Capítulo X

1.

Ninguno de los dos se imaginó al salir lo que estaba aguardando por ellos. Quedaron petrificados al atravesar el pasillo y llegar al hall principal, encontrando allí un séquito de 18 personas entre los que se hallaban Aluin, Canthra, Dinn y hasta el propio Spenter. Los rostros del mandatario y su asistente femenina aún dibujaban gestos conciliadores. Los de Dinn y Spenter, por el contrario, un malestar imposible de disimular. Los del resto, tensa expectativa. Parecían estar esperando una orden o una eventual reacción hostil para entrar en acción.

Se produjo un silencio sepulcral que quebrantó, una vez más, el líder feeriano.

—Veo que han descubierto la verdad —les dijo, manteniendo el pacífico tono que siempre lo había caracterizado—. Admiro vuestra convicción y tenacidad para lograr un objetivo, aunque no puedo por ello justificar los medios seleccionados —concluyó, en clara alusión a la violación de propiedad privada y al ataque contra el operador que ya habían encontrado y en esos momentos se dejaba ver tras el grupo.

—Es nada en comparación con lo que ustedes han hecho —contestó Reed secamente. Sentimientos mezclados la embargaban. Por un lado, la lógica ira; por otro, sorpresa, tensión e incertidumbre por hallarse descubierta.

—Es justamente por esto que la manteníamos oculta; aún no se hallaban preparados para conocerla…

—¿Y qué es exactamente lo que, piensa, no pudimos comprender? —contraatacó Johnson—. Todo está claro… Por sobre todas las cosas, la estima y el respeto que posee su raza para con la nuestra.

—¿Es que acaso no se dan cuenta de que todo lo acontecido podría haber ocurrido igualmente, incluso sin nuestra intercesión?

—Han jugado con nosotros como si fuésemos ratones de laboratorio —sentenció Reed, haciendo caso omiso al comentario.

—Ese es un punto de vista incorrecto. Ciertamente hemos cometido algunos errores, pero todo en pos de llevar a cabo un proyecto bienintencionado.

—¿Hablan de buenas intenciones? —exclamó ella, ya fuera de sí—. ¡Han intentado exterminarnos!

—Sheena… ¿Es que aún no lo ven? La destrucción forma parte de la propia naturaleza del ser humano. Ustedes mismos, al igual que nosotros en su oportunidad, se han puesto al borde de la extinción.

—No diga estupideces. Fueron ustedes los que casi nos destruyen, con su maldito asteroide.

Todos los súbditos presentes se incomodaron al percibir el tono y las palabras con las que se dirigían hacia su líder. Todos menos él.

—¿Nosotros? ¿Qué han estado haciendo ustedes mismos a lo largo de los siglos? ¿La deforestación, el envenenamiento del aire y del agua han sido culpa nuestra?

Esta vez no hubo respuesta.

—Tal vez prefieran dejar de lado esa forma indirecta de atentar contra ustedes mismos y hablar de otros ejemplos más claros. La invención de las armas, químicas y de fuego, que asesinaron millones durante toda su historia no fue nunca un proyecto. Tampoco lo fue el ocultamiento de vacunas contra enfermedades «incurables» como el cáncer y el sida, que de haberse administrado al momento de su efectivo descubrimiento, hubiesen salvado otros cientos de miles de personas; descubrimiento resguardado celosamente por años con la finalidad de prorrogar el lucro con tratamientos estériles que generaban millones para los laboratorios que los ofrecían a sus desesperados destinatarios como «única» alternativa.

Reed sabía que aquel hombre tenía razón en ese punto, pero también que no por ello se justificaba el accionar principal.

—No puede culparnos por errores que ustedes mismos también supieron cometer en algún momento.

—Ciertamente. Mas ustedes tampoco deben culparnos por pretender intentar guiarlos a través de métodos que pueden o no haber sido acertados, pero que fueron los que efectivamente creímos como mejores al momento de su implementación. Su compañero aquí presente —continuó, señalando ahora a Spenter— logró abrir su mente y comprenderlo. Ustedes deben hacerlo también.

Ambos dirigieron sorprendidos sus miradas a él.

—Richard, dime que no es cierto… —le rogó Sheena. Spenter, desde su lugar, les contestó a ambos con desdén:

—Me avergüenzo de pertenecer a «nuestra» raza.

Reed quedó perturbada unos segundos, sin lograr dar crédito a lo que había oído. Procuró reaccionar con entereza para componerse y contestar.

—Te han lavado el cerebro, Richard. Y tú se los has permitido —contestó finalmente, con rencor.

Acto seguido se acercó a Aluin hasta tenerlo únicamente a unos pocos metros de distancia. Los guardias tras él se aprestaron a avanzar con la intención de detenerla, pero este, con un movimiento de su mano en señal de alto, les indicó permanecer en sus respectivos lugares. La mujer le dirigió una mirada de odio y le escupió a la cara.

—Púdrase.

En ese momento, tres guardias la rodearon y sujetaron de los brazos y el cuello por la espalda. Otros tres hicieron lo propio con Johnson, que trató en vano de resistirse. Dos de ellos extrajeron del interior de sus trajes pequeñas armas que situaron en los cuellos de sus presas, aplicándoles al dispararlas una solución tranquilizante que los dejaría en segundos sin fuerza alguna con que continuar su estéril lucha.

—¡Púdranse todos! —gritó Reed, intentando también inútilmente zafarse, sintiendo al instante cómo su visión comenzaba a nublarse y su vigor a abandonarla.

—Llévenselos —ordenó Aluin, dándoles la espalda y retirándose, al igual que el resto.

2.

Despertaron a las pocas horas para encontrarse solos en un cuarto potentemente iluminado, carente de cualquier clase de amueblamiento.

Aún se sentían mareados.

Bill Johnson fue el primero en incorporarse y en sentir un objeto extraño en su cabeza. Llevó de manera instantánea su mano hacia ella, para notar con terror que efectivamente una banda metálica se asía con fuerza a su frente y sienes. Intentó quitársela al instante, mas el dolor producido por la acción le hizo saber que el objeto estaba literalmente injertado en esos sectores de su piel. Dirigió entonces su vista hacia su compañera que yacía a su lado, comprobando que también le habían colocado uno de aquellos extraños dispositivos.

—Sheena. Sheena…

La mujer despertó al sentir que la sacudían levemente por su hombro izquierdo.

—¿Qué… qué ha ocurrido? ¿Qué tienes en tu frente? —le preguntó al focalizar en él su visión.

—No sé qué es este aparato. Tú también tienes uno.

Lo comprobó al instante, al tacto. Por un acto reflejo apartó sus dedos de la corona al entrar en contacto con ella, dejando escapar un gemido de angustia. Luego volvió al lugar con el objeto de extraerlo. Johnson, al percatarse de su voluntad, sostuvo su brazo a mitad de camino.

—No lo intentes. Está pegado o algo peor.

Ella, terca, tuvo que comprobarlo por sus propios medios. Comenzó a emitir un grito de dolor que fue en aumento, conforme iba incrementando la fuerza, y no desistió del intento hasta que un hilo de sangre empezó a manar de su frente, indicándole que nada había por hacer.

—Dios, Bill… ¿Qué van a hacer con nosotros?

En ese instante, la puerta que los mantenía presos se abrió y la figura de Dinn se hizo presente, ocultando la visión al exterior.

—¡Maldito!… —exclamó la mujer al reconocerlo, poniéndose de pie con dificultad, yendo a su encuentro con intenciones hostiles.

En ese momento, una jaqueca indescriptible la paralizó y la obligó a detenerse, arrodillándose y tomando su sien con la mano izquierda, mientras que con la otra se separaba del piso, evitando así perder completamente su endeble estabilidad.

—¡¿Qué le están haciendo?! —le espetó Johnson al verla sufriendo. Ya comenzaba a avanzar amenazante cuando Dinn, desde el mismo lugar y sin inmutarse, le advirtió en voz alta:

—Le sugiero que permanezca en su lugar, si no quiere acabar igual. El hombre se detuvo, dubitativo.

—¿Qué le están haciendo? —volvió a preguntar, tenso.

—Solo atontándola con el objeto de inmovilizarla. Nada más… Ya estamos cansados de la impertinencia de ustedes y decidimos no volver a arriesgarnos.

Johnson observó cómo su compañera en el suelo se aflojaba y dejaba de quejarse. Parecía haber concluido esa extraña tortura.

—¿Qué son estas… cosas?

—Las llamamos «coronas de obediencia». Muy útiles para el manejo de reos peligrosos. Permiten un monitoreo constante desde una base segura y la aplicación de este tipo de acciones correctivas, de resultar necesario.

Johnson fue al encuentro de su comandante.

—Sheena, ¿estás bien?

Ella no le pudo responder con palabras, aunque con un leve movimiento afirmativo se lo hizo saber.

—Honestamente, Sheena, desde hace tiempo que yo, en particular, tenía ganas de probar este dispositivo en usted. Nos ha producido muchos dolores de cabeza, ¿sabe? Aunque ninguno del estilo del que usted acaba de padecer… —le confió Dinn, divertido.

—¿Qué van a hacer con nosotros? —volvió a consultar Johnson.

Luchaba por controlarse. Quería deshacer a ese repulsivo ser con sus propias manos.

—La pregunta, señor Johnson, es qué piensan hacer ustedes. Aún tienen la oportunidad de regresar a su hogar, pero para ello necesitan comprender la realidad de este asunto, tal como su otro compañero ha comprendido. En caso contrario, me temo que será él únicamente quien retorne a la Tierra…

—Lo… lo comprendemos. Lo comprendemos ahora… —expresó Reed, con dificultad.

El feeriano allí presente pareció recibir alguna clase de comentario desde el minúsculo audífono inalámbrico que, descubrieron entonces, poseía apostado en su oído derecho.

—¿Está segura, Sheena? —contestó, desconfiado—. Me informan que la lectura de sus ondas cerebrales indica lo contrario…

—¿Es que acaso pueden leer nuestras mentes? —inquirió ella, aún desde el suelo, asustada y contrariada a la vez.

La respuesta fue una grotesca risotada.

—No exactamente… —les confió a ambos su interlocutor—. Lamentablemente, nuestra tecnología todavía no lo permite. Pero verán: el dispositivo en sus cabezas cuenta también con sensores que alcanzan sectores estratégicos de su cerebro midiendo la intensidad de las ondas eléctricas que emite, indicándonos así si pueden estar mintiéndonos o no.

Ambos permanecieron en silencio, frustrados, impotentes.

—Veo que aún requieren de tiempo para pensar en nuestra propuesta. Les aconsejo apresurarse. Dados los recientes acontecimientos, Spenter adelantará su regreso a mañana en la tarde, con o sin ustedes.

Tras sus últimas palabras, abandonó el recinto, y la puerta volvió a cerrarse tras él.

Desde la sala de seguridad de la Torre, Richard Spenter observaba con preocupación el monitor que le proporcionaba las imágenes de sus compañeros cautivos en su respectivo cuarto, convertido en improvisada mazmorra. Continuaba sosteniendo su opinión y condenando el impertinente accionar que lo había avergonzado, mas no podía evitar que el temor por su futuro le invadiera. Aquellas personas no dejaban de ser sus colegas.

—No existe motivo para estar preocupado, Richard, aunque sí comparto su tristeza —le comentó Canthra, que lo acompañaba a su lado, intentando parecer conmovida—. Usted ha comprendido la realidad de los hechos. Ruego por que sus compañeros también logren hacerlo.

El terrícola no contestó. Tenía sus dudas, sobre todo por el lado de su comandante, a quien conocía demasiado bien como para pensar que alguien podría lograr el quimérico objetivo de hacer que modificara una opinión ya formada.

3.

Sheena Reed sabía que no contaban con demasiadas opciones.

Bill Johnson creyó en un momento oírla llamarlo, pero en un tono apenas tan perceptible que fue justamente lo que le hizo dudar acerca de ello.

—Bill… —volvió a repetirle ella por lo bajo, sin siquiera mirarlo a la cara.

—¿Qué ocurre?

—No me mires. Solo escucha.

El accionar de su comandante le intrigó por demás, pero se dispuso a obedecer sin hacer ninguna clase de objeción al respecto.

—No quiero que sepan que estamos hablando. Tenemos que charlar en este tono de voz, para que no lo perciban, ¿entiendes? Seguramente hay micrófonos en esta habitación.

—Está bien.

—No tenemos mucho tiempo ni contamos con demasiadas opciones. Debemos «convencernos» de alguna forma de creer en lo que nos dicen.

—¿De qué estás hablando?

—No hay otro camino. Si efectivamente lo único que pueden llegar a leer de nuestros cerebros son las ondas eléctricas que emanan y no nuestros propios pensamientos, solo debemos pensar en «creer» en lo que nos dicen.

—¿Te has vuelto loca? ¿Cómo vamos a conseguir eso? ¡Es imposible!

—¿Se te ocurre alguna mejor idea?

Luego de unos instantes de cavilar en ello, contestó negativamente.

Acordaron entonces invertir algunas horas en la tarea y así prepararse lo mejor posible para lo que les esperaba a continuación.

El personal de turno atento al monitor manifestaría luego que durante esa noche notaría gran actividad cerebral en los astronautas, lo que después sería adjudicado al hecho de saberlos trabajando en la difícil tarea de cambiar de idea.

4.

A la mañana siguiente, solicitaron por la cámara que los custodiaba ver de nuevo a Dinn, quien apareció poco después, encontrándolos visiblemente desmejorados. A la falta de alimento se le había sumado también una evidente vigilia.

—¿Y bien? ¿Han llegado a una resolución? Reed se tomó unos segundos para contestar.

—Nos hemos dado cuenta de la realidad de la situación, señor —respondió finalmente, con sumisión. Estaba en esos momentos practicando un ejercicio sobrehumano de control mental, concentrándose como nunca en su vida al pronunciar esas palabras. Johnson, mientras tanto, luchaba por mantener su mente en blanco, libre de cualquier tipo de pensamiento—. Queremos también solicitarles nuestras sentidas disculpas por todos los problemas ocasionados y quisiéramos hacer lo propio con el hombre víctima de nuestro ataque de anteanoche —concluyó.

Dinn permaneció en silencio.

—No hay cambios relevantes en los impulsos eléctricos —le informó el hombre que, desde la sala de seguridad, monitoreaba las coronas y las imágenes de video.

El feeriano esbozó un gesto de incredulidad y desconfianza. Creía imposible que aquella terca mujer lograse cambiar de opinión.

—Muy bien… Han hecho lo correcto —contestó sorprendido y se aprestó a irse de allí. Se le presentó en ese momento una idea que consideró brillante para testear la franqueza de la terrícola, y volviéndose sobre sus pasos, acotó—: Tendrán entonces su oportunidad de disculparse públicamente.

Tras finalizar, reemprendió la retirada.

Sus interlocutores quedaron sorprendidos ante la respuesta, inquietos por lo que «públicamente» pudiese llegar a sugerir.

—¿Y ahora qué sigue, señor? —le consultó la mujer, al ver sus intenciones de abandonar el lugar sin dar ninguna clase de directiva adicional.

—Volveré por ustedes en un rato.

—¿Nos quitarán estos dispositivos también, por favor? —preguntó nuevamente, aludiendo a las coronas.

—Luego. Primero es menester asegurarnos de que se hallan plenamente convencidos de lo que usted acaba de expresar…

Unas horas después, ya por la tarde, personal de seguridad regresó por ellos y los escoltó hasta un inmenso salón de actos atestado de gente, entre la que se encontraban de nuevo Aluin y su séquito, otros mandatarios, representantes de la prensa y hasta algunos curiosos que se habían acercado para presenciar el acontecimiento. La noticia del «motín» terrícola ya se había hecho de público conocimiento y el improvisado evento sería transmitido en directo hacia todo el planeta.

Reed y Johnson fueron guiados al estrado, donde harían efectivas sus disculpas. El acto se convertiría en la prueba de fuego para demostrar en sus semblantes sus reales sentimientos.

Aluin dejó su asiento en la primera fila y también subió, situándose frente al micrófono, listo para introducirlos ante el público presente y los millones de televidentes que seguían desde sus moradas los acontecimientos. Los astronautas fueron acomodados a su derecha en una fila de sillas cercanas, específicamente dispuestas para tal fin. Hizo su aparición en ese momento Richard Spenter, quien tomó asiento en silencio junto a sus compañeros.

—Estimadas damas y caballeros presentes: en unas pocas horas, nuestros visitantes terrícolas iniciarán el retorno a su hogar, llevándose consigo conocimientos nunca antes al alcance de sus pares.

—Espero que realmente «sientan» lo que van a decir —le dijo por lo bajo Spenter a Johnson, su compañero más cercano. Este únicamente atinó a dedicarle una fugaz mirada carente de cualquier tipo de expresión, con el solo objeto de hacerle ver que había registrado su solicitud.

—Es nuestra intención —continuó el líder feeriano— que apliquen esos conocimientos y puedan así preparar a los suyos para obtenerlos algún día también a través de nosotros mismos; sus pares, su misma raza.

Hubo entonces una primera serie de aplausos, inducidos por un pequeño grupo encargado de la tarea.

—Previo a ello… Previo a ello —repitió, solicitando indirectamente aplacar el estruendoso ruido producido, que opacaba sus palabras—, queda algo por hacer. Una serie de eventos desafortunados ha tenido como protagonistas a dos de ellos días atrás.

—Estén alertas —indicó en ese momento Dinn por un transmisor a los hombres al comando de la lectura de la información que recogería las coronas en las cabezas de Johnson y de Reed.

—Esta mujer y este hombre —dijo Aluin señalando a los ejes de su comentario— han atentado de modo inconsciente contra nosotros, procurando una verdad surgida por error en sus mentes, impulsados por la impetuosidad de la que a veces el ser humano es presa involuntaria. Una verdad que cual, ahora reparan, distaba muchísimo de la que ellos imaginaban.

Los comentarios capciosos produjeron expectativa en el auditorio, pero esa no fue la finalidad: buscaba el exponente poner a prueba a ambos y testear las sensaciones que generarían en sus seres. Reed y Johnson, por su parte, no podían evitar sentirse avergonzados por verse puestos en evidencia de tal forma (y eso sumado al hecho de que todo el mundo los pudiese contemplar con las coronas como si se tratase, salvando las diferencias, de alguna especie de animales salvajes en exhibición por aquel medio controlados), pero luchaban por permanecer calmos, intentando alejar sus mentes lo máximo posible de aquel lugar y aquel momento.

—Ahora tendrán la oportunidad de expresarlo por sus propias bocas.

Aluin dirigió su mirada a los astronautas invitándolos de esa manera a tomar su lugar, tarea que efectivizaron al instante.

Spenter escoltó a sus compañeros. Reed fue quien tomó la palabra, enfrentando a un hostil estrado que clavaba en ella su mirada como afilados puñales.

—Ante todo, buenas tardes a todos. Como bien ha hecho mención vuestro estimado líder, debo reconocer con vergüenza haber instigado a mi colega aquí presente —señaló a un sorprendido Johnson, que nunca imaginó que su comandante se adjudicara toda la responsabilidad por los hechos acontecidos— para desconfiar de ustedes, llevándolo a causa de ello a irrumpir en la sala de mandos de este Centro, procurando información de las fuentes y obteniéndola a un costo muy alto, además de malinterpretarla…

La mujer hablaba con tranquilidad. Ningún cambio en su semblante se había producido. Físicamente estaba allí, pero había logrado direccionar sus pensamientos muy lejos de la sala en que se encontraba.

—Con esto último me refiero a haber golpeado a uno de sus operadores para hacernos del control de su procesador central.

Tras sus últimas palabras, pudo percibir cómo se incrementó aún más un disgusto generalizado hacia su persona, pero no le importó.

—Quiero pedir disculpas a esa persona y a todos ustedes por no haber sabido apreciar la calidez de la hospitalidad con que nos han tratado. Si alguien tiene que ser culpado por el desgraciado hecho, ese alguien debo ser yo sin ninguna duda.

El silencio producido no fue más que otra muestra del desprecio creciente de la comunidad feeriana hacia sus «retrasados» pares.

—Ya hemos dado efectiva cuenta de nuestro error y no nos resta más que agradecer todo lo que han hecho por nosotros. Gracias a todos.

Volvió a su lugar, rodeada por el mismo silencio que nunca más abandonaría el ámbito. La ceremonia concluyó instantes después.

Dinn tuvo que reconocer que había perdido. «No hay cambios en ninguno de los dos», había oído por su auricular. Tenía la certeza de que en ese momento se quebraría una resistencia que, pensaba, por lo menos la mujer aún sostenía, actuando contra su voluntad. O era verdad entonces lo que estaba diciendo o se trataba de una actriz simplemente espectacular.

Spenter, por su parte, se sintió orgulloso de su comandante.

Acto seguido, los astronautas fueron dirigidos a sus habitaciones con la misión de alistarse para su viaje hacia Tinha, donde abordarían nuevamente su nave para retornar a la Tierra.

5.

Las primeras horas de la jornada siguiente transcurrieron con suma velocidad, entre múltiples preparativos en torno al viaje.

Reed, por segunda noche consecutiva, no había logrado conciliar el sueño. ¿La causa? Sentía que se había traicionado a sí misma por primera vez en su vida al no haberse mantenido firme en demostrar sus convicciones. Intentaba hallar consuelo en el hecho de justificarlo a través del autoconvencimiento: fue la única opción que les permitiría tanto a ella como a Johnson regresar y alertar sobre el futuro (¿inminente?) de una invasión extraterrestre encubierta, que concluiría por convertir en esclavos a todos y cada uno de los habitantes de su planeta.

La partida de Feeria fue sin pena ni gloria; los astronautas abordaron la TSU correspondiente sin mayores protocolos, esta vez en compañía de dos guardias armados que tenían como misión escoltar a los focos que aún podían llegar a considerarse como potenciales amenazas rebeldes. Canthra se despidió de ellos en ese momento. No viajaría a la base lunar argumentando motivos de índole política que requerían su inmediata atención. Su saludo resultó emotivo únicamente a la vista de Spenter; sus compañeros se vieron imposibilitados de creer en la ilusión, aunque así lo aparentaron. Por más que la mujer fue siempre la más imparcial de los tres anfitriones, no dejaba de pertenecer a aquella raza que, a excepción de los hirkhanos, deseaba ver en su totalidad sometidos a sus descendientes bajo su mando.

Aluin y Dinn se ubicaron en la segunda nave y ambas partieron.

El acceso al despegue fue vedado a la prensa, que tuvo que conformarse con seguir los acontecimientos desde la distancia.

En Tinha, Miah y Thorn recibieron a los astronautas con la misma hospitalidad que en la primera oportunidad, aunque el ambiente de distensión creado aquella vez se hubiera esfumado por completo por obvias razones: todo el personal habitante del satélite artificial se hallaba al tanto de los recientes acontecimientos producidos en el planeta.

Apenas arribaron al hangar, los terrícolas pudieron divisar a la distancia a Conqueror aguardando por ellos, lista para transportarlos de regreso a su hogar. Durante la estancia de sus ocupantes en Feeria, la nave había sido reparada y reacondicionada como para poder realizar el retorno en las condiciones necesarias. Thorn les explicaría luego que también aprovecharían ese tiempo para instalarle un sistema de navegación que colaboraría en la tarea de guiarlos hasta el portal QX-4, situado a 22,7 años luz de distancia, el cual atravesarían para salir por su otro extremo y acercarse así a la Tierra al máximo y en el menor tiempo posible: el quásar de igual nombre, ubicado a 3.580.214 años luz de ella, descubierto recientemente debido a su escasa luminosidad en relación con la usual del promedio.

Los astronautas se inquietaron al saber que incluso al salir del quásar aún les restaría por transitar tamaña distancia. Si para recorrer 24.631 años luz en su llegada habían invertido aproximadamente 45 días, 3.580.214 se convertirían en aproximadamente 18 años.

—Es la mejor opción a nuestro alcance —comentó Miah, ante la observación—. Además, piensen en algo: de haber concluido con éxito su misión original, hubiesen invertido en el retorno 10 años terrestres. Hablamos solo de 8,4 de más para ser exactos, y los conocimientos que se llevarán con ustedes, creo, bien valen la diferencia…

La mujer tenía razón, incluso para Johnson y para Reed, aunque sus motivos distasen de ser particularmente esos a los que se refería.

—¿Cuándo nos quitarán estas coronas? —consultó Johnson, pasando a otro tema que también les producía inquietud, tanto a él como a su compañera.

—Las coronas de obediencia serán desactivadas instantes antes de que retornen a sus cámaras criogénicas —les informó Aluin—; mediante control remoto se suspenderá su funcionamiento y en forma automática se desprenderán de sus cabezas, sin causarles más que un leve malestar producto de los sensores que se desconectarán de sus cerebros al retrotraerse, deshaciendo la conexión que mantiene la actual unión con sus tejidos.

La noticia causó un disgusto esperable en los interesados que no dejó de ser cuidadosamente monitoreado por los responsables a cargo de la lectura de los instrumentos.

El astronauta intentó permanecer controlado antes de dar su opinión al respecto y expresar un reclamo que venía guardando para sí desde hacía varias horas.

—¿No les parece que ha sido demostrado ya que lo que les hemos manifestado es la pura verdad?

Su voz era sospechosamente pausada. Parecía haber escogido con cuidado las palabras previa y premeditadamente a su pronunciación. Su comandante se inquietó al notarlo. Sabía que a aquel hombre comenzaba a hacérsele demasiado difícil la tarea de continuar con la extenuante tarea de bloquear sus reales pensamientos. Para ese momento, sus ondas eléctricas cerebrales rozaron peligrosamente los límites correspondientes, tras los cuales podría llegar a detectarse una eventual anomalía en su semblante que echase todo a perder. Esa era la intención de Dinn, que casi imploró a su líder mantener la medida impuesta hasta última instancia con tal finalidad.

—La decisión ya está tomada, señor Johnson. Es por una cuestión de precaución nada más… Si ustedes realmente piensan lo que expresaron en su oportunidad, no hay de qué preocuparse, ¿verdad?

La acotación de Dinn habría logrado su objetivo si Sheena Reed no hubiese efectuado adrede en ese momento otra consulta sobre un tema distinto, trasladando hacia él el foco de atención de todos los presentes.

—¿Cuándo partiremos?

—La salida está programada para las 0 horas de mañana. Dispondrán hasta entonces del tiempo suficiente como para poder descansar, asearse y cenar debidamente. Ahora, por favor, si nos acompañan serán conducidos a sus habitaciones…