Capítulo III
1.
La historia comienza en el año terrestre número 2313, dos después de que Conqueror traspasara los confines del Sistema Solar y se perdiese a la deriva en la inmensidad que compone el Universo. Por esos entonces, un cuerpo extraño de tamaño similar a la nave se acercaba lenta pero ininterrumpidamente a Rama, hasta el punto de quedar separados uno del otro tan solo por unos cuantos kilómetros de distancia. Su forma se asemejaba también a la de un asteroide, pero visibles características entre ambos cuerpos reflejaban marcadas diferencias. En primer lugar, estaba compuesto de un material metálico y oscuro, y sus formas irregulares parecían ser producto de un trabajo fino, meticuloso y artesanal, no natural. Otra característica que hacía inequívoca la apreciación era la velocidad con la que el cuerpo se desplazaba: de alguna manera era regulada por «algo» o por «alguien» ya que, cuando logró la proximidad deseada, desaceleró hasta ponerse a la par de su futura presa.
Por una abertura ubicada en la punta de la arista más pronunciada que poseía (casualmente, la más cercana a la nave), escupió de repente toneladas de un gas grisáceo que cubrieron a Conqueror en su totalidad, opacándola pero sin causar ningún otro efecto aparente. Luego, con una extraña y poderosa fuerza invisible y magnética se apoderó de ella extrayéndola de su transporte, y comenzó a guiarla a una velocidad inimaginable hacia su destino final: las fauces de un hoyo negro. Una bestia silenciosa y voraz de masa 2,5 millones de veces superior a la del Sol, que aguardaba en el propio centro de la galaxia.
Resultó que el misterioso material que había recubierto el transporte terrícola le permitió recorrer una distancia de 24.631 años luz en tan solo unos cuantos días sin sufrir el menor daño. La rapidez con la que ambos objetos de desplazaban fue descendiendo paulatinamente, a medida que se acercaban a su objetivo. Se detuvieron completamente al llegar a sus límites exteriores y allí dejaron que la fuerza gravitacional hiciera el resto del trabajo.
De haber habido un ojo humano presenciando todo el cuadro desde la lejanía, este hubiera sido descripto como aterrador y perturbador a la vez, y su dueño seguramente hubiera caído en la insania por no estar su cerebro preparado para afrontar semejante panorama. Negrura inmensa, rodeada de un aro de luz que se iba tornando cada vez más rojiza y tenue, acorde a su proximidad con el cuerpo, para luego desaparecer totalmente. Desde su núcleo invisible se eyectaba un jet[12], producido por sus poderosos campos magnéticos. Mientras tanto, una innumerable cantidad de objetos de todos los tamaños caían en sus fauces, atraídos a una velocidad que aumentaba según la proximidad para luego deshacerse en partículas a causa de la potencia con la que resultaban succionados, convirtiéndose en la última etapa en un haz de materia producto de su propia destrucción. De haber ese ojo estado en la nave contemplando en esos momentos un reloj, hubiese comprobado su irremediable muerte a causa de la curvatura del espacio-tiempo que hace detener completamente este último en los misteriosos e inexplorados horizontes del hoyo.
Las dos naves se sumergieron dentro, comenzando su recorrido en espiral a una velocidad que fue aumentando paulatinamente a medida que se acercaban a destino hasta tornarse infernal. Otra vez, el material que las recubría ofició de protección para evitar su desintegración. Su centro, de forma contraria a lo creído, era literalmente un agujero por el cual transitaron para luego ser expulsados por su extremo opuesto con la misma velocidad hacia un sector nuevo del Universo que muchos de los más respetados científicos y astrónomos clasificarían de manera errónea como otra dimensión. No lo era. Se trataba del mismo Universo. Un atajo cósmico hacia otro sector de él.
La rapidez con la que los objetos se trasladaban comenzó a regularse.
El viaje continuó hasta que arribaron a un sistema planetario peculiar en cuyo centro se destacaba un astro visiblemente mayor en volumen al de nuestro Sol. Signos inequívocos tales como su tamaño, color y brillo indicaban que la estrella transitaba el lento pero ininterrumpido camino hacia su inevitable fin, habiendo iniciado el proceso de metamorfosis que la convertiría en un futuro ya no tan distante en una Gigante Roja.
Dieciséis planetas giraban en torno a esta estrella, cuyo tamaño había aumentado lo suficiente como para devorar a un primero, ya inexistente, en su continua expansión. Las naves se dirigieron hacia su centro y se detuvieron al llegar a los dominios del sexto. Se trataba de un planeta rocoso y azulado, algo más grande que Mercurio pero no tanto como para asemejarse a Marte. Un delgado anillo compuesto por material oscuro lo atravesaba de manera oblicua, y poseía tres pequeñas lunas que lo flanqueaban celosamente en su órbita alrededor de aquella estrella moribunda. La forma de las dos primeras era irregular y sus superficies, accidentadas, seguramente a causa de violentos impactos de meteoritos y asteroides sufridos en otras épocas. La tercera era de un color grisáceo opaco y redonda casi a la perfección, y no denotaba signos de haber padecido los estragos naturales de sus otras hermanas. Al llegar a los dominios de esta última se detuvieron por completo, quedando suspendidas a unos pocos kilómetros de su superficie. En ese instante, mediante invisibles ondas emanadas desde algún punto del singular satélite, Conqueror empezó a recobrar la vida lentamente. Primero se reactivó su computadora central y, a través de ella, su sistema de navegación. Luego se encendieron súbitamente las luces de toda la nave. Como último paso, hicieron lo propio los controles ubicados en cada una de las tres cámaras criogénicas, que arrojaron al instante datos que indicaban que la salud de sus ocupantes continuaba intacta. De pronto, el agua en la que se preservaba a los astronautas (que no había sufrido cambio alguno gracias al normal, continuo y apenas perceptible funcionamiento de la nave, más el hermetismo y restantes características de su térmico envase) volvió a su estado líquido original y se escurrió en segundos por los drenajes dispuestos en sus extremos para tal fin. Minutos después, comenzaba el proceso de reanimación de los cuerpos mediante el aumento progresivo de la temperatura y el envío de pequeños pero constantes shocks eléctricos a través de las sondas que se conectaban a ellos para medir sus pulsos vitales.
La primera en abrir sus ojos fue Sheena Reed, quien, a pesar del aturdimiento, recordó enseguida las recomendaciones que le habían dado desde la Tierra: mantener la calma y no reaccionar de manera impulsiva, justamente con el objeto de recobrar antes que nada el completo dominio de sus facultades mentales y físicas. De todas formas, no hubiera podido moverse hasta que terminase el proceso de reanimación que permitiese quitar de sus músculos el entumecimiento causado por su período de hibernación. Una hora más tarde, el cristal que la mantenía presa se elevó en vertical desde el sector ubicado por sobre su cabeza, y ella quedó en libertad. Lentamente, comenzó a extraer de su cuerpo semidesnudo los electrodos que la habían monitoreado hasta entonces, con movimientos torpes y temblorosos de su mano derecha a consecuencia de su todavía débil estado. Se incorporó con cuidado y permaneció sentada otros cinco minutos. Observó en ese lapso la «liberación» de Johnson y luego la de Spenter. Antes de intentar ponerse de pie, dirigió su mano hacia un sector cercano en la parte inferior de su lecho y presionó un botón triangular, activando un dispositivo que hizo abrir una gaveta ubicada debajo de él. Aquella expulsó un pequeño brazo mecánico que sostenía en su extremo, gracias a dos pinzas metálicas, un vaso plástico similar a los de café, pero que contenía en su reemplazo un espeso líquido azul verdoso. Se trataba de un complejo vitamínico de rápida acción que le devolvería a su cuerpo prácticamente al instante gran parte de la fuerza que la había abandonado a causa de su prolongado reposo. Reed lo tomó con ambas manos para sostenerlo con mayor seguridad e ingirió la bebida en tres sorbos cortos. Sintió enseguida el efecto, y el vigor volvió a sus extremidades en forma casi instantánea. Luego, de un impulso llegó hasta la baranda colocada estratégicamente a media altura de cada una de las paredes de la sala con el objeto de servir de apoyo a los tripulantes una vez reanimados. Caminó unos pasos, siempre sostenida, y alcanzó con un envión la mesa redonda ubicada al otro extremo para sentarse unos minutos en una de las tres sillas que la circundaban. Aún no se hallaba física ni mentalmente lúcida en su totalidad. Contempló entonces todo cuanto se hallaba a su alrededor. Supo, cuando posó su vista en el armario frente a ella, que algo andaba mal. Las puertas estaban abiertas y su contenido (frascos y tubos de plástico en su mayoría, cuya finalidad sería transportar muestras de Término), desparramado sobre el suelo. Parte de este se encontraba lo suficientemente lejos como para saber que aquel desorden no se había producido por un simple cimbronazo de la nave, sino por uno o varios de magnitud más importante. Reed no había reparado en ello hasta ese momento. La mesa, la silla en la que ella reposaba y las otras permanecían en su sitio únicamente debido a que se hallaban fijas al suelo (estas últimas solo podían moverse hacia los lados gracias a un dispositivo colocado para tal fin en cada una de sus bases). ¿Qué causas habrían hecho desplazar a la nave en esa forma tan abrupta? ¿Un acoplamiento a Rama más desprolijo de lo que se esperaba?
¿En qué condiciones estaría el resto del instrumental ubicado en las demás salas? No podía esperar la rehabilitación de sus compañeros para hacérselos saber; tenía que averiguarlo con urgencia. Flexionó sus piernas un par de veces para acelerar la irrigación de la sangre, al tiempo que las frotaba enérgicamente, y se puso de pie, ya sin ayuda. Abandonó el recinto y se dirigió con lentitud a la sala de mandos para verificar que todo estuviese bajo control. No se topó con más desorden porque no restaba nada que desordenar, pero lo que vio fue mucho más perturbador. Allí, frente a ella, el material aislante transparente mediante el cual el comandante de turno accedía al panorama externo, opacado más que lo habitual, no ofrecía la vista del planeta objeto de aquel viaje sino de un cuerpo más pequeño, oscuro y extraño.
2.
Johnson también observó el desorden del armario al despertar, pero decidió esperar a Spenter para iniciar la pesquisa a pesar de notar la ausencia de la doctora Reed. Spenter emitió un gruñido gutural al incorporarse e instintivamente frotó con su mano izquierda su cabeza, como si recién despertara en una mañana dominical.
—¡Richard!
Spenter giró hacia la derecha para ver a su compañero. Allí se hallaba, sentado en su lecho, tal como lo recordaba: flaco, desgarbado, con su pelo enrulado, y su típica y característica barba de tres días.
—Buenos días, camarada —le dijo con tono jovial aunque con voz débil. Carraspeó y continuó—: ¿Qué tal tu siesta?
—Sheena no está… y mira —contestó Johnson, señalando hacia el armario.
—¿Qué demo…?
Spenter no pudo terminar la frase, porque mientras hablaba intentó levantarse con un movimiento brusco a causa de su sorpresa y fue a dar al suelo: sus piernas no le respondían. Instintivamente, colocó su brazo derecho en dirección al piso para amortiguar el golpe, pero este no resistió el peso del resto de su cuerpo y se quebró, produciendo un sonido similar al de una rama seca al partirse. Cayó pesadamente, hiriéndose también la cabeza.
—Aaaaaaaaaaaaarrrrrrrrrrrggggggggggghhhhhhhhhhhhhh. Intentó contener su queja, pero no pudo. El dolor era lacerante.
Recién en ese instante recordó que debía darse tiempo a sí mismo para recuperarse, y aprovechar ese momento para beber sus vitaminas.
—¡Richard! ¿Estás bien? —preguntó su compañero, asustado. Reprimió sus deseos de levantarse para socorrerlo porque supo que correría la misma suerte.
—¡Bill!… ¡Mi brazo!… Creo que está roto…
Con el izquierdo trató de tomarse el herido, pero en cuanto este sintió la leve presión del otro, nuevas oleadas de dolor estallaron sin piedad y tuvo que desistir de su acción. Mientras tanto, del corte que se había producido en su frente no dejaba de emanar sangre, la cual ya había comenzado a dibujar una creciente mancha roja sobre el suelo.
Johnson apuró su bebida de un trago, y se arrodilló junto a él trabajosamente y con movimientos calculados; sin pensarlo dos veces, le suministró la suya propia para evitar eventuales nuevas heridas. Spenter la ingirió con celeridad, a pesar de su malestar general. Pronto, Johnson se dio cuenta de que no podría hacer nada más desde allí, y fue por ayuda y vendas. Se puso nuevamente de pie, valiéndose de la cámara que minutos antes lo había mantenido en animación suspendida, y abandonó el recinto, no sin antes dejar las recomendaciones respectivas a su compañero acerca de que no hiciera ningún movimiento y que lo esperase porque pronto regresaría.
Para llegar a la enfermería, tuvo que pasar forzosamente por la sala de mandos, ya que se hallaba justo debajo de ella; el acceso era posible gracias a una escalera caracol de metal. Al arribar, se topó con la figura de Reed, inmóvil y en silencio, dándole la espalda y mirando hacia el espacio exterior. Allí estaba ella, con su joven y esbelta figura casi totalmente a la vista, solo cubierta por esa especie de malla plateada de dos cuerpos con la cual había dormido. Un pelo perfecto, lacio y rubio cubría su nuca. En otras circunstancias, aquella escena le hubiera resultado erótica al extremo (su compañera le había llamado poderosamente la atención desde el día en que la había conocido), pero ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera brindar asistencia inmediata a Spenter.
—¡Sheena! Gracias a Dios que te encuentro… Richard se ha…
Detuvo su discurso al percatarse de que la persona ubicada en el recinto solo estaba presente físicamente. Su mente no estaba con ella, sino sumida en múltiples pensamientos, muy lejos de allí.
—Sheena —repitió, y fue a su encuentro. La tomó por los hombros y la hizo girar, hasta ponerla frente a él. Descubrió desorbitados los ojos verdes que siempre lo habían cautivado y su boca abierta, en una mueca que denotaba sorpresa y espanto a la vez—. ¡Sheena! ¿Qué demonios te sucede? ¡Richard está herido!
—Bill… —contestó con un hilo de voz, enfocando por fin su vista en él—. Bill… ¿Dó… Dónde estamos?
Johnson continuó mirándola unos instantes, esforzándose inútilmente por comprenderla. Entonces ella volvió su vista hacia el espacio y quedó nuevamente en silencio. Él hizo lo mismo, y descubrió el horror.
En ese momento, sintieron un leve espasmo en la nave: se había puesto en movimiento.
—Bill… ¿qué está pasando?
Nadie lo sabía, pero lo que era seguro era la suerte que correrían: Conqueror iba directamente hacia aquel extraño y misterioso cuerpo que estaban observando.
Johnson se apartó del lado de Reed y se dirigió al tablero de comandos sin pensarlo un segundo. Tomó el asiento del piloto y comenzó a accionar frenéticamente los controles, pero nada sucedió. Alguna clase de fuerza misteriosa y desconocida se había apoderado de su nave, al tiempo que la impotencia y la desesperación hacían lo propio con él.
Aguardó un minuto en silencio, recorriendo con su vista cada extremo en el tablero, tratando de hallar una explicación lógica a todo aquello, pero no pudo lograrlo. Intentó entonces reordenar sus pensamientos. Dio media vuelta y encontró a Reed aún estática en su lugar, sin reacción.
—Sheena… Vé a asistir a Richard. Te necesita. Está herido.
Su compañera era la indicada para asistirlo dados sus conocimientos en primeros auxilios, un requisito excluyente que debía poseer al menos uno de los tres tripulantes. Estaba allí, pero todavía lo oía sin escucharlo.
—¡SHEENA!
El último llamado, a gritos, pareció despertarla de su letargo: cambió su semblante ausente, pareciendo volver a la realidad, y dirigió su vista hacia él, aunque seguía aturdida.
Volvió a repetir su pedido, que sonó más como una orden que como tal.
Reed abandonó la sala sin emitir sonido y entonces él volvió a su tarea de intentar recobrar el control de la nave. Pronto supo que cualquier esfuerzo sería totalmente inútil, y se dirigió en su ayuda.
3.
Conqueror continuaba su viaje ininterrumpidamente hacia el satélite. En un momento se acercó lo suficiente como para que cualquiera de sus tripulantes pudiese observar por las ventanillas los detalles de su superficie a la perfección, pero ninguno disponía de tiempo como para hacerlo. Sobre aquel suelo se multiplicaban innumerables construcciones, definitivamente realizadas por seres inteligentes, entre las que se destacaban imponentes torres y extensas edificaciones de menor altura.
Prosiguieron su recorrido a la distancia hasta una zona descampada sobre la cual solo se distinguía una edificación triangular más pequeña, aislada en medio de aquellos singulares parajes. La nave fue hacia ella. Cuando llegó a escasos metros de distancia, una compuerta en su base se abrió instantáneamente permitiéndole el acceso, y la atravesó.
Johnson y Reed continuaban en el suelo del salón que contenía las cámaras criogénicas, asistiendo a Spenter. El primero sostenía una toalla sobre la cabeza del herido; el flujo de sangre había comenzado a mermar progresivamente. Reed, mientras tanto, con movimientos calculados, había logrado colocar el brazo fracturado sobre su estómago, en una posición donde podría inmovilizarlo. De pronto, un nuevo temblor. Se habían detenido. Se observaron con nerviosismo, unos a otros.
—Sheena, tengo que ir a investigar qué está pasando. ¿Puedes encargarte unos minutos? —advirtió y consultó Johnson.
Reed dirigió su vista a Spenter, para buscar en él algún signo que la ayudase a responder. El herido abandonó entonces las consultas que realizaba entre gemidos a sus compañeros en relación con lo que estaba ocurriendo y que ninguno sabía responderle.
—Vé, Bill. Estaremos bien —contestó finalmente, haciendo un guiño cómplice a su compañera, y esforzándose por parecer repuesto aunque su estado sugiriese todo lo contrario.
—Volveré en unos minutos —concluyó Johnson, incorporándose.
Nuevamente en la sala de mandos, echó un vistazo a los controles. Las luces que iluminaban el extenso tablero indicaban que, por lo menos a simple vista, Conqueror se hallaba lista para acatar las órdenes que impartiesen sus ocupantes. El único detalle que parecía estar fuera de lugar era el reloj digital situado por sobre los controles de navegación, cuyo objetivo era cronometrar el tiempo desde el inicio de la misión hasta su finalización para que, de esa manera, los astronautas tuvieran algún parámetro para medirlo. Los campos correspondientes a horas, minutos, segundos y centésimas titilaban en forma intermitente, presentando en todos los casos el mismo número en color verde: cero. Johnson recordaba haberlo visto funcionando cuando ingresó por primera vez a la nave al comienzo de la travesía, pero minimizó el hecho; pensó que simplemente debía de haberse descompuesto en algún momento del misterioso recorrido que los había llevado hasta el inesperado destino actual. Era lógico que así sucediese con algún que otro instrumento durante ese tipo de viajes. Pero jamás hubiese supuesto que semejante falla fuese causada por el hoyo negro que los engullera con voracidad tiempo atrás. Lo que sí le extrañó fue lo que descubrió después. Alzó la vista y se topó únicamente con oscuridad; no se apreciaba nada en el exterior. ¿Dónde había quedado ese cuerpo extraño que minutos antes había observado? Ni siquiera se distinguían las tenues luces que poblaban el firmamento a la distancia.
Volvió a sus controles. Intentó accionar los mandos correspondientes que pondrían en movimiento la nave, pero nada sucedió. Sin embargo, la consola se mantenía encendida. Supo que lo único que podía hacer con los elementos que tenía a su disposición era chequear el estado interno de su transporte. De pronto, nuevos datos comenzaron a aparecer en los monitores. En ese instante, lo asaltó la extraña certeza de que Conqueror era quien parecía tener el control y manejar a su capricho los datos que deseaba dar a conocer. Trató de apartar la inquietante idea, pero recordó entonces que antes la nave se había movido sin que nadie lo solicitase. Presa del desconcierto, no atinó a otra cosa que no fuese observar a un lado y a otro los múltiples informes que surgían sorpresivamente a su disposición. Se acercó al medidor de los datos climáticos del ambiente externo porque algo le llamó la atención al pasear su vista por allí. Los informes comenzaron a aparecer uno por uno: temperatura, presión, gases que componían la atmósfera, etcétera. Todo indicaba que el clima era apto para el desarrollo humano. Johnson frunció su ceño y adoptó una postura que denotaba sorpresa y desconfianza a la vez. Algo debía andar mal. Esa información no podía ser correcta. Intentó una vez más accionar los mandos, sin suerte; continuaban sin responder. Se inclinó hacia delante apoyando ambas manos sobre la consola, aún observándola fijo, meditando a la vez. De pronto, una alternativa invadió su mente.
—Rob —pensó en voz alta.
Se dirigió con paso veloz al laboratorio. Para arribar allí, debía atravesar forzosamente el salón central donde se hallaban sus compañeros. Irrumpió en él como llevado por un rayo. Reed y Spenter se hallaban aún en el suelo, algo más calmados, por lo menos hasta divisarlo.
—¿Qué está pasando? —inquirieron al unísono.
—Aún no lo sé, pero voy a averiguarlo —contestó el recién llegado, sin detenerse o siquiera mirarlos.
Al pasar al lado de Spenter, se agachó hacia él depositando la mano más cercana en el hombro de su brazo sano y continuó hasta las escaleras que se hallaban en un extremo del cuarto, descendiendo los peldaños de dos en dos. Reed, apostada junto al herido, se levantó al instante con la intención de averiguar qué era lo que Johnson tramaba. Comenzó a seguirlo, pero se detuvo a mitad de camino para observar a su otro compañero, a la espera de una autorización para realizar la tarea.
—Vé a ver qué sucede. Estaré bien.
Al oír la respuesta esperada, reanudó su persecución. Bajó al piso inmediato inferior. La escalera daba a un pasillo angosto, muy iluminado gracias a una luz blanquecina que se extendía por un único tubo a lo largo del techo. El corredor oficiaba de nexo entre un dormitorio con su cuarto de baño y un depósito, a la derecha e izquierda respectivamente de quien caminara hacia el laboratorio al final de este, en la parte trasera de la nave. Hacia el otro extremo, solo se hallaba una nueva escalera que permitía el acceso al piso inferior donde estaba la cápsula que los resguardaría ante una eventual necesidad de evacuar el transporte principal, por intermedio de la cual también se alcanzaba la compuerta que daba paso a los astronautas hacia el exterior. Reed llegó hasta la entrada y se detuvo a observar la escena. Johnson trabajaba enérgicamente sobre la mesada rectangular erigida en el centro del lugar, donde había un pequeño robot oruga, cuya parte superior era similar a la del cuerpo humano, con su respectivo torso, brazos y una cámara con espectrómetro incluido en lugar de la cabeza. Reemplazaba las piernas una estructura de forma rectangular, provista de dos cintas metálicas acanaladas regulables a los lados que permitían su desplazamiento en casi cualquier tipo de terreno (de ahí su nombre).
—Bill, ¿qué haces con Rob?
—No estoy preparando un cóctel —fue la seca respuesta que dio, sin dejar de efectuar su tarea—. ¿Qué supones que estoy haciendo?
Reed perdió la poca paciencia que le quedaba.
—¡Johnson, como comandante en jefe de esta misión exijo explicaciones inmediatamente!
No quedaba el menor vestigio de la persona titubeante de una hora atrás. Siempre se había caracterizado por ser una mujer fuerte que sacaba pecho ante situaciones adversas, solo que esta vez el impacto primero había sido demasiado duro hasta para ella.
Johnson quedó sorprendido por la actitud, pero admitió en su interior que necesitaba algo de ese trato riguroso para volver a la realidad. Su relación con su superior fue siempre cordial, más acorde a compañeros de un mismo rango dado el tiempo que llevaban de conocerse, mas no por ello debía exceder los límites de confianza establecidos.
—Lo siento, Sheena —dijo mientras llevaba sus manos a la cabeza en un gesto de hastío—. La situación me supera…
Su interlocutora se acercó hasta él, se apostó a su lado y con su mano izquierda levantó su rostro para que sus ojos encontraran los de ella y dejase de perder la vista en el suelo. Situaciones como aquella enmarañaban los sentimientos del astronauta a pesar de saber que ella lo hacía inocentemente, solo con la finalidad de adoptar un rol maternal-protector.
—Bill, ¿qué está sucediendo?
El rompimiento del silencio concluyó por restablecerlo en su totalidad en tiempo y espacio. Suspiró profundamente y se dignó a responder.
—Esta es la situación: no podemos movernos, lo que hace suponer que los mandos no funcionan, pero a la vez contamos con los medidores de estado y los controles propios de la nave en cuanto a luces, compuertas y resto de instrumental de orden interno.
—¿Todo ello está en regla? ¿Chequeaste los informes?
—Sí.
—¿Qué pretendes hacer con Rob?
—Constatar lo que acabo de ver y aún no puedo creer.
Ante la sorpresa de Reed por aquella respuesta, el hombre se adentró en los detalles que explicarían los motivos de su accionar.
—Los medidores arrojan datos que indican que el ambiente externo es apto para humanos. Temperatura, presión y aire.
—No puede ser. Debe haber un error.
—Quiero enviar a Rob a explorar un poco el terreno en el que acabamos de posarnos. Su panel de control es independiente del resto de la nave, y puede confirmar o refutar los datos.
—Me parece bien. Iré a ver cómo sigue Richard. Avísame cuando esté todo preparado. Quiero que chequeemos los informes en conjunto.
—Así será.
Tras el breve diálogo, ambos volvieron a sus tareas.
Reed concluyó con la suya en instantes y, antes de que Johnson tuviese la oportunidad de llamarla por el intercomunicador que se hallaba en la sala, ella y Spenter, ya vendado como correspondía, se le unían cuando ajustaba los detalles finales.
—Muy bien, todo listo —informó.
—Adelante —autorizó la comandante.
Rob fue llevado hasta la compuerta de entrada y, tras sellar la cámara correspondiente (por mera precaución), permitieron su descenso.
Reed y Spenter volvieron a rodear a Johnson, quien asía en sus manos el control remoto del robot para observar los datos y dirigir sus movimientos. Su tamaño era similar al de una radio portátil y poseía en su parte superior una pantalla por la cual podían observar a través de los «ojos» del androide.
Rob recorrió lentamente la tarima que unía la nave con el suelo y, antes de realizar cualquier otra acción, encendió los pequeños y potentes reflectores adosados a sus hombros para contar con algo de visibilidad entre tanta oscuridad. Las luces se perdían a la distancia sin poder lograr su cometido. Parecía no haber nada por sobre ese paraje, o lo que sea que allí estuviera debía encontrarse a varios metros de distancia como para no poder divisarse. Ante el contratiempo, Johnson desde su cabina dirigió las luces hacia el suelo, para por lo menos tener una idea de la forma en que estaba compuesto. Lo que vieron los confundió aún más. No había tierra ni arena, ni cualquier otro material de origen natural. Era una superficie perfectamente lisa, en apariencia metálica. Tras unos momentos de duda e inacción, se le ordenó al robot iniciar un cauteloso recorrido por los alrededores del transporte. Nada.
Spenter fue el primero que pensó en los medidores de la atmósfera, recordando la finalidad principal por la que habían encarado la tarea y que todos habían olvidado al intentar dilucidar las imágenes que el monitor proporcionaba. Sin pronunciar palabra, solo atinó a presionar el comando correspondiente y la pantalla cambió de función, corroborando los datos antes recogidos.
—Voy a salir —informó Reed al instante y se dirigió a alistarse.
—Yo voy contigo —dijo Spenter, quien se dispuso a seguir sus pasos. Johnson abandonó el control y fue tras ellos.
4.
Minutos más tarde, los tres se hallaron frente a la compuerta de salida, provistos de sus respectivos trajes de astronautas y con sus cascos colocados. Seguían desconfiando de una realidad que se negaban a creer. Descendieron, linternas en mano. Caminaron unos metros con dificultad a causa de sus trajes, que parecían ser igualmente pesados que en la Tierra. La mayor parte del tiempo dirigían sus luces hacia el suelo para controlar sus propios movimientos y porque en otras direcciones resultaba imposible hallar indicios de nada. De pronto, Reed detuvo su marcha y sus compañeros, que la escoltaban a escasos centímetros de distancia, se vieron forzados a imitar su accionar para no toparse con ella. Ninguno de los dos pronunció palabra y solo se dedicaron a mirarla con estupor cuando descubrieron lo que seguiría a continuación: se aprestaba a quitarse el casco.
—¡Sheena, no! —imploró súbitamente Spenter.
Ella hizo caso omiso de la súplica y continuó. Mientras efectuaba su tarea, trataba de convencerse a sí misma de que era imposible que ambos testeos a la atmósfera fuesen erróneos, pero no podía evitar sentir temor. Instintivamente, inhaló profundo, contuvo la respiración, cerró con fuerza los ojos y se quitó el protector de la cabeza con un único y enérgico movimiento. Cuando se supo con vida y en perfectas condiciones, sintió un desahogo inmenso, materializándolo a través de una exhalación que a la vez fue un suspiro de alivio. Johnson y Spenter quedaron estupefactos, observándose el uno al otro. Imitaron a su comandante y comprobaron aún incrédulos lo mismo que ella. Luego, dirigieron la vista hacia Reed, que volteó para verlos con una expresión triunfal.
En ese momento, todo se iluminó abruptamente de forma tal que los tres quedaron cegados un instante, familiarizados ya como estaban con la oscuridad. Cuando por fin pudieron volver a abrir sus ojos y adaptarlos a la nueva situación, no lograron dar crédito a la escenografía que tenían ante sí. Estaban en un recinto artificial que semejaba una especie de hangar, pero no había otros aviones o naves en él que no fueran la suya. Les extrañó al posar su vista en Conqueror descubrirla visiblemente opacada, como cubierta por algún extraño polvo espacial, pero había cosas mucho más raras por observar. Al distante frente y 30 metros más arriba, se erigía un habitáculo en la pared que debía oficiar de sala de controles de aquel recinto. Les pareció ver por un momento una figura que terminó ocultándose. Segundos más tarde, la compuerta se abrió desde el sector más próximo a ellos y por esta apareció un séquito de cinco seres vestidos con túnicas blancas impecables que se dirigieron a su encuentro. Sus figuras eran casi humanas; la única diferencia en las características físicas la marcaba la contextura, algo más longilínea que lo usual.
Los tres astronautas comenzaron a retroceder torpe e intempestivamente en dirección a la nave a medida que los desconocidos avanzaban. Llegaron hasta una de las bases pero no subieron, sino que permanecieron estáticos en el lugar. Los inesperados huéspedes se colocaron uno al lado del otro conformando un semicírculo alrededor de ellos y se detuvieron a corta distancia. Todos tenían sus manos entrelazadas a la altura del pecho en una especie de señal religiosa; sus rostros reflejaban expresiones pacíficas. Los tres viajeros podían reconocer a dos mujeres y tres hombres, todos de edad avanzada, sin que denotaran los rasgos suficientes como para llegar a ser catalogados ancianos, salvo uno de ellos.
—Sean bienvenidos —saludó justamente este, en perfecto inglés. Era completamente calvo. Gruesas cejas poblaban el sector por encima de los párpados y una larga barba blanca cubría su mentón.
La sorpresa de los visitantes por el encuentro se potenció al saberlos conocedores de su mismo idioma, pero todo ello pasó a segundo plano cuando los recién llegados se hicieron a un lado, abriendo el camino a un sexto hombre que se les acercó más que ninguno. Se hallaba cubierto en su totalidad por un extraño traje aislante amarillento y un casco del mismo material que ocultaba su rostro gracias a un velo plástico polarizado. Extrajo de un compartimiento de su cintura un diminuto aparato con el que apuntó uno por uno a los tres.
—No teman, no les haremos daño —agregó la más robusta de las mujeres al ver sus expresiones desencajadas por el terror y la sorpresa—. Se trata solo de un examen físico para verificar que se hallen libres de virus que puedan amenazar nuestra salud.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estamos? —inquirió titubeante Sheena Reed, mientras observaba al extraño personaje que la auscultaba. Desconfiaba de la confesión que le habían profesado, pero no tenía más alternativa que permitir la inspección. Se sentía al borde del desmayo e impotente a la vez, aunque hacía denodados esfuerzos por no reflejarlo y mostrar entereza. El aparato emitió un sonido corto y grave, y el encargado de la tarea se aprestó a realizarla con los demás.
—Estamos en Tinha, el primer y hasta ahora único satélite artificial del planeta Feeria, nuestro hogar —respondió en tono cordial el hombre de barba—. Mi nombre es Aluin —continuó—, soy su anfitrión y principal interesado en proporcionarles el mayor bienestar durante su estadía. Las personas a mi derecha y yo componemos el Consejo gobernante del total de nuestra civilización, del cual soy el máximo responsable, y las dos a mi izquierda son los encargados de la operación de este satélite.
Acompañaba con sendos movimientos de sus brazos y manos las presentaciones respectivas. A su diestra se hallaban la mujer robusta que había intentado calmarlos y un hombre de menor estatura, cabello negro prolijamente peinado y finos lentes. Del otro lado, las dos personas restantes.
El medidor mientras tanto emitía idéntico sonido tras finalizar con Spenter.
—¿Cómo llegamos aquí? ¿Dónde está nuestro planeta? —consultó Johnson, sin importarle las presentaciones de protocolo y siguiendo atentamente la tarea que ahora se disponían a realizar sobre él.
—Tendrán respuesta a esas y otras miles de preguntas que han de estar formulándose, pero, por favor, si su chequeo también está en orden, le voy a pedir que nos acompañe junto a sus compañeros a un lugar más ameno donde podamos continuar nuestra charla.
El sonido del medidor volvió a escucharse.
—Limpios. Ni rastros de virus de ningún tipo en ellos, señor —informó el hombre del traje a Aluin, quien reparó entonces en el estado del astronauta vendado en su frente y en el brazo oculto debajo del traje.
—De todas formas, me parece que aún hay algo más por hacer; igualmente, su tarea aquí ha concluido, por lo que puede retirarse —fue su respuesta, para después dirigirse directamente a Spenter—. ¿Se halla usted herido, estimado visitante? Creo que podemos ayudarlo… Luego dispondremos del tiempo para charlar. Por favor, síganme. Con un nuevo gesto, aquel hombre enseñó un camino a los recién llegados que los invitó a tomar.
—Por aquí, por favor —volvió a requerir, poniéndose en movimiento al igual que sus acompañantes.
Johnson y Spenter miraron a su comandante.
Esta permaneció dubitativa unos instantes, observándolos a ellos.
—Sigámoslos y estén alertas —les solicitó finalmente en voz baja y nerviosa, tras lo cual emprendieron la marcha. Decidió aceptar la oferta debido a que era consciente de que el estado de su compañero empeoraría si no se lo atendía como correspondía, dados los escasos e improvisados primeros auxilios aplicados entre tanta vorágine de acontecimientos. Por otra parte, se sabía irremediablemente a merced de sus anfitriones: resultaba poco probable que aquellas instalaciones carecieran del respectivo personal de seguridad.
5.
Los tres astronautas escoltaron al misterioso comité de bienvenida dando en principio pasos titubeantes que con el correr del tiempo se fueron afirmando. Abandonaron el hangar a través de una puerta que los condujo a un ancho pasillo poblado de miles de diminutas luces blancas diseminadas en paredes y techo, que en conjunto proporcionaban la suficiente iluminación como para permitir una óptima visión del recinto sin llegar a cegar a los que transitaban por él. Cada 2 o 3 metros, los focos apostados a los lados desaparecían para dejar lugar a amplios ventanales en ambas direcciones; la parte visible de impecables salones que parecían ser laboratorios en donde gran cantidad de seres de igual fisonomía se hallaban trabajando. La mayoría en este caso descuidaban sus quehaceres al verlos pasar y se reunían frente a ellos para observarlos mientras otros efectuaban idéntica tarea desde sus posiciones, cual si fuesen alguna clase de espécimen extraño proveniente de distancias lejanas. En parte, lo eran.
Doblaron a la derecha en una boca que daba origen a otro corredor e ingresaron a una amplia habitación que debía de oficiar de salón de atención médica, a juzgar por sus características y los hechos que se suscitaban dentro. Una hilera de pulcros colchones de 1 metro de altura y más de 2 de longitud carentes de bases se apostaba a cada lado, sobre los cuales debían reposar los eventuales pacientes. Solo los dos más cercanos a la entrada se encontraban ocupados por nuevos representantes de aquella especie que reposaban en ellos mientras charlaban despreocupadamente. No aparentaban padecer ningún mal específico ni tampoco se hallaban conectados por sondas u otros instrumentos que midiesen el estado de su salud. Los astronautas llegaron hasta un box de cristal oscuro ubicado al final del recinto, donde una mujer joven con aspecto de enfermera, que concluía alguna labor con un tercero de torso desnudo sentado sobre una camilla, se sobresaltó con el ingreso no anunciado de los visitantes.
—¡Señor! ¡Qué sorpresa…! —exclamó con actitud sumisa, dirigiéndose puntualmente a Aluin al notar su presencia—. ¿Ocurre algo malo?
—Uno de nuestros huéspedes requiere atención inmediata, señorita.
La joven fijó su vista en el eje del comentario y se acercó para inspeccionar su estado con más detalle.
—Mmm… Ya veo… —dijo, mientras recorría con su fino dedo pulgar derecho la zona cubierta por la venda, enrojecida a causa de la sangre coagulada. En ese instante, Spenter reprimió una queja producto del dolor que la acción provocaba sobre su ser.
Ella quitó el apósito con cuidado para tener una visión certera de la magnitud del corte.
Reed dio un paso al frente intempestivamente con la intención de detener una inspección a la cual su compañero no había accedido, pero Johnson la detuvo rogando para sí mismo que los habitantes de aquel lugar no se percatasen de sus intenciones. Así ocurrió, aunque ninguno dijera una palabra.
—También ha de haber sufrido alguna herida en su brazo a juzgar por su posición debajo del traje, ¿verdad? —continuó la joven, dirigiendo su vista al sector correspondiente—. Voy a desvestirlo. Debo pedirles a todos los demás que nos dejen un momento, por favor.
—Disculpen, pero soy la responsable de la salud de esta tripulación y debo velar por el estado de ella en todo momento, así que les voy a solicitar estar presente mientras se efectúe esta revisión.
El tono de Reed sonó más a una aclaración que a una solicitud. Miraba fijamente y en firme actitud a la persona que había efectuado el requerimiento.
—Esto no será una revisión. Vamos a sanarlo —contestó la joven, que permaneció inmutable, sin siquiera dirigirle una mirada.
Su interlocutora cambió su semblante al instante, producto de la intriga. No podía menos que desconfiar de aquellas palabras.
—Muy bien, puede usted quedarse si eso la tranquiliza —autorizó Aluin sonriendo plácidamente, y dejó el recinto junto con Johnson y todos los demás.
La ahora aparente doctora procedió con su tarea. Cuando el paciente quedó en ropa interior, fue guiado hasta la camilla y recostado boca arriba. Sheena Reed seguía sus movimientos celosamente, actitud que a la primera no parecía perturbarle en lo más mínimo.
—Muy bien, esto puede dolerle un poco pero le pido paciencia; solo será un instante. Rodeó la parte superior del brazo, ahora separado del resto del cuerpo y desnudo, con una tela gris tibiamente humedecida que extrajo de un recipiente cercano, siempre con el mayor cuidado posible. El total del proceso duró unos segundos, pero a Spenter se le tornó eterno por el dolor que le producía el ajuste del nuevo vendaje. Luego, ella se dirigió hacia una diminuta computadora e impartió órdenes a través de su teclado. Una compuerta se abrió desde el techo sobre el camastro para dar paso a lo que parecía ser una cúpula plástica transparente, de tamaño ideal como para cubrir a un ser humano de altura superior al promedio en su totalidad. La cúpula se conectaba a su base superior por un tubo que la hacía descender, emitiendo un leve y casi imperceptible zumbido.
Spenter miraba con temor a su comandante, quien no sabía qué decisión tomar al respecto: ¿se quedaría observando la escena y, por ende, confiando en la palabra de aquella completa desconocida que sin embargo parecía querer ayudar, o intentaría detener el proceso con la finalidad de no correr el riesgo?
Mientras ella cavilaba en sus pensamientos, el misterioso recipiente cubría a su compañero por completo.
—¿Qué es lo que se supone que está usted haciendo? —finalmente inquirió Reed.
—Esta es una cápsula terapéutico-medicinal multifunción —comenzó a explicar su interlocutora sin descuidar su tarea—, dirigida a través de los controles que estoy operando. Mediante irradiación de los lásers adecuados, puede curar todos los males conocidos por nuestra civilización; desde neurálgicos hasta óseos, como parece ser este caso. Los rayos deben ser focalizados en la zona correcta con minuciosidad, por lo que le solicito silencio. Necesito concentración para llevar a cabo ese proceso.
Las palabras resultaron lo suficientemente convincentes y honestas como para erradicar de los presentes un gran porcentaje de sus dudas. De todas formas, Reed se aprestó a seguir el procedimiento desde la computadora. Un primer plano de la parte superior del brazo apareció en la pantalla. La doctora descompuso dicha parte hasta el punto de hacer desaparecer de la imagen el material que cubría el brazo, piel, músculo y resto de los tejidos, en ese orden, hasta tener una visión única del húmero. Ambas pudieron observar entonces que el hueso efectivamente se hallaba roto cual una rama que se resquebraja sin terminar de partirse. Nuevas órdenes hicieron aparecer en el cuadro un fino rectángulo rojo que fue posicionado con cuidado en la zona en cuestión, adaptándose a su contorno virtualmente a la perfección. Una vez finalizado el paso, fue presionado un botón redondo ubicado en el centro del teclado que ejecutó los lásers. Spenter irguió su cabeza lo suficiente como para ver el haz rosado de luz emanado por la cúpula que se aplicaba sobre su brazo y que emitía a la vez sobre este una tenue sensación de calor que calaba precisamente hasta los huesos. No había dolor. Su rostro no lo reflejaba y eso tranquilizaba a su compañera, que ahora lo observaba, dejando a un lado el control del monitor. De haber continuado haciéndolo, hubiera verificado con sus propios ojos un acto increíble: la forma en que el hueso se iba acomodando hacia su posición original paulatinamente, hasta quedar de nuevo en una perfecta pieza, justo igual que antes de que le ocurriese a su dueño el accidente que lo había dañado.
El proceso duró exactamente dos minutos.
—Bien —dijo la médica al tiempo que nuevamente se sumía en una tarea—, ahora vamos a desinfectar y sanar el corte de su frente.
—¿Eso es todo? —inquirió Reed en relación con la sanación del brazo.
—Eso ha sido todo.
El monitor que se conectaba con aquel complejo aparato ahora brindaba un primer plano de la parte superior del rostro de Spenter. Ambas observaron los párpados del astronauta subiendo y bajando frenéticamente, producto del nerviosismo que lo embargaba, y sus ínfimas pestañas que, con tal aumento, se tornaban enormes y espesas. La encargada de la operación impartió nuevas órdenes y la imagen se centró en el corte. La visión de este al detalle que el acercamiento proporcionaba fue tan desagradable para Sheena Reed que se vio forzada a desviar la mirada.
—Cierre los ojos un momento y trate de permanecer tan distendido como le sea posible, por favor.
Spenter intentó acatar el pedido de la mujer detrás de la máquina, pero le costaba serenarse como le era requerido.
—Señor, si no se distiende, su frente se contrae y, con ella, la herida, por lo que no quedaría restaurada la piel al cien por ciento. Por favor, trate de calmarse.
El astronauta admitiría más tarde ante sus compañeros que la palabra «restaurada» le causó disgusto. Hablaban de su ser cual si fuera una pieza de material, y del proceso en sí como una simple reparación de albañilería de rutina. El momento en que esa idea asaltó su mente produjo pensamientos en él que desviaron su atención y lograron con ello descontracturar por un segundo su expresión, lapso que la doctora velozmente aprovechó para actuar. Esta vez fue un instante ínfimo el que el láser funcionó y, para cuando el hombre se percató de ello, todo había terminado. Reed, que volvía su vista al monitor, no pudo dar crédito a lo que sus ojos le permitieron observar; el profundo corte que surcaba buena parte de la frente desaparecía de un momento a otro, sin dejar rastros.
La cúpula se deslizó suavemente hacia arriba y su ocupante quedó liberado. Lo primero que hizo fue llevar su mano izquierda a la cabeza para comprobar los resultados, y quedó anonadado…
—Levante su brazo derecho con cuidado, señor —solicitó la mujer.
Spenter volvió a observar a su compañera, pero ninguno de los dos fue capaz de pronunciar palabra.
—¡Vamos! Levante su brazo. No tema…
Spenter obedeció. En principio, solo fueron unos centímetros de la superficie sobre la cual reposaba. Cuando notó que el dolor no era tal sino solo una fugaz molestia, continuó hasta extender completamente el brazo hacia el frente, formando junto con el resto de su cuerpo un ángulo de 90 grados. Una sonrisa de esas que se dan ante una situación de sorpresa y satisfacción se dibujó en su rostro. Se incorporó en su lecho para quedar sentado en él. Flexionó su extremidad tantas veces como pudo para cerciorarse de que todo aquello no era una ilusión y lo comprobó inexorablemente. Dedicó de nuevo una mirada a Reed, esta vez con una sonrisa más ancha aún que la anterior. Parecía un niño observando a su madre mientras le confiesa «Mira, mamá, la doctora me ha curado». Su compañera dejó escapar una risa de sorpresa que lo contagió. Ambos miraron ahora a la autora del milagro y continuaron riendo, anonadados, y esta última no pudo evitar sonreír también. Se trataba de un proceso que efectuaba a menudo, pero jamás había tenido espectadores y/o pacientes que reaccionaran de tal forma ante los resultados.
Johnson permaneció sentado sobre uno de los cinco asientos dispuestos en hilera frente a la entrada del box en que estaban sus compañeros, con la mitad superior de su cuerpo inclinada hacia delante y las manos entrelazadas, apoyando ambos codos en sus muslos en tensa actitud. A su derecha se hallaba la mujer obesa que los había recibido un rato antes, quien intentaba infructuosamente distraerlo apelando a comentarios y frases variados para generar una conversación que nunca pudo ser. El resto del comité se había ausentado un instante, previo aviso al respecto. La mujer le consultó acerca de su mundo, del viaje, de su estado, incluso de su vida personal, pero se topó en su mayoría con respuestas traducidas en monosílabos que el astronauta emitía en la forma más respetuosa posible con el objeto de no resultar descortés. Su cuerpo se hallaba allí, con ella, pero su mente estaba dentro del cuarto.
—… por salir en cualquier momento.
—¿Disculpe? —dijo Johnson. Esta vez directamente no había prestado atención al último comentario.
—Decía que sus amigos deben estar por salir en cualquier momento.
En el instante en que la mujer concluyó su frase, el panel que se había cerrado ante ellos impidiéndoles la visión hacia el interior del box se desplazó hacia la derecha hasta desaparecer, dejando al descubierto las siluetas de sus compañeros, listos para salir. Johnson se levantó de su asiento y fue a su encuentro como impulsado por un rayo.
—Sheena… Richard… ¿Se encuentran bien?
Ambos continuaban con sus sonrisas en los rostros. Reed no contestó, y en lugar de ello dedicó una mirada cómplice a Spenter para que lo hiciera. Este último tampoco pronunció palabra alguna, limitándose a palmearle con la mano de su brazo otrora herido para que comprobara su estado actual.
Johnson retrocedió unos pasos, sorprendido, para observarlo mejor.
—Richard… ¡tu brazo!
—¿No notas nada más? —preguntó este, señalándose con su índice izquierdo la frente.
—¿Qué demo…? ¡Está curado! —exclamó Johnson sonriendo también, ahora dirigiendo su vista hacia su comandante.
Aún no se había recuperado de su sorpresa cuando Aluin y el resto de los suyos reaparecieron.
—¿Y bien? ¿Todo listo? —preguntó con satisfacción, notando en sus huéspedes que había desaparecido de sus miradas la expresión de desconfianza y temor—. Creo que ahora sí estamos listos. Por favor… —agregó, haciéndoles un nuevo gesto de invitación a seguirlo.
Volvieron al corredor y llegaron hasta otro cuarto donde se les permitió asearse y los proveyeron de ropas más cómodas, dejando sus pesados trajes espaciales a un lado. Por primera vez en sus vidas, gozaron de una «ducha» tan peculiar: el lugar físico en cuestión consistía en un habitáculo unipersonal cerrado que emanaba desde varios de sus sectores un vapor jabonoso lo suficientemente denso como para humedecer de forma completa sus cuerpos y que, una vez restregado en la piel por ellos mismos, modificaba simplemente su composición a agua pura para enjuagarse. El atuendo, mientras tanto, consistió en camisas blancas de seda que a la altura de la parte derecha del pecho poseían el logo de la estación espacial (un pequeño círculo azul surcado por dos rojizos aros que lo atravesaban en forma oblicua, conformando una X) y pantalones gris perla de idéntica tela. El alivio que les produjo sentir sobre sus cuerpos el baño y posteriormente el nuevo uniforme resultó reparador.
Continuaron su marcha hasta el final del pasillo, donde los esperaba un ascensor que por sus características bien podía utilizarse más como montacargas que como tal.
—¿Hacia dónde nos dirigimos, señor? —le consultó Spenter a su anfitrión más próximo tras carraspear, con el objeto de intentar romper con los últimos vestigios de tensión que lo embargaban. Ahora se sentía (al igual que sus colegas) más avergonzado que nervioso, por haber desconfiado de las personas que lo habían curado.
El único hombre de color del séquito giró su cabeza sin desistir en su parsimonioso andar para contestarle, y todos pudieron reparar con mayor detenimiento en él a través del perfil izquierdo que se dejaba observar. Unos gruesos labios cubiertos en su parte superior por un tupido bigote negro y dos penetrantes ojos verdes revestían los rasgos más sobresalientes.
—Iremos al mirador, donde podremos charlar más cómodamente mientras disfrutamos de la vista que nos ofrece. Es bellísima, se los aseguro.
Tomaron el ascensor y los invadió al instante esa indescriptible sensación de malestar que se produce en el cuerpo cuando es transportado de un lado a otro a altas velocidades. Sheena Reed calculó que debían estar ascendiendo a razón de dos o tres pisos por segundo.
Se percataron de la conclusión del efímero viaje cuando la presión sobre sus almas desapareció. La compuerta se abrió y dejó a la vista de todos un salón oval que no tenía nada que envidiar por sus características a la confitería más moderna jamás imaginada. Una veintena de juegos de confortables sillones de color marrón suave se diseminaban estratégicamente a lo largo y ancho del recinto. Cada uno poseía en su centro una oscura mesa ratona de ébano o un material muy similar, en cuya base solo había un velón blanco encendido que emitía una luz tenue, con su respectivo soporte. La mitad superior de las paredes había sido reemplazada por un vidrio transparente que ofrecía una vista panorámica de los alrededores, creando en el eventual espectador la ilusión de estar al aire libre en medio de aquellos singulares parajes espaciales y resguardado a la vez de su hostil clima. Sobre la pared más alejada se apostaba una extensa barra con su respectivo responsable, la única persona del lugar además de los recién llegados. Una extraña y suave melodía, casi hipnótica y apenas perceptible, que parecía provenir de todas partes, llenaba la sala.
Aluin y los suyos se detuvieron a observar con expresiones divertidas los rostros de sus huéspedes. Ninguno de los tres reparó en la acción y, por el contrario, se dirigieron casi al unísono al sector que daba al exterior más cercano a ellos para dar un vistazo hacia fuera. Por un momento, olvidaron su singular presente, embargados ante el impactante escenario que tenían a su plena disposición. Desde allí, podían apreciar con sus propios ojos la luna más cercana, el planeta alrededor de cuya órbita giraba y, mucho más allá, una estrella madura por primera vez en sus vidas.
—Oh, esa es Iah —dijo la mujer que antes había intentado infructuosamente calmarlos, refiriéndose al satélite—. ¿Pueden alcanzar a ver los sectores azulados que la cubren en su superficie? Son mares congelados.
Johnson y Spenter voltearon hacia ella automáticamente. Reed quedó petrificada en su lugar, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a humedecer su rostro; el producto de estas no era dolor, sino emoción pura. Más allá de los hechos que los habían tenido como protagonistas, era consciente de saberse con el honor de ser uno de los tres primeros de su especie en vivir una situación como aquella. Miles de pensamientos surcaban su mente. No solo tenía a su disposición imágenes jamás vistas, sino que también había comprobado fehacientemente la existencia de seres superiores en el Universo. Ni siquiera imaginaba que los días subsiguientes le depararían revelaciones mucho más importantes aún, revelaciones esenciales. Y escabrosas. Compuso como pudo su rostro congestionado y giró para unirse al resto, que ya se aprestaba a tomar asiento en un lugar cercano con la capacidad correspondiente como para albergarlos a todos.
—Por favor, acérquense —solicitó Aluin, siempre con el mismo tono cordial que hasta entonces lo había caracterizado. Con un gesto de su mano derecha hacia los sillones, los invitó a unírsele.
Johnson, quien previamente dedicó una mirada a su comandante para buscar de nuevo aprobación, fue el primero en aceptar la propuesta al ver que ella se dirigía con intenciones de hacer lo propio.
Cada uno se ubicó al lado del otro, mirándose, esperando. Finalmente, el enigmático líder inició formalmente la conversación.
—Antes que nada, creo que es menester realizar las presentaciones restantes, tras lo cual podrán efectuar las suyas propias —expresó mientras terminaba de acomodarse en su asiento. Comenzó por introducir a la mujer y al hombre a su derecha.
—Ellos son Canthra y Dinn, mis asistentes y representantes del Consejo Supremo de Asesores en Feeria.
La mujer robusta y el hombre «pequeño», sonriendo, inclinaron al unísono sus cabezas hacia delante en señal de saludo.
—Las personas a mi izquierda son la capitana Miah y el comandante Thorn —estos hicieron lo propio—. Son nuestros hombres de confianza al mando y operación respectivamente de esta base desde su apertura, hace poco más de dos décadas.
Aluin quedó en silencio y se produjo en sus interlocutores una sensación de tensión e incomodidad por ello, hasta que se percataron de que tuvo esa actitud con la intención de oír sus nombres por parte de ellos.
—Oh… Mi nombre es Sheena Reed y soy la comandante de la misión Conqueror, proveniente del planeta Tierra. Ellos son mis compañeros, Bill Johnson y Richard Spenter. Iniciamos nuestro viaje con la finalidad de estudiar un cuerpo situado en los confines de nuestro Sistema Solar donde corroboramos, por primera vez en la historia de la humanidad, que había vida fuera de nuestro mundo.
—Así que ese es el motivo por el cual se sorprendieron de la forma en que lo hicieron al vernos, ¿verdad? —inquirió Aluin—. Jamás pensaron que su viaje podría llegar a depararles la suerte de hallar lo que encontraron…
—Ciertamente, señor, así fue. Es más; creo que hablo por mí y por mis colegas al expresar que no solo eso nos desconcertó y nos desconcierta, sino también el hecho de sabernos en un lugar completamente distinto al que pensábamos explorar en cuanto despertásemos, sin lograr imaginar la causa.
En ese momento, un pequeño cristal plano de aproximadamente 10 pulgadas de altura emergió desde el centro de la mesa alrededor de la cual charlaban, hacia el sector en que se encontraban Reed y los suyos, quienes se sorprendieron al descubrirlo y lo observaron con desconfianza e intriga. En su interior se dibujaban símbolos extraños en un profundo color celeste. Se trataba del monitor más peculiar que habían visto en sus vidas.
—¡Oh! ¡Qué modales los míos! ¿Gustan algo de beber o comer?
Los tres descubrieron recién en ese momento que se hallaban famélicos pero, por pudor, rechazaron cortésmente el ofrecimiento.
El monitor giró automáticamente sobre sí mismo hasta quedar frente a Aluin, quien impartió una orden presionando botones que aparecían en él; primero, uno que desplegó un listado de opciones, y luego otro, a la derecha de la primera de ellas. Al instante, hizo su aparición desde el sector más próximo al solicitante un largo vaso de vidrio, que contenía lo que en apariencia era agua mineral.
—Volviendo a su consulta, señorita Reed, creo que tal vez el comandante Thorn pueda aclararnos un poco ese punto —dijo nuevamente, retomando el hilo de la conversación interrumpida.
El aludido se aprestó a contestar, tras el pie de su líder.
—Hace tres días, realizando una simple inspección de rutina en el sector X354, hallamos su nave extraviada, vagando sin rumbo fijo por el espacio, y nos aprestamos a rescatarla.
—¿Qué es el sector X354? —inquirió Johnson, paseando su mirada entre él y la bebida recientemente surgida.
—Catalogamos las galaxias exploradas a través de letras y números, indicando la letra el grupo al que pertenecen.
La expresión en los rostros de sus visitas sugería el deseo de contar con mayor información al respecto, sobre la que ninguno se animaba a consultar por falta de confianza. Thorn captó el mensaje y continuó.
—Así como al grupo de galaxias de la cual la suya forma parte lo hemos denominado con la letra X, al nuestro por ejemplo lo denominamos con la letra Q. Nuestra galaxia es la Q317.
Johnson quedó pensativo un instante, efectuando cálculos matemáticos en su cerebro. Si las combinaciones entre ambos factores eran correctas, sus anfitriones debían de saber al menos acerca de 8.496 galaxias, dentro de las cuales debía haber una inmensa cantidad de sistemas planetarios.
—Imagino lo que está pensando, Bill, y así es —dijo Miah—. Llevamos exploradas más de 10.000 galaxias, de las cuales tuvimos la suerte de analizar en profundidad más del 50% gracias a nuestras naves de reconocimiento y telescopios.
—¡Vaya! ¡Deben de conocer lugares jamás imaginados por nosotros! —se entusiasmó Spenter.
—En efecto, llevamos estudiados alrededor de 100.000 sistemas solares aunque únicamente hemos descubierto 8.344 especies, pero ninguna similar a la nuestra —respondió la mujer.
«Únicamente»… Reed se sintió avergonzada y sorprendida a la vez, ya que resultaba certero que el misterio que a la humanidad le había costado tanto develar había sido resuelto por esta civilización tal vez hacía cientos de años… De pronto, asaltó su mente un pensamiento que borró en un segundo al anterior.
—Un momento. Tengo dos preguntas. Primero: dicen que explorando la Vía Láctea hallaron nuestra nave a la deriva. ¿Cómo sabemos que no estábamos camino a nuestra misión cuando nos interceptaron? Y segundo: si conocen tantas especies y sectores del Universo como dicen, ¿eso significa que «sabían» acerca de nuestra existencia?
—En relación con la primera, déjeme decirle que cuando los hallamos estaban a cientos de miles de kilómetros del que dicen que era en teoría su destino, sujetos a la suerte del asteroide al que estaban acoplados. Casualmente, en una zona cercana se hallaba efectuando exploraciones de reconocimiento el robot que los rescató.
Aluin se apresuró a tomar la palabra, con el objeto de impedir a Thorn contestar la segunda.
—La segunda pregunta la contestaré yo, si me lo permiten. La respuesta es afirmativa; conocemos su planeta y su civilización más de lo que se imaginan y podremos sin ningún inconveniente transportarlos de vuelta a él, pero nos gustaría primero que invirtiesen un tiempo prudencial con nosotros con el objeto de que nos conozcan lo suficiente como para poder llevar a sus pares más información de la que hasta ahora poseen. Hay mucho para decir al respecto. Aún desconocen datos que, se los aseguro, les proporcionarán varias de las respuestas que apuesto habrán estado buscando desde siglos. Lo único que puedo ahora adelantarles es que teníamos pleno conocimiento acerca de su procedencia, pero aprovechamos el hecho de que habían perdido todo contacto con su base para brindarles la oportunidad de efectuarles estas y muchas más revelaciones. Estimados amigos: el destino ha deseado que ustedes tuviesen el privilegio de ser seleccionados para ello.
Reed y los suyos tenían en mente miles de preguntas que se habían agolpado a medida que aquel hombre iba hablando más y más, pero se vieron impedidos de realizarlas a causa de un sonido que comenzó a emanar desde un pequeño transmisor situado en la muñeca derecha de Miah, dispuesto cual un reloj pulsera. Su dueña le dedicó una mirada e informó a Aluin, ante la atención del resto:
—Señor, los transportes ya están listos.
—¡Vaya! —fue la respuesta de aquel—. El tiempo ha volado. Parece que continuaremos nuestra charla en Feeria.