I

Los gemidos poéticos de este siglo no son más que sofismas.

Los primeros principios deben estar fuera de discusión.

Acepto a Eurípides y a Sófocles; pero no acepto a Esquilo.

No demostréis carecer del sentido más elemental de las conveniencias ni poseer mal gusto respecto del creador.

Rechazad la incredulidad: me complaceréis.

No existen dos clases de poesía; sólo existe una.

Hay entre el autor y el lector una convención poco tácita, en virtud de la cual el primero se titula enfermo y acepta como enfermero al segundo. ¡Es el poeta quien consuela a la humanidad! Los papeles se han invertido arbitrariamente.

No quiero ser mancillado con la calificación de presuntuoso.

No dejaré Memorias.

La poesía no es la tempestad, ni tampoco el ciclón. Es un río majestuoso y fértil.

Sólo admitiendo la noche físicamente se ha logrado hacerla pasar moralmente. ¡Oh noches de Young! ¡Cuántas jaquecas me habéis causado!

Sólo se sueña cuando se duerme. Son expresiones tales como las de sueño, la nada ele la vida, el paso por la tierra, la preposición quizá, la inspiración desordenada, lo que ha infiltrado en vuestras almas esa poesía húmeda de las languideces, parecida a podredumbre. Pasar de las palabras a las ideas, basta un paso.

Las perturbaciones, las ansiedades, las depravaciones, la muerte, las excepciones de orden físico moral, el espíritu de negación, los embrutecimientos, las alucinaciones servidas por la voluntad, los tormentos, la destrucción, los vuelcos, las lágrimas, las insaciabilidades, las esclavitudes, las imaginaciones que profundizan, las novelas, lo inesperado, lo que no se debe hacer, las singularidades químicas de buitre misterioso que acéchala carroña de alguna ilusión muerta, las experiencias precoces y abortadas, las oscuridades de caparazón de chinche, la monomanía terrible del orgullo, la inoculación de estupores profundos, las oraciones fúnebres, las envidias, las traiciones, las tiranías, las impiedades, las irritaciones, las acrimonias, los despropósitos agresivos, la demencia, el esplín, los espantos razonados, las inquietudes extrañas que el lector preferiría no sentir, las muecas, las neurosis, las matrices sangrientas por las que se hace pasar a la lógica de rodillas, las exageraciones, la ausencia de sinceridad, lo la toso, lo chato, lo sombrío, lo lúgubre, los partos peores que asesinatos, las pasiones, el clan de novelistas de sala en lo criminal, las tragedias, las odas, los melodramas, los extremos presentados a perpetuidad, la razón silbada impunemente, los olores de gallina mojada, las insipideces, las ranas, los pulpos, los tiburones, el simún de los desiertos, lo sonámbulo, turbio, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante, equívoco, tuberculoso, espasmódico, afrodisíaco, anémico, tuerto, hermafrodita, bastardo, albino, pederasta, fenómeno de acuario y mujer barbuda, las horas ebrias del desaliento taciturno, las fantasías, las actitudes, los monstruos, los silogismos desmoralizadores, las basuras, lo que no reflexiona como el niño, la desolación, ese manzanillo intelectual, los chancros perfumados, los muslos de camelias, la culpabilidad de un escritor que rueda por la pendiente de la nada y se desprecia a sí mismo con alegres gritos, los remordimientos, las hipocresías, las perspectivas vagas que os trituran con sus imperceptibles engranajes, los escupitajos serios sobre los axiomas sagrados, la gusanera y sus insinuantes cosquílleos, los prefacios insensatos, como los de Cromwell, de la señorita de Maupin y de Dumas hijo, las caducidades, las impotencias, las blasfemias, las asfixias, las sofocaciones, las rabias: frente a esos osarios inmundos, que me ruboriza nombrar, es por fin tiempo de reaccionar contra lo que nos choca y nos somete tan soberanamente.

Vuestro espíritu es perpetuamente arrastrado fuera de sus goznes y sorprendido en la trampa de tinieblas construida, con arte grosero, por el egoísmo y el amor propio.

El gusto es la cualidad fundamental que resume todas las otras. Es el nec plus ultra de la inteligencia. Sólo por él residen en el genio la salud suprema y el equilibrio de todas las facultades. Villemain es treinta y cuatro veces más inteligente que Eugénc Suc y Frédéric Soulié. Su prefacio del Dictionnarie de l’Académie asistirá a la muerte de las novelas de Walter Scott, de Fenimore Cooper, de todas las novelas posibles e imaginables. La novela es un género falso, porque describe las pasiones por sí mismas: no hay allí conclusión moral.

Describir las pasiones no significa nada; basta nacer un poco chacal, un poco buitre, un poco pantera. No estamos de acuerdo. Describirlas para someterlas a una alta moralidad, como Corneille, es otra cosa. Quien se abstiene de hacer lo primero, conservándose capaz de admirar y comprender a aquellos a quienes es dado hacer lo segundo, sobrepasa, con toda la superioridad de las virtudes sobre los vicios, a quien hace lo primero.

Basta que un profesor de los años superiores del secundario se diga: Así me dieran todos los tesoros del universo, no quisiera haber escrito novelas como las de Balzac y Alexandre Dumas, basta eso para que sea más inteligente que Alesxandre Dumas y Balzac. Basta que un estudiante a mitad de su bachillerato se haya convencido de que no se deben cantar las deformidades físicas intelectuales, para que; por eso sólo, sepa más y sea más capaz, más inteligente que Victor Hugo, si éste no hubiese escrito más que novelas, dramas y cartas.

Jamás de los jamases escribirá Alexandre Dumas hijo un discurso de distribución de premios para un liceo. Ignora lo que es la moral. Esta no transige. Si lo escribiera, debería antes tachar de un plumazo todo lo que escribió hasta ahora, empezando por sus absurdos Prefacios. Reunid a un jurado de hombres competentes: sostengo que un buen alumno secundario de retórica sabe más que Alexandre Dumas hijo acerca de cualquier tema, incluso sobre la sucia cuestión de las cortesanas.

Las obras maestras de la lengua francesa son los discursos de distribución de premios en los liceos y los discursos académicos. En efecto, la enseñanza de la juventud tal vez sea la más bella expresión práctica del deber, y una buena apreciación de las obras de Voltaire (ahondad en el término apreciación) es preferible a esas obras mismas. ¡Naturalmente!

Los mejores autores de novelas y de dramas desnaturalizarían a la larga la famosa idea del bien, si los cuerpos docentes, conservadores de lo justo, no mantuvieran a las generaciones jóvenes y viejas en la senda de la honestidad y el trabajo.

En el nombre personal de la humanidad llorona, y a pesar de ella, pues así es necesario, acabo de renegar, con voluntad indomable, y tenacidad de hierro, de su abominable pasado. Sí: quiero proclamar lo bello con una lira de oro, deducción hecha de las tristezas cretinas y los estúpidos orgullos que descomponen, en su fuente, la pantanosa poesía de este siglo. Hollaré con los pies las estancias agrias del escepticismo, que no tienen razón de ser. El juicio, una vez alcanzado el florecimiento de su energía, imperioso y resuelto, sin titubear un segundo en las irrisorias incertidumbres de una piedad mal situada, fatídicamente las condena, como un procurador general. Es preciso vigilar sin descanso los insomnios purulentos y las pesadillas atrabiliarias. Desprecio y execro el orgullo, así como las infames voluptuosidad de una ironía que, enemiga de las luces, desplaza la exactitud del pensamiento.

Algunos personajes, excesivamente inteligentes —no corresponde que invalidéis este juicio mediante palinodias de gusto dudoso—, se han arrojado, perdida la cabeza, en brazos del mal. Es el ajenjo, no creo que sabroso, pero sí nocivo, lo que mató moralmente al autor de Rolla. ¡Desdichados los glotones! Apenas entrado en su edad madura el aristócrata inglés, se rompe su arpa bajo los muros de Missolonghi, tras no haber recogido en su tránsito sino las flores que abrigan el opio de los taciturnos aniquilamiento.

Era más grande que los genios comunes, pero sien sus tiempos hubiese existido otro poeta dotado como él, en dosis parecida, de una inteligencia excepcional, y capaz de presentarse como su rival, aquél hubiese sido el primero en confesar la inutilidad de sus esfuerzos por producir disparatadas maldiciones, así como en reconocer que es exclusivamente el bien lo único que la voz de todos los pueblos declara digno de recibir nuestra estima. Lo cierto fue que no hubo quien pudiese combatirlo con ventaja. Esto es lo que nadie ha dicho. ¡Cosa extraña!, ni siquiera hojeando las colecciones y libros de su época, se encuentra un crítico que haya pensado en poner de relieve el riguroso silogismo anterior. Y no es aquel que lo sobrepasará quien puede haberlo inventado. Tales eran el estupor y la inquietud, antes que la admiración reflexiva, que producían obras escritas por una mano pérfida, pero que revelaban, sin embargo, las manifestaciones imponentes de un alma que no pertenecía al común de los hombres y se encontraba a sus anchas en las últimas consecuencias de uno de los dos problemas menos oscuros que interesan a los corazones no solitarios: el bien, el anal. No a todos es dado abordar los extremos, sea en un sentido, sea en otro. Ello explica por qué, elogiando sin segunda intención la maravillosa inteligencia de que él, uno de los cuatro o cinco faros de la humanidad, a cada instante da pruebas, se formulen, en silencio, múltiples reservas sobre las aplicaciones y el empleo, injustificables, que conscientemente le dio. No hubiese debido recorrer los dominios satánicos.

La feroz rebelión de los Troppmann, los Napoleón I, los Papavoine, los Byron, los Victor Noir y las Charlotte Corday, será contenida a distancia de mi severa mirada. A esos grandes criminales, que lo son a tan diversos títulos, los aparto con un gesto. Con lentitud que se interpone, pregunto: ¿a quién se cree engañar aquí? ¡Oh, caballitos de pallo de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Peleles de tripa de buey! ¡Cordeles usados! Que se acerquen los Konrad, los Manfred, los Lara, los marinos que se parecen al Corsario, los Mefistófeles, los Werther, los Don Juan, los Fausto, los lago, los Rodin, los Calígula, los Caín, los Iridión, las brujas infernales a imagen de Colomba, los Ahriman, los manitúes maniqueos, embadurnados de cerebro, que fermentan la sangre de sus víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la serpiente, el sapo y el cocodrilo, divinidades, consideradas como anormales, del antiguo Egipto, las hechiceras y las potencias demoníacas del medievo, los Prometeos, los Titanes de, la mitología fulminados por Júpiter, los Dioses Malvados vomitados por la imaginación primitiva de los pueblos bárbaros: toda la serie ardiente de los diablos de cartón. Con la certeza de vencerlos, tomo la fusta de la indignación y de la concentración que sopesa, y a pie firme espero a esos monstruos, como su domador previsto.

Hay escritores rebajados, bufones peligrosos, juglares de tres al cuarto, mistificadores sombríos, verdaderos alienados que, deberían poblar Bicétre. Sus cretinizantes cabezas, que han sido desprovistas de una teja, crean fantasmas gigantescos, que bajan en vez de subir. Ejercicio escabroso; gimnasia especiosa. Grotesca maniobra de prestidigitador. Si os place, retiraos de mi presencia, fabricantes, por docena, de jeroglíficos prohibidos, donde antes yo no advertía de inmediato como hoy la connivencia con la solución frívola. Caso patológico de egoísmo formidable. A esos autómatas fantásticos, indicad vosotros, hijos míos, con el dedo, a uno y a otro, el epíteto que los pone de nuevo en su lugar.

Si existiesen, bajo la plástica realidad, en alguna parte, serían, pese a su inteligencia reconocida, pero trapacera, el oprobio, la hiel de los planetas que habitaran, su vergüenza. Figuráoslos, un instante, reunidos en sociedad con sustancias que se les asemejaran. Es una sucesión ininterrumpida de combates, con la que no soñarían los bulldogs, los tiburones y los macrocéfalos cachalotes. Son torrentes de sangre, en esas regiones caóticas llenas de hidras y minotauros, y de donde la paloma, espantada sin remedio, huye volando con la mayor rapidez posible. Es un amontonamiento de bestias apocalípticas, que no ignoran lo que hacen. Son choques de pasiones, irreconciabilidades y ambiciones, a través de los aullidos del orgullo que no se deja ver, se contiene, y cuyos escollos y bajíos nadie, ni siquiera aproximadamente, podría sondear.

Pero no se me impondrán más. Sufrir es una debilidad, cuando es posible evitarlo y hacer algo mejor. Exhalar los sufrimientos de un esplendor no equilibrado significa demostrar, ¡oh moribundos de las marismas perversas!, resistencia y coraje menores aún. Gloriosa esperanza, con mi voz y mi solemnidad de los grandes días te llamo a mis desiertos lares. Ven a sentarte junto a mí, envuelta en el manto de las ilusiones, sobre el trípode razonable de la pacificación. Como un mueble de desecho, te he arrojado de mi casa con un látigo de cuerdas de escorpiones. Si quieres convencerme de que has olvidado, al volver a mí, las penas que, bajo la señal de los arrepentimientos, te causé en otro tiempo, lo juro, trae entonces contigo, cortejo sublime —¡sostenedme, me desvanezco!—, las virtudes ofendidos y sus imperecederas rectificaciones.

Compruebo, con amargura, que sólo restan algunas gotas de sangre en las arterias de nuestras tísicas épocas. Desde los lloriqueos odiosos y especiales, patentados sin garantizar un punto de referencia, de los Jean-Jacques Rousseau, de los Chateaubriand y de las nodrizas en pantalón de los angelotes Obermann, pasando por los restantes poetas que se han revolcado en el lodo impuro, hasta el sueño de Jean-Paul, el suicidio de Dolores de Veintemilla, el Cuervo de Allan, la Comedia Infernal del polaco, los ojos sanguinarios de Zorrilla, y el cáncer inmortal. Una carroña, que pintó en otro tiempo, con amor, el morboso amante de la Venus hotentote, los inverosímiles dolores que este siglo se ha creado a sí mismo, en su voluntad monótona y repulsiva, lo han tornado tísico.

Con la música a otra parte.

Sí, buenas gentes, soy yo quien os ordena quemar, sobre una pala, enrojecida al fuego, con un poco de azúcar amarilla, el pato de la duda, de labios de vermut, que derramando en melancólica lucha entre el bien y el mal, lágrimas que no brotan del corazón, hace en todas partes, sin máquina neumática, el vacío universal.

La desesperación, nutriéndose, prejuiciosa, de sus fantasmagorías, lleva imperturbablemente al literato a la abrogación en masa de las leyes divinas y sociales, y a la maldad teórica y práctica. En una palabra, hace prevalecer en los razonamientos el trasero humano. ¡Vamos, pasad la consigna! Uno se vuelve malvado, lo repito, y los ojos toman el color de los condenados a muerte. No retiraré lo que digo a continuación. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una joven de catorce años.

El verdadero dolor es incompatible con la esperanza. Por grande que sea ese dolor, la esperanza se levanta cien codos por encima. Dejadme en paz, pues, con los indagadores. A tierra las patas, abajo, perras ridículas, fabricantes de confusión, farsantes. Aquello que sufre, que diseca los misterios que nos rodean, no espera. La poesía que discute las verdades necesarias es menos bella que la que no las discute. Indecisiones acérrimas, talento mal empleado, pérdida de tiempo: nada será más fácil de verificar.

Cantar a Adamastor, Jocelyn, Rocambole, es pueril. Tan sólo porque el autor espera que el lector sobreentienda que perdonará a sus héroes bribonea se traiciona a sí mismo y se apoya sobre el bien para dar curso a la descripción del mal. Precisamente en nombre de esas mismas virtudes que Frank ha desconocido deseamos con toda nuestra fuerza apoyarlo, oh saltimbanquis de las enfermedades incurables.

¡No hagáis como esos exploradores sin pudor, magníficos, a sus propios ojos, de melancolía, que encuentran cosas desconocidas en su espíritu y en su cuerpo!

La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda, el comienzo de la desesperación; la desesperación, el comienzo cruel de los diversos grados de la maldad. Para convenceros de esto, leed la Confesión de un hijo del siglo. La pendiente es fatal, una vez que alguien se empeña en ella. Llegar a la maldad es seguro. Desconfiad de la pendiente. Extirpad de raíz el mal. No halaguéis el culto de los adjetivos tales como indescriptible, inenarrable, rutilante, incomparable, colosal, que mienten sin vergüenza a los sustantivos que desfiguran: la lubricidad los persigue.

Las inteligencias de segundo orden, como Alfred de Musset, pueden llevar adelante, de manera reacia, una o dos de sus facultades mucho más lejos que las correspondientes facultades de las inteligencias de primer orden, Lamartine, Hugo. Estamos ante el descarrilamiento de una locomotora sobrefatigada. Una pesadilla empuña la pluma. Sabed que el alma se compone de una veintena de facultades. ¡Habladme de esos mendigos que poseen un sombrero grandioso junto con harapos sórdidos!

He aquí un medio de comprobar la inferioridad de Musset respecto de los dos poetas. Leed, ante una muchacha, Rolla o las Noches, Los Locos, de Cobb, o si no los retratos de Gwynplaine y Dea, o bien el relato de Teramenes de Eurípides, traducido en verso francés por Racine padre. Ella se estremece, frunce las cejas, alza y baja las manos, sin propósito determinado, como un hombre que se ahoga; sus ojos despedirán resplandores verdosos. Leedle La oración por todos, de Victor Hugo. Los efectos son diametralmente opuestos. El tipo de electricidad no es el mismo. La muchacha ríe a carcajadas, pide más.

De Hugo sólo quedarán las poesías sobre los niños, donde hay mucho malo.

Pablo y Virginia choca con nuestras más profundas aspiraciones de felicidad. En otro tiempo, ese episodio, que se entrega a la melancolía de la primera a la última página, sobre todo en el naufragio final, me hacía rechinar los dientes. Rodaba sobre la alfombra y daba puntapiés a mi caballo de madera. La descripción del dolor es un contrasentido. Es preciso ver todo hermoso. Si esa historia fuese narrada en una simple biografía, yo no la atacaría. El episodio cambiaría inmediatamente de carácter. La desdicha se torna augusta por la impenetrable voluntad de Dios, que la creó. Pero el hombre no debe crear la desdicha en sus libros. Esto significa desear con todas las fuerzas, ver un solo lado de las cosas. ¡Oh, qué maníacos aulladores sois!

No reneguéis de la inmortalidad del alma, la sabiduría de Dios, la grandeza de la vida, el orden que se manifiesta en el universo, la belleza corporal, el amor a la familia, el matrimonio, las instituciones sociales. ¡Dejad de lado a los escritorzuelos siniestros: Sand, Balzac, Alexandre Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire y La huelga de los herreros!

No transmitáis a quienes os leen más que la experiencia que se desprende del dolor y ya no es el dolor mismo. No lloréis en público.

Es preciso saber arrancar bellezas literarias hasta en el seno de la muerte; pero esas bellezas no pertenecerán a la muerte. La muerte sólo es, en ese caso, la causa ocasional. No el medio, sino el fin, es lo que no es la muerte.

Las verdades inmutables y necesarias, que hacen la gloria de las naciones, y que la duda se esfuerza en vano por quebrantar, han comenzado en tiempo muy antiguo. Son cosas que no deberían tocarse. Quienes desean crear la anarquía en literatura, con el pretexto de lo nuevo, caen en el contrasentido. No se osa atacar a Dios; se ataca la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad del alma es vieja como las bases del mundo. Si debe ser reemplazada, ¿qué otra creencia la reemplazará? No podrá ser siempre una negación.

Si se recuerda la verdad de que derivan todas las demás, la bondad absoluta de Dios y su absoluta ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán por sí mismos. Se desplomará, más o menos en el mismo tiempo, la poco poética literatura que se sustenta sobre ellos. Toda literatura que discute los axiomas eternos está condenada a vivir sólo de sí misma. Es injusta. Se devora el hígado. Las novissima verba hacen sonreírse soberbiamente a los mocosuelos que se inician en el colegio secundario. No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre punto alguno.

Si sois desdichados, no debéis decírselo al lector. Guardáoslo para vosotros.

Si se corrigieran los sofismas en el sentido de las verdades correspondientes a esos sofismas, sólo la corrección resultaría cierta, en tanto que el trozo así modificado tendría derecho a dejar de titularse falso. El resto quedaría fuera de lo verdadero, presentaría un vestigio de falsedad; sería en consecuencia nulo y se lo consideraría, forzosamente, corno no ocurrido.

La poesía personal ha cumplido su tiempo de juglerías relativas y contorsiones contingentes. Retomemos el hilo indestructible de la poesía impersonal, bruscamente interrumpido desde el nacimiento del frustrado filósofo de Frena, desde el aborto del gran Voltaire.

Bello parece, sublime, con pretexto de humildad o de orgullo, discutir las causas finales, falsificar sus consecuencias estables y conocidas. ¡Desengañaos, porque no hay nada más tonto! Reanudemos la cadena regular con los tiempos pasado; la poesía es la geometría por excelencia. Desde Racine, la poesía no ha progresado ni un milímetro. Ha retrocedido. ¿Gracias a quién? A las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Gracias a las mujercitas, Chateaubriand, el Mohicano Melancólico; Sénancour, el Hombre en Enaguas; Jean-Jacques Rousseau, el Socialista Malhumorado; Anne Radcliffe, el Espectro Chiflado; Edgar Poe, el Mameluco de los Sueños de Alcohol; Maturín, el Compadre de las Tinieblas; George Sand, el Hermafrodita Circunciso; Théophile Gautier, el Incomparable Almacenero; Leconte, el Cautivo del Diablo; Goethe, el Suicida para Llorar; Sainte-Beuve, el Suicida para Reír; Lamartine, la Cigüeña Lacrimosa; Lermontoff, el Tigre que Ruge; Victor Hugo, el Fúnebre Figurón Verde; Mickiesvicz, el Imitador de Satán; Musset, el Pisaverde Descamisado Intelectual, y Byron, el Hipopótamo de las Junglas Infernales.

La duda siempre estuvo en minoría. En este siglo, está en mayoría. Respiramos por los poros la violación del deber. Esto sólo se vio una vez; no se lo verá más.

Tan oscurecidas se encuentran hoy las nociones de la simple razón, que lo primero que hacen los profesores de los años iniciales del secundario, cuando enseñan a componer versos en latín a sus alumnos, jóvenes poetas de labio humedecido aún por la leche materna, es revelarles, mediante la práctica, el nombre de Alfred de Musset. ¡Os pregunto un poco! ¡O mucho! Entonces, los profesores del año siguiente, en sus clases, dan a traducir a verso griego dos episodios sangrientos. El primero es la repugnante comparación del pelícano. El segundo, será la atroz catástrofe sobrevenida a un trabajador. ¿Para qué mirar el mal? ¿No está en minoría? ¿Por qué inclinar la cabeza de un colegial sobre cuestiones que, porque no pudieron comprenderlas, hicieron perder sus cabezas a hombres como Pascal y Byron?

Un alumno me contó que su profesor de retórica había dado a su clase a traducir a verso hebreo, día tras día, esas dos carroñas. Esas llagas de la naturaleza animal y humana lo enfermaron durante un mes, que pasó en la enfermería. Como nos conocíamos, me hizo pedir por su madre. Me contó, si bien ingenuamente, que sus noches eran turbadas por sueños persistentes. Creía ver un ejército de pelícanos que se abatían sobre su pecho y se lo desgarraban. Después volaban hacia una cabaña en llamas. Comían a la mujer del trabajador y a sus hijos. Ennegrecido el cuerpo de quemaduras, el trabajador salía de la casa, se empeñaba en combate atroz con los pelícanos. Todos se precipitaban en la choza, que retumbaba al desplomarse. De la masa de escombros alzada —esta parte no faltaba nunca— veía salir a su profesor de retórica, quien tenía en una mano su corazón y, en la otra, una hoja de papel donde se descifraban, escritas con trazos de azufre, la comparación del pelícano y la del trabajador, tales como las compuso el propio Musset. No resultó fácil, al principio, pronosticar el género de su enfermedad. Le recomendé callarse cuidadosamente y no hablar de ello a nadie, sobre todo a su profesor de retórica. Aconsejé a su madre que se lo llevara unos días con ella, asegurándole que se le pasaría. En efecto, me ocupé de ir allí cada día varias horas, y se le pasó.

Es preciso que la crítica ataque la forma, jamás el fondo de vuestras ideas, de vuestras frases. Arreglaos.

Los sentimientos son la forma de razonamiento irás incompleta que puede imaginarse.

No bastaría toda el agua del mar para lavar una mancha de sangre intelectual.