XII. Hacia la liberación
XII
Hacia la liberación
Ante el nuevo ultraje, Dolores se sentía con fuerzas para la lucha. El martirio sordo, la hostilidad contenida, el ambiente insoportable, la habían adormecido en una especie de sopor de pesadilla. La violencia le daba nuevas fuerzas.
Le parecía una idea salvadora aquella que había murmurado Cecilia en su oído: «Pida usted el divorcio y escape». ¡Ah, si ella pudiera escapar!
Por fortuna, no sentía el dolor de la mujer enamorada. Había dejado de amar a su marido. A pesar suyo, se le hacía cada vez más odioso, más aborrecible. Su pensamiento se volvía hacia Pepe Suárez. Él era abogado y podría ayudarle en su divorcio. ¿Pero cómo ver al joven sin que se supiera?
En cuanto llegó a su casa subió al terrado. Era ya de noche. Las puertas de todos los terrados vecinos se habían cerrado. Las monteras de cristales de los patios de luces estaban iluminadas, salpicando la oscuridad como si el cielo reflejara sus astros sobre la población. Todo era silencio y sombra a su alrededor.
Tuvo intención de saltar la tapia e ir a llamar a sus vecinos, pero se contuvo. Sentía miedo de que en aquellos momentos la buscasen y la sorprendiesen. Fue a encerrarse en su cuarto, se dejó caer en la butaca, y en la soledad y el silencio, las lágrimas vinieron a aliviarla.
Al amanecer oyó llegar a su marido, que vino a llamar a su puerta. Ella no contestó. Temía el escándalo, que estaba dispuesta a soportar; pero alguien lo apartó de allí. Algún amigo lo acompañaba.
—Mañana vendrá solo —pensó—. ¡Tendré que verlo! Se apoderaba de su ánimo una angustia inmensa, Le parecía imposible no sentir ya aquellos arrebatos de pasión, que la volvían loca sólo con la idea de que su marido pudiera mirar a otra; ya no era el amor lo que la preocupaba, era la repugnancia, el horror de permanecer al lado de aquel hombre.
—Es preciso que yo me divorcie, que yo huya de aquí —se repetía—. Y si no puedo lograrlo, siempre será mejor morir que soportar esta existencia.
Escribió unas líneas en un papel y se lo metió en el pecho. Era una carta para Pepe:
«Necesito ver a usted. Al oscurecer subiré al terrado».
Esperaba impaciente la llegada de Enriqueta.
No tuvo más que mirar a la peinadora para darse cuenta de que el escándalo se sabía ya en toda la ciudad. La mujer venía indignada:
—Me he tenido que pelear ya con dos señoras —le dijo—. Todo el mundo dice que es usted la que tiene la culpa de cuanto sucede…
Cuando supo la decisión de Dolores de dirigirse a Pepe, la aprobó.
—Hace usted bien. Lo que él no haga no lo hace nadie.
Pero cuando le dio la carta aparecieron sus escrúpulos.
—Yo sé que en todo esto no hay nada de malo; pero ya ve usted, señorita Dolores, que la gente piensa mal, y que una mujer como yo, que entra en todas las casas, en lo principalito de aquí, no puede dar que hablar.
—Es para verlo en presencia de su madre, para que me sirva de abogado —insistió Dolores, desvaneciendo los escrúpulos de la peinadora con el regalo de su cruz de oro.
—Pues vea usted, otra cosa en la que creo que usted hace mal —dijo Enriqueta—. A la madre no le va a gustar eso. Seguramente, por lo que yo he notado, tiene ya la mosca en la oreja, y por mucho que la aprecie a usted, al fin y al cabo es madre, y ya se sabe, que «el que ama a la casada la vida trae prestada», y más con esos líos de política en que todos andan metidos.
Cuando se fue Enriqueta, Dolores seguía pensando en sus palabras. La preocupaba el que doña Gertrudis pudiese dejar de ser su amiga y sufrir por su causa y el que se interpretase mal su conducta respecto a Pepe.
Aquella mañana su marido se levantó tarde y pidió el almuerzo en la cama. No hizo más que ver sus gallos y salió con su pandilla, avisando a las criadas de que no volvería a cenar; sin duda tampoco tenía mucha gana de encontrarse frente a frente de su mujer.
Dolores esperó que todas las azoteas estuviesen ya desiertas y que las criadas hubieran acabado de recoger la ropa y de regar las macetas, dominando su impaciencia, y luego subió al terrado.
Pepe no estaba solo. La aguardaba, acompañado de su madre y de su abuelo, como si así quisiera darle una muestra de mayor respeto.
Dolores abrazó con efusión a doña Gertrudis, y sin poder reprimir las lágrimas, les contó lo sucedido, que venía a colmar ya la medida de sus sufrimientos.
Los tres la oían conmovidos.
Conforme hablaba se diría que se iba sumergiendo cada vez más en su amargura, Pepe, acostumbrado a los relatos artificiosos, pesados, de las mujeres que llevaban preparada la relación y el capítulo de cargos contra el marido, apreciaba la diferencia de aquel relato espontáneo, en el que no había ninguna torpeza de pasión de mujer, sino desencanto, dignidad herida, nobleza desconocida y pisoteada. Pero él tenía un deber que cumplir. Hizo un esfuerzo para dominar su emoción, y contra lo que ella esperaba, en vez de darle la razón y alentarla en su rebeldía, tomó un aspecto sereno y le dijo:
—Está usted irritada con lo sucedido y piensa usted que no quiere ya a su marido; pero en cuanto deje de verlo ocho días, no podrá usted vivir sin él.
—¡Oh! Yo le aseguro a usted que no —exclamó Dolores con vehemencia, como si la suposición de poder amar a aquel hombre encerrase algo de injurioso.
—Aunque llevo pocos años de práctica en la abogacía, estoy ya habituado a ver mucho —insistió el joven—. En la mayoría de los casos, las mujeres que parecen más seguras de sí mismas son las que primero se arrepienten. Somos los abogados los que quedamos en ridículo, un poco en la actitud de amantes engañados, cuando los esposos se reconcilian, y, en muchos casos, hasta se pelean los dos con nosotros, como si fuéramos los culpables, sin acordarse de que hicimos todo lo posible por disuadirlos.
—Yo le ruego a usted que no se deje influir por esas ideas y me ampare en mi demanda. No conozco a nadie más que a ustedes que me puedan ayudar.
—He tenido una cliente —continuó el joven como si no la oyera— que se quejaba lo mismo que usted, y yo creo que tenía también motivo. Su marido la golpeaba bárbaramente. El día que al fin me decidí a intervenir y me presenté en su casa con dos agentes, llegué en el momento oportuno… Creo que si tardamos la ahoga. La tenía en el suelo, con el pie encima de la garganta. Los agentes se arrojaron sobre él, y ya se lo llevaban, cuando la esposa ¿qué dirá usted que hizo?, se levantó sofocada y medio muerta para increparnos por meternos en lo que no nos importaba. Defendía a su marido con una pasión inmensa: «Es mi marido —decía— y tiene derecho a pegarme y hacer de mí lo que quiera».
—Pues yo no comprendo esa clase de sentimientos —dijo Dolores—. Creo que para amar a un hombre así hay que ser como él.
El viejecíto intervino:
—Entonces es que es usted de otra casta; pero la mayoría de las mujeres tienen alma de siervas. Créalo. Nosotros tuvimos una criada que vino un día llorando amargamente a decirle a mi difunta esposa: «Soy muy desgraciada. Mi marido no me quiere. ¡Hace cerca de dos meses que ya ni siquiera me pega!».
—Pues yo les aseguro a ustedes —elijo ella con decisión— que prefiero el suicidio a continuar así.
—¿Y qué quiere usted hacer, criaturita? —preguntó el viejo.
—Pedir el divorcio.
—No existe en España.
—Yo veo anunciadas en los periódicos que hay agencias que los facilitan.
—¿Y ha creído usted en el engaño de esos anuncios, que explotan vividores de mal género protegidos por la impunidad? Líbrese usted de caer en sus manos…
—Lo único que la ley consiente en España —dijo Pepe— es la separación, a la que llama divorcio.
—Pues eso es lo que yo deseo.
—¿Pero qué puede usted alegar para pedir esa separación?
Se exaltó Dolores:
—¿Le parece a usted poco el que hayamos llegado a odiarnos, a ofendernos a todas horas, a no haber nada de común entre su espíritu y el mío?
—No… a mí no me parece poco. Es más, yo creo que es el caso más claro de todos el de la incompatibilidad de caracteres… Dos personas pueden ser muy santas y muy buenas, cada una por su lado, y muy desdichadas si se las condena a vivir juntas. Yo tengo un amigo que se separó de su mujer porque no le gusta el escabeche, y ella ponía escabeche en todas las comidas, A ella le gustaba, Pero la ley no admite estas cosas como causa de divorcio.
—Todo el mundo sabe la vida de Antonio. Que tiene queridas…
—Eso no importa; para ser delito la infidelidad del marido se necesita que viva con su amante o que la introduzca en el domicilio conyugal, Cuando se trata de la mujer, ya es otra cosa.
—Pero si no es eso sólo. Se emborracha diariamente, me insulta, me maltrata…
—Sevicia… sí… eso cae dentro del Código… Pero ¿tiene usted testigos de sus malos tratos?
—Todo el mundo lo sabe y los criados no creo que negaran la verdad.
—Aunque no la nieguen, los criados son testigos que no dan fe. Los malos tratos y las borracheras de su marido no tienen bastante importancia para pedir la separación. No dejan huellas en usted. Por fortuna no la ha herido o le ha saltado un ojo.
—Hágame usted parecer a mí culpable.
—¡Está usted loca! Se ve que no conoce la ley. Se la recluiría en una prisión o en un manicomio.
—Pero me vería libre de ese hombre, que ha pisoteado lo más noble que había en mi alma —exclamó ella con arranque.
El joven pareció conmoverse, pero, como el que cumple un penoso deber, prosiguió:
—¿Cree usted que se vería libre?
—¡Naturalmente!
—No. Estaría usted toda la vida sujeta a su vigilancia. Le nombraría a usted un depositario, una especie de tutor despótico… Estaría usted siempre sujeta a él.
—Pero el día en que se falle…
—No se falla nada nunca en este género de asuntos. Parece que la ley la han hecho solterones que querían fastidiar a los que se casaran.
—¿Entonces?
—La ley está de parte de los hombres… y hasta si tuviera usted hijos, él, con su mala conducta y todo, le arrebataría a usted los mayores de tres años.
Dolores lloraba tan desconsoladamente, que doña Gertrudis, que había permanecido silenciosa, sin poder vencer su disgusto de ver comprometido a su hijo en un asunto peligroso, sintió la compasión.
—Vamos, cálmese usted —le dijo—. Si las cosas siguen así, Pepe verá de encontrar alguna manera de ayudarle.
—Como que hay un caso que no han previsto los Códigos —exclamó el viejo—. Cuando las mujeres son bonitas y lloran. Para luchar contra eso sería preciso que los jueces fueran también mujeres. Vamos… vamos… Un poco de paciencia, y ya veremos. Nunca faltan callejuelas. Por algo se dice que quien hizo la ley hizo la trampa. ¡Si yo tuviera veinte años la dejaba viuda, aunque que tuviera que sufrir condena!
La joven sonrió más consolada.
—Aprovecharemos algún disgusto, algún escándalo —dijo Pepe—. Pero le ruego que lo reflexione usted bien.
—Estoy decidida.
—Y tiene razón —dijo don Felipe—. Hay que seguir los impulsos naturales, cuando son nobles. Si no se hubieran levantado contra ellos las preocupaciones y los egoísmos, para oponerles obstáculos, no existirían ni los infanticidios, ni los adulterios, ni tantas otras cosas que no hubiéramos conocido; ni siquiera el matrimonio.
—¡Padre! —exclamó doña Gertrudis como si quisiera contener al anciano.
—Sí —continuó él sin hacerle caso—. El matrimonio es una cosa que tiene que desaparecer. Se ha perdido la idealidad de la constitución de la familia, y los fines económicos que la sostenían son ya otros. La mujer se emancipa y no necesita aguantar al hombre, y al hombre no le conviene tener mujer si no se resigna a ser sierva.
—Sí —dijo Pepe riendo—; pero véngales usted con esas teorías alas que sin ser emancipadas, han pillado un hombre que las mantenga, y a todas esas niñas que andan a caza de maridos para hacerse un seguro de vida.
—Ya, ya lo sé —dijo el anciano—. Aquí se puede tocar a todo lo divino y lo humano con tal de no meterse con la organización de la familia y con su moralidad hipócrita. Hasta los que se tienen por más liberales flaquean en este punto. Por eso cuando hay una mujer con sensibilidad para no resignarse a ser la mujer de un hombre al que no ama, hay que ayudarle. Mi nieto le ayudará.
El joven no necesitaba hacerse rogar mucho. Se le veía la violencia que le costaba no ofrecerse de la manera vehemente con que lo hacía el anciano.
Doña Gertrudis, cada vez más inquieta, trataba de abreviar la entrevista. Quedaba combinado que, en caso de apuro, Pepe presentaría la demanda necesaria.
Al abrir la puerta de la escalera de caracol, para volver a sus habitaciones, Dolores oyó unos pasos ligeros y cautelosos, como de alguien que escapaba, y un frotamiento de enaguas almidonadas contra las paredes del cilindro que aprisionaba la escalera.
La turbación de Petrilla no le dejó lugar a dudas: sus criadas la espiaban en su propia casa. ¿Cómo contar con ellas para nada?
Veía tomar cuerpo a todos aquellos obstáculos de que le hablara el abogado y, en su desesperación, se acogía a la doctrina libertadora que por primera vez había oído de labios del viejo miliciano. Su respeto moral al matrimonio-sacramento se desvanecía, adquiriendo mayor impulso su deseo de deshacer el matrimonio-contrato.
Se sentía vigilada constantemente. Petrilla entraba en la alcoba o en el tocador cada vez que venía Enriqueta, fingiendo limpiar o arreglar las cosas. Aparecía detrás de cada visita. La sentía ir en la casa en pos suyo, como si hubiera recibido la orden de no perderla de vista.
La joven dominó sus impulsos y fingió no darse cuenta de aquello, pero no volvió a hablar de nada con Enriqueta ni a procurar ver a sus amigos.
Un papel, puesto bajo su cabellera, sobre la nuca, le sirvió a Dolores para avisar a la peinadora de lo que sucedía. A la mañana siguiente, otro papel, hábilmente colocado entre sus rizos, le trajo la contestación. Mientras dejaran que Enriqueta siguiera peinándola no había de faltarle medio de pedir auxilio, en un momento decisivo, a sus amigos.
Aquella seguridad la fortalecía, dándole nuevos ánimos. Había momentos en que deseaba la vuelta de Antonio, completamente alejado de ella, con la doble preocupación de la política y la francachela, para provocar la escena final: Morir o verse libre.