Lluvia, esa era la palabra que podría definir perfectamente el día en Valleflor. Una noche borrascosa que dio paso a un amanecer gris, frío, ventoso y con un aguacero intenso que embarraba sus calles, golpeaba la madera de las casas y llenaba de ruido los silenciosos hogares, que permanecían cerrados por completo. El sol no se sabía por dónde andaba ni se le esperaba, todo el cielo lo formaba una enorme nube gris oscuro, de la que no se alcanzaba a ver los extremos, perdiéndose entre las montañas.
Los carros aparcados en las traseras de las casas, o en las mismas calles, hundían sus ruedas en la tierra mojada y se agarraban al suelo con sus desgatadas maderas, como si clavaran sus astillas para no deslizar incontroladamente por las pendientes.
En las vías más exteriores del pueblo el único sonido que podía escucharse era el golpeo del agua y el único olor presente era el de los troncos quemados en las chimeneas. Pero según íbamos adentrándonos en el centro de la localidad, se escuchaba un murmullo, un ruido de personas hablando, no en forma de gran debate, sino de una multitud dividida en muchas conversaciones. Se intuía un cierto orden y coherencia en los diferentes diálogos según nos acercábamos más a la plaza central. Varias decenas de soldados ocupaban el pueblo, yendo de acá para allá, con diferentes misiones, cruzándose entre ellos sin interferir en sus ocupaciones ni obstruirse.
─¿Cree usted que esa es la mejor opción, General? ─preguntó Antea a su superior.
─No podemos permitirnos otro caso similar. Aquélla era una población menor y ya habrá oído lo que pasó, en este pueblo puede ser un caos. No queda más opción, y menos tras la muerte del alcalde.
Antea agachaba la cabeza y cerraba los ojos lentamente en un claro gesto de resignación, tanto por la decisión tomada como por la muerte de Silsa. Su pueblo, con el que quizás no le unían muchos lazos, pero del que se sentía en cierto modo responsable, iba a ser puesto en cuarentena. Los enfermos serían agrupados en lugar más amplio y atendidos en principio por el doctor y los médicos del ejército desplazados hasta el lugar. El resto de la población sería examinada, los que tuvieran algún síntoma de enfermedad deberían quedarse en Valleflor, en sus casas, aislados. Los que parecieran sanos serian evacuados. Se proveería de víveres y medicamentos suficientes para abastecer a los que se quedaran allí y serían vigilados para que nadie abandonasen la urbe.
La decisión tomada no había sido comunicada todavía a los vecinos, que se asomaban desde sus ventanas intentando averiguar qué pasaba. Tan sólo Antea y el doctor Rafael habían sido informados del plan para no poner nerviosa a la población. Querían evitar que el nerviosismo provocase un caos y dificultase las labores de aislamiento y evacuación. Cuanto menos supiera la gente mejor se desarrollaría el plan trazado, porque abandonar a un ser querido no es bien recibido por ninguna persona. Pero aunque resultase doloroso, lo mejor era que no lo supieran hasta el último momento, sin tiempo para apenas despedirse. El ejército no había sido ordenado para actuar con humanidad, sino para minimizar los efectos del desastre.
Al doctor esta medida le pareció acertada, lo mejor era aislar entre sí los casos más graves de los posibles nuevos enfermados y de los previsiblemente sanos. Pero en lo que no estaba de acuerdo era en la forma en la que se desarrollaría el plan, aunque tampoco protestó por ello. La muerte del alcalde en una trifulca le había demostrado que en caso de vida o muerte la sinrazón se apodera de la mente de las personas. Quizás sin este incidente, su fe en la reacción de sus vecinos le habría hecho discrepar con las autoridades militares, pero ya lo único que tenía en su cabeza era poder ayudar a las personas en lo máximo que pudiera.
─Por favor, ayúdeme a trasladar a Nilo ─indicó Rafael a un ayudante médico del ejército. ─Con cuidado, tiene mucha fiebre ─matizó.
─No se preocupe, en el templo estarán mejor, el espacio es mayor y ha sido acondicionado con suficientes camastros.
Se estaban trasladando todos los enfermos desde la consulta y casa de Rafael al templo, que había sido acondicionado para tal propósito. Los bancos de oración se habían retirado y se habían dispuesto en filas multitud de camastros que apenas levantaban del suelo diez centímetros y aguantaban todo el peso de la persona con una tela blanca cosida a dos palos que la atravesaban longitudinalmente por sus extremos. En esta situación, un espacio amplio, unas camas y medicamentos suficientes serían mucho más útiles que los dioses y rezos de los feligreses.
El templo no era demasiado grande, lo suficiente para una localidad como Valleflor, donde la gente tampoco era practicante más allá de la tradición y el folclore. Era un edificio de madera como los demás del pueblo, con un amplio salón principal donde principalmente se celebraba los ritos. Pero también era usado como centro de reunión popular para tratar otros temas de interés general. Al igual que también se recurría para esos fines a la taberna o al pequeño teatro donde algunas noches del mes eran amenizadas con alguna actuación de piano y canto, básicamente obras teatrales populares interpretadas por artistas ambulantes.
Una vez trasladados todos los enfermos al templo, y mientras estos eran atendidos por médicos y ayudantes, aparte del doctor Rafael, que por supuesto no abandonó ni un momento su labor; los mandos militares presentes en el pueblo ordenaron que los demás vecinos se presentasen en la plaza e hicieran cola para ser examinados. Un examen rápido, para ver si tenían fiebre, tos, temblores o algún síntoma alarmante.
Los soldados empezaron a llamar puerta por puerta y a sacar a todas las personas de sus viviendas. No fue un hecho excesivamente violento, pero tampoco delicado desde el momento en que se les transmitía como una orden y no les daban mucho tiempo para que abandonaran sus hogares.
A los Valleflores, que aguardaban en sus casas expectantes, los pilló por sorpresa, pues desde sus ventanas acristaladas y bajo una lluvia incesante poco podían oír de los tejemanejes que se traía el ejército. Pero ahora no les quedaba otra que obedecer, presionados por el respeto que les causaban los militares, y bajo la presión y temor que infundía la situación que vivía su pueblo, aunque para nadie era agradable abandonar su hogar y congregarse al lado de personas de las que no sabían si estaban sanas o no, y menos bajo un aguacero en un día tremendamente desagradable.
Poco a poco la plaza pasó de un goteo de gente llegando a un fluir constante, mucha densidad de personas para un espacio tan ajustado. El General ordenó que formaran en cuatro filas, que debían empezar en la plaza y discurrir por la calle principal y más amplia que había en el pueblo. Pocas voces se escuchaban entre los vecinos, callados por su nerviosismo ante una situación tan novedosa en sus vidas. Todos obedecían como si fueran un rebaño guiado por su pastor.
Al principio de cada fila se situaron dos personas, un médico y un ayudante, que empezaron a examinar uno a uno a todos los presentes. Un procedimiento básico, consistente en mirarle los ojos, hacerles abrir la boca, observar si temblaban y si tenían fiebre.
─Ya empiezan con el control. ¿Seguro que la gente que se quede en el pueblo estará bien atendida? ─preguntaba con dudas el doctor.
─¡Claro que sí! No les faltará alimento ni medicinas, y tendrán a personal cualificado atendiéndoles. Es una medida para evitar el contagio a la población sana.
─¿Sabes que ha pasado con Tiber y Ahían?
─Al llegar tomamos control de la situación del pueblo, y al enterarnos del incidente del alcalde retuvimos a los implicados. Lo último que se es que las dos familias estaban custodiadas en su casa.
Silsa había fallecido, Tiber y Ahían estaban retenidos en la casa donde surgió todo su enfrentamiento, los enfermos aumentaban y la gente hacía largas colas para ser examinados sin saber muy bien con qué fin. Pero una extraña calma reinaba en Valleflor, parecía que se había instaurado cierta autoridad que ordenaba el desorden creado por la epidemia.
El doctor Rafael se sentía un poco aliviado al contar con ayuda de manos expertas y con el aporte de medios para llevar a cabo su labor de una forma más eficiente. Incluso el cielo parece que iba a dar una tregua. Había parado de llover, el cielo seguía gris, pero ya no negro, y las esperanzas de que el viento alejara los chubascos empezaban a surgir. La situación podría compararse como un oasis en el desierto. Pero cuando tras largas horas caminando bajo un sol abrasador por las dunas llegas a un oasis, te das cuenta de que todavía te quedan muchos pasos que dar entre la arena para llegar a tu destino.
Mientras tanto, durante esta calma sospechosa, las cuatro largas colas de vecinos que confluían en la plaza empezaban a avanzar. Los servicios sanitarios ya habían auscultado a una veintena de personas, que tras no observarles ningún síntoma de enfermedad habían sido recolocados a lo largo de la calle Zarza, que partía desde la zona este de la plaza. Allí esperaban pacientemente a alguna nueva orden, mientras eran controlados por soldados.
─Por favor, colóquese delante de mi ─indicó un oficial médico a un joven adolescente.
El chiquillo de apenas quince años era de complexión delgada y espigada, con una postura un poco encorvada. Iba vestido con ropaje simple, como la mayoría de gente del pueblo, llevaba unos pantalones de pana marrones oscuros sujetados con unos tirantes negros situados por encima de una camisa blanca. Tapaba su torso con una manta de lana gris, con aspecto de vieja, que llevaba puesta por los hombros, dejando su melena rubia caer sobre sus hombros. Detrás de él iba su madre, que parecía no separarse mucho de su lado, incluso el oficial tuvo que indicarle que por favor se quedara detrás en la fila.
─Abre la boca. ─El sanitario observó su cavidad bucal y sus ojos, pero se detuvo un poco más que con los vecinos examinados anteriormente. Le observó de arriba abajo, deteniéndose más tiempo en sus manos. Tras ojearle durante casi un minuto, que se hizo eterno, giró la cabeza e hizo un gesto a un soldado situado por detrás de los auscultadores─. Por favor, siga a mi compañero.
─¿Qué pasa? ─preguntó la madre con nerviosismo.
─Tranquila, será observado con mayor detenimiento.
La mujer se quedó parada viendo como un soldado indicaba a su joven hijo que le acompañara. Se lo llevó hacia el lado oeste de la plaza, manteniéndose a un metro de distancia. El joven anduvo nervioso, con temblores, sobre todo en sus manos, como si tuviera mucho frío. Durante los primeros diez metros giró la cabeza atrás buscando la mirada tranquilizadora de su madre, que permanecía inmóvil a la vez que nerviosa. Luego se perdió entre las calles con la compañía del militar sin haber llegado a articular ni una sola palabra.
Pasaron las horas y hechos similares a los del joven apartado del resto fueron produciéndose frecuentemente. Gente con síntomas de fiebre, temblores y tos fueron apartados y llevados a la calle Pez, situada en el oeste de la plaza, al lado contrario que la gente aparentemente sana. Ambas calles, Pez y Zarza, confluían o partían desde la Plaza Mayor, pero cada una se desarrollaba en sentidos opuestos. Ya había como una treintena de personas aisladas, a priori no podía establecerse ninguna relación común entre ellos, unos eran varones, otras mujeres, jóvenes, adultos y ancianos.
Las cuatro colas de auscultación iban cercanas a la mitad y avanzando. El nerviosismo en los presentes iba aumentando, las voces de los diálogos iban subiendo su volumen y la tranquilidad inicial empezaba a turbarse. El tiempo, como si estuviera enlazado a la situación, comenzaba a abandonar su tregua y una nube negra situada por encima de Valleflor soltaba sus primeras gotas dispersas.
Quedaban aún varias horas para el anochecer, aunque a efectos prácticos ya era de noche, pues una intensa lluvia bajo un cielo negro dejaba pocos indicios del día en curso. El agua corría por las calles arrastrando barro y ensuciando los calzados de los Valleflores cuya inspección sanitaria ya había concluido. En un lado estaba la gente aparentemente sana, en otro los que mostraban alguna sintomatología extraña, y por otro lado los enfermos más graves que eran tratados en el templo. Entre enfermos y personas con síntomas evidentes habría unas ochenta personas, que permanecían bajo control, ya sea médico o militar.
En el lado sano había una tremenda algarabía. La gente quería saber que pasaba con sus familiares aislados y se encaraban y discutían con los militares que les cortaban el paso. Los gritos se ahogaban bajo la lluvia porque nadie podía pasar el estricto control al que estaban sometidos.
─¡Atención! Todos los aquí presentes serán evacuados del pueblo por su seguridad. Se habilitará un campamento a las afueras de Campogrande ─gritó el General a los presentes en la parte sana.
Las dudas asaltaron a los vecinos que inundaban con una oleada desordenada de preguntas al oficial. La gente empujaba más fuerte el cordón de soldados que los retenía, pero todo era inútil.
─¡Comiencen con la evacuación!
El ejército empezó a plegarse entorno a los vecinos y los arrinconó, para luego ir guiándolos a lo largo de la calle Zarza hasta la salida del pueblo. La acción no estuvo exenta de violencia. Los empujones eran fuertes e hicieron caer a algún vecino, e incluso algún soldado resultó golpeado por el tumulto, respondiendo con un golpe de su arcaico fusil sobre la cara del agresor. Los gritos eran tan altos que superaban al ruido del fuerte aguacero. Hasta el doctor Rafael abandonó unos segundos su función en el templo para suspirar pensando en lo que estaba aconteciendo.
En el otro lado, en el de los enfermos, se avisó de que los mayores de edad fueran a su domicilio y permanecieran allí encerrados, donde serían continuamente observados mediante visitas periódicas de los sanitarios. Si alguno empeoraba sería trasladado al templo para ser atendido mejor. Los menores, si tenían algún familiar que estuviese presente, deberían ir con ellos a su domicilio, los que estuvieran solos serían agrupados en el bar para ser tratados en conjunto.
Toda esta operación tan compleja se llevó en un tiempo record, debido a que consiguieron pillar desprevenidos a los vecinos, dándoles poco margen para su reacción, y porque se utilizó una contundencia bastante intensa, no hubo contemplaciones humanitarias. En menos de una hora desde que se ordenó el abandono, los evacuados ya habían abandonado Valleflor y caminaban rumbo a Campogrande a través del camino que comunicaba ambas poblaciones.
Por otro lado, las personas que tuvieron que quedarse en el pueblo ya estaban cobijados de la lluvia en sus hogares sin saber bien que sería de ellos y sin posibilidad de salir de allí, porque el ejército había empezado a rodear las salidas del pueblo con vallas vigiladas por soldados. Nadie podía abandonar el pueblo sin autorización directa del general, ni tan siquiera los militares allí presentes.
El general mandó llamar a todos los demás altos oficiales y al doctor Rafael, que fueron acudiendo al porche del ayuntamiento situado en la Plaza Mayor. Acudieron el capitán médico Iliath, que era el encargado del tratamiento de los enfermos; el capitán Zorc, que se ocupó de la evacuación; la capitana Antea, encargada de la seguridad local; y el doctor Rafael, que fue tratado como una autoridad más a pesar de ser civil.
─Capitán Zorc, usted debe marchar junto a la capitana Antea a Campogrande para ocuparse de los evacuados ─ordenó el general. ─Mientras el capitán Iliath y yo permaneceremos en el campamento instalado en las afueras de Valleflor para dirigir, controlar y aislar a los enfermos. Doctor Rafael, usted puede tomar la decisión que desee, marchar con los evacuados o quedarse aquí.
─Mi conciencia me dicta estar al lado de los enfermos. Si no le importa permaneceré dentro del pueblo tratando a mis pacientes en el templo, ayudando en lo que pueda.
─Eso le honra tanto profesionalmente como personalmente. El servicio sanitario a mi cargo le ayudará en lo que pueda, le doy mi palabra.
Mientras tanto el éxodo del pueblo seguía su camino bajo una lluvia intensa que calaba a todos los presentes. Los vecinos caminaban casi arrastrando los pies. Bien podría decirse que eran presos yendo por el corredor de la muerte. No portaban equipaje alguno, sólo lo puesto, mas unas pocas mantas aportadas por el ejército, que los acompañaba a pie, caballo y en un par de carruajes de apoyo. Si seguían caminando a ese ritmo en un par de horas podrían alcanzar su destino. El cansancio era evidente en los rostros.
El viaje lo realizaban personas de todas las edades, de hecho, alguna persona mayor y algún niño eran subidos temporalmente a algún carruaje por su imposibilidad de caminar todo esa distancia bajo aquellas circunstancias meteorológicas. Las quejas habían descendido por el propio agotamiento y resignación, aunque de vez en cuando se producía algún forcejeo esporádico. Los Valleflores estaban indignados con el ejército, pero también temerosos por la epidemia. Ahora estaba claro que aquello era algo muy grave y no pondrían su vida o la de sus seres queridos en peligro. Llegaban incluso a evitarse entre ellos, a intentar no rozarse y hacer clanes familiares aislados. El instinto de supervivencia estaba aflorando y dominando a las convenciones sociales.
Un par de kilómetros más adelante se creó un tumulto en el grupo mientras caminaban. Un circulo se formó alrededor de una persona mayor que permanecía acobardada mientras sus vecinos le increpaban a gritos y señalándole de forma acusatoria. El anciano permanecía inmóvil, mirando a su alrededor, confundido, sorprendido y tiritando. La guardia se acercó apresuradamente ante tal repentino incidente, intentando apartar a los vecinos agrupados para ver cuál era la situación que había creado el desorden.
─¿Qué es lo que pasa?
─Es Peruda ─respondió un vecino señalando al hombre dentro del circulo. ─Está enfermo, ha sido contagiado, estaba tiritando y tosiendo.
─E intentaba ocultarlo disimulando ─gritaron algunas voces.
Un soldado se introdujo en el círculo y observó a una distancia prudencial a Peruda. Luego intentó calmar a los vecinos mientras llamaba a un sanitario para que observara al increpado.
Era cierto, su cuerpo temblaba, pero podría ser del frío o del susto; tosía de vez en cuando, pero podría ser porque era una persona mayor. No había lugar para las suposiciones bajo aquella situación. El sanitario tras examinarlo se acercó al soldado y le dijo en voz baja que probablemente el anciano había contraído la enfermedad. El militar volvió a observar a Peruda. Tenía un aspecto de fragilidad. Era un señor de mediana estatura, muy delgado; con un ropaje viejo y una manta; le temblaban las piernas; llevaba su escaso pelo blanco mojado; y sus arrugas, que en otra ocasión hubieran inspirado bondad, ahora solo mostraban desamparo.
Peruda hace tan sólo unos días era un anciano agricultor ya jubilado de unos setenta años, que seguía manteniendo unas pequeñas tierras donde cultivaba un huerto más por entretenimiento que por economía. Era una persona humilde, de poco nivel cultural, pero a la que la gente apreciaba y quería. Era normal verle por el bar jugando a las cartas y disfrutando de su tiempo libre. No tenía familia, era soltero, vivía solo en una pequeña casa en los límites exteriores de Valleflor, y todavía podía valerse por sí mismo con bastante soltura.
─Venga conmigo ─dijo el soldado al anciano.
Ambos se salieron del círculo hacia el final de la cola. Los vecinos se apartaron rápidamente, haciéndoles un pasillo amplio mientras miraban callados la situación.
Peruda estaba confuso, pero obedecía, no sabía qué hacer. Al llegar al extremo de la fila se alejaron unos diez metros. El soldado retrocedió tres pasos acercándose a los vecinos y llamó a un compañero que iba a caballo, indicándole unas palabras al oído.
─Por favor, sigan la marcha. No se detengan más. La noche se echa encima ─dijo dirigiéndose a los vecinos.
La reanudación de la marcha hizo que la gente fuera alejándose de Peruda y del soldado montado, que empezaron a difuminarse bajo la lluvia hasta sólo ser dos pequeñas sombras en la lejanía.
Cuando la marcha estaba a una distancia que no permitía verla, el soldado observó a Peruda, y luego echó un vistazo a su alrededor. Todo lo que había era un camino de tierra embarrado y muchos árboles que formaban un denso bosque casi impenetrable debido a la maleza y arbustos. Hacia atrás sólo estaba Valleflor a una distancia muy considerable, y hacia delante Campogracia, a no menos distancia. Era un lugar en medio de la nada, una distancia insalvable respecto a cualquier lugar con resguardado para aquel anciano, e incluso para una persona sana bajo ese clima.
El soldado volvió a mirar a Peruda. Sus ojos brillaban por las lágrimas que le brotaban y se diluían con el agua entre los surcos de su experiencia. El militar bajó la cabeza mirando el cuello de su caballo, tiró de las riendas hacia la izquierda haciendo que diese la vuelta y clavó las espuelas sobre el lomo del jamelgo incitándole a marchar a galope hacia el resto del grupo.
En unos pocos segundos su figura desapareció y en el lugar tan sólo quedó Peruda, en medio de un camino, lejos de cualquier parte, mojado, con frío y solo, muy solo. La vida puede cambiar drásticamente en tan solo un instante, incluso para una persona para la que en los últimos cincuenta años nada había cambiado.
El grupo mientras tanto había proseguido su camino sin querer pensar en que había pasado con su vecino. Ahora eran animales salvajes que miraban por su supervivencia. Si uno de la manada no podía seguir era abandonado por el grupo. Era la ley de la selva y nadie parecía mostrar remordimiento por ello. Las conversaciones eran casi inexistentes. Ya nadie era tu amigo, eras tú y tu familia, los demás podrían llegar a ser una amenaza para tu integridad. Cuando alguien se caía era rodeado por una marcha imparable de personas dando la impresión de un río bordeando a una roca que está en el medio de su curso natural.
No había pasado más de quince minutos del incidente de Peruda, cuando Mara, una joven madre, que iba acompañada por su hijo de tan sólo tres años de edad, se paró un instante, inclinando su cuerpo hacia delante mientras tosía. El marido de Mara era uno de los enfermos tratados en el templo, por lo que ella tuvo que partir con su hijo como buenamente pudo, un largo viaje para aquel chaval.
Iba vestida con un vestido largo y gris, y un pañuelo también gris que cubría su cabeza y la refugiaba de una forma poco eficiente de la lluvia. Llevaba ya un buen rato encontrándose mal, pero aguantó hasta aquel instante gracias a las fuerzas que le daba su instinto maternal. Quería llegar a Campogracia como fuera para poner a salvo a su hijo y eso hizo que pudiera tirar de su cuerpo durante varios kilómetros, pero desgraciadamente sus energías se agotaron y se paró en seco.
El niño le agarraba la mano y la miraba desde abajo como sólo un hijo mira a su madre. Y allí pasó desapercibida durante un rato mientras los demás continuaban su marcha rodeándola ensimismados.
De repente, alguien se dio cuenta de que Mara estaba parada y tosiendo y lo gritó para que todo el mundo lo advirtiera. En un instante todos la observaron y empezaron a ponerse nerviosos, empujándose y murmurando. Pero la atención que le prestaron tan sólo duro unos segundos, pues reanudaron la marcha con mayor velocidad, de forma alborotada, empujándola y rozándola con el pasar de sus cuerpos. El joven niño se abrazó a las piernas de su madre debido a la estrechez provocada por la marea de personas que andaban huyendo. Mara fue zarandeada y su hijo la abrazaba temeroso, intentando buscar algo que lo calmara en la mirada de su madre, pero ésta no dijo nada y ni siquiera le miró. Estaba mareada, casi inconsciente, aguantando sobre sus piernas como buenamente podía.
Mara estuvo de pie casi todo el rato que duró el paso de la cola, hasta que un poco antes de que todos la superaran no aguantó más y cayó al suelo inconsciente. Su cabeza golpeó el suelo y su mejilla izquierda quedó hundida en el barro, dejando poco espacio para que pudiese respirar, mientras el agua del suelo corría rozando sus labios.
Su hijo se agachó entre el barullo y le dio inútilmente golpecitos con la mano en la espalda para ver si reaccionaba, pero no obtuvo ninguna respuesta. Una vez que todos habían terminado de pasar, siguieron su camino dejándola tumbada en el suelo, bajo la lluvia, tan solo acompañada por su niño, que había caído sobre ella con los últimos empujones que había recibido.
La muchedumbre se alejó sin contemplaciones rumbo a su campamento, dejando a otra de sus anteriormente queridas vecinas abandonada en medio de la nada y sin sentido. Y lo que era peor, ya no quedaba nada de caridad entre los Valleflores, ni para atender a un niño de tres años, que los miraba alejarse mientras su madre permanecía tumbada a su lado debatiéndose entre la vida y la muerte. Ni tan siquiera el llanto desconsolado del joven podía perturbar la mente de una persona cuando había perdido toda su humanidad.