CAPÍTULO VI: EL ENCUENTRO

Los troncos de los abedules y el brillo del sol hacían del paisaje del bosque un mar de plata. Un silencio casi asolador dominaba la zona, excepto por el sonido producido por el viento que recorría los espacios entre los árboles.

Los animales que habitaban la arbolada pacían tranquilamente por la zona. Los ciervos se alimentaban de la hierba fresca en un masticar lento y tranquilo. Por su parte las aves más pequeñas se posaban sobre los cérvidos buscando su protección mientras los desparasitaban.

Una estampida se produjo de repente entre tanta paz. Los pájaros elevaron su vuelo formando una bandada que subió por encima de los árboles y los ciervos interrumpieron su festín y se introdujeron en lo más profundo del bosque en una veloz carrera. Irrumpió en el bosque un sonido de pisadas en la hierba que sonaba rítmicamente a un tempo muy elevado. Era los pasos de alguien que corría a gran velocidad, atravesando la explanada de abedules, esquivando con un zigzagueo los troncos, piedras y cualquier obstáculo que se le interpusiera en su huida. La sombra se desplazaba entre los arboles sin dejar apenas tiempo a reconocer su figura. Tras su paso, el sonido de las pisadas se convertía en un lejano barullo de ladridos de perros y el galope de varios caballos que se iban acercando a toda velocidad.

El joven y espigado ladronzuelo seguía en su huida de los cazadores. Ya eran varias horas de persecución, pero a pesar de ello era capaz de seguir corriendo sin mostrar cansancio o molestias por sus heridas. Corría desgarbadamente, con sus largos brazos doblados por el codo y las muñecas caídas. Su velocidad se debía a sus grandes zancadas, no a su cadencia. Era como si fuera dando grandes saltos en su carrera, como si su peso fuera ligero para sus músculos, parecía flotar en cada brinco, era como una especie de gacela humana.

Durante la noche había podido descansar un rato, escondiéndose en una pequeña cueva que había en el corte del terreno de un pequeño barranco, donde nervioso, pudo tomar aire por un rato y aventurarse a beber algo de agua cuando reunió el suficiente valor para salir de su escondrijo. Pero al cabo de una hora fue descubierto de nuevo por los canes, de cuyo olfato nadie puede escapar, viéndose obligado a reanudar su absurda huida. Nunca nadie había pagado tanto por una acción tan nimia como robar unos tomates.

Los cazadores, encabezonados, no desistían de dar caza a su presa y cabalgaban incansables a lo largo de la comarca, guiados por sus perros y armados con machetes y los viejos modelos de rifles traídos de la capital, con los que entre disparo y disparo, no necesitaban más de diez segundos para recargar. Aún eran armas un poco arcaicas, pesadas e incómodas, con gran probabilidad de fallo, pero su potencial mortalidad superaba con creces a cualquier otra arma a distancia. De hecho, en el ejército, los batallones de arqueros habían dejado paso a los de rifles en un intento por modernizar la institución.

El joven tenía algunos comportamientos extraños en su carrera. Cuando en su camino se interponía una zona floreada la evitaba absurdamente, algo que no era nada eficiente, consiguiendo con ello que sus perseguidores le recortaran algunos metros. Parecía mostrar un enorme respeto por la naturaleza en todas sus expresiones.

El ser se agarró con su mano a un delgado tronco e hizo un brusco giro aprovechando el momento de inercia que le proporcionaba su largo brazo. Con ello abandonó el bosque cerrado y trazó una nueva trayectoria por la campiña verde en lo alto de un monte. Corriendo por la hierba fresca y corta estaba descubierto, pero era un claro intento de despistar a sus perseguidores haciendo algo inesperado como salir a campo abierto.

Los cazadores al principio no notaron el cambio de rumbo y siguieron adelante por unos cientos de metros. Pero al rato, los perros abandonaron su rastro y guiaron a sus dueños hacia afuera de la arbolada.

El sol los cegó en un principio, pues la sombra de las copas de los arboles hacía que sus pupilas estuvieran más dilatadas. No consiguieron divisar nada en un rato, por lo que continuaron a ciegas, andando más despacio por la montaña descubierta. Estaban un poco desorientados, no sabían identificar la zona en la que estaban, pero siendo una zona descubierta entre bosques deberían de conocerla, pues al no abundar mucho los espacios de este tipo en la comarca, debería albergar alguna ruta conocida, tan sólo necesitaban algo que pudiesen identificar para centrarse.

El extraño perseguido, cuando pudo adaptarse a la nueva luz, localizó en lo alto del monte una pequeña casa de madera hacia la que se dirigió. No tardó en alcanzarla más de un minuto, pero antes de estar a su altura, paró y observó todos los alrededores. La casita estaba orientada hacia el otro lado del monte, una bajada de dos kilómetros hacia un valle donde había situado un pueblo. No observó a nadie en los alrededores, así que decidió asomarse a la única ventana de la casa. Sólo tenía una planta y una habitación, que hacía a su vez de dormitorio, salón y cocina, todo bastante austero. No vio a nadie en su interior y decidió entrar.

En su interior, una cocina de carbón muy pequeña con unos cazos colgados del techo, una mesa de madera con dos sillas, una cama y un armario eran sus únicos muebles. Además había arrinconados sacos de cereales y algún utensilio, tanto de cocina como de agricultura. Una luz colgaba del techo a la entrada, era un candil de aceite, que iluminaba de un color amarillo pálido la cocina y poco más. La luz que entraba por la ventana no daba para más que para hacer visible parte de la mesa y una silla, como si fuera un rincón de leer por el día. El resto de la casa estaba en penumbra.

El joven abrió la puerta y agachó su cabeza para traspasar el dintel de entrada. Su imagen hubiera sido bastante terrorífica para cualquiera que hubiese estado dentro. Un ser de dos metros, delgado y desgarbado, con largos brazos y uñas en forma de garras, se mostraba como una visión aterradora en la puerta. Entró y se agazapó entre los sacos y unas viejas mantas.

Los cazadores, que ya habían vuelto a reencontrar el rastro que seguían, se dirigieron hacia lo alto de la colina. Allí divisaron la casa y fueron hacia ella con la idea acertada de que su presa podría haberse escondido dentro, pues no se le veía descender la cuesta hacia el pueblo. Dos de los hombres bajaron de su caballo.

─¡Buenos días caballeros!, ¿puedo ayudarles en algo? ─dijo una voz débil y cansada. Era un anciano que apareció por detrás de la casa.

─¡Buenos días señor! Estamos buscando a un joven ladrón. Creemos que se ha escondido en la casa, ¿vive usted ahí?

─¿Un joven ladrón?, ¿y puede saberse que ha robado?

─Le pillamos anoche robando en un huerto en Santenza. Venimos persiguiéndole. ¿Le ha visto?

─¿Llevan toda la noche persiguiendo a un ladrón de hortalizas? Por favor, abandonen mi propiedad, no hagan más el ridículo.

─¿Cómo dice?

─¡Que se vayan de mi propiedad! No me hagan perder el tiempo. Ya soy muy mayor como para andar desperdiciando un minuto en algo como esto ─respondió el anciano con gesto de enfado. Su cara entrañable se convirtió en un momento en una mirada de autoridad, como la que es capaz de poner un maestro agradable cuando algo no le gusta de sus alumnos.

Los cazadores observaron que aquel hombre hablaba en serio, y que estando en su propiedad en un pueblo ajeno no tenían más remedio que marcharse. Montaron sus caballos y se alejaron lentamente con la sensación de haber sido humillados. Llevaban una noche entera persiguiendo por un bosque peligroso a una persona por haber robado unos tomates. Estaba claro que la tensión que se vivía en la zona con el aumento de la inseguridad, sumado con su orgullo, había hecho reaccionar de forma desproporcionado a aquellos hombres. Ahora ya sólo podían regresar a casa y admitir su derrota y su exceso. Al menos ya sabían donde se encontraban, la visión de Valleflor los había orientado. Se dirigieron colina abajo para descansar en el pueblo antes de volver a su hogar.

El anciano volvió a poner su expresión inicial, una expresión de amabilidad y ternura que sólo tienen algunas personas mayores. Tenía el pelo blanco, aunque no podría decirse que fuera calvo, sí que se le notaba ya algunas entradas y una escasa densidad capilar que mostraba algunas manchas en su cabeza. En su cara un bigote blanco iluminaba su rostro y en sus ojos grisáceos podía verse un brillo vibrante de vida. Tenía una presencia realmente extraña, una mezcla entre bondad, alegría y tristeza, podría decirse que era un rostro agridulce. Vestía unos pantalones marrones sujetados con dos tirantes que se situaban por encima de una camisa blanca.

El hombre se giró y se dirigió hacia su casa. Se paró un instante antes de entrar y observó por un momento una pala que había apoyada en la fachada, dudó si cogerla o no, pero al final siguió adelante con las manos vacías. Abrió la puerta lentamente produciéndose un chirrido debido a unas viejas bisagras oxidadas. Se introdujo en su interior, pero permaneció cercano a la puerta agarrando su pomo.

─Puedes salir, ya se han ido ─dijo mirando al fondo de la única habitación de su casa. Pareciera que hablaba con los sacos allí amontonados. ─Venga, no tengas miedo ─añadió.

Se escuchó un ruido en la oscuridad. Y de entre la penumbra emergió una gran sombra con un porte alto y delgado. Se apreciaban garras en las manos y un pelo largo y desordenado. Tan sólo dos enormes ojos iluminados se diferenciaban del resto del cuerpo que permanecía como una silueta negra.

El anciano, durante un segundo, tuvo miedo al ver a aquel ser, pensó en que debería haber cogido la pala. Pero luego observó como la persona que había bajo aquella monstruosa imagen estaba temblando. Sus manos temblaban, al igual que sus piernas. El viejo agarró la lámpara de aceite que había colgada en el techo y apuntó con ella a su invitado. No era más que un joven muy alto, harapiento, descuidado y asustado.

─Tranquilo, no voy a hacerte daño.

El hombre se acercó a una balda alta de madera, alargó su mano y tanteo sobre su superficie. Agarró un trozo de pan y se lo ofreció al joven.

─No es gran cosa, pero es que no tengo más comida por aquí, suelo bajar a comer al pueblo. Tómalo

El joven se inclinó un poco, volviendo a su posición natural de encorvado, y dio dos pasos para acercarse al hombre. Alargó su brazo y agarró el pedazo de pan, luego se volvió a su rincón y se puso de cuclillas para comérselo.

El anciano agarró un cazo de madera que había colgado de una tinaja de barro, lo introdujo y lo llenó de agua. Se acercó a donde estaba el joven y se la ofreció.

─¿Cómo te llamas? ─preguntó intentando entablar conversación, pero sólo obtuvo silencio. ─¿Cuál es tu nombre?, chico.

─¿Nombre? ─Esa fue la única respuesta que obtuvo además de una mirada de no saber de qué le hablaban.

─Si, nombre. Yo me llamo Anthee, ¿tú? ─insistió Anthee mientras se señalaba así mismo cuando decía su nombre. Luego permanecía señalando a su inesperada visita esperando respuesta.

─No nombre.

─¿No tienes nombre? Eso habrá que solucionarlo, ¡por Artros! ─Se sorprendió Anthee mientras nombraba a uno de los dioses de la mitología etérea.

Básicamente había dos mitologías que explicaban el origen del ser humano. La etérea, más mística y basada en la fe, y la materialista, que se basaba en los hechos y pruebas de los antepasados.

─Tendré que buscarte un nombre que te vaya bien, ¡por supuesto no te voy a poner cualquier cosa! Tiene que ser algo que vaya contigo ─dijo Anthee mientras hizo una caricia en el pelo del joven, despeinándolo más si fuera posible.

El joven apenas se inmutó mientras terminaba de comer su trozo de pan y bebía agua.

─Hay que limpiarte esos cortes que tienes, y bañarte también. Un hombre se presenta por su aspecto sólo hasta que es presentado por su perfume. ¿No me entiendes verdad? ─Sonrió Anthee.

─Si, entender, entender. ─Siguió comiendo.

El joven parecía entender lo que le decían, pero le costaba expresarse correctamente. Era como si llevase muchos años sin hablar con nadie, lo cual era probable, pues vivía debajo de una zarza en medio de un bosque.

Cuando Anthee vio terminar de comer y beber a su invitado, le indicó que le siguiera fuera de la casa. El joven, que aún no tenía nombre, le siguió dándose cabezazos con los cazos que colgaban del techo. Una vez fuera, rodearon la casa y llegaron a una pequeña caseta de madera con dos puertas. Anthee abrió la de la izquierda y dentro había una bañera de cobre llena de agua, agua fría.

─Métete dentro del agua ─dijo señalando a la bañera. ─Pero quítate la ropa antes.

El joven se desnudó y dejo su cuerpo al viento, estaba blanquecino de no haberle dado mucho el sol y lleno de cortes y suciedad mezclada con sangre por todos partes. Luego se introdujo dentro y se tumbó, dando lugar a una imagen un poco ridícula, pues sus piernas sobresalían por todos lados. Las bañeras estándar no estaban diseñadas para gente tan alta.

Anthee cogió una pastilla de jabón casero y se la dio al chico, mientras indicaba en su propio brazo como tenía que usarla haciendo movimientos de ida y vuelta en dirección del brazo desde el hombro hasta la mano. El joven atrapó la pastilla de jabón y el concepto de lavarse. El anciano recogió la ropa y salió de la estancia cerrando la puerta.

 

─¿Agul? significa extraño como es él pero... ─murmulló Anthee mientras estaba sentado en una silla delante de su casa. ─No es un nombre agradable.

Y así permaneció el anciano durante un rato, divagando entre posibles nombres y su significado.

─¿Luth? por su postura... mmm... no. ¡Ya está! ¡Lo tengo!

A la vez que le vino la idea de un nombre, apareció allí el joven desnudo y mojado, pero limpio, al menos estaba limpio, salvo sus pies que se llenaron de barro y paja en el camino hasta donde estaba Anthee.

─¿Pero qué haces chico? haberme avisado. Menos mal que no hay nadie más por aquí y ninguna dama cerca, sino menuda escena. ─Rio Anthee─. ¿Sabes qué? Ya tengo nombre para ti.

─¿Nombre?

─Te llamarás Nod. Nod el errante, el que viaja de un lado para otro. ¡Hola Nod!

─Hola Anthee ─Ambos sonrieron.

─Necesitamos algo de ropa para ti, a ver que puedo conseguir, pero con tu altura poca cosa.

El anciano se introdujo en su casa y empezó a rebuscar en el montón de los sacos. De uno de ellos extrajo ropa vieja de toda clase, hasta de mujer. Estuvo seleccionando lo que mejor se adaptaría y al final cogió una camisa blanca y unos pantalones negros.

─Es lo mejor que he podido encontrar, te hará un apaño hasta que baje al pueblo.

Anthee cedió la ropa al recién bautizado como Nod, que se la puso. Su imagen era surrealista. Los pantalones eran de su talla pero no de su largo, pues le llegaban apenas diez centímetros por debajo de la rodilla. Y la camisa le ajustaba bien, pero sus mangas quedaban lejos de sus muñecas. No obstante era ropa limpia y ajustada a su cuerpo, que sumado a su limpieza corporal le otorgaba una imagen mucho mejor.

A continuación, Anthee sacó un mejunje de su casa, era un tarro con una sustancia con textura de miel, pero de color negro, que empezó a untarle por el gemelo donde había sido mordido.

─Con esto no se te infectará la herida. No huele muy bien, pero funciona. Se llama lintra y es imprescindible para un aventurero como tú.

─¿Lintra? ─repitió Nod, que parecía que quería memorizar todas las palabras.

El joven Nod era una persona que vivía sola en un bosque sin apenas contacto con otros humanos. Y el poco contacto que tenía con ellos no acababa bien, por lo que era muy reservado. Pero algo extraño le había pasado, pues confió en aquel hombre con mucha rapidez. Quizás cuando uno lo pasa tan mal, es rechazado o perseguido por los demás, está herido y cansado, una mano amiga que te ofrezca cobijo y comida se agradece más. Es como cuando un animal salvaje está atrapado en un cepo y lleva un par de días sin haber comido y bebido, si te acercas se pondrá nervioso, pero si lo haces con una actitud adecuada y tu objetivo es soltarle, parece como si el animal te entendiera y supiera que le vas a ayudar, calmándose, aguantando el dolor y una vez liberado empezando a correr tras haber echado una mirada atrás de agradecimiento a su salvador. Salvo que esta vez el animal no se fue corriendo.

A Anthee tampoco parecía desagradarle ayudar a Nod. Un anciano solitario que vive en lo alto de una colina lo suficientemente alejado del pueblo para gozar de soledad y silencio, estaba acogiendo a un invitado, casi apadrinándolo. ¿Si vivía solo por decisión propia por qué meter a alguien en su vida? Y ¿si no vivía solo por decisión propia por qué vivía alejado del pueblo? Fuera lo que fuere, lo que estaba claro es que Anthee era una persona solidaria, con empatía y siempre con una sonrisa en la boca. Y lo demostraba ya fuera dando de beber a unos viajeros cansados, ayudando a cambiar una rueda de un carruaje o acogiendo a un desconocido que necesitaba auxilio, con él siempre se podía contar.

─No sabes hablar muy bien ─pensó en voz alta Anthee

─¿Hablar? Sí, hablar, yo hablar.

─Ni siquiera me entiendes.

─Ensu nes eral ─pronunció Nod con un tono muy suave y alargando mucho las vocales.

─¡Diantres! ¿Qué lengua es esa?

Anthee estaba sorprendido por la frase que acababa de escuchar, ¿era una frase inventada? o ¿significaba algo en algún idioma raro? El hombre estaba contrariado con Nod, aquel extraño ser parecía que llevaba muchos años sin contacto con el ser humano, sin embargo parecía hablar una lengua extraña y antigua.

─Debo bajar al pueblo a por comida y a por ropa, así que tendrás que permanecer aquí dentro escondido. ─Anthee señaló con su mano al interior de la casa─. Todavía es pronto para que bajes al pueblo, puede que tus perseguidores anden por allí descansando. Te dejaré solo un rato.

─¿Solo?

─Si, ¿no quieres quedarte solo? Curiosa la soledad, que puede dar miedo, pena o deseo de tenerla. Pocas cosas te transmiten tantas sensaciones dependiendo de tus necesidades.

Nod se metió en la casa y Anthee cerró la puerta sin llave, pues no quería que el chico se sintiera encerrado y atrapado. Luego empezó a caminar colina abajo hacia Valleflor. Su caminar era el de una persona mayor, no lo hacía con alegría ni agilidad, sino inclinado un poco hacia la derecha y ligeramente agachado, con pasos lentos pero firmes, intentando asegurar cada pisada para no desequilibrarse. No tendría velocidad, pero lo que parecía no faltarle era resistencia.

Nod estuvo un rato de pie y quieto en el interior de la casa, pero su naturaleza curiosa e inquieta le hizo ponerse a observar todo lo que había en la casa. Abrió varios botes de cristal y olió su contenido, con más de uno tuvo que apartar la mirada y poner cara de asco, pues contenían sustancia de fuertes olores. Golpeó con sus nudillos las maderas de la casa queriendo comprobar su resistencia, no porque quisiera escapar, pues la puerta no estaba cerrada, sino por pura curiosidad y aburrimiento. Iba moviéndose de un lado para otro, hasta dar con la ventana donde se detuvo a observar por un largo rato. Podía observarse parte de los tejados de Valleflor y alguna chimenea humeante a lo lejos.

 

Anthee ya estaba en Valleflor. Iba caminando por las calles y saludando uno por uno a todos los vecinos que encontraba. No es que se parase con cada uno de ellos, sólo un saludo por su nombre desde lejos, pues conocía a todo el pueblo y todo el pueblo le conocía a él. Tan sólo mostró más curiosidad al ver una familia mudándose a la casa que pertenecía a un viejo amigo que se había marchado con su familia ya hace muchos años.

El anciano se dirigió a la tienda de Micri, una casa de una planta, de madera como casi todas las demás, con una puerta doble de entrada que estaba abierta pero de la que colgaba una cortina de esas que están hechas con tubitos pequeños, de las que se usan para discriminar el paso de moscas frente al aire. Una vez dentro, la estancia estaba llena de sacos de cereales y legumbres como judías, lentejas, garbanzos, trigo y cebada. En el mostrador un señor mayor de sesenta años, pero bastante envejecido.

Micri, que era el dueño, era un señor gordito pero no excesivamente, aunque tenía algunas canas su pelo castaño, le aguantaba el color bastante bien, en su cara unas gafitas de esas que se llevan en la punta de la nariz por si quieres ver bien de cerca. Su expresión era, ¿cómo decirlo?, como la de una piedra, es decir ni triste, ni alegre, ni sano, ni enfermo, una cara de total neutralidad.

Tras el mostrador había una gran estantería de pared a pared llena de infinidad de elementos. Había ungüentos varios de uso médico y estético, pequeñas latas de conserva, bebidas alcohólicas varias, quesos, embutidos y un sinfín de cosas más.

─¡Buenos días Micri!

─Buenos días Anthee.

─Necesitaría un cuarto de queso de Santenza, un salchichón, un par de salchichas especiadas, un bol de judías, dos panes grandes y un botella de vino de la cosecha del año anterior.

Micri escuchó todo lo que le pedía Anthee y se dirigió a recoger cada una de las cosas.

El queso de Santenza era un queso de alrededor de un kilo de peso, hecho con leche de vaca y semicurado. Era muy famoso en los pueblos de los alrededores, su sabor era lo suficientemente sabroso para gustar a los amantes de los quesos pero lo suficientemente suave para niños y no iniciados en quesos extra fuertes, por lo que se vendía mucho. El salchichón era un embutido que aguantaba bien colgado en casa. Las salchichas eran fabricadas en Valleflor, con carne de cerdo y una mezcla variada de especias dependiendo del fabricante, con un sabor intenso y que acompañaban muy bien con pan.

El tendero terminó de recoger todos los elementos y los metió en una bolsa de tela que se había traído Anthee.

─Ya tengo lo que necesito. Muchas gracias Micri.

─Adiós ─dijo Micri de forma seca, pero no sonó maleducado, sólo desganado. Era un tendero un poco sieso para llevar un empleo de cara al público, un señor de pocas palabras.

 

Al cabo de dos horas, Anthee regresó a su casa donde encontró a Nod un poco aburrido, sentado en el suelo con la barbilla apoyada en las rodillas. En cuanto se abrió la puerta, el joven se asustó e hizo un ademán de incorporarse, pero después de ver la figura de su nuevo amigo, se tranquilizó con una facilidad pasmosa.

─Te he traído unos pantalones. Y estos zapatos de cuero negro. Creo que te quedarán bien. No he encontrado más ropa adecuada para ti.

Nod cogió sus nuevos pantalones, eran negros y estaban hechos de una tela un poco basta pero dura y resistente. Al ponérselos le quedaban perfectos de largos y de anchos. La camisa seguía quedándole bien de ajuste, pero corta de mangas, la llevaba desabrochada del cuello, un poco abierta. Con los zapatos también hubo suerte, le había traído los más grandes que encontró, y no parecían quedarle mal del todo.

─¿Por qué? ─dijo Nod.

─¿Por qué? ─repitió Anthee bastante sorprendido por escuchar una pregunta de Nod. ─Porque lo necesitabas. ¿Sabes qué? Si alguien necesita algo y tú puedes ayudarle, ¿por qué no hacerlo? ¿Qué pasaría si yo necesitase algo que a ti te sobrase? ¿Me lo darías? Puedes pensar que habrá quien no te lo daría, es cierto. ─El anciano se quedó pensativo─. Mira, aunque fuera por egoísmo, es mejor ayudar, te lo explicaré. ─Nod estaba escuchando atentamente─. Si yo te ayudo, tú me estarás agradecido. Si yo necesito ayuda, ya habrá una persona más que estaría dispuesta a ayudarme aunque fuera por devolverme el favor. ¿Ves? Aunque sea por egoísmo, ayudar es mejor, además, te hace sentir bien y útil, lo que es muy importante a mi edad.

─Gracias.

Anthee indicó a Nod que se sentara en una silla de las de la mesa, luego fue colocando las viandas que había comprado, puso las salchichas en un plato metálico y partió el pan, el queso y el salchichón que compartió con su invitado.

─No carne.

─¿No comes carne? Tendré que asarte unas patatas.

El viejo se sentó y disfruto de la velada con su nuevo amigo mientras asaba los tubérculos y cenaban juntos. Resultaba extraño ver a dos personas solitarias disfrutar de la compañía mutua que se procesaban, quizás su soledad era circunstancial y no deseada.