Capitulo 13

 

Desde que habían vuelto de Miami, Brigitte se había vuelto muy distraída: continuamente se dejaba conectado el dictáfono.

Frank, que aquella tarde estaba muy ocupado, se sobresaltó al oír su voz a través del aparato.

—Buenas tardes, señor Powell —dijo la voz sonriente—. ¿Quiere ver al señor Fagor? ¿Olvidó ayer decirle algo?

Sonó a continuación una agradable voz de hombre, cuyo tono admirativo hizo arrugar el ceño a Frank.

—Sí, quiero ver a Fagor, pero no tengo prisa. Brigitte..., ¡cada día que pasa está usted más bonita!

—Es usted muy amable, pero muy poco sincero, señor Powell —rió la voz femenina.

Frank apretó los dientes.

— ¡Se está volviendo coqueta! —rezongó furioso.

—Jamás he dicho nada tan sincero. Y, ¡por favor! Le he suplicado cien veces que no me llame tan ceremoniosamente. Me llamo Johnny para mis amigos, y tú eres amiga mía.

—No me parece bien tutearle y llamarle tan familiarmente —explicó Brigitte con voz llena de sonrisas—. No sería respetuoso.

— ¡Pero, Brigitte, yo no quiero que «me respetes»! —clamó Johnny Powell—. No deseo tu respeto, lo que deseo es tu amistad. Y no soy un viejo, para que me respetes. Tengo sólo un año más que tu jefe, y a Fagor le tuteas.

— ¿Un año más? ¿Es posible que tú tengas un año más que Frank? ¡Pero si pareces mucho más joven! Claro, es que tú eres mucho más atractivo y más interesante...

Con los puños apretados sobre su mesa de despacho, Frank masculló con furor:

— ¿Ese comanche más atractivo y más interesante que yo? ¡Tendrá que volver a ponerse los lentes la cegata esa!

—Tú sí que eres interesante y atractiva, Brigitte... —arrulló Johnny con voz susurrante—. Tienes unos ojos que enloquecen, una boca que hace soñar, un tipo que quita el sentido, unas piernas que... Oye, Brigitte, podríamos ir esta tarde a bailar un rato, ¿te parece?

— ¡Oh, qué gusto me daría!

— ¿De veras? Pues entonces...

Un vozarrón de energúmeno los interrumpió resonando en el altavoz:

—¡Brigitte! ¡Ven inmediatamente a mi despacho!

Brigitte pareció manipular en las palanquitas, y contestó amistosa:

—Si, Frank, ahora voy. Oye, está aquí Johnny Powell, que quiere verte.

— ¡Johnny Powell se llama «para nosotros», el señor Powell!

Johnny se inclinó hacia el aparato.

—Oye, Fagor, ¡si tu secretaria quiere tutearme y llamarme Johnny, tú no eres quién para prohibírselo!

— ¿Qué es lo que quieres tú? ¿No hablamos ayer?

—Quiero que me giréis a noventa días.

— ¡Ya quedamos de acuerdo en eso, no hacía falta que volvieras a decirlo! ¡-Buenas tardes, señor Powell, y no te molestes en venir por aquí, llama por teléfono si quieres algo!

— ¡Oye..., si tratas tan desconsideradamente a tus clientes, compraré mi maquinaria en otra compañía!

— ¡Cómpralo donde te dé la gana, pero no vengas a hacer perder el tiempo a mi secretaria!

— ¡Muy bien, ya me voy, aguafiestas! Entonces, Brigitte, vengo a esperarte a las seis para ir a bailar...

El altavoz trepidó como si fuera a saltar hecho añicos:

— ¡Brigitte! ¡Esta tarde tienes que quedarte a trabajar! ¡Asunto urgente!

—Está bien, Frank —contestó Brigitte—. ¡Nerón! ¡Calígula! Ya lo oyes, John-ny, no puede ser. ¡Con el gusto que me hubiera dado bailar contigo...!

— ¡Brigitte, estoy esperando! —tronó el altavoz.

— ¡Ya voy! ¡Drácula! ¡Cocodrilo! —le gritó Brigitte—. Lo siento, Johnny, pero tengo trabajo. Adiós, y gracias de todos modos.

—Pero mañana...

—Adiós, adiós...

Brigitte entró en el despacho de Frank, cerrando la puerta.

— ¿Que pasa con tanta prisa? —preguntó arrugando el ceño para contener sus ganas de reír y de saltar al verlo celoso.

— ¿Por qué me has llamado Nerón y cocodrilo?

— ¿Acaso no lo eres? Nerón porque eres un dictador sanguinario, y cocodrilo porque parece que te vas a comer a la gente.

—Eso es una tontería —rezongó Frank, ceñudo.

Pero Brigitte le notó la sonrisa.

— ¿Qué quería ese idiota?

—Frank, si tratas tan mal a tus clientes, no volverán.

—Ese cretino volverá. Nadie le da mejores condiciones que yo para sus com-pras, ni mejores precios. ¡Y no me gusta que los clientes vengan a flirtear con mi secretaria!

—Pero no flirteaba conmigo. Sólo me invitó a bailar.

— ¡Es un cursi! ¡Te ha estado diciendo que si tienes los ojos así, que si tienes la boca...!

—No me ha dicho nada de eso.

— ¡Que si el tipo y que si las piernas!

—Pero no es cierto, no ha dicho nada de eso.

— ¡Te has vuelto embustera! ¡Antes eras más sincera en todas tus cosas! ¡Lo he oído yo mismo! ¡Has vuelto a dejarte el dictáfono conectado!

— ¡Oh...!

— ¿Vas a negarlo ahora?

—Pues..., la verdad..., no recuerdo qué me ha dicho. Bueno, ¿qué quieres?

—Siéntate, Brigitte, tengo que hablar contigo.

Brigitte se sentó, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo.

Con su modernísima y fuerte personalidad, con los preciosos modelos que vestía, con los labios pintados y los ojos sabiamente arreglados, no era posible reconocer en ella a aquella muchacha horripilante que llegó ofreciendo sus servicios meses antes.

Ceñudo y adusto, Frank Fagor la contempló en silencio.

Sí, sus ojos..., y su boca... y su busto... y su tipo... y sus piernas... y toda ella...

Y aquel dinamismo, y aquella travesura, y aquella personalidad fascinadora, y aquel embrujo femenino...

Frank sintió en la boca un sabor amargo.

—Bueno, ¿para qué me has llamado con tanta urgencia? —repitió Brigitte.

—Brigitte..., tú me aseguraste que eras una chica seria, y que viniste aquí a trabajar, no a buscar novio...

— ¡Claro que te lo aseguré!

—Entonces, ¿por qué coqueteas con ese mentecato?

Brigitte abrió mucho los ojos.

— ¡Huy, qué palabra tan graciosa! «Mentecato». ¿Se usaba en tu juventud, Frank?

Toda la cara bronceada de Frank pareció arrugarse, y su mentón cuadrado se hizo más cuadrado aún al apretar las mandíbulas.
—Brigitte, yo no soy viejo. ¿Cómo quieres que te lo diga? ¡Pregúntale a tu abuela, si un hombre que te lleva diez años es viejo! Y desde luego, Powell aparenta mucho más viejo que yo, y no tiene ni con mucho mi atractivo perso-nal. Yo soy mucho más simpático que él.

Brigitte se echó a reír.

— ¡Qué presumido eres! ¿Me has llamado sólo para decirme eso?

— ¿Repites que no estás a ver si pescas novio?

—Claro que no. ¿No te he dicho ya que detesto el matrimonio?

—Entonces no escuches a todos esos cretinos que llegan y te piropean. ¡Mán-dalos a paseo en cuanto abran la boca! ¡No los escuches!

—No los escucharé, Frank, no te preocupes.

—Muy bien, así me gusta, que seas inteligente.

Frank sonrió reconciliado, y acercándose a ella la cogió por el brazo y tiró haciéndola levantarse.

— ¿Qué quieres, Frank...? —preguntó ella, inocente.

Frank le quitó el cigarrillo de los dedos, y lo dejó en el cenicero.

—Sólo hacerte comprender que no estoy enfadado...

La atrajo contra sí, apretó entre sus brazos el cuerpo hermoso, y se inclinó a besarla.

Brigitte cerró los ojos.

Y él la besó intensamente en la boca, con ímpetu loco, como un vampiro que quisiera beberle la sangre, al tiempo que la estrechaba con ansia quebrándola por el talle.

—Nena..., nena... —susurró ebrio de pasión.

Brigitte sintió como si un veneno irresistible se filtrara en su sangre dejándola sin fuerzas, y quedó desfallecida entre los brazos que la estrechaban con poten-cia irresistible.

— ¡Nena! ¡Ay, nena...! —susurró él libando en sus labios Como una abeja hambrienta.

Como siempre que la besaba, quedó sin fuerzas, como si le hubieran exprimido.

Brigitte suspiró dejándose caer sentada en el sillón, desfallecida.

—Frank...

— ¿Qué?

—Frank..., me da la impresión de que algunas veces..., cuando me besas..., no es un beso de padre...

— ¡Ay, Dios mío! —susurró Frank, trastornado.

Era terrible aquello. A una mujer como Fany, Peggy, o cualquiera de sus aven-turas, podría decirle claramente lo que sentía por ella.

Pero a una joven inocente como Brigitte sólo cabía hablarle de matrimonio.

Le dio frío pensarlo. ¡Matrimonio! Las mujeres están esperando que uno deje escapar esa palabra para agarrarse con fuerza y no soltar. Son como esas hor-migas, que antes de soltar su bocado se dejan arrancar la cabeza.

Y no pronunciarla en el caso de Brigitte, era vivir sobre ascuas, consumirse a fuego lento hasta volverse loco, y quedar hecho polvo cada vez que la besaba.

Volvió a tirar de su mano haciéndola levantarse, y de nuevo la estrechó tren-zando los brazos en torno del cuerpo hermoso, junto a la mesa.

—Brigitte...

— ¿Frank?

No había remedio.

Frank perdió la cabeza.

—Brigitte, es necesario que comprendas algunas cosas... Primero: ¡yo no soy un viejo! ¡Soy joven! ¡Diez años no son nada entre una mujer y un hombre! ¡Estoy en lo mejor de la juventud! Segundo: no te beso como «padre», Brigitte... Te beso... porque no puedo contenerme, porque me quema la pasión, porque me abrasa la sangre en cuanto te toco o te miro, porque te quiero con pasión de hombre, ¡porque estoy loco por ti!

Estrechándola contra la mesa, la estrujaba entre sus manos febriles mientras hablaba dejando desbordarse su pasión.

—Brigitte, nena, desde que te desmayaste aquella noche en este despacho..., ¡no duermo, ni vivo, ni descanso! ¡No hago más que pensar en ti y volverme loco! Y desde Miami, cuando te vi aparecer con aquel bikini... y luego con aquel traje corto de noche... ¡Nena, yo no puedo contenerme más! ¡Necesito que seas mía, enteramente mía, mía en cuerpo y alma! ¡Necesito que me pertenezca cada trocito de tu cuerpo, por pequeño que sea, y cada mirada de esos ojos que siempre se me escapan! Nena...

La besó como un salvaje quebrándola el talle hacia atrás, incrustándola contra él con la fuerza impetuosa de su abrazo, quemando de pasión y de ansias.

Brigitte sintió que le robaba el alma y la razón trastornándola, dejándola desfallecida como si se estuviera muriendo.

Las apasionadas palabras le sonaban como música divina y de haberle quedado un soplo de fuerza en el cuerpo, habría gritado de alegría y de dicha.

Pero no le quedaban fuerzas. A través de los labios, Frank se las robaba todas haciéndola morir de locura.

—Nena, nena mía... —jadeó él—. Sólo hay una solución: casarnos...

Hay instantes en la vida de felicidad tan intensa, que es en vano intentar tra-ducirlos en palabras. Blanda como el azúcar entre los musculosos brazos varo-niles, Brigitte quiso gritar: «¡Sí, casarnos! ¡Exactamente eso es lo que tenemos que hacer! ¡Y cuanto antes, Frank!» Pero era tanta su blandura en aquel supremo instante, que sólo tuvo fuerzas para suspirar:

— ¡Aaaayyyy...!

Y entonces, de repente, se dio cuenta de que él había dejado de besarla y esta-ba como paralizado.

«¡Dios santo! ¡Ya lo dije! ¡Ya perdí la cabeza! —pensó Frank, espantado—. ¡Ya solté la palabra trágica, irreparable! ¡Ya me han atrapado! ¡Ya estoy perdido!»

Era tan claro el terror que se reflejaba en su rostro, que Brigitte adivinó de golpe todos sus pensamientos.

La furia disipó bruscamente aquella infinita blandura que había invadido to-dos sus miembros y todo su cuerpo, y devolvió el equilibrio a su cabeza ponién-dola en marcha.

Se apartó de él medio paso, y le miró a los ojos con gesto de extrañeza.

— ¿Qué has dicho, Frank? ¿Has dicho que debemos casarnos tú y yo?

Estaba clarísimo que Frank hubiera querido borrar sus palabras, se le notaba

en el tétrico semblante.

«Ya no hay remedio... —pensó asustado—. Ahora no me soltará hasta que me tenga en la iglesia...»

—Pues,.. si..., eso he dicho...

—Pero, Frank, ¿has perdido el juicio y la razón? ¿Estás loco? Pero tú y yo odiamos el matrimonio. Al menos, yo si lo odio. ¿Cómo se te ocurre semejante disparate?

Semejante respuesta podía haber satisfecho a Frank, pero lo que sintió fue asombro.

— ¿Es que... no quieres que nos casemos? —preguntó incrédulo.

— ¿Cómo voy a querer hacer semejante tontería, Frank? ¡Qué horror! El matrimonio es la fuente de toda desgracia. Todas las amigas casadas que tengo, lo dicen: «¡Soy muy desgraciada!» No, Frank. ¡Sólo los tontos se casan!

Frank debía sentirse contento de que el peligro hubiera pasado, pero no era ésa su más fuerte sensación mientras oía lo que Brigitte le estaba diciendo.

Experimentaba una mezcla confusa de sensaciones... desagradables. Ni por un momento había esperado verse rechazado, su naturalísima vanidad masculina no admitía aquella posibilidad.

Y ahora, asombrado y desconcertado, resultaba que en vez de alegrarse de haber salvado su libertad y su soltería, sentía un auténtico malestar y un desasosiego que lo ponían de mal humor.

—Tal vez casarse no sea muy inteligente, pero en determinadas circunstan-cias..., es distinto... —manifestó ceñudo.

—No, Frank, no, siempre es igual: ¡Un disparate! Sobre todo por parte de la mujer, que tiene que soportar las rarísimas costumbres de su marido.

—También el hombre tiene que soportar las de la esposa —gruño Frank.

Decididamente se había puesto de mal humor. Una vez que uno se lanza a ha-blar de matrimonio, podrá ser conveniente que lo rechacen, pero no es agradable.

El mal humor de Frank llegó a su tope máximo cuando ella añadió:

—Además, Frank, si alguna vez perdiera la cabeza loca de pasión por un hombre, no podría ser por ti.

— ¿Y por qué no por mí? —gruñó Frank, furioso.

—Porque para mí eres demasiado viejo.

— ¿Otra vez con eso? ¡Yo no soy viejo!

—Para mi, sí, Frank, sé razonable —manifestó Brigitte con tono afectuoso—. Si has perdido el sentido hasta el extremo de querer casarte, lo que debes hacer es buscarte alguna viuda que no sea muy vieja ni tenga demasiados hijos, algo así, adecuado para ti, para tu edad...

— ¡Brigitte, maldita cría, no vuelvas a llamarme viejo! —rugió Frank agarrán-dola por los brazos y sacudiéndola hasta desencuadernada—. ¡Te voy a estran-gular!

Trastornado por la proximidad, la estrechó ansioso contra sí, y fue a besarla.

—No, Frank, no debes volver a besarme nunca...

— ¡Déjame!

Lucharon sin que ella le permitiera besarla, y siguió negándose.

—No, Frank, ahora todo es distinto —dijo muy sensata—. Yo creía que tus besos eran puros como los de un padre, pero tú mismo acabas de confesar que me besas... con pasión. Eso no está bien, Frank. Así que no debes besarme nunca más. Anda, sé sensato y suéltame...

Se desprendió de sus brazos apartándose de él, que quedó junto a la mesa y al fin se dejó caer con agotamiento en un sillón.

—Esto es horrible... —murmuró—. Es como si me pasara por encima una apisonadora... Nunca me he visto así por una mujer... ¡Decir que soy viejo...! ¡En mi vida me lo habían dicho...!

Brigitte suspiró profunda y quedamente, recuperando el ritmo de la sangre.

«Ayyy... —pensó—. Si vuelve a besarme..., ¡me muero!»