XIV. El obispo de piedra
XIV
El obispo de piedra
Se comenzaron a abrir las puertas con lentitud, como si se abriesen en secreto, tratando de apagar el ruido para no turbar el sopor de la calle, dormida bajo su sábana de escarcha. Por las estrechas rendijas que abrían en las puertas se deslizaban mujeres muy arropadas en sus mantos, con el libro de misa en la mano y el rosario colgando de la muñeca. A veces, detrás de la señora iba la criada, arrebujada en su mantón, con la cesta al brazo, a fin de que la señora hiciera la compra después de oír su misa.
Era un público especial el que se encontraba a aquella hora. No se hallaba más que a los obreros que se dirigían a su trabajo; los cabreros, detrás de sus rebaños; las criadas y las devotas madrugueras, que pasaban como ateridas de frío, sin fijarse en nada.
Los únicos establecimientos abiertos eran las tabernas; donde se despachaba el aguardiente mañanero y el café caliente, y las buñolerías, que llenaban de su olor a aceite frito la calle toda. Los buñuelos eran el desayuno usual de casi toda la población. La especialidad, cuyo secreto enorgullecía a sus poseedores, era la de hacer aquellos buñuelos grandes, dorados como oro, con su cáscara coscurriente, sin masa en el centro, tan esponjados y huecos, que con medio kilogramo había para llenar una fuente.
A Dolores, que no estaba acostumbrada a madrugar, la sorprendía siempre aquel espectáculo. La calle conservaba aún la humedad de la noche, una especie de entumecimiento que los escasos transeúntes no acababan de borrar. Le parecía que tenía la ciudad toda a aquella hora un olor de amanecer y una luz gris, porque aun el sol no la había curado de la sombra de la noche.
Todas las distancias eran cortas. No tardó en llegar a la vieja Catedral, con su aspecto de fortaleza, y levantó el pesado portier de deslucida gutapercha para entrar.
Se detuvo un momento para orientarse en la escasa luz del templo, que le daba la sensación de algo tan frío y tan húmedo como la bóveda de un cementerio. La humedad parecía brotar de los recios muros como de las umbrías de los collados.
Aunque su paso era ligero, resonaba sobre las losas de mármol blanco y negro, debajo de las cuales reposaban las dignidades y grandes señores enterrados en el templo, que tenía mucho de cementerio. Aquel rumor de sus pasos la asustaba un poco, le parecía que la hacían muy visible, que atraían la atención, cuando ella quería disimularse y perderse.
Se dirigió a la capillita del Obispo de Piedra, que estaba situada detrás del altar mayor. Debía su nombre al sepulcro gótico, vulgar, sobre el que estaba la estatua yacente de un obispo, con su gran mitra y a cuyos pies había echado un perrillo.
Las gentes de la Vega, que jamás habían visto un sepulcro semejante, se conmovían con la leyenda de que el animal allí representado se dejó morir a los pies de su amo, y su fidelidad mereció que lo perpetuaran en la piedra.
El Obispo de Piedra había llegado a ser allí un personaje popular.
Para significar que una cosa era difícil o imposible solían decir:
—Eso que lo haga el Obispo de Piedra.
—Cuéntaselo al Obispo de Piedra —decían de una cosa que era increíble o absurda.
Y cuando ocurría algo que no se sabía quién lo había hecho, se lo achacaban también:
—Sin duda ha sido el Obispo de Piedra.
Dolores entró allí un poco asustada. Había varias devotas arrodilladas, rezando unas y leyendo otras en esos libros de oraciones, donde todos los días leen las mismas cosas, con una paciencia inacabable, para acabar por no enterarse a fuerza de tanto repetir.
Había oído contar a su cuñada cómo la de García tenía allí sus entrevistas con un concejal, cambiándose cartas casi a la vista del marido, y cómo doña Paquita colocaba allí su reclinatorio, frente al coro, para ver a un canónigo, su amigo, a las horas de rezo. Todas aquellas señoras eran, a pesar de eso, respetadas y consideradas, porque tenían la hipocresía necesaria para no romper con los convencionalismos de la sociedad. Se toleraban los engaños con tal de que se guardasen las apariencias.
Hasta la misma doña Carolina, tan severa en materias de moral, le había dicho un día:
—Es mejor cometer un pecado que tratar de evitarlo poniéndolo de relieve y produciendo escándalo.
Y ella, que no podía comprender aquella moral, estaba ahora casi en la misma situación, iba allí para ver a Pepe. Hacía dos días de la escena ocurrida con César y su marido, y durante todo aquel tiempo había permanecido encerrada en su habitación. Tenía miedo de verse, a merced de un miserable, en su propia casa. Había acudido a Pepe y el mensaje de éste le decía que lo esperase en la Catedral, en aquella capilla.
Fue a ocultarse en un ángulo de sombra, con su mantilla negra sobre el rostro, en un lugar desde donde pudiera ver la puerta. Las horas pasaban y Pepe no venía.
Las devotas se renovaban con frecuencia. Entre ellas vio a las Chachas, que no faltaban ningún día a su comunión. La Chacha Mar estaba absorta en su éxtasis, con su cara de pepona, tan tierna y rosa como la de una niña recién nacida, lustrosa e inocente. La Chacha Dolores leía en su devocionario, y la joven veía destacarse su perfil enérgico, ascético, con los tendones del cuello transparentándose bajo la piel rugosa y amarillenta de vieja gallina desplumada. Se veía vivir en aquel cuello toda su energía, en el tic que ponía los nervios tirantes, como cuerdas metálicas que sujetasen la cabeza al tronco.
Los espíritus de aquellas dos mujeres no eran hermanos. Debían ser tan distintos como sus rostros, A Mar le estaría bien una cofia de encajes con cintas rosa y a la otra la capucha y el sayal de un dominico.
Ninguna de las dos vio a Dolores. La mantilla era como una especie de disfraz, con esa cosa de protectora del misterio que tiene la mantilla.
Enervada por el ambiente, adormilada, Dolores vio como se acababa la misa en el altar mayor. Un viejo carlista, después de corear las tres Ave María que rezaba el sacerdote, se colocó en medio de la nave y comenzó a orar a voz en grito, poniendo tal alarde de fe ardorosa en su rezo, con una voz, que resultaba cálida merced al esfuerzo hecho para sacarla de muy adentro, que conmovía a los devotos. Aquella escena se repetía todas las mañanas, después de la misa mayor.
La iglesia se iba quedando sola. La hora del almuerzo alejaba a devotos y sacerdotes del templo. Dolores pensaba que ella también tendría que irse para no llamar la atención de los sacristanes y hacer que no notasen en su casa su ausencia.
Al fin oyó los pasos de Pepe. Lo conocía en el paso corto, reposado, de un ritmo que ella sabía distinguir. Vio aparecer al joven, pasar inclinándose ante el altar y entrar en la capilla. El corazón le latía fuertemente cuando vino a arrodillarse cerca de ella.
No le habló, no la miró apenas, le hizo un ligero signo amistoso y le entregó un pliego de papel y una pluma estilográfica.
—Aquí —dijo marcando un lugar.
Ella apoyó el papel en el brazo y firmó. Él lo recogió con su sombrero.
—Ahora espere usted en su casa que vaya el Juzgado… y que Dios nos ayude.
Dolores lo vio alejarse, sintiendo un alivio en su corazón. Sin ser devota era creyente y le parecía cometer un sacrilegio con aceptar la cita de un hombre en la casa de Dios. Pero la corrección de Pepe, su ausencia de galantería, la tranquilizaron. Le pareció que había sido un acto de piedad elegir aquel sitio para firmar la demanda de divorcio. Ir ante el Dios en cuyo nombre los habían unido a pedir la separación, puesto que Él sabía la razón que la asistía.
Además, no podía haber ido a otro sitio sin que en caso de ser descubierta la entrevista se le diera una versión calumniosa. Pepe la había puesto bajo la custodia del templo, como si invocara para ella el derecho de asilo. Su temor de haber cometido un sacrilegio se desvanecía.
Era indudable que ella hubiera podido subir a la terraza en cualquier momento y firmar, antes de que pudieran darse cuenta de ello; pero si Pepe no había preferido esto era por algún motivo poderoso. La joven comprendía que los primeros pasos para su liberación le enajenaban ya la amistad de la madre de Pepe.
Al salir se encontró con Juanita y sintió miedo de que aquella mujer hubiera visto a Pepe, Pero la entrometida acababa de llegar.
—¡Qué alegría, tú por aquí! —le dijo saliéndole al encuentro—. Ya decía yo que tendrías que entrar por el buen camino. Yo vengo a esta hora para aprovechar que hay menos gente y preparar el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro. Soy su camarera. Es un gusto poder servir a tal señora. ¿Verdad? Acompáñame.
Como siempre que soltaba su taravilla, Juanita no dejaba meter baza a nadie.
Dolores encontró por vez primera agradable aquella compañía, que la libraba de la soledad.
Volvió a entrar en el templo y acompañó a Juanita hasta la capilla de la Virgen. El templo, con las puertas cerradas y apagada la cera, había tornado otro aspecto distinto, más casero.
Juanita se complacía en hacer gala delante de ella de su confianza de sacristana con los santos. Iba de un lado para otro, moviendo sillas, tropezando, hablando alto y subiéndose en las plataformas de los altares para arreglar las flores y los candeleros, ni más ni menos que lo hubiera hecho en su casa.
Cuando se cansó de mangonearlo todo, fue a la sacristía a dejar su banqueta guardada hasta la hora de la función, y salió con Dolores, muy satisfecha, por la puerta de servicio.
—Ya verás si te aficionas a venir a la casa de Dios —le decía— como no tienes tiempo de aburrirte. No dejes de venir a la novena. Tenemos buenos predicadores, y estoy segura de que ha de llenarse la iglesia. Si quieres yo iré a buscarte.
—No sé si podré…
—Hay que poder… Es el único caso en que la mujer puede desobedecer al marido. Dios es antes que el mundo. Y, sobre todo, para ti que estás tan sola… No es menester que me digas lo que estás pasando. Bien lo veo yo… y encima te echan a ti las culpas… te digo que la gente es de una manera… Pero no eres tú sola… A Margarita Bertrán le ha dado una paliza su marido. En cambio, otras tienen suerte. Ya ves tú, Glorita. El marido, que fue una fiera para la primera mujer, es un cordero para ella. El otro día estaba yo en su casa cuando él llegó. Se puso de rodillas y comenzó a besarla… y luego la emprendió con nosotras… besó a las hermanas, a su tía Rosalía… hasta a mí. Y no creas que lo hace por mal. Es que es cariñoso… Verdad es que está en la luna de miel… Después veremos.
No cesó de hablar hasta que llegaron a su casa.
—Quédate a almorzar conmigo —propuso.
—Gracias.
—Anda. Quédate. Harás penitencia…
Dolores se sentía inclinada a ceder. Tenía miedo a estar en su casa.
—No te creas que tengo grandes cosas… pero comeremos más y comeremos menos. Lola me ha enviado fruta y unas hermosas patatas de su huerta… de esas que se hacen harina. Tengo un pan de higos que te gustará.
—Quédate tú conmigo.
—Si te empeñas…
Petra estaba asomada al balcón, con aire inquieto, y al ver a las dos amigas pareció tranquilizarse y corrió a abrir la puerta.
—Tenía miedo de que le hubiese ocurrido a usted algo, como nunca sale…
Juanita se echó a reír.
—¿Lo ves? Seguramente no te hubieran buscado en la iglesia… Ni yo tampoco… Pero ya se irán acostumbrando.
Dolores tuvo que soportar durante otras tres horas la charla de Juanita, a la que apenas oía. Todo rumor la hacía estremecer.
—¿Vendrán ya?
—¿Serán ellos? —se preguntaba.
Deseaba que no estuviera allí su marido para evitar una escena violenta.
Cuando se quedó sola subió a su habitación. Se asustó de ver su palidez en el espejo. Le dolía la cabeza y apenas se podía tener de pie. Sintió miedo de caer enferma y que esto dificultara su salida de aquella casa.
Abrió los cajones de la cómoda y comenzó a examinarlos uno por uno. Tenía en ellos joyas y recuerdos que deseaba llevar consigo. Eran todo nimiedades; las cosas que tenía cuando soltera, las que le habían pertenecido a su madre, iba poniendo aparte las que le había dado Antonio. La pulsera de pedida, la sortija de boda, el collar de perlas… Nada de aquello le interesaba. Apartaba sus retratos, los de sus padres, la peina que fue de su madre. Su abanico de nácar. En la rebusca aparecían recuerdos de su noviazgo, de su luna de miel. Cartas, flores marchitas… Lo apartaba todo con indiferencia, lo dejaba caer. Le parecía imposible cómo todo aquel período, en el que hubo ilusiones y amor, se hubiese desvanecido tan por completo, sin dejar una huella que pudiera despertar un sentimiento de ternura en su alma.
—¡Cuánto daño ha tenido que hacerme para pasar así del amor a la repugnancia! —pensó sintiendo lástima de sí misma.
Colocó aquellos recuerdos, que iban a constituir su único patrimonio muy en breve; arregló toda la ropa de su uso, separando la que su marido le había comprado; la colocó en un pequeño cofre, y ya con todo preparado, esperó.
Estaba nerviosa, agitada, sin poder estar quieta; iba sin cesar de su asiento a la ventana y de ésta a su asiento. Su deseo de escapar de allí aumentaba por momentos.
Pero la tarde pasó y llegó la noche.
—Si al menos Antonio no viniera a cenar.
Lo vio aparecer en la puerta de su cuarto, con aquel aspecto despabilado y torcido que se le iba acentuando cada vez más.
—¿Se puede saber dónde ha estado la señora esta mañana? —le preguntó sin tomarse el trabajo de saludarla.
Ella se sentía ya fuerte.
—¿Te pido yo cuentas a ti?
Él respondió con otra pregunta:
—¿Pero es que te has llegado a creer que eres igual que yo?
—He estado con Juanita en la Catedral —dijo para evitar la escena final.
—Vamos, menos mal —dijo él serenándose—; pero bien podías haberme pedido permiso. Que no te vuelva a ocurrir. No me gusta que mi mujer sea de las que andan comiéndose los santos y dejan la casa manga por hombro.
Ella guardó silencio.
—Vamos a comer propuso él.
La idea de la última comida frente a frente angustió a Dolores.
—No.
—¿Qué dices?
—No tengo gana.
—Vamos —dijo él suavizando la voz—. Anda, nena, no seas tan rencorosa.
Dolores sentía gana de llorar, de gritarle la verdad. Le hacía daño verlo confiado. Hubiera querido quede pegara, que la maltratara, en lugar de hablarle con ternura.
Por un fenómeno raro olvidaba todas las ofensas que él le había hecho, para no pensar más que en la doblez que había en ella en aquel instante.
—¿Irá a flaquear mí ánimo? ¿Tendrá razón Pepe? —se preguntó con miedo.
Antonio se acercó a ella, le pasó la mano por los cabellos y le acarició la barbilla entre el pulgar y el índice:
—Ven, nena.
Al sentir el calor de aquella mano se despertó toda la repugnancia que le inspiraban sus caricias. Lo rechazó con tal gesto de asco que hizo nacer la violencia y la cólera, apenas encubiertas.
—¿Así te portas? Pues vas a venir de grado o por fuerza.
—No.
—Lo veremos.
—No quiero.
La cogió brutalmente del brazo, atenazándola entre sus manos.
Dolores dio un grito.
Ciego de ira le descargó un bofetón. La joven escapó al balcón, gritando:
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Calla, maldita!
La cogió del cabello para arrancarla de allí; pero ella, asida a los hierros, soportaba el horrible dolor sin dejar de gritar.
Los vecinos salieron a los balcones y a las ventanas. La calle comenzó a llenarse de gente.
Petrilla, asustada, acudió a abrir la puerta.
César, que esperaba a su amigo en el comedor, fue el primero en intervenir llevándose a Antonio casi arrastrando.
Juanita vino en socorro de Dolores y se ofreció a pasar la noche a su lado. La joven, a pesar del dolor de los golpes recibidos, se sentía feliz. Había recobrado toda su decisión. El escándalo venía a favorecerla.
—¡Mañana seré libre! —pensaba.