XX. Los protectores

XX

Los protectores

Se quedó sorprendida Dolores al ver abrirse la puerta de su cuarto y asomar la cabeza de tío Eduardo.

—¡Usted aquí!

—¿Te molesto, hija mía?

—Nada de eso.

No mentía. Casi se alegraba de poder hablar con él, creyendo que sería más comprensivo que los demás y podría inclinarlos en su favor.

—Vine a ver a Luis —dijo él— y me encuentro que no está, ni mi hermana tampoco, y… ya que estaba aquí… he querido entrar y saludarte.

—Muchas gracias. Es raro que alguien tenga ahora conmigo atenciones.

—No, no es para que me lo agradezcas. Yo te tengo mucha simpatía y mucho cariño. ¿Sabes? Quería encontrar una ocasión de hablarte a solas para decirte que yo no estoy de parte de mí sobrino, ni le ayudaré en nada contra ti… Al contrarío. ¡Tener una mujercita tan mona y ser tan bestia! ¡Bruto! Bien es verdad que Dios da habas al que no tiene muelas. Ha ido a encontrar un dije, una joyita como tú, para no saber apreciarla.

Aquellas palabras, dichas con un persuasivo acento de piedad, que llegaban a ella en medio de su aislamiento, provocaron las lágrimas de la joven. El orgullo que mantenía su entereza se abatió y rompió en llanto.

—¡No llores, niñita! —dijo Eduardo acercándose más a ella—. ¡No puedo ver llorar a una mujer… bonita! Se me salta el corazón.

Sacó un gran pañolón de batista, mal perfumado, del bolsillo y con un gesto paternal, pero rápido, le limpió los ojos, la atrajo a sí y la besó ansiosamente en las mejillas y en el nacimiento del cuello. Ella quiso rechazarlo.

—No te asustes, tontita —siguió él recobrándose—. Es como si fuera tu padre… Más aun, porque él no hace lo que debe… ¡Pobrecita niña mía!… Mira… Hay que ser razonable… Tú cuentas conmigo… Si tú quieres, yo haré que se arregle bien lo de tu divorcio y puedas vivir tranquila e independiente.

—¡Hágalo usted, tío, por el amor de Dios! —dijo ella juntando las manos implorantes.

—Por el amor de Dios… y tuyo. ¿Sabes que eres muy hermosa?

—¿De qué me ha servido? Soy muy desdichada.

—Puedes ser feliz.

—No, feliz no lo seré ya nunca, tío. No se arranca nada, en ninguna parte, sin llevarse algo consigo. El clavo de la pared, la planta de la tierra, la ilusión del corazón. Pero me conformo con vivir tranquila, que me dejen en paz.

—¿Qué dice tu padre?

—No se hace cargo de nada. Se limita a darme consejos y a esperar lo que suceda. Claro que no me abandonará.

—Tú no lo necesitas, ni a él ni a nadie. Depende todo de ti misma.

—¿Cómo?

—Te basta con ser un poquito buena.

—Lo soy, tío; se lo juro. Yo no tengo la culpa de nada. Me calumnian.

—No es eso lo que te quiero decir. Lo que yo deseo es que no seas arisca y huraña conmigo, que tengas confianza en mí: que me quieras un poquito.

—Lo quiero a usted, tío, se lo aseguro, y si me ayuda para que consiga la única felicidad posible, la tranquilidad, lo bendeciré siempre.

—¡Con esa boquita de gloria! ¿Y me dirás que me quieres mucho?

—¡Tío!…

No me llames tío, llámame Eduardo… Eduardito… tu Eduardo…

—¡Qué horror!

Quiso huir, pero el hombre la aprisionó entre sus brazos y buscó, en su violento arrebato, la frescura de su boca, sin que ella, paralizada de sorpresa, asco y espanto, pudiera defenderse.

Dolores se sentía desfallecer, llena de desesperación, sin fuerzas.

El ruido de las voces que resonaban en la calle vinieron en su socorro e hicieron que el tío la soltase. No podían los sobrinos estar mucho tiempo sin su diputado, y al echarle de menos lo buscaban por todas partes, siguiendo su rastro como sabuesos. Hasta cuando iba al gabinete de toilette lo esperaban en la puerta,

—No tenga usted prisa, aquí aguardamos fumando un cigarrillo.

Lo acompañaban a casa de sus queridas y le ayudaban en sus conquistas. No había servicio que no fuesen capaces de prestarle.

Apenas tuvo Eduardo tiempo de componer su rostro, poniéndole la careta de su aire de gravedad, y de salir de la habitación a su encuentro. Ellos llegaban ya a la puerta.

—¿Sois vosotros, hijos míos? —dijo con su voz dulzona e hipócrita—. Voy… voy al momento.

Se volvió hacia la alcoba y dijo a la joven, al mismo tiempo que cerraba la puerta:

—Adiós, Dolores. Ya lo sabes, hija mía, piensa bien todo lo que te he dicho. Yo sólo quiero tu felicidad y la de mi sobrino.

Apenas se alejó de allí se encontró rodeado de toda la parentela y de la corte de parásitos. Todos le hablaban a un tiempo para referirle cómo los votos les hacían andar a mazagatos en su defensa. Ninguno sospechaba nada de la visita hecha por el tío a Luis, y la casualidad de hablar con Dolores y aconsejarle bien, con su autoridad de jefe de la familia.

Sólo Luis se había quedado pensativo.

—¿Cómo ha venido el tío a buscarme —pensaba— cuando a esta hora me había mandado ir a verme con Antonio y los de Dalias en casa de la Paca?

Era muy rara aquella visita y el haber entrado en la misma habitación de Dolores, cuando tío Eduardo sabía, además, que su madre no estaba en la casa, invitada a comer y pasar el día con su propia mujer en el cortijo.

—¿Qué han dicho esos hombres? —le preguntó Eduardo.

—No han parecido, y yo, temiendo que esto sea mala señal, me eché a buscar a usted para prevenirlo.

—Muy bien hecho. Yo también estaba inquieto; por eso me vine a ver si habías vuelto. Vamos para casa.

—Déjeme usted ofrecerle una copita —dijo Luis— ya que estamos aquí.

Estaba intrigado de cómo no se había presentado la sirviente. Llamó a gritos, según su costumbre:

—¡Pepa! ¡Pepa!

Nadie respondía.

—¡Pepa!

—¡Ah, Pepa! —dijo tío Eduardo—. La he enviado a mi casa para que le pida a Manuel unos papeles que olvidé, y se los traiga.

—Entonces podemos esperar aquí —propuso Luis.

—No, sobrino, te lo agradezco; pero allí estaremos mejor por si pudiera hacer falta algún dato más.

—Bien —accedió él—. Vayan andando que en seguida los sigo. Voy a recoger unas cosas.

Los vio salir, sonriendo irónicamente. Se le había revelado todo. Tío Eduardo había premeditado una entrevista a solas con Dolores. Lo había alejado a él, había alejado a su madre y hasta a la criada. Estaba seguro de que Pepa no volvería en mucho rato porque era indudable que Manuel, secretario y confidente de tío Eduardo, la había de entretener.

Le quedaba la duda de si aquella entrevista había sido preparada o no con el consentimiento de Dolores y de lo que habría pasado en ella.

Se dirigió a la habitación de la joven silenciosamente y empujó con cautela la puerta. Estaba cerrada por dentro.

Miró por la cerradura. Dolores lloraba. Lloraba por la ofensa nueva que acababa de inferir a su virtud un hombre que tenía la obligación de respetarla, de dignificarla, Su vida la había colocado hasta entonces en esa situación de privilegio de las mujeres protegidas por un padre o un marido, a las cuales no llegan jamás los atrevimientos y las groserías, y de pronto tropezaba en su camino con la bestia de la lujuria, con la desconsideración, y aquello le causaba un dolor que deprimía su ánimo. Había estado inerme, a merced de aquel hombre, del que la salvó una verdadera casualidad. Además, en las últimas palabras de tío Eduardo, iba envuelta una amenaza que ella había entendido; pero consentiría en sufrirlo todo antes que cometer una indignidad. Se aliaban su orgullo y su limpieza moral para formar una inquebrantable virtud.

Luis veía, inquieto, aquellas lágrimas, aquel desorden en las ropas y los cabellos de la joven. ¿Qué había pasado allí? Lo acometía una cólera violenta. A él le gustaba Dolores, sentía una verdadera pasión física por ella, y, sin embargo, no se había atrevido a decirle una palabra ni a hacer nada por lo cual alguien pudiera conocer su sentimiento. Se indignaba de que, sacrificándose él, por consideraciones de familia, se atreviese el tío a obrar de aquel modo. Rápidamente, entre su ofuscación, pensaba que ya, en lo sucesivo, todos se atreverían a solicitar el favor de Dolores. ¡Y estaba solo con ella! La criada y su madre no habían de venir. No acudiría nadie. Llamó con los nudillos a la puerta.

—¡Prima!

—¿Qué deseas? —contestó ella con la voz alterada.

—Quería hablarte.

—Espera.

—¿Qué haces?

—Me estoy peinando. Pero voy en seguida.

No sospechaba nada de Luis ni sabía que estaba sola en la casa. Se tomaba aquella tregua para disimular y tranquilizarse. Se arregló los cabellos y salió a la habitación en que estaba el joven.

Luis tenía un aire extraño. Le rogó que se sentase, sin la rudeza que le era habitual; pero ella permaneció de pie, apoyada en la puerta, ansiosa por lo que aquel hombre, que no le hablaba, quería decirle. Debía ser algo muy importante.

—Quisiera que me confesases una cosa, querida prima.

—¡Tú dirás!

—¿Qué te decía hace poco el tío?

Ella vaciló y guardó silencio.

—A menos —continuó el tartajoso— de que tú tengas interés en ocultarlo.

—¿Yo?

—Cuando no respondes…

—¿Quieres saberlo?

—Sí.

—Pues me decía una villanía. Me proponía que… que… que cediese…

—¿A reunirte con tu marido?

—No… a… ser su amante.

Los dos se quedaron callados, mirándose, como si con las palabras de la joven hubiese estallado una bomba cerca de ellos.

—¿Y… tú? —preguntó él limpiándose el sudor de la frente.

—¡No me lo debes ni siquiera preguntar!

—Tomas las cosas demasiado en trágico, primita —repuso él ya sereno y resuelto—. Eres hermosa, joven, estás sola…

—Y mi desgracia autoriza a faltarme el respeto. ¿No es eso?

—¡Valerse de tu desgracia!, —siguió él—. ¡Faltarte el respeto! Eso es muy trascendental, prima, demasiado trascendental.

—No me gusta que me hables tú así —dijo ella.

—Es que te quiero demasiado para engañarte.

—¿Entonces?…

—Reflexiona… Ahora estás aquí, con la familia; pero luego, si consiguieras la separación, es cuando verdaderamente te encontrarías sola.

—Ya lo tengo en cuenta.

—No, no conoces la vida. ¿De qué vas a vivir habiendo renunciado a los alimentos que debía pasarte Antonio?

—Me ayudará mi padre, trabajaré.

—¿En qué?

Se desconcertó ella un poco. Se le apareció, por primera vez, la diferencia que existía entre el propósito de trabajar y la manera de llevarlo a la práctica. Sin embargo, repuso:

—No sé… pero trabajaré…

—¡Qué inocente eres!

—Soy joven, siento en mí una fuerza de vida y de energía que me guiarán.

—¡Pobrecilla!

—¿Me compadeces?

—Sería mejor gastar esa fuerza de salud y juventud en algo mejor.

—¿Qué dices?

—En el amor.

—Pero…

—El tío ha sido el encargado hoy de iniciarte en el camino que ha de seguir aquí una mujer joven y bonita, separada del marido.

—No quisiera comprenderte, Luis.

—Pues no seas ñoña. Yo me doy cuenta de que el iniciador no es de tu gusto. El tío no es ya seductor… Pero no se encierra en él todo el mundo.

Dolores hizo ademán de entrar en su alcoba y dijo:

—¿Era eso lo que tenías que decirme?

Luis le tomó la mano.

—Sí, deseaba hablarte de esto… A mí también me gustas, Dolores. Yo también te quiero.

—¡Es indigno que me lo digas!

—¿Por qué?

—Estoy colocada bajo tu amparo.

—¿Y eso qué importa? Sería un tonto en callarme teniéndote a mi lado y esperar a que otro se me adelante.

Dolores se hizo atrás tan rápidamente, que lo cogió desprevenido y tuvo tiempo de ganar su alcoba y cerrar la puerta.

Luis se precipitó contra el obstáculo que se le interponía, llamando:

—¡Dolores!

La joven no respondió.

—¡Dolores! ¡Dolores! ¡Dolores, ábreme!

—¡Vete! —respondió ella con voz entera.

—¡Abre o echo la puerta abajo!

—¡Pediré auxilio por la ventana!

Como testimonio de que iba a cumplir su amenaza, Luis oyó descorrer la falleba.

—¡Esta maldita no le teme al escándalo! —exclamó.

No la amaba, sentía odio hacia ella; pero le aguijoneaba un deseo brutal. Procuró serenarse y llamando suavemente imploró:

—¡Óyeme, Dolores!

—¡Vete!

—¡No me vuelvas loco! Óyeme.

—¿Qué quieres?

—Me rechazas… ¡Está bien! Vas a seguir viviendo al lado mío y no tendrás queja alguna. Esto pasó… ¡Pero desgraciada de ti el día que te fijes en otro!

—No tengo miedo.

—¡Lo mataré! ¡Te lo juro!

Después de pronunciar aquella amenaza, lo sintió alejarse. Ella, como enardecida por la provocación, lanzó una mirada a la ventana. Era por allí por donde buscaría la salvación. Aquella noche le pediría amparo a Pepe. Era siempre la figura del joven la que evocaba como a la Providencia en todos los momentos difíciles.