Capitulo 14

 

Estaban bastante alejadas de la orquesta, y podían conversar sin que la música las molestara. Si se ponía atención, sobre el murmullo producido por la gente y sobre la melodía de la música, se podía percibir el susurro del mar batiendo la playa a cien metros de distancia, bajo la noche estrellada.

Brigitte se sentía triste y melancólica. Por primera vez en su vida, que ella recordara, no tenia ganas de reír ni de hablar, y escuchaba a sus amigas distraídamente.

—Norma sale ahora todas las tardes con un chico médico, de gran porvenir. Está enamorada —explicaba Tana.

—El está muy bien —dijo Roxy. Y añadió en voz baja indicando con la mirada una mesa cercana—: No hacen más que mirar... Terminarán viniendo.

Se refería a un grupo de hombres jóvenes que sin duda hablaban de ellas.

En la sugestiva oscuridad de la noche, escasamente alumbrada por algunos puntos de luz indirecta, los hombres, la música, y la elegante concurrencia femenina, cobraba un realce misterioso y grato.

Se estaba bien en el caro jardín de fiestas de Gray Sand. Pero Brigitte no parecía gozar del ambiente.

— ¿Qué te pasa? Estás decaída... —dijo Roxy.

— ¿No te van bien las cosas con tu jefe? ¿No termina de declararse?

—Ya se ha declarado —dijo Brigitte melancólica.

— ¿Y no nos lo has contado? —protestó Tana.

— ¿Y estás tan lánguida? ¡No lo comprendo! —exclamó Roxy.

No perdía de vista a la mesa donde estaba el grupo de hombres, y susurró:

—Ya viene uno...

Era un hombre de unos treinta años, de aspecto agradable y atrayente.

Se acercó a Brigitte sonriendo.

— ¿Quiere bailar?

Brigitte parpadeó.

— ¿Eh? Oh, no, lo siento, no bailo.

—No sea así...

—De verdad, lo siento, pero no bailo.

El hombre insistió, pero admitiendo su fracaso se marchó a su mesa.

—Ahora los has acobardado, y no vendrá ya ninguno —lamentó Tana.

—Sigue contando, Brigitte. ¡Has conseguido que se declare! Entonces, ¿por qué estás tan melancólica?

—Los hombres son unos seres indignos.

—Sí, pero son absolutamente necesarios —manifestó Tana.

— ¿Qué te ha pasado?

—Me pidió que me case con él. Y aún no había terminado de decirlo..., ¡y ya estaba arrepentido! ¡La cara que puso! ¡Como si estuvieran a punto de conde-narlo a muerte! ¡Le dije que no!

— ¿Es posible?

—Pero ¿cómo pudiste decirle que no, si estás loca por él?

— ¿Estás trastornada para decirle que no a un hombre que amas que te pide en matrimonio? ¡A eso siempre se contesta que sí!

— ¡Me lo tendrá que pedir de rodillas, o jamás seré suya! —Brigitte, ¿no exiges demasiado?

— ¡La cara que puso...! Como si estuvieran poniéndole la soga al cuello. ¡En lugar de agradecerme, puso cara de espanto! ¡Pues no me casaré con él como no me lo pida de rodillas!

—Estás loca, Brigitte, ya no se estila que los hombres lo pidan de rodillas —deploró Roxy—. Ahora, las que lo piden de rodillas somos nosotras. ¡Los tiempos han cambiado! —suspiró.

— ¡Frank me lo pedirá a mí! Y sólo entonces me apiadaré de él. Mientras tanto..., ¡le haré vivir en el infierno..., aunque yo también esté en el infierno!

De repente quedó mirando la entrada con la boca abierta.

— ¡El muy miserable! —exclamó.

— ¿Por qué...?

—Es él —cuchicheó Tana—. ¿Quién es ella?

Frank entraba en aquel momento con una preciosa mujer al brazo, esbelta y ondulante, llamativa, pero elegante.

El maitre los condujo a una mesa y se sentaron, sin que Frank notara la pre-sencia de Brigitte, que se puso tensa al ver cómo ella acariciaba la mano de Frank.

—Tanto tiempo sin ir a verme, y qué poca alegría demuestras —reprochó la preciosa mujer oprimiéndole la mano—. Querido, qué te pasa? ¿Por qué tienes esa cara de aburrido?

—Estoy igual que siempre, Fany, estoy contento, pero no voy a reírme a carca-jadas a cada momento —respondió Frank impaciente.

El camarero se acercó.

— ¿Qué sirvo a los señores?

— ¿Qué quieres, Fany?

—Un Manhattan.

—Y un whisky —ordenó Frank.

Apenas el camarero se alejó, Fany volvió a la carga.

—Lo que pasa es que ya no te gusto, ya te has cansado de mí y estás pensando en pasarme a la reserva.

—No digas tonterías. Y no seas pesada, no me pasa nada.

—Vamos a bailar, a ver si te animas...

Salieron a bailar, y Fany se pegó contra él flexible y amorosa pasándole el brazo en torno al cuello.

Brigitte rechinó los dientes.

«— ¡Esto me lo pagas! ¡Me lo pagas, Frank, cínico, sinvergüenza, que sales con una vampiresa teniendo novia! ¡Me lo vas a pagar con sangre!»

—Pues la verdad, nadie diría que está desesperado porque le hayas dicho que no, Brigitte... —sugirió Tana con crueldad.

— ¡El me quiere! ¡Está loco por mí! ¡Si ha salido con ésa, es por consolarse de mi desdén! Pero me lo va a pagar! ¿Nos vamos?

—Un momento, Brigitte —cuchicheó Tana—. Se acerca otro.

Otro miembro del grupo se aproximó a la mesa, pero mejor psicólogo que su amigo se dirigió a Tana.

—Buenas noches —sonrió—. ¿No se cansa de estar sentada?

Tana le animó:

—Un poco... —rió.

— ¿Quiere hacer ejercicio? ¿Bailamos?

—Bueno...

Se alejaron hacia la pista. Estimulado por su éxito, uno de sus amigos se acercó en seguida.

— ¿Baila usted? —preguntó a Roxy.

—Pues..., ¿no te importa quedarte sola, Brigitte?

— ¡Claro que no! —rechinó Brigitte.

—Vamos, entonces...

Quedó sola en la mesa. Entre la gente que llenaba la pista, había perdido de vista a Frank.

Encendió un cigarrillo, y bebió un sorbo de su copa. Su defensivo gesto desde-ñoso la hacía más incitante, pero ninguno de los de la otra mesa se atrevió a acercarse a ella.

« ¡Los hombres son unos miserables! —reflexionaba Brigitte—. ¿No me quiere? Pues entonces, ¿por qué baila con otra? ¡Cínico! ¡Casanova! ¡Libertino! ¡Me las pagarás todas juntas!»

Modernísima, elegante con su escotado vestido de coktel que mostraba la tersura del cutis dorado y la torneada redondez de los hombros, Brigitte resultaba distante e inasequible como una estrella lejana e indiferente a las pasiones de los mortales.

En la pista, Frank se deslizaba llevando a Fany entre los brazos.

—Estás distraído, no me haces caso —reprochaba Fanny sin cesar—. Bailas conmigo, pero vas pensando en otra cosa. Toda la noche estás igual.

Frank estaba aburrido y de mal humor. Había invitado aquella tarde a Brigi-tte, y ella no había aceptado, dejándolo alterado y nervioso.

Frank se había ido a buscar a Fany esperando encontrar consuelo a sus males en la seducción amorosa de la bella, elegante y experta mujer, pero Fany ya no tenía poder para interesarle ni para distraerle.

Seguía pensando en Brigitte, cada momento más ceñudo y malhumorado, fasti-diado con los reproches de Fany.

Inesperadamente, preguntó:

—Fany, ¿y tú crees que ya soy viejo?

Fany quedó asombrada de la pregunta.

— ¿Tú, viejo? ¿Cómo se te ocurre semejante tontería?

—No sé... Se me ha ocurrido de repente... ¿Crees que ya voy siendo viejo?

—Los viejos como tú nos vuelven locas a las mujeres.

Frank estaba demasiado malhumorado para sentirse envanecido por la halaga-dora respuesta.

—Pero tal vez si tú tuvieras dieciocho años, me encontrarías viejo para ti.

— ¡No tengo muchos más! —rechinó Fany.

—Oh, claro, claro, ya lo sé...

— ¿Por qué todas esas preguntas?

—Oh, nada, nada, se me ha ocurrido de repente. Es que hoy tengo la sensación de ser viejo...

—Estás neurasténico, Frank. Estás tan raro corno si te hubieras enamorado. No te habrás enamorado, ¿verdad? —inquirió alarmada—. ¡No me habrás hecho esa mala jugada!

Frank prefirió no responder a la pregunta.

—Vamos a sentarnos, hay demasiada gente en la pista —dijo empujándola fuera.

Se dirigían a su mesa cuando de repente la vio.

Quedó bruscamente parado mientras Fany, delante de él, seguía hacia la mesa.

Sus ojos se cruzaron a través de la distancia. El sugestivo farolillo que pendía de la pérgola sobre la mesa de Brigitte, la iluminaba destacándola de la semi-oscuridad circundante.

Su figura resaltaba recortándose contra la noche, sola en la mesa, brillantes los deliciosos cabellos trigueños, un cigarrillo entre los dedos, cruzadas las piernas y elegantísima con su vestido de coktel, Brigitte hacía pensar en uno de esos deliciosos dibujos modernos que encienden la imaginación y despiertan la inquietud.

Ella apartó la mirada con fría indiferencia, y Frank salió de su hipnotismo y llegó a la mesa:

—No, no te sientes, nos vamos, Fany... Camarero... Le hizo una seña.

— ¿Nos vamos ya? Acabamos de llegar —se extrañó Fany.

Frank pagó, cogió a Fany por el brazo y se la llevó hacia la salida.

—Querida, tienes que ser comprensiva y perdonarme —le dijo en la puerta—. Resulta que hay un cliente importante, y quiero saludarle. Asunto de negocios. Coge un taxi, y vete a tu casa...

— ¿Negocios? ¡Ya sé qué clase de negocios! ¿A quién has visto? ¿Quién es ella? —preguntó Fany furiosa.

Frank le cogió el bolso, y le metió un montón de billetes.

—Sé buena amiga, y hazme ese favor, Fany. ¡Chist, taxi! Anda, coge un taxi y déjame. Es asunto de negocios.

— ¡Yo no me chupo el dedo! —rechinó Fany, encolerizada—. ¡A mí no me haces tú una mala jugada así! ¡No te lo tolero!

—Fany, no pierdas ahora la elegancia... Si me gustas, es precisamente por tu gran estilo. No te portes ahora como una arrabalera. Sé comprensiva, .y acepta el juego... Portero, llame un taxi.

En su mesa, Brigitte sentía de repente ganas de llorar. Era la primera vez que le sucedía eso en la vida. Jamás se le había ocurrido que por culpa de un hombre le entrase aquella congoja queje angustiaba el corazón.

Mentalmente cubría de insultos e improperios a Frank, pero al saber que se había ido con aquella mujer se sentía desesperada de celos y llena de congoja.

Buscó con la mirada a sus amigas para decirles que se marchaba.

No tenía calma para seguir allí. No viéndolas, cogió una servilleta de papel, y pidió un lápiz al camarero.

Escribió nerviosamente:

«Me siento mal. Me voy. No os inquietéis por mí, y divertíos. Os telefonearé mañana.

»Brigitte.»

Dejaba el papel bien visible, pisando bajo la copa de Tana, cuando una voz de hombre sonó a su lado sobresaltándola:

— ¿Qué haces aquí sola?

Casi tiró la copa al oír la voz de Frank. Instintivamente, no queriendo que él viera lo que acababa de escribir, arrugó la servilleta entre los dedos.

— ¿No te has ido con esa señorita? —preguntó fríamente.

Frank se sentó junto a ella.

— ¡No te han dado permiso para que te sientes a mi mesa! —exclamó Brigitte temblando de furia.

—Un amigo no lo necesita. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan agresiva? ¿Quie-res fumar?

— ¡No! ¡Quiero que te marches!

Frank la miró perplejo.

— ¿Es que estás enfadada?

— ¡No mereces la pena!

—Oye, Brigitte, quien debería estar enfadado soy yo. Te invité esta tarde, y me dijiste que no podías. ¡Y ahora te encuentro aquí! Soy yo quien tengo motivos para estar ofendido contigo, no tú conmigo.

Brigitte hizo un esfuerzo por dominar sus nervios. No quería que, por su enfa-do, Frank adivinara que rabiaba de celos y que estaba loca por él.

—Yo ni estoy ofendida ni enfadada contigo. Si no acepté tu invitación fue porque no me gusta salir a bailar con viejos. Por la misma razón, no quiero que estés sentado a mi mesa. Si me ven con un viejo, pueden pensar mal de mí.

—Brigitte, ¡por amor de Dios!, pero ¿es que de verdad me consideras viejo? —clamó Frank.

— ¿Y qué has hecho con esa señorita? —preguntó Brigitte fríamente, sin responder a su pregunta.

—Dijo que tenía prisa y que no quería que yo la acompañara. Había olvidado un compromiso que tenía.

Brigitte se sentía más calmada por la llegada de Frank, pero no quería confesárselo. No creyó la mentira, adivinando la verdad, y pensó:

«¡Qué cínicos y embusteros son los hombres! ¡Y que una sea tan idiota que se enamore de un sinvergüenza así...!»

—No me parece muy caballeroso haberla dejado irse sola.

—Si ella se empeñó... Además, me vio mirarte y...

Brigitte hubiera querido permanecer muda en aquel momento, era lo más digno, pero era mujer y preguntó impaciente:

— ¿Y qué?

—Tiene mucha confianza conmigo... Es... como una hermana...

«¡Cínico!», pensó Brigitte.

—Ya... —sonrió con acíbar—: «Como una hermana...»

—Sí. Y al verme mirarte, comprendió lo que me pasaba y me dijo: «Frank, no puedes ocultar que estás locamente enamorado de aquella preciosa señorita.»

Aunque Brigitte tenía la absoluta seguridad de que él estaba mintiendo desca-radamente, no pudo evitar sentir cierto halago.

— ¡Qué simpática...! —dijo con ironía.

—Vamos a bailar, y te lo seguiré contando.

—No tengo ganas de bailar.

—Brigitte, no seas asesina. ¿No ves que me muero por ti? ¿No ves que estoy desesperadamente enamorado de ti? ¡Y no me respondas diciéndome que soy un viejo!

—No seas ridículo, Frank. Ni tú ni yo creemos en el amor.

—Yo no creía, pero ahora sí creo.

—No seas tonto, eso es un arrebato momentáneo.

Su resistencia centuplicaba las ansias varoniles. Si después de pedirle que se casara con él se había arrepentido instantáneamente miedoso del matrimonio, el negarse ella el miedo había desaparecido y sólo quedaba el ansia, un ansia tanto más urgente y violenta cuanto más difícil lo veía.

—No es un arrebato momentáneo. ¡Es una pasión que me está quemando vivo; que me está abrasando, que me pone la sangre candente! Brigitte, todo lo que decíamos en contra del matrimonio es muy inteligente y muy sensato, pero... ¡hay excepciones! Y tú y yo somos una excepción. No somos como los demás. Yo te quiero de una forma distinta, especial, única, y estoy seguro de que tú me querrás de la misma forma. Por eso nuestro matrimonio no será una estupidez, como son casi todos los matrimonios. Nuestro amor y nuestra pasión harán de nuestro matrimonio algo único, maravilloso, glorioso. No debes odiar el matrimonio, Brigitte. El matrimonio, así en términos generales, es una equivocación, una estupidez. Pero ¡nosotros somos diferentes! ¡No somos como los demás! Y por eso, nuestro matrimonio será una continua felicidad.

Por más razonable e inteligente que sea una persona, cuando se enamora le pasa siempre lo mismo: Se cree único. No concibe que otros hayan sentido del mismo modo y con la misma intensidad, y no admite que se le compare con nadie.

—Vamos a bailar y te seguiré hablando, verás como al fin te convences. Se habla mejor bailando, apretándote intensamente contra mí, con mis labios muy cerca de tu oído —susurró Frank, amoroso.

Brigitte encontraba en sus palabras una música tan deliciosa, que su voluntad flojeó. De haber obedecido los impulsos de su corazón, se habría arrojado allí mismo en sus brazos.

Pero no estaba dispuesta a perdonarle tan fácilmente ni la cara que había puesto al pedirle por primera vez que fuera su mujer, ni que él hubiera ido a bailar con otra.

—Anda, nena —arrulló Frank oprimiéndole una mano—. ¡Estoy tan loco por ti...! ¡Te quiero de una manera...! Brigitte, nenita, preciosa, no seas cruel...

Brigitte preguntó:

— ¿Cómo se llama esa señorita que estaba contigo?

— ¿Quién, Fany? Oh, es sólo una conocida...

— ¿Sólo una conocida? ¿No me has dicho que es «como una hermana»? —preguntó, con ganas de morder.

—Bueno..., las dos cosas.

— ¡Fany! Esa señorita que te llama por teléfono a cada paso, y te habla tan cariñosa, tan melosa...

— ¿Cómo sabes tú que me habla cariñosa o melosa?

Brigitte comprendió que acababa de dar un paso en falso.

—Me lo imagino.

De repente, Frank exclamó:

— ¡Tú escuchas!

Fue una suerte que regresara Tana y Roxy de bailar, impidiendo que siguiera la conversación por aquel terreno.

Presentaron a los dos muchachos.

—Bert y Teddy. Nuestra amiga Brigitte Medwall.

Se saludaron, y Brigitte presentó a Frank, que se había levantado.

—Frank Rigor. Mis amigas Tana y Roxy. Son ya las doce de la noche, Tana. Creo que debemos irnos.

Los hombres protestaron, y se quedaron un rato más charlando. Roxy y Tana querían satisfacer su curiosidad sobre Frank, y en un momento se hicieron amigas suyas.

— ¿Es una indiscreción preguntarle la edad, Frank?

—No la digas: Tienes veintiocho años —rió Tana.

—Eres una buena calculadora —dijo Frank arrugando el ceño. «Otras que me encuentran viejo», pensó malhumorado, aunque los otros no eran de su edad.

— ¡La mejor edad de un hombre! —exclamó Tana.

— ¿De veras? ¿Tú crees? —preguntó Frank animado.

—Llevas diez años a Brigitte. ¡La diferencia ideal! —exclamó Roxy.

— ¡No digas tonterías, Roxy! —apostrofó Brigitte.

Y lanzó a Frank una terrible mirada desdeñosa.

Frank pensó que Tana y Roxy eran inteligentísimas, y cuando al fin se marcha-ron las tenía ya una gran simpatía.

Tana y Roxy se entretuvieron un momento despidiéndose de Bert y Teddy, y salieron después.

—Querían acompañarnos, pero no les hemos dejado.

—Hemos quedado con ellos para mañana.

Se detuvieron junto a los coches.

—Adiós, Frank, me alegro de conocerte y espero que se realicen todos tus deseos —subrayó Tana abriendo la portezuela de un coche.

—Sobre todo, el más importante —rió Roxy estrechándole la mano y subiendo tras Tana—. Y lo mismo te digo a ti, Brigitte.

—Yo no tengo ningún deseo especial.

Tana y Roxy se echaron a reír.

— ¡Adiós!

Abriendo la portezuela de su «Opel-Kapitan», Brigitte se despidió a su vez.

— ¡Buenas noches! —saludó secamente.

—Llévame, ya recogeré mi coche —propuso Frank.

—Lo siento, no quiero mala compañía —contestó Brigitte, arrancando.

Salió de estampida dejando, a Frank en tierra. Con una maldición, Frank corrió hacia su «Mercury», y segundos después conducía en persecución de Brigitte.

La noche estival era hermosa y tibia. El susurro del mar llegaba hondo y enor-me desde corta distancia. Brigitte pisó a fondo el acelerador lanzándose por la magnífica carretera, al ver en el espejo retrovisor los faros del coche que la perseguía.

« ¡Me las pagarás todas! ¡Infiel! ¡Libertino!», pensó haciendo subir la aguja del cuentakilómetros.

Llevaba baja la capota, y el viento la despeinaba. Conducía con maestría y con temeridad, tomando las curvas casi sin desembragar.

Tuvo que acortar la marcha al entrar en Madison, pero no se dejó alcanzar, y llegó la primera a Saint Simon Street.

Pulsó el botón de la capota haciéndola subir, cerró la portezuela con llave, y se lanzó llavín en mano al portal.

El coche de Frank frenaba ya bruscamente tras el suyo.

— ¡Espera, Brigitte! ¡Espera! ¡Tengo que decirte una cosa urgente!

Ella, nerviosa, precipitada, no atinaba a abrir. El corto vestido de cóctel que dejaba desnudos brazos, hombros y espalda, le hacía una figura ideal.

Consiguió abrir cuando ya Frank corría hacia ella. Brigitte cerró de un portazo, y al otro lado de la puerta de hierro y cristal respiró con descanso.

— ¡Abre, Brigitte, tengo que hablar contigo! —gritó Frank gesticulando al otro lado del cristal.

Brigitte le gritó:

— ¡No hagas tantos gestos! ¡Estás ridículo!

— ¡Abre! ¡Necesito decirte una cosa importante!

«Tú lo que quieres es besarme. ¡Pues te quedarás con las ganas, sinvergüen-za!», pensó Brigitte.

Encendió la luz, dijo adiós con un movimiento de la mano, y se metió portal adentro hacia el ascensor.

Al otro lado de la puerta de cristal y hierro, Frank apretó los dientes mirándola y maldiciéndola hasta que ella desapareció dentro del ascensor.

Aquella noche Frank durmió tan inquieto y agitado, que al día siguiente se encontraba como si se hubiera pasado la noche boxeando... y le hubieran dado una paliza.