Capítulo VII
1.
Bill Johnson y sus compañeros observaron en silencio cómo dos miembros del inusual grupo comando se llevaban a la rastra el cuerpo que creían desvanecido pero que en realidad carecía ya de cualquier vestigio de vida. La voz de un tercer integrante del equipo, dirigiéndose a él, los devolvió a la realidad.
—¿Se encuentra bien?
El aludido lo observó fijamente. Por su atuendo parecía una especie de soldado, al igual que los otros. Eso lo confundió aún más. Según sus anfitriones, los hábitos del nuevo mundo hacían prescindible la presencia de estos. Sus compañeros notaron lo mismo, mas ninguno osó inquirir al respecto. No eran ni el momento ni el lugar indicados.
—Creo… Creo que sí… Sí… —finalmente respondió.
—¿Ha tenido alguna clase de contacto con este individuo?
—No, no… No hubo oportunidad.
Por alguna razón, decidió guardarse para sí lo acontecido y acatar la solicitud del misterioso visitante.
El hombre lo escudriñó con su vista, como buscando atisbos en su expresión que delataran una mentira. No muy convencido, se dispuso a abandonar el recinto, solicitándoles antes a todos que mantuviesen la calma y permanecieran en la habitación hasta nuevo aviso.
Spenter, que era el que estaba más cerca de la entrada, se asomó por ella para observar su veloz retirada. Reed, mientras tanto, se dispuso a buscar algunas respuestas.
—Bill… ¿Qué ha sucedido aquí? ¿De dónde salieron estos hombres? ¿Quién es el extraño al que se llevan?
La contestación de Johnson fue extraer con lentitud, de la parte trasera de la ropa interior que vestía, la nota que había resguardado celosamente.
—Ingresó desde la planta inferior. Me entregó esto… —dijo, dubitativo, extendiéndosela a su comandante—. Me solicitó que la leyéramos sin comentarlo con nadie.
La mujer observó confundida la pequeña y maltratada hoja de papel. Estaba escrita hasta la mitad, de una sola cara, en un inglés con serias faltas de ortografía. Era redundante. La letra además se conformaba irregular y temblorosa; tampoco respetaban las palabras renglón alguno: unas iban hacia abajo, otras hacia arriba.
Parecía ser la obra de un infante recién iniciado en la escritura. Definitivamente había sido confeccionada por una persona con limitados conocimientos de alfabetización.
«Este mundo no es lo que parezze ser. Ay mucha maldad y ipocrezia.
Mesquinos intereces vinculados con su propia istoria y su pasado. Estan jugando con ustedes.
La verdadera verdad solo no permanese oculta en mi poblado Hirkha. Busquennos, Arxel Carl».
Hirkha… Extrañamente, a Reed no le parecía ser la primera vez que oía esa palabra.
2.
Eran las 3 de la madrugada.
Aluin se hallaba en la lujosa sala de conferencias que el hotel reservaba para la realización de eventos. Frente a él, sus tres huéspedes, que todavía no podían dar crédito a los acontecimientos recientes, estaban ávidos de una explicación que, sabían, llegaría aunque no osasen formular preguntas al respecto. El semblante del líder feeriano había perdido la candidez de siempre, instalándose en su lugar una nueva expresión hasta entonces nunca vista, mezcla de preocupación y vergüenza.
Dubitativo, paseábase en silencio de un lado al otro a la vista de ellos, procurando afanosamente dar forma a la ultimación de los fundamentos adecuados que de súbito se vio obligado a ensayar debido a los hechos.
—Ante todo, les ruego me disculpen —comenzó—. No encuentro palabras para justificar todo esto.
Hizo un breve silencio, suspiró y continuó:
—Existen males típicos de la raza que aún nos ha sido imposible erradicar. Me refiero a algunas clases de enfermedades, tanto físicas como psíquicas. Un componente de este último grupo es la locura. Este… hombre, que han tenido ustedes que conocer muy a nuestro pesar, es un enfermo mental. Honestamente, nunca creímos que algo así podría acontecer.
Otra pausa.
Aluin aprovechó para efectuar una inspiración profunda antes de retomar su explicación.
—Como saben, carecemos de un sistema de seguridad acorde para lidiar con gente como esta debido justamente a que es casi imposible que se produzcan hechos de este estilo, pero algunas veces se producen igual… Cuando nos percatamos de lo que estaba ocurriendo, fue demasiado tarde. Él ya estaba aquí.
—Algo que me dejó perplejo al verle surgir, excluyendo la situación en sí, fue el estado en que se hallaba esta persona —interrumpió Johnson—; poseía sendas heridas y contusiones. Lo sé no solo por su aspecto, sino también por sus movimientos y respiración entrecortada. Parecía haber tenido que pasar por mucho antes de llegar aquí. Además, si en efecto no existen medidas de seguridad, ¿por qué tuvo que ingresar a través de un hoyo desde el piso inferior y no tocó directamente la puerta?
La primera parte del comentario del astronauta fue inesperada, precisa e incisiva. ¿Qué respuesta poseería su interlocutor al respecto? Una equivocada o sospechosa podría desmoronar su versión. En cuanto a la segunda, imaginó previamente probable el planteo. Pero en definitiva no había considerado ensayar una explicación en relación con lo demás, y un fugaz semblante de incomodidad se instaló en su expresión dado el revés presentado. Se vio obligado entonces a recurrir a toda su capacidad de improvisación y reacción ante situaciones inesperadas; otro rasgo imprescindible en cualquier mandatario efectivo en ejercicio de su función.
—En relación con su aparición en escena, puedo decirles que se hallaba ocupando desde hacía días el cuarto por debajo del suyo. Sospechamos que la acción entonces fue premeditada, sabiendo de alguna forma que cualquiera de ustedes tendría asignado el suyo, señor Johnson. No le resultaría conveniente al infiltrado hacerse presente, como usted dice, por la puerta: a pesar de carecer este establecimiento de personal de seguridad, habrá podido apreciar la existencia de cámaras de video en los pasillos. Sabía él que su presencia hubiese sido detectada al instante. Con respecto a las heridas, bien saben que personas con desórdenes psicológicos son capaces de efectuárselas a sí mismas, sin motivo aparente. La agitación es lógica si se tiene en cuenta que la labor para entrar a sus aposentos debió ser realizada con celeridad.
Aluin efectuó otro breve silencio, esperando alguna eventual réplica. Cuando descubrió después de unos segundos que esta nunca llegaría, se serenó por completo y agradeció que sus argumentos resultasen lo suficientemente sólidos como para que así ocurriese.
—Como les he mencionado antes, carecemos de personal de seguridad en las calles pero no de guardias urbanos que las patrullan periódicamente. Estos se encargan del control del tránsito y otras tareas, sobre todo vinculadas al orden vial. Por fortuna para todos, a la hora que aconteció el hecho, los confinados a esta zona se hallaban en su horario de descanso; siempre se reúnen en el hotel para ingerir algún refrigerio o simplemente para relajarse unos instantes. Notamos que algo extraño sucedía en el cuarto que este huésped ocupaba y aprovechamos su presencia para solicitarles a los guardias que se dirigiesen a investigar. Como no están acostumbrados a manejar situaciones de semejante índole, realizaron la labor en forma torpe. Seguramente habrán oído corridas y gritos antes del desenlace.
La explicación fue convincente dentro de la extrañeza general del cuadro.
Restaba una última duda por disipar, en relación con un dato no menor: durante el hecho, el intruso utilizaba la misma vestimenta que los hombres que lo capturaron.
¿Por qué? La respuesta que les dieron a esa pregunta fue que, unos días atrás, un guardia urbano había sido atracado estando de servicio, y que entre los elementos que sustrajeron estaba su propio uniforme; que en su momento no se entendió la causa pero, estando ahora identificado el atacante, sus desórdenes mentales explicaban los motivos.
Ninguno de los terrícolas formuló cuestionamientos adicionales al respecto.
Spenter quedó satisfecho. Por su parte, Reed y Johnson no compraron la versión, aunque ahora se instalaba la duda sobre la veracidad de la nota que el extraño había transferido al segundo. No querían desconfiar tampoco de Aluin, teniendo en cuenta la forma en que el mandatario se había comportado con ellos durante los días pasados. Regresó cada uno a sus habitaciones, pero ninguno pudo conciliar el sueño dado el shock producido por el incidente. Reed, que poseía la nota, pasó las horas recostada en su cama releyéndola y buscando con afán algunas respuestas. Sabía que si existían, no las encontraría allí. ¿Existiría realmente Hirkha? ¿Dónde había creído escuchar esa palabra? En el supuesto caso de resultar afirmativa la respuesta a la primera pregunta, ¿cómo podrían llegar hasta allí? Luego de mucho pensar, de súbito se le cruzó la imagen del mapa del planeta que al inicio de su paseo les enseñara a ella y a sus compañeros uno de los asistentes del mandatario. Recordó haber buscado por mera curiosidad la ubicación de Carixta al saberlo uno de los puntos del recorrido… Y recordó entonces que Hirkha era el nombre del poblado vecino más cercano a la ciudad anteriormente mencionada.
3.
A la mañana siguiente, Aluin y Canthra notaron con preocupación en sus huéspedes la expresión desgastada que delataba un descanso que nunca tuvo lugar.
El desayuno constó, como de costumbre, de frutas, leche, jugo y agua mineral. Los anfitriones intentaron infructuosamente forzar un diálogo con la finalidad de distender la situación, comentándoles sobre futuros puntos de visita y temas que poco tuvieron que ver con el incidente provocado por la tan incómoda intromisión de la noche anterior. De vez en cuando se producían esos silencios que indican inequívocamente malas señales.
—¿Qué ocurrió con el hombre?
La pregunta de Reed (en clara alusión al hirkhano) cortó el discurso de Canthra, que por esos momentos hablaba sobre la amenaza meteorológica de una tormenta que el pronóstico deparaba para esa misma tarde.
Spenter, quien, como ya se mencionó, había dado por concluida la historia y solo vio imposibilitado su descanso por el impacto que le causó el hecho en sí, dirigió una mirada incómoda a su comandante. Johnson, por su parte, sintió alivio al saber que finalmente otra persona realizaría la inquisición que él tanto quería efectuar, aunque no se animaba por una cuestión de pudor y temor considerando la sensación que con seguridad generaría en los feerianos. Estos se mostraron realmente disgustados por la interrupción. Fue la primera vez que afloró en ellos ese sentimiento delante de los astronautas.
—El intruso ha sido confinado a un centro de contención cercano, especialmente preparado para personas que sufren desórdenes psicológicos del estilo —respondió Aluin.
—Sigo pensando en los motivos que le habrán impulsado a hacer lo que hizo… —comentó la mujer, adoptando un papel pensativo y buscando alguna señal en su interlocutor que brindara mayor información al respecto.
—Como ya le comenté, Sheena, no existe razón alguna. Usted bien debe de conocer las características de una persona de esa clase. No es algo ajeno a la Tierra…
—Sí… Es cierto… Lo sabemos… —agregó Spenter, seriamente.
Reed no se inmutó por el comentario (aun teniendo noción de la postura adquirida por uno de los suyos) y volvió a dirigir su vista al líder de aquel mundo que ya no parecía tan perfecto como antes.
—De todas formas, creo que nos gustaría a mis compañeros y a mí saber un poco más de él. No lo sé… Tal vez verlo. Entrevistarlo.
Canthra miró nerviosa a su superior.
—Me temo que no será posible. El individuo debe permanecer aislado por su propio bien e incluso el de ustedes. Aún no sabemos si puede resultar peligroso —respondió Aluin, ensayando un semblante compungido ante la negativa.
—Oh… Es una pena… Representaría una gran oportunidad para nosotros el poder estudiar la comparación entre las semejanzas y diferencias de un paciente psiquiátrico de su raza con uno de la nuestra. Usted sabe… Extraer técnicas de tratamiento que tal vez pudiésemos implementar en nuestro planeta.
Para esas alturas, la expresión de Richard Spenter se hallaba desencajada por completo. No podía concebir la forma en que su comandante se empecinaba por continuar con una conversación que sabía por demás incómoda para sus anfitriones. Buscaba afanosamente a Johnson con su vista, intentando obtener de él un gesto de apoyo, pero este (que se sabía observado con tal finalidad) no hacía más que concordar con su superior con periódicos gestos de asentimiento.
—Señorita: no es nuestra intención exponerlos eventualmente a cualquier nueva situación que implicase riesgo. Ya demasiado ha acontecido y nos sentimos muy avergonzados por ello.
—Está bien… Comprendo su posición… —fue la seca y falsa respuesta.
Luego de un nuevo y corto silencio, Canthra retomó la palabra, regresando sobre su tema e indicando que deberían aprestarse para continuar pronto con su itinerario para no verse sorprendidos a mitad del viaje por la tormenta que en teoría se avecinaba.
El accidentado desayuno dio por finalizado y retornó cada uno a sus aposentos con la premisa de reencontrarse en una hora para continuar su viaje hacia su próximo destino.
4.
A los pocos minutos de la vuelta a su habitación, Reed sintió cómo alguien llamaba a su puerta. Se dirigió a ella, sospechando de antemano de quién se trataría. La abrió y, efectivamente, se encontró con quien pensaba encontrarse.
—¿Puedo pasar? —le preguntó Spenter—. Necesito hablar contigo… Se lo notaba muy molesto.
El ingreso le fue autorizado con un simple ademán.
La expresión de hastío del recién llegado se esfumó completamente al divisar sobre la cama de su compañera algunas mudas de ropa, un pequeño bolso y otros elementos que revelaban sus intenciones. No tenía por qué preparar ninguna maleta. En cada pueblo al que se dirigían les proporcionaban atuendos con los que renovar sus vestimentas.
—¿Qué significa todo esto? —le preguntó, señalando la zona.
—Ya sabes lo que significa, Richard… Pienso investigar a fondo todo esto. A diferencia de ti, a mí hay cosas que no me convencen. Pienso ir a Hirkha, sea lo que sea, en busca de respuestas.
—¿Estás hablando en serio?
—Completamente… Bill y yo nos encontraremos en 20 minutos en el hall de entrada. Sabía que tú vendrías a verme, y ahora te invito a acompañarnos.
—¡Sheena, por Dios! ¿De qué estás hablando? Esto es una locura. Sabes que lo es.
—Puede que lo sea, pero necesito corroborarlo. Hay muchas cosas difusas tras todo esto.
—Sheena, por favor… Recapacita. ¿No lo ves? Tenemos una oportunidad única de compartir con estos seres todo el conocimiento que nos brindan a disposición y tú la vas a arruinar. Esta gente ha sido maravillosa con nosotros y con tu accionar no vas a poner de manifiesto otra cosa más que tu falta de confianza hacia ellos. Vas a arruinarlo todo.
La respuesta de Reed no llegó jamás. En contraste, continuó preparando su equipaje en silencio.
—Bien… No pienso ser parte de esta locura —concluyó su interlocutor unos instantes más tarde, abandonando el recinto y cerrando tras de sí la puerta con un golpe.
Cuando se hubo retirado, su comandante detuvo sus quehaceres y dirigió su vista hacia el lugar por el cual Spenter había salido. Las palabras de este tampoco carecían de sentido y la hicieron sumirse en un mar de dudas con respecto a su futuro accionar, situación en que se viese envuelta en contadas ocasiones a lo largo de toda su carrera profesional.
A las 10 en punto de una mañana que ya comenzaba a tornarse calurosa, Aluin y Canthra aguardaban en el hall de entrada, junto con dos colaboradores propios del hotel, el arribo de los astronautas para continuar con su itinerario. Los tres hicieron su aparición conjunta, descendiendo en uno de los ascensores. Notaron en Richard Spenter un semblante de satisfacción inusual, al que no lograron atribuirle motivo aparente. Lo cierto es que tal expresión se había generado un tiempo antes, cuando su superior se dirigiese hasta sus aposentos para ofrecerle una disculpa y anunciarle que desestimaría la decisión tomada y se unirían a él para continuar el viaje. La noticia lo había tranquilizado. No se enteraría hasta mucho después de que sus compañeros mudarían tan solo parcialmente sus planes. Previo a lo acontecido, Reed se había reunido con Johnson para compartir con él las novedades e informarlo sobre la nueva estrategia: luego de algunos días, comentarían a sus anfitriones sus intenciones de regresar a la Tierra. Entonces serían llevados con seguridad de nuevo a la base en Xevious, desde donde partirían hacia Tinha para abordar su nave. Y sería en Xevious donde tendrían la chance de proveerse de la información perseguida, a través de Minerva. Aún Reed no sabía cómo, pero de alguna manera iba a tener que conseguir acceso a ella. Era un plan arriesgado, aunque sin dudas con mayores probabilidades de éxito que el anterior: no llegaría muy lejos cuando los habitantes de aquel mundo se percataran de su ausencia y seguramente tomarían esto último como una afrenta al conocer el motivo (sin contar con que, además, no sabía a ciencia cierta la distancia que la separaba del poblado).
Y, efectivamente, los días transcurrieron y ellos recorrieron cuatro ciudades más, cada una más impactante que la anterior. Ciudades que, por su fisonomía y los hábitos de sus respectivas poblaciones, hubiesen hecho a cualquier ser humano en lugar de los visitantes restar importancia al incidente acontecido, el cual con certeza quedaría en el olvido ante tamaña cantidad de nuevos datos de interés sobre la raza habitante de aquel mundo peculiar. Aluin y los suyos duplicaron sus esfuerzos para hacer sentir confortables a sus visitas y ningún otro hecho extraño ocurrió, mas la responsable primordial de la misión Conqueror nunca se dejó impresionar de forma suficiente como para cancelar sus propósitos.
Transcurrida una semana, planteó a sus compañeros su idea de retornar al hogar, aprovechando un momento de privacidad. Johnson, que sabía que el día llegaría, se mostró igualmente sorprendido para no generar sospechas en su otro colega, pero manifestó su conformidad. La tarea de convencer a Spenter fue dura y les tomó algunas jornadas más; finalmente accedería cuando se viera obligado a considerar el revuelo que con certeza causaría entre sus pares el fracaso de la misión y las consecuencias estarían afrontando los responsables. Además, había que pensar en los seres queridos y en las angustias que estarían padeciendo por creerlos perdidos para siempre. Ese argumento fue el que concluyó por decidirlo: efectivamente, en la Tierra estaban su esposa y su pequeño hijo, con seguridad destrozados por creerlo muerto. Buscaron el momento propicio para comunicar la decisión a sus anfitriones, el cual se presentó durante una cena celebrada en la hostería que los había albergado durante los últimos dos días. Esta formaba parte de un pintoresco recreo vacacional en Carthean, un pequeño poblado rodeado de montañas y lagos que lo hacían ideal para visitantes en busca de la incomparable paz y tranquilidad que pocos asentamientos como ese podían ofrecer en aquel planeta. Carthean contaba también con inmensos bosques de imponentes pinos y otros tantos árboles que se extendían a su alrededor, haciendo de él un lugar similar a un paraíso exclusivo pero a la vez capaz de proporcionar a sus huéspedes todas las comodidades imaginadas. En sus cristalinas y mansas aguas podía uno nadar (incluso la temperatura era ideal para hacerlo) y realizar una gran cantidad de deportes acuáticos. Una de las actividades más promocionadas era la excursión submarina a cavernas ubicadas a pocos metros de profundidad, iluminadas de manera tenue por dispositivos estratégicamente colocados en ellas para que sus visitantes pudieran apreciar sus encantos sin perturbar el normal desenvolvimiento de la tan sorprendente como diversa flora y fauna que las habitaba. Reed y sus compañeros se maravillaron con el paseo, pero, por sobre todo, con la posibilidad de emerger dentro de las cavernas en zonas secas para recorrer unos tramos a pie. Nunca habían tenido una oportunidad similar en la Tierra, ya que sus aguas se habían convertido desde hacía siglos en un ámbito muerto e inexpugnable gracias a su contaminación, sumado al hecho de encontrarse fuera de las urbes recubiertas por las inmensas cúpulas que las guarecían.
Aluin y Canthra se mostraron sorprendidos e incluso desilusionados ante la noticia, pero también eran conscientes de que el día llegaría. Habían temido que la petición se generase al momento del incidente con el hirkhano por razones lógicas, aunque ese temor fue desapareciendo en forma paulatina con el transcurso de las posteriores jornadas. Ahora podían creer que los motivos eran meramente personales y no generados por el factor mencionado con anterioridad. Reed se tranquilizó al pensar que su estrategia seguía su curso a la perfección, pero no contaba con el hecho de que Aluin podía llegar a ser a veces incluso más frío y calculador que ella. El líder feeriano no podía jamás desestimar una sospecha que tuviera aunque fuera mínimos fundamentos.
La cena concluyó y todos se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Desde la suya, Aluin efectuó un llamado a Dinn para solicitarle que se dirigiese a la mañana siguiente a Xevious sin pérdida de tiempo.
5.
A Dinn le sorprendió el llamado de su superior. Habría apostado a que solo se produciría una vez que los terrícolas hubiesen abandonado su planeta, y con otra finalidad diametralmente distinta: la de intimarle a renunciar a su cargo. Los motivos resultaban más que obvios: durante el último momento que compartiera con ellos (el desayuno en la base tras la noche en que Reed casi es devorada por los flégures), no había logrado hacer su temperamento a un lado y, por su reacción, el éxito de la misión podría haberse visto muy comprometido. Se arrepentía de ello, pues creía haber quedado definitivamente a un lado de esa, la anteúltima (y crucial) etapa del Proyecto Planeta Tierra. Pero él no representaba el papel de un simple colaborador más del líder feeriano; era también el máximo referente de la organización militar más poderosa del Universo conocido. El cuerpo que comandaba había sido responsable de resonantes conquistas a través de los años y a lo largo de gran parte de la extensión del mapa cósmico explorado hasta la fecha por su raza. Muchas veces había allanado el camino a los suyos para colonizar varios de los 53 mundos cuyos recursos supieron explotar en el pasado para su beneficio, a través del aniquilamiento de las formas de vida autóctonas que eventualmente dificultaban la tarea. De esa manera lograron «importar» gran cantidad de minerales, metales, vegetales e incluso animales a un mundo carente de las diversidades suficientes como para aprovisionar a sus habitantes, dejando al extremo de la devastación a las fuentes originales de tales elementos y seres. La marca no era en absoluto despreciable.
Los temores de Dinn se ratificarían jornadas atrás, cuando se enterase de que su superior recurriría a otros colaboradores y no a él para ordenar la destrucción de Hirkha, en venganza por el incidente que su representante originase. Conservaba una última esperanza de recuperar la confianza perdida, basada en que la operación no fuese cumplida de la forma adecuada justamente por ser confiada la tarea a un cuerpo distinto al suyo (y, por ende, no preparado de la misma manera para realizarla), aunque el éxito resultó rotundo. Horas antes, el grupo paramilitar seleccionado ingresaba a sangre y fuego en el poblado y acababa con la gran mayoría de sus habitantes, dejando solo cadáveres y ruinas a su paso. Muy pocos lograrían escapar de la masacre, pero entre estos, sin que nadie lo supiese, se encontraría nada menos que Arxel Carl…
La tranquilidad se reinstalaba en su persona con el llamado de Aluin. Requerirían finalmente de él y sus hombres para estar preparados ante la necesidad de volver a entrar en acción, aunque esta vez la misión se tornaría la más compleja encarada jamás. Nuevamente frente a ellos habría una raza inferior, pero sin dudas la mejor preparada del total a las que habían confrontado. Esta vez no se trataría de monstruos gigantescos ni voraces depredadores; serían seres humanos poseedores de tecnología y armamento bélico suficientes como para, al menos, ofrecer una resistencia digna. De todas formas, era consciente de que una guerra sería la segunda y última alternativa. Aún quedaba por jugarse la carta principal.
6.
Richard Spenter observaba en silencio el paisaje que ofrecía la ventana más cercana de su transporte. Se lo notaba apesadumbrado. Sentimientos ambivalentes embargaban su ser. Por un lado, quería retornar con los suyos, pero por otro no deseaba abandonar ese mundo ideal, maravilloso, ni a la sabia raza que lo habitaba. Reed, sentada en la misma fila a unos metros de distancia, lo miraba con preocupación cada tanto, fugazmente para que él no se percatara. Temía que su compañero decidiese no regresar.
Arribaron a Xevious luego de un extenso viaje. Eran ya las 6 de la tarde y el clima comenzaba, como siempre a esas alturas, a tornarse hostil.
A los tres les sorprendió encontrar al pequeño asistente de Aluin (siempre pequeño en comparación con los demás exponentes de aquella casta) encabezando la comitiva de recepción. La sensación incómoda que les produjo descubrirlo se desvaneció con el paso de las horas, al notar su humor y predisposición a brindarles desinteresadamente sus servicios tal como ocurriese al momento de conocerlos. Ofrecería luego unas, en apariencia, sentidas disculpas por su accionar. Parecía ser, en definitiva, que la causa de su reacción en aquella oportunidad era atribuible cierta y únicamente a un mal día. Los astronautas aprovecharon sus instantes libres para asearse y descansar.
Dos horas más tarde, Canthra los recogió para cenar. Se dirigieron entonces escoltados por ella al salón comedor. Aluin y Dinn se unieron al grupo minutos después. Habían permanecido reunidos desde el instante en que dejasen a sus invitados en sus habitaciones, para que el primero pusiera al segundo al corriente de los acontecimientos y de los futuros planes.
Llegó la comida y, con ella, el momento más delicado de todos.
—¿Están preparados para el retorno? —inquirió Canthra, rompiendo el hielo.
—En efecto, Canthra —respondió Reed sin dejar margen de duda alguna—. Ansiamos regresar a nuestro hogar. A pesar de que ya se los hemos comentado, quiero repetirles que no es por una cuestión de incomodidad hacia ustedes. Simplemente sentimos que es hora de volver.
—Espero que su estancia haya resultado confortable —agregó Aluin.
Todos los aludidos asintieron al instante con enérgicos gestos ante la imposibilidad de hablar por hallarse masticando el delicioso y suave pastel de ave que casi se deshacía en sus bocas.
—Ciertamente —concluyó Johnson, que fue el primero en engullir su bocado—. Hemos aprendido infinidad de cosas durante estas jornadas y estamos ansiosos de comunicarlas a nuestros pares con el objeto de ponerlas en práctica cuanto antes.
—De todas formas, esto no será un «adiós». Deduzco que habrá alguna manera de permanecer en contacto, ¿verdad?
La consulta de Spenter a sus anfitriones fue en un tono tal que se asemejó más a una súplica por una respuesta positiva.
—Claro que sí, Richard… —confirmó el líder feeriano esbozando una cándida sonrisa de satisfacción, que igual duró lo que un suspiro. Parecía que algo en lo que antes no había reparado irrumpía en su mente—. Aunque, honestamente, no sabemos por cuánto tiempo…
Sus últimas palabras inquietaron mucho más de lo que intrigaron al aludido; en sus otros dos compañeros (no tan comprometidos «sentimentalmente» con aquella raza) ocurrió justo a la inversa.
—No transcurrirá mucho tiempo más hasta que nos veamos forzados de nuevo a preparar otro éxodo y lo más probable es que, durante ese lapso (que tal vez nos lleve algunas décadas), nos sea imposible entablar conexión alguna. Será imperioso focalizar toda nuestra atención y recursos en la tarea.
—¿Éxodo? —inquirió Johnson, quien parecía haber olvidado la causa.
—Así es. Como saben, nuestro Sol ha comenzado a morir y no dispondremos de mucho tiempo hasta que los efectos de su agonía vuelvan a Feeria un planeta inhabitable.
—Ya hemos iniciado la búsqueda de nuevos mundos, pero a la fecha ninguno de los hallados cumple con las características mínimas necesarias como para que una civilización como la nuestra pueda desarrollarse —acotó Dinn—. Y debemos acelerar al máximo la pesquisa. La cuenta regresiva ha comenzado.
Reed y Johnson se dirigieron una fugaz mirada de desconfianza el uno al otro. Sospechaban lo que llegaría a continuación, pero nunca hubieran pensado que la propuesta sería formulada por uno de los suyos.
Spenter parecía estar en shock. La idea de que los feerianos sucumbieran ante el riesgo de no alcanzar su objetivo le heló la sangre. Le horrorizaba pensar en la extinción de esos seres tan avanzados y puros. Sin siquiera buscar consenso en sus compañeros, ofreció a sus anfitriones la alternativa que estaban esperando.
—¿Por qué no regresan con nosotros? Tal vez hoy día la Tierra no sea el mejor lugar, pero hay mucho espacio como para que puedan construir sus ciudades. Además, la «terrificación» de Marte se halla en su última etapa y todos podríamos vivir allí en armonía, tal como siempre lo hemos soñado: como lo hacían nuestros antepasados. Respirando aire puro, sin tener que pensar en resguardarnos del clima o, como es su caso, de un Sol agonizante. Ambas civilizaciones hemos aprendido la lección y creo que sería el inicio de una etapa de oro en la historia del ser humano. ¡Con nuestros recursos y sus conocimientos podríamos alcanzar la perfección!
A medida que la propuesta del astronauta iba tomando forma, se dibujaba en el rostro de los feerianos una mueca de satisfacción que llegó al éxtasis con su conclusión. Sabían que debían mostrarse sorprendidos, mas el notar el grado de excitación de Spenter colaboró en hacer aflorar el sentimiento con naturalidad. El plan estaba saliendo a la perfección. Si todo se daba de ese modo, la conquista de los terrícolas se iniciaría por la vía sutil, no violenta, que ellos pretendían.
—Francamente sería una estupenda posibilidad —contestó Canthra, exultante—. ¡Por mi parte creo que es una fantástica idea!
Reed confirmó sus sospechas de que algo andaba mal al oír esas últimas palabras. Ella misma les había hablado, al momento en que les narraron la historia de Nereah, sobre el juramento de sus antepasados de no retornar al Sistema Solar del que habían huido y del dilema moral que representaba para ellos el verse «forzados» a barajar la posibilidad de regresar. Al parecer, ese dilema no los acuciaba de una forma tan atroz. Además, si tenían en mente esa idea, ¿qué planeta irían a habitar? Solo dos ofrecían la chance, y uno de ellos estaba por ser abandonado en pos del otro. ¿Habrían pensado desde el principio en solicitar permiso a sus actuales ocupantes o en una alternativa más radical para hacerse de la Tierra? La idea de esto último la inquietaba bastante.
—Aguarda un momento, Richard —interrumpió—. No me parece mala la idea, pero creo que primero debemos transmitirla en nuestro planeta para buscar el consenso general. No creo que haya ningún problema; todo lo contrario —aclaró, dirigiéndose ahora a sus anfitriones—, aunque considero ético realizar la consulta.
Aluin intentó reprimir el odio que venía gestando hacia la mujer desde hacía días y lo logró con éxito. A Dinn y a Canthra les costó más disimular sus sentimientos.
—Me parece lógico, Sheena. Mantendremos el contacto entonces, pero recuerden: no nos queda mucho tiempo —fue su respuesta.
Tanto ella como Johnson asintieron. Spenter permaneció impávido. No podía creer que su comandante expresara tal parecer después de la forma en que habían sido tratados durante su estadía. ¿Qué demonios había que consultar? No cabía en su cerebro la posibilidad de una negativa. No existía razón alguna para haberla.
El desayuno concluyó y los astronautas encararon el retorno a sus habitaciones.
Spenter ni siquiera esperó a llegar a la suya (la primera de todas) para increpar a su comandante. Reed ya no consideraba acertado depositar su confianza en él, así que solo se limitó a argumentar que una decisión de tamaña envergadura no les competía tomarla únicamente a ellos tres. Le confesaría la verdad recién una vez que contase con pruebas suficientes como para ratificar su teoría y convencerlo. La efímera charla se efectuó sin levantar las voces, para evitar llamar la atención de algún eventual transeúnte que se cruzara en sus caminos. Y por el mismo motivo fue que Spenter reprimió toda su ira e ingresó en sus aposentos sin acotar nada más. El resto del día se hizo eterno para él, que no dejó su reclusión más que para reunirse a almorzar y cenar, argumentando ser presa de un gran cansancio aunque todos (incluso los feerianos) supiesen la verdad: comenzaba a gestarse un abismo insalvable entre los terrícolas como consecuencia de sus marcadas diferencias de opinión.
Sus dos compañeros se vieron más atareados, urdiendo el plan que los llevaría hasta la información que atesoraba la asombrosa supercomputadora a la que bautizaran Minerva. A media tarde, Johnson (que era el menos sospechado de los dos) solicitó al personal puesto a su disposición que lo llevase a recorrer las instalaciones. Así ocurrió, y él atesoró en sus retinas todo lo que pudiese resultar de relevancia: ubicaciones de las distintas oficinas y cámaras de vigilancia, claves de acceso a algunos programas y hasta el número de personas que componían el staff de los diversos turnos. La visita concluyó por un pedido expreso en el futuro objetivo: el más claro exponente de inteligencia artificial que jamás había conocido.
Ya en el centro de operaciones, que el visitante certificó carente de monitores de vigilancia, el guía a cargo del paseo presionó los mismos dos botones que Hemmel operase la primera vez y, tal como entonces ocurriera, la imagen del impresionante rostro virtual comenzó a dibujarse por sobre el monitor del que emergieron los lásers. Al fiscalizar el procedimiento, Johnson reparó aliviado en que la disposición de los comandos del teclado era muy similar a la de los que comúnmente él operaba y en que, al parecer, el acceso al procesador no estaba restringido a nadie en particular.
—¿Puedo saber la finalidad de la pantalla? —preguntó el terrícola con mediana curiosidad, pues suponía la respuesta—. Teniendo en cuenta que Minerva surge desde el interior de la estructura del monitor, ¿no resulta prescindible?
—Con ella trabajamos para ingresar nuevos datos a la computadora y chequearlos antes de grabarlos. Minerva tiene la capacidad de aprender por sus propios medios, pero existe cierta información a la que jamás podría acceder si no ingresáramos los datos de la forma convencional.
Johnson se vio impedido de seguir con su cuestionario ante la conclusión de la conformación del holograma. No pudo evitar sentirse incómodo y nervioso cuando el procesador le dirigió las primeras palabras, tras saludar a quien la despertara de su aparente letargo.
—Buenas tardes, señor. ¿Cómo se encuentra su compañera? Espero no haberle causado ningún trastorno irreparable la última vez.
El astronauta quedó asombrado ante la memoria de la máquina, capaz de retener incluso esos detalles.
—Oh… No te preocupes. Ella está bien —respondió con dificultad.
—Deduzco que habrán recorrido una buena porción del planeta durante su estancia. Ojalá nuestro mundo haya sido de su agrado.
—Sí… Efectivamente, hemos recorrido una gran cantidad de ciudades y hemos aprendido mucho de su impactante cultura. Gracias…
—¿En qué puedo servirlos?
La respuesta del operador se convirtió en el requerimiento de una demostración global de su funcionamiento y en la solicitud de compartir con el visitante una amplia gama de información, recorriendo temas que fueron desde nuevos datos sobre su civilización hasta el detalle de algunos otros mundos descubiertos a través de su historia.
Johnson había obtenido lo que quería en cuanto certificó el proceso requerido para dar inicio a su funcionamiento, pero no pudo resistir la tentación de continuar interactuando con aquella maravilla, animándose incluso a inquirir con el paso del tiempo sobre una gran cantidad de cuestiones aunque, lógicamente, ninguna de ellas tan profunda como las que tenían reservadas tanto él como su superior para efectuarle cuando hallasen la ocasión indicada. Pero logró gracias a ello despejar sus dudas sobre un tema puntual que desde siempre lo había intrigado: el momento y la forma del acoplamiento de Término a su Sistema Solar (durante la muestra de la historia de Nereah se había omitido dicho punto porque no hacía al eje de la narración).
Las horas transcurrieron y se inició una cena que se desarrollaría mayormente en silencio, ya que ni siquiera entre los astronautas cabría la intención de entablar una conversación. Una energía negativa generada por las causas mencionadas con antelación cargó el ambiente en todo momento. Tras finalizar con el manjar, esta vez compuesto enteramente de una amplia gama de tan exóticos como deliciosos frutos marinos, retornaron a sus habitaciones sin mayores preámbulos.
Luego del tiempo prudencial necesario como para corroborar que todo el mundo se hallase descansando, Johnson se dirigió al cuarto de su comandante para informarle de todos los datos que logró recabar durante esa tarde. Recorrió con sumo cuidado la distancia que separaba uno del otro, ocultándose con éxito de la única cámara de seguridad que había en su camino, transitando por sectores fuera de su alcance. Media hora más les tomó ultimar detalles en lo que hacía al plan. Tras dicho lapso, fueron con sigilo hacia la sala de mandos, procurando pasar desapercibidos ante dos nuevos dispositivos de vigilancia, deteniéndose en la entrada y echando un vistazo hacia sus adentros. El lugar estaba casi en penumbras, a excepción de un único sector, y sumido en un silencio casi absoluto pues los únicos sonidos audibles eran los tenuemente emitidos por las máquinas que no cesaban de procesar información. A lo lejos lograron divisar la procedencia de la solitaria luz que iluminaba el resto del sitio. Allí se hallaba el inmenso encargado del turno noche, de espaldas a ellos, ensimismado casualmente en la tarea que el guía de Johnson le había explicado a este horas atrás, es decir, aquella que realizaban con las pantallas de los procesadores de modelos similares a Minerva: la carga de nuevos datos. Otro rostro virtual se dibujaba, inexpresivo, frente al trabajador. Esta vez, al parecer, representaba los rasgos típicos de un hombre lampiño de mediana edad. Los terrícolas dudaron antes de continuar, temiendo que la computadora delatara su presencia en cuanto los divisase, y optaron por aguardar. Luego de varios minutos de lento trascender, el operador interrumpió sus quehaceres, se puso de pie y abandonó el recinto. Pocos indicios sugerían que hubiese concluido con su tarea; el holograma seguía allí, y el escritorio no había sido ordenado como ocurre generalmente cuando se termina una labor sobre su superficie. Se preguntaron hacia dónde se habría dirigido y de cuánto tiempo dispondrían. ¿Sería esa la oportunidad que estaban aguardando? Ante la duda, dejaron transcurrir otro corto lapso. Como nada cambió, Reed dio un paso al frente con intenciones de adentrarse. El único obstáculo temido era entonces la amenaza de la computadora. De llegar a emitir cualquier clase de alerta, todo estaría perdido. Pero, a pesar de lo que le había comentado Johnson acerca de que siempre uno de ellos permanecía alerta (no únicamente trabajando, sino también por meras cuestiones de control), ella tenía una sospecha: durante todo el tiempo que fueron testigos de la escena, la imagen pareció congelada. Guardaba la esperanza de que, tal vez, mientras se hallara en pleno proceso de recepción de datos, permaneciera en una suerte de animación suspendida, imposibilitada de interactuar. Era una alternativa; por cómo se estaban dando las cosas, la única de la cual aferrarse. De todas formas no logró comprobarlo; todavía no. Al dar tan solo dos pasos al frente, el trabajador retornó a su puesto y ella tuvo que ocultarse velozmente otra vez.
De nuevo se vieron obligados a aguardar; mientras tanto, el tiempo seguía su curso y también su agotamiento. Tras otra media hora sin cambio alguno, confrontaron la dura realidad: deberían jugar en las condiciones propuestas o abandonar el juego. La mujer, siempre más decidida, se inclinó sin deliberar demasiado ni consultarlo por la primera alternativa y comenzó a avanzar, con el andar sigiloso que llevan los felinos en los instantes previos a sorprender a la presa seleccionada, con la vista fija en el holograma.
—Sheena, ¿qué es lo que vas a hacer? —le inquirió Johnson en un tono imperativo y a la vez contenido para no ser oído por quien no deseaba que lo oyera, pero lo suficientemente audible como para que ella, a esa corta distancia que los comenzaba a separar, lo percibiera.
La única respuesta que obtuvo fue un enérgico ademán, solicitándole silencio.
Lo cierto era que su comandante solo sabía que de alguna forma debía deshacerse de aquel hombre, aunque el cómo todavía era para sí misma una incógnita. Confiaba en encontrar la solución al enigma durante el lapso que invertiría en llegar hasta su lugar.
Ya solo le faltaban unos pocos metros. Dentro del cuadro de tensión que la embargaba se tranquilizó al confirmar que la amenaza parecía efectivamente ausente. Ya se hallaba dentro del parámetro de su campo de visión, mas continuaba sin cambio alguno.
Los acontecimientos siguientes se dieron en fracciones de segundo.
Al llegar hasta las espaldas del trabajador, el perdido rostro le dedicó de súbito una mirada que les congeló el corazón a ambos protagonistas: ella, por saberse descubierta, y él, por percatarse de que «había algo» detrás que había llamado la atención del programa. Con velocidad, el operador dio media vuelta pero, al carecer de los segundos de ventaja que sí tuvo la intrusa, no llegó a defenderse del potente puñetazo que esta le propinó de súbito en el rostro, cayendo pesadamente de su asiento al suelo y golpeando su nuca, con lo cual perdió el conocimiento. Reed sintió por fin la fortuna de su lado, ya que de no haber acontecido esto último, el éxito de su tarea se hubiese visto seriamente comprometido: supo en todo momento que, por su tamaño, el adversario hubiese resultado casi con certeza un rival invencible, incluso si Johnson se hubiese sumado a la contienda.
Una vez que dejó a su principal obstáculo fuera de combate, dirigió su vista otra vez al holograma que, al saberse observado, abandonó al caído y le sostuvo la mirada. Cabe destacar que este no emitió ni antes ni entonces sonido alguno. La mujer rezaba por que el proceso que con él estaban llevando a cabo le impidiera contar al cien por ciento con sus facultades. De ser así, tal vez no estaría en condiciones como para dar aviso a nadie de lo que allí estaba aconteciendo.
Reed y la computadora se auscultaron mutuamente por unos instantes hasta que la primera, intimidada y nerviosa, abandonó la contienda para llamar a su compañero. Cuando este llegó hasta su posición, recibió la orden de inmovilizar al hombre que yacía inconsciente, valiéndose de cualquier elemento a su alcance, y ocultarlo en algún lugar.
Johnson revisó cuanto cajón y gaveta pudo hasta dar con una madeja de cables que desenredó para atar al operador. Luego de concluir con su tarea, colocó varios trozos de cinta adhesiva sobre su boca para imposibilitarle clamar por auxilio en el caso de que despertara antes de lo previsto. Después, lo tomó de los tobillos y lo arrastró hasta un cuarto contiguo, labor que le demandó un esfuerzo mayor que el esperado; aquel gigantesco cuerpo inerte debía con seguridad superar los 120 kilos de peso.
Reed, mientras tanto, dedicó sin éxito todo ese lapso a dilucidar la forma de dar órdenes a la computadora, que lo único que parecía hacer era seguir con suma atención, aunque siempre en silencio, todos los inusuales sucesos que allí se estaban llevando a cabo. El hecho de saberla acosándola de esa forma le impedía pensar con claridad. Sintió que la vuelta de Johnson a su lado era lo que estaba necesitando para abandonar dicho intento.
—Olvidemos esto —le confió—. Vamos por Minerva.
Encararon entonces hacia su nuevo objetivo, pero a los pocos pasos la propia mujer, que aun de espaldas sabía que continuaba siendo requisada, detuvo la marcha.
—Espera un instante. O, si lo prefieres, adelántate tú.
Su interlocutor asimismo se detuvo y la miró con aires inquisitivos, mientras ella tomaba unas pesadas carpetas de un escritorio cercano y las depositaba encima de la fuente emisora de los lásers que conformaban el holograma, haciéndolo así desaparecer por completo.
—Listo. Ese horrible rostro me desagradó desde el primer momento. Me ponía nerviosa.
Al oír esas palabras, su compañero no pudo evitar sonreír.
—¿Qué? —le espetó ella, también divertida al notar su actitud.
El hombre negó con la cabeza un par de veces, sin abandonar su sonrisa y fingiendo resignación, haciéndole saber su opinión: «Cada loco con su tema».
Ella le empujó en broma y continuaron su camino.
A ambos les agradó ese fugaz momento de distensión. Varios días habían transcurrido desde la última vez que fuesen embargados por un sentimiento similar.