito blanco y su cofia, colocó el desayuno en la bandeja de plata.

—Usted, Betts, no tiene ninguna consideración con el señorito Frank. ¡Huevos, siempre huevos! Así que el pobre ha perdido totalmente el apetito y está adel-gazando que es una lástima.

—Los huevos son el mejor desayuno, Cindy. Si el señorito Frank adelgaza, será por otro motivo —puntualizó la cocinera—. Además, trasnochando como tras-nocha no es nada extraño que adelgace.

— ¡Hace un mes que se acuesta temprano! Y siempre está meditabundo, con el ceño fruncido... ¡Y, encima, usted le da huevos para desayunar!

—Cindy, tú no entiendes de nada. Llévale el desayuno, y no charles tanto.

— ¡Pobre...! ¿Qué le pasará? ¿Usted cree que será alguna ingrata que le hace sufrir? ¡No hay derecho!

— ¡Hum! No creo que haya nacido la mujer que haga sufrir a ese caimán. ¡Le conozco hace muchos años, y siempre ha sido igual!

— ¡No le insulte! ¿No tiene usted corazón? ¡Pobre, qué delgado y ojeroso se está quedando...!

—Llévale el desayuno, y no le tengas tanta lástima, que no creo que la necesi-te. ¡Anda, vivo!

— ¡Oh, qué genio tiene usted! ¡Ya voy, ya voy...!

Cindy salió con la bandeja del desayuno. Frank y su madre acostumbraban a tomar el desayuno en la mesita pequeña de la sala, junto al ventanal, y allí se lo sirvió Cindy.

— ¿Huevos?

—Sí, huevos, señorito Frank —lamentó Cindy sirviéndole.

—Da lo mismo, de todos modos no tengo gana...

—Tiene que comer, señorito, si sigue adelgazando así no habrá ninguna chica que le mire.

La señora Fagor abrió los ojos, desmesurados.

— ¡Cindy, no seas fresca! —amonestó.

—Pero si no digo nada, señora... Es que se está quedando flaco como un gato sin hogar... Tiene usted que comer, un hombre necesita comer mucho.

—No me des la lata, Cindy.

La señora Fagor oprimió los labios para no reír.

—Anda, Cindy, vete a tus obligaciones.

—Sí, señora... —suspiró Cindy apiadada.

Se marchó. Frank empezó a comer de mala gana.

—Cindy tiene hasta cierto punto razón. Frank. ¿Qué te pasa? No es que te estés quedando «como un gato sin hogar», pero siempre comes de mala gana y estás meditabundo...

—Será el calor...

—Pero si el verano ya ha quedado atrás. ¿Qué te pasa?

—Mamá, tú siempre has deseado que me case...

— ¡Claro que sí! ¡Ya tienes años! —exclamó la dama alborozada—. ¿Estás enamorado? ¿Cómo es ella?

Frank susurró:

—Ella es... especial.

— ¡Entonces es verdad! ¡Preséntamela! ¿Es bonita?

—Es... especial... —suspiró Frank.

— ¡Dios mío, si estás muy grave...! ¡Ya era hora que tropezaras con alguna mujer que supiera meterte en cintura! ¿Qué edad tiene?

—Dieciocho años.

— ¡Estupendo! Siempre temí que acabaras casándote con alguna de esas mujeres «interesantes», pero demasiado experimentadas que han sido tu debilidad hasta hoy. ¿Cuándo me la presentas?

—Es que no quiere casarse conmigo.

Su madre frunció el ceño indignada.

— ¡Cómo que no te quiere! ¿Qué se ha creído? ¡Debe ser tonta! Y tú, ¿por qué lo consientes? ¿Es que después de tanto rodar por el mundo aún no sabes cómo se conquista a una mujer?

—Creí que lo sabía, pero con ella me está fallando...

Su madre le oprimió una mano.

— ¿La quieres de verdad, Frank? ¿No es uno de tus caprichos?

Frank sonrió contemplando los huevos, y su madre comprendió que realmente la quería.

—No sabía que se podía querer así a una mujer, de una forma... tan distinta a todo lo contrario —repuso Frank, meditabundo—. Es una mezcla heterogénea de pasión, ternura, cariño, más pasión, encanto... Es una amalgama de sentimientos. Y cuando ella me mira o se ríe, siento... que me vuelvo bobo.

—Ya veo que sí es distinto esta vez... —susurró su madre—. ¿Y dices que ella no quiere casarse contigo? ¿Por qué? No creo que sea vanidad ni ceguera maternal, pero dejando a un lado que eres un poco sinvergüenza, cosa con la que una mujer tiene siempre que contar, no eres mal muchacho. Físicamente no creo que haya nada que reprocharte. Eres alto, fuerte... No eres guapo, te pareces a tu padre, pero él no necesitó ser guapo para volverme a mí loca perdida —sonrió—. Y económicamente, volviendo a dejar aparte ciertas... debilidades, ante las que una mujer tiene que sentirse ciega y tonta, pues... no eres peor que otros. ¿Por qué no quiere casarse contigo?

—Tiene un carácter... especial.

—Sí, ya me has dicho que es «especial». Si no la encontrases «especial», no estarías enamorado.

—No, sin pasión, es que ella es única. A veces me parece una cría... y a veces me parece una mujer en toda su plenitud pasional. Cuando se presentó por vez primera en la oficina, resultaba horrible. Vestía de una forma estrafalaria. Luego... Bueno, se volvió moderna, bonita, reidora... Estoy chiflado por ella, y ella... dice que soy viejo.

— ¿Viejo tú?

Su madre no pudo evitar echarse a reír.

— ¿Cómo se llama?

—Brigitte Medwall.

—Brigitte... Según cómo se mire es un nombre horrible, o resulta precioso. ¿Dices que fue a tu oficina?

—Es mi secretaria.

—Ah, tu nueva secretaria... La que acudió cuando pusiste aquel absurdo anuncio pidiendo secretaria «vieja y fea...»

—Esa es.

Le consolaba hablar de sus cuitas, y no tenia prisa por marcharse.

— ¿Que hacen sus padres?

—Es huérfana. Vive ahí enfrente con su abuela.

— ¿Ahí enfrente? ¿Aquí, en esta calle?

—Sí, en esa casa de enfrente, esa casa señorial y antigua de enfrente. Una casualidad, ¿verdad?

—Sí, mucha casualidad. Dieciocho años... Ya sé quién es. Me fijé en ella el día que llegaron a principios de año. No hay en toda la calle otra que sea tan joven. ¿No tiene un «Opel-Kapitan»?

— ¡Eso es! ¿La has visto?

— ¿No te digo que me llamó la atención cuando aún estaban metiendo los muebles en su casa? Pero esa chica nunca ha sido estrafalaria ni fea. Siempre ha sido preciosa y muy moderna.

— ¡Uf!, resultaba horrible con aquellos vestidos y aquellos lentes de cristales redondos que le hacían ojos de borrego.

—Debe ser otra. ¿Es en esa casa, o en la de al lado? —preguntó señalando hacia abajo por la ventana.

—Justo en esa de enfrente. Además, tiene un «Opel-Kapitan». Por cierto, que conduce como si creyera que un coche es un avión.

— ¿Pelo trigueño?

— ¡Eso es! Su abuela es una señora muy agradable.

—Cierto, lo es. Le he encontrado un par de veces en la perfumería. Conozco a la abuela y a la nieta, y la nieta nunca ha sido estrafalaria, rara ni fea, sino todo lo contrario. Unos ojos llenos de picardía, y una boca llena de risas, y un tipo espigado muy bonito, nervioso y ágil.

— ¡Eso es! ¿Verdad que es preciosa?

—Lo ha sido siempre.

—Iba horrible antes, no vas a decírmelo a mí.

—Pero si siempre viste modernísima y con mucho gusto. Una de las pocas chicas jóvenes que saben elegir su ropa. Además, no hay más que ver su aire dinámico y resuelto para darse cuenta de que es una muchacha de «hoy», no de «ayer». Y nunca ha llevado lentes.

Estuvieron discutiendo sin ponerse de acuerdo, y por fin, Frank se levantó para irse.

— ¿Vas a la oficina?

—Primero he de ir al Banco y a un par de sitios. Hasta luego, mamá.

Distraídamente le rozó la mejilla con los labios, y se marchó. Su madre quedó reflexionando.

«En cuanto vea a la vieja señora, haré amistad con ella», se prometió.

Estaba decidida a impedir que su hijo siguiera regresando a casa de madre-gada, y era lo bastante conocedora de la naturaleza masculina para saber que no lo conseguiría a menos que contase con la decisiva ayuda de una nuera joven y bonita.

— ¡Y Brigitte lo es! —exclamó—. ¡Me gusta! Pero... ¿por qué se pondría lentes y se vestiría estrafalaria...? ¡No lo comprendo!