Capitulo 5

 

 

Hasta tres días más tarde, Frank no la necesitó después de las horas de oficina.

—Tienes que quedarte esta noche, Brigitte, hay trabajo urgente —le avisó.

— ¡Encantada, Frank!

Era la oportunidad que estaba esperando. Después de irse todos y quedar solos en la oficina, estuvieron trabajando sin descanso tres largas horas.

Realmente, aquellos lentes que parecían robados de un museo, de gruesa mon-tura de carey, de cristales pequeños y redondos, la hacían feísima.

El vestido, que no le quedaba ancho, porque su abuela debió tener verdadera-mente un tipo precioso, pero que era lacio y holgado de hechura, hacía pensar que debajo de su seda no cobijaba un cuerpo de mujer, sino una raspa.

Brigitte había leído en el anuncio que se exigía una secretaria fea, y se había esmerado tanto en su atuendo que nadie podía dudar de que ella lo era.

Detuvo el tecleo y con un suspiro se pasó por la frente el dorso de la mano.

— ¿Te sucede algo? —inquirió Frank, interrumpiéndose.

—Calor... —sonrió Brigitte con gesto desvanecido.

—No sé qué pasa con el aire acondicionado, que no funciona.

—Frank, ¿no lo cortan cuando terminan las horas de oficina? —preguntó ella con aquella sonrisa tan débil.

—Sí, es verdad, lo había olvidado. ¡Un abuso, porque lo pagamos bien caro! Descansa un poco y fuma un cigarrillo...

Brigitte se levantó y se acercó a la ventana abierta. Allá al fondo, en el profundo abismo de la calle, relucían las luces de los escaparates, de los coches, de los anuncios, como un río resplandeciente en la oscuridad de la noche.

—No corre ni una brisa... —se quejó con cara de asfixia.

—Sí, es verdad, estamos teniendo mucho calor esta noche.

— ¿No acostumbras a ir a la playa, Frank?

—Sólo los sábados y domingos.

—Pues estás muy moreno, muy bronceado.

—Paso varias horas nadando y tomando el sol. Dos días a la semana es suficiente.

— ¡Ay…!—suspiró Brigitte, volviendo a pasarse por la frente el dorso de la mano, con gesto doliente.

— ¿Te encuentras mal?

—Creo que voy a desmayarme…

—Vamos, siéntate... En este sillón...

—Es el calor, ¿sabes? Se me va la cabeza... Ay...

Se tambaleó cerca de la ventana, y Frank se precipitó hacia ella.

—No mires hacia abajo, te va a marear la altura —recomendó.

Ella volvió a suspirar.

—Ay... El calor... Me mareo...

Frank abrió los brazos, y la recogió justo a tiempo para que no rodara por el suelo como un muñeco roto.

—Brigitte, vamos, reacciona, no es nada... —instó.

Pero, decididamente, Brigitte se había desvanecido y su cuerpo pesaba inerte en los brazos varoniles.

Tuvo que apretarla fuerte, porque bajo el resbaladizo vestido de seda, el cuerpo se escurría amenazando salirse por debajo.

—Pesa más de lo que parece... —resopló Frank agarrándola bien para mante-nerla de pie—. Brigitte, no es nada, es sólo un pequeño desvanecimiento produ-cido por el calor.

Pero Brigitte, que estaba totalmente desvanecida y no podía oírle, pensó con los ojos cerrados:

«¡Eso te crees tú!»

Frank apretó más, porque el cuerpo se le escapaba. Y de un modo inesperado, agarrándola a manos llenas, exclamó:

— ¡Caramba!

Su mano apretó abajo, apretó arriba, apretó a un lado y luego apretó a otro.

Y repitiendo la exclamación favorita de Brigitte, Frank tragó saliva al tiempo que decía:

— ¡Caramba! ¡Quién hubiera imaginado esto!

«Esto» era lo que tocaba.

Para cerciorarse de que no se equivocaba, volvió a apretar.
— ¡Oh, no! —exclamó—. ¡De sardina arenque no tiene nada!
Con gran trabajo para dominar el hermoso cuerpo desmadejado, y evitar que se arrugara y cayera al suelo, la sujetó contra sí. De repente, había perdido la prisa por soltarla.

—Brigitte, guapita... —dijo quitándole los lentes.

Ganó mucho. Aquello era otra cosa. La cabeza femenina se desmayaba sin fuerzas sobre el hombro varonil, y Frank vio los túrgidos labios carnosos tan cerca, tan cerca, que, aunque iban sin pintar sintió también mareos.

¡Oh, no! Besar a una mujer aprovechando que ella está inconsciente, es de muy poca caballerosidad.

Frank lo pensó así.

Y naturalmente, la besó.

Brigitte, cerrados los ojos y todo el cuerpo flojo, pensó:

«¡Conque un caballero...! ¡Menudo caballero! ¡Sinvergüenza!» Y siguió «desva-necida» entre los brazos que la prensaban.

Lo malo es el primer cigarrillo, luego vienen los demás y, al fin, no se puede dejar el vicio.

Lo malo es la primera copa. Es evidente que si una persona no tomase nunca la primera copa, jamás se emborracharía.

Lo malo es el primer beso.

Después de un primer beso, no se sabe ya lo que puede suceder. Después del primer beso, no hay quien se conforme sólo con uno. Frank lo demostró.

Pensó, con mucha lógica, que puesto que había perdido la caballerosidad al besarla una vez, no había razón para no besarla de nuevo.

La quebró por el cuello; apretándola contra sí (no tenía más remedio, porque el cuerpo se le resbalaba y se hubiera hecho daño de caer al suelo), y la besó con ansia muy poco espiritual.

«Oh —pensó Brigitte—. ¡Oh, esto es terrible!»

—Nena, ¿quién podía imaginar que debajo de este horrible vestido había semejante tesoro? —susurró Frank, sin prisa para reanimarla.

Inclinándose le pasó una mano bajo las corvas, y la alzó en vilo. Brigitte era de esas «flacas» que a la hora de la verdad resulta que pesan lo suyo.

La depositó en el diván de cuero, y la contempló como si la viera por primera vez.

La larguísima falda había resbalado quedando a la altura que hoy prefiere la moda, y las piernas de color dorado demostraban que no había razón para ocultarlas.

—Pero si es un bombón envuelto en papel de estraza... —susurró Frank, deslumbrado.

Un último chispazo de caballerosidad le aconsejó que vertiera agua entre los deliciosos labios entreabiertos de Brigitte, y que le humedeciera las sienes, pero...

Hay momentos en que un hombre no se siente nada caballero.

Eso le sucedía a Frank en aquel momento. No era culpa suya. Era culpa de la fatalidad.

Se inclinó sobre Brigitte, y le prendió los labios en un beso interminable, lento y enloquecedor, mientras la acariciaba con manos febriles.

«¡Oh, qué sinvergüenza es! —pensó Brigitte, alarmada—. Si no vuelvo en sí, no terminará nunca...»

— ¡Ayyy…! —gimió.

Frank dio un respingo, apartándose.

— ¿Te encuentras mejor, Brigitte? —preguntó, sintiendo la sangre a presión.

Ella respiró hondo, se movió un poco, se llevó el dorso de la mano a la frente en actitud desmayada, y entreabrió los ojos con gesto cansado.

— ¡Ay...! ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasa...? —preguntó con voz doliente—. Abuelita...

—No estás en tu casa, Brigitte, estás en la oficina. Te has desmayado por el calor. ¿Cómo te encuentras?

Brigitte le miró a través de las pestañas entornadas con desfallecimiento.

—Frank... ¿Qué haces en mi dormitorio? —preguntó con actitud alarmada.

—No es tu dormitorio. Es la oficina. El calor te ha mareado, o no es nada, no te asustes... ¿Te encuentras mejor?

—Ah, el calor... Sí... El calor, es verdad... Ahora recuerdo... y recordando... El calor... No funcionaba el aire acondicionado...

—A ver si te sostienes de pie —animó Frank.

Y desinteresadamente, sólo por ayudarla, ¡palabra!, le rodeó el talle con el brazo, haciéndole levantarse y sosteniéndola de pie.

—Qué débil me siento, Frank... Si no veo apenas... ¿Qué me pasa? ¡Oh, mis lentes! ¡No llevo mis lentes! ¿Dónde están? ¿Se han roto?

— No, no se han roto. Aquí están. Por cierto... ¿Por qué no usas otro modelo? Hay ahora lentes muy favorecedores...

—Estos son muy buenos.

—Pero los hay más bonitos...

— ¿Qué importa eso, Frank? Son buenos, prácticos, veo muy bien con ellos. ¿Para qué quiero que sean bonitos? Yo no soy una esas horribles que sólo piensan en adornarse para ver si cazan marido, de esas que sólo piensan en casarse. ¡Qué horror, el matrimonio! ¡Y qué feo es una mujer persiguiendo a un hombre! No, yo soy de ésas, Frank. No necesito llevar lentes bonitos. Yo no ne- cesito adornarme para gustar a nadie, porque no pienso casarme en la mi vida —aseguró.

— ¡Haces muy bien! Eso demuestra lo inteligente que eres. Pero…

—Pero ¿qué, Frank?

Frank olvidaba en aquel momento sus fervientes deseos de tener una secre-taria vieja y fea. Es que hay momentos de la vida en que la razón se nubla, y uno olvida su conveniencia.

—Bueno, quiero decir que, aunque odies el matrimonio, cosa que me parece muy inteligente y me hace formarme una elevada opinión de ti, pues... se puede admitir que una mujer se adorne un poco... Eso sí, sin perder la serie-dad. Bueno, ¿te encuentras mejor?

—Creo que sí, mucho mejor. Ya ha pasado.

—Dejaremos el trabajo por hoy, ya lo terminaremos. Y te llevaré a tu casa por si vuelves a marearte.

Frank no tuvo aquella suerte.

Al salir del rascacielos y ofrecer su coche, Brigitte sugirió:

—Mejor me llevas en el mío, ¿quieres?

— ¿Tienes coche?

—Sí, ese «Opel-Kapitan».

—Hum, precioso modelo. Te habrá costado caro...

—He invertido en él. todos mis ahorros, y el resto lo pago a plazos. Una mujer moderna como yo necesita coche para no perder tiempo en ir de un sitio a otro.

Subieron al coche, y Frank cogió el volante y arrancó suavemente.

—¿Dónde vives, Brigitte?

—En Saint Simon Street.

—Saint Simon Street... ¡Cómo! —exclamó, dándose cuenta de repente—. ¡Tam-bién yo vivo en esa calle!

— ¿Sí? ¿Es posible? ¡Qué casualidad! ¿A que resulta que somos vecinos?

Cuando llegaron, Brigitte señaló su casa.

—Ahí vivo yo con mi abuela. Mis padres murieron. Tengo una abuela muy seria, a la antigua. Ella ha formado mi carácter, aunque yo soy modernísima.

«De moderna no tienes nada, criatura, con esos vestidos», pensó Frank.

—Pues mira dónde vivo yo. En esa casa. ¡Justo frente de la tuya! ¡Qué casuali-dad!

— ¡Qué pequeño es el mundo! —consideró Brigitte, dando cabezazos de admi-ración.

—Es raro que nunca nos hayamos visto viviendo uno frente del otro, ¿verdad?

—Sí, es un poco raro, aunque te advierto que yo no miro a nadie cuando voy por la calle —aseguró Brigitte.

—Pero si yo te hubiese visto a ti una sola vez, seguro que me habría fijado —afirmó Frank.

«¡Me has visto mil veces, majadero, sólo que no te has tomado la molestia de mirarme! —gritó Brigitte mentalmente—. Pero, ¡claro!, de haberme visto como hasta hoy, me hubieses mirado, porque a un bicho raro ¿quién no lo mira?»

Cuando subió a su casa corrió a su dormitorio y se sentó en una butaca. Porque recordando sus besos estaba apunto de desmayarse de nuevo, pero esta vez... ¡de veras!