22 de mayo de 1869
Señor[2]:
Ayer mismo recibí vuestra carta del 21 de mayo; era la vuestra. Y bien, sabed que, desdichadamente, no puedo dejar pasar así la oportunidad de pediros disculpa. He aquí por qué: porque si me hubieseis anunciado el otro día, en la ignorancia de lo que puede suceder de enojoso en las circunstancias en que mi persona se encuentra, que los fondos se agotaban, no me hubiera atrevido a recurrir a ellos; pero, por cierto, hubiera experimentado tanta alegría no escribiendo esas tres cartas como vos no leyéndolas. Habéis puesto en vigor el deplorable sistema de desconfianza vagamente prescrito por el capricho de mi padre; pero habéis adivinado que mi dolor de cabeza no me impide considerar con atención la difícil situación en que os ha puesto, hasta ahora, una hoja de papel de carta llegada de América del Sur y cuyo principal defecto era la falta de claridad; pues no tomo en cuenta la malsonancia de ciertas observaciones melancólicas que se perdonan fácilmente en un anciano y que, según me pareció en primera lectura, tenían aire de imponeros, tal vez en lo futuro, la necesidad ele abandonar vuestro estricto papel de banquero respecto de un señor que viene a vivir en la capital… Perdonad, señor, el ruego que os dirijo ahora: si mi padre enviara otros fondos antes del 1 de septiembre, época en que mi cuerpo efectuará una aparición ante la puerta de vuestro banco, ¿tendríais la bondad de hacérmelo saber? Por lo demás, estoy en casa a toda hora del día; pero sólo os bastaría escribirme una palabra, y es probable que en tal caso yo la recibiera casi tan pronto como la camarera que abre la puerta… Y todo esto, lo repito, ¡por una insignificante bagatela de formalidad! Presentar diez uñas sin sangre en vez de cinco, vaya; después de mucho reflexionar, confieso que esto me ha parecido repleto de una notable cantidad de importancia nula…